martes, 18 de mayo de 2021

Stalin (1992)


<<El camino hacia la purga fue largo. Purgar era duro, y la dureza era una cualidad bolchevique. Stalin nunca estuvo totalmente seguro de ser el más listo, ni el más valiente, ni el más visionario, ni si quiera el más poderoso. Pero sabía que era el más duro.>>


Martin Amis: Koba el temible


Resulta curioso ver a Robert Duvall caracterizado de Stalin, pero así es el cine (y la televisión) y Duvall un actor capaz de sacar adelante ese personaje de acero que, al ser de aleación de hierro y carbono, tampoco resulta expresivo, aunque, tras su fachada, se esconda uno de los mayores desequilibrios del siglo XX. Me refiero a la ausencia de equilibrio entre los múltiples rostros que componen al personaje: la imagen que creyó de sí mismo, la que creó, proyectó e impuso, la terrorífica y criminal que se negaba y negaba al mundo, la paternal publicitada por la propaganda, pero que ni siquiera existió en relación a sus propios hijos. Probablemente, el propio Stalin creyese sus mentiras; y posiblemente, su afán de medrar y dominar le impidiesen vivir en una realidad que no fuera la alternativa que construyó en su mente y quiso materializar en el mundo real, mediante el control absoluto del partido comunista y del pueblo ruso. Lo consiguió porque inicialmente no era nadie para sus rivales —solo un hombre inculto y tosco, cuya labor previa había sido la de recaudar para la causa, asaltando bancos—, pero, sobre todo, lo logró empleando vigilancia, propaganda, torturas, delación, terror y súbditos tan letales y eficientes como Beria (Roshan Seth), el sanguinario jefe de la NKVD (Comisario del Pueblo para Asuntos Internos).


<<En realidad, 1937 había comenzado a fines de 1934, y más exactamente el 1 de diciembre de 1934.


A las cuatro de la madrugada sonó el teléfono [...]


—Preséntese a las seis en el Comité Regional [...]


Sin despertar a nadie, salí de casa mucho antes de que comenzaran a funcionar los medios de transporte públicos. Recuerdo muy bien los silenciosos copos de nieve y la extraña ligereza de mis pasos.


No quiero usar palabras altisonantes, pero debo decir en honor a la verdad que si aquella noche, en aquella nevosa alba invernal, me hubiesen ordenado morir por el partido, y no una, sino tres veces, lo habría hecho sin la más mínima vacilación. No tenía la menor sombra de duda sobre la justeza de la línea del partido. Sencillamente, no me sentía capaz —diré que por instinto— de venerar a Stalin, lo que entonces se estaba poniendo muy de moda. Pero el sentimiento de desconfianza con respecto a él lo ocultaba con el mayor cuidado, incluso de mí misma.>>


Evgenia Ginzburg: El vértigo


En realidad, 1937 empezó mucho antes de la fecha escrita por Ginzburg en su libro testimonio, en el que detalla sin medias tintas ni sensiblerías su encierro en el Gulag, donde la vida humana nada valía y donde padeció  dieciocho años de sufrimientos y de supervivencia diaria. Lo cierto es que podría decirse que empezó en el mismo instante en el que Stalin vio la posibilidad de aumentar su poder y extender su dominio y el culto a su persona, más allá de sí mismo. Empezó incluso antes de que un Lenin (Maximilian Schell) agonizante sospechase que su protegido no era el adecuado para sustituirle al frente del Imperio de los Soviets. La biografía de Stalin (1992) escrita para la pantalla por Paul Monash y filmada por Ivan Passer, uno de los nombres propios de la nueva ola checoslovaca de la década de 1960, apunta esos orígenes y pretende mostrar el rostro temible de Iósif Stalin, un hombre que, salvo en sus primeros momentos matrimoniales con Nadya (Julia Ormond) —que de la imagen idealizada, descubre la monstruosa que la empuja al suicidio— y en su relación con su hija Svetlana (Joanne Roth), se desprende de cualquier emoción, sentimiento y persona que se interponga entre él y su reino: desde Trotsky (Daniel Massey) —que comete el error de subestimarle tras la muerte de Lenin— hasta la oficialidad del ejército, pasando por millones de kulaks (campesinos) y amigos que, como Bujarin (Jeroen Krabbe), Sergo (Jim Carter) o Kirov (Kevin McNally), no comprendieron que la amistad no podia existir ni existía en el paraíso creado por Stalin, donde solo había cabida para el vasallaje, la sumisión y una única verdad: la suya. Todo gira sobre esa verdad: las leyes y las pruebas, la administración de justicia, las falsas denuncias de traición o de ser enemigo de la patria, el perjurio y las conspiraciones inventadas, todo vale si promete favorecer los intereses del líder bolchevique, cuyo comunismo consistía en igualar a todos bajo sus botas de acero. Con su verdad  y su terror, el antiguo seminarista y ladrón de bancos los convirtió en muertos, en esclavos o en traidores al partido y a la patria. Esto es lo que expone esta premiada producción HBO a la que Passer confirió forma de docudrama para detallar momentos clave del ascenso, el mantenimiento y la (auto)deificación del protagonista. Esto último lo iguala más si cabe a Hitler, su espejo nazi, pero en el caso del dictador soviético —al igual que aquel otro, de los más letales de la historia; se le atribuyen alrededor de veinte millones de muertos, aunque para Stalin, <<la muerte de un millón era simple estadística>>— no hubo caída y solo después de su muerte salieron a relucir otras verdades que no fueran las suyas.




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