jueves, 31 de marzo de 2022

The Wayward Girl (1959)


El último de los diez largometrajes realizados por la directora noruega Edith CarlmarThe Wayward Girl (Ung flukt, 1959), también fue el primero protagonizado por Liv Ullmann, quien dio vida a Gerd, la joven protagonista. La actriz, años después indispensable en el cine de Ingmar Bergman, había participado con anterioridad y sin acreditar en la exitosa comedia de Carlmar, Fools in the Mountains (Fjols til fjells, 1957), pero entonces su presencia no pasó de ser anecdótica. Aquí, en el décimo largometraje de la directora, la primera mujer que dirigió en Noruega, y el último escrito y producido por Otto Carlmar —guionista y productor de nueve de los films dirigidos Edith, con quien, además de matrimonial, formó pareja creativa desde 1949, año en el que fundaron su productora Carlmar Film, hasta 1959—, el protagonismo de Ullmann se hace con la pantalla y llama la atención sobre su personaje. Gerd, apunto de cumplir dieciocho años, huye de sí misma y del futuro que cree que le espera, también huye de su madre (Nanna Stenersen) y de la cotidianidad que amenaza problemas con la justicia —debe presentarse a declarar después de ser arrestada y puesta en libertad. La joven escapa en compañía de Anders (Atle Merton), el muchacho que conduce el vehículo mientras recuerda a su madre (Randi Brænne) rechazando su relación con Gerd, a quien califica de mala mujer. Eso mismo piense la chica durante su huida y su estancia en la naturaleza donde los dos jóvenes fugitivos viven un breve e idílico instante de amor juvenil, quizá de un primer amor. Pero la aparición de su madre y del padre de Anders (Tore Foss) rompe el momento, que ya no volverá a ser igual de luminoso, al regresar la idea que ronda la mente de Gerd. Siente culpabilidad y se ve a sí misma condenada a ser una mala mujer —como parece señalar la escena en la que deshoja la margarita— y ensuciar cuanto toca, de ahí su comportamiento entre visceral, caprichoso e inestable, fruto de su miedo y de su desorientación, también de los sentimientos hacia Anders. Sin duda, lo mejor del film es el descubrimiento y la presencia de esa joven actriz que alcanzaría renombre en los films de Bergman, pero, además, la película presenta entre sus otros atractivos la vitalidad de los primeros momentos de la estancia de la pareja en el paraíso que, con la muerte de la oveja y la aparición de Benkin (Rolf Søder), se ensombrece y transforma el idilio en la amenaza o, previo al paréntesis luminoso referido, el viaje que la madre de Gerd y el padre de Anders comparten en tren y a pie hasta la cabaña donde sus hijos disfrutan de su idilio, un recorrido que les humaniza y permite conocerlos mejor.



miércoles, 30 de marzo de 2022

El limpiaparabrisas (2021)


La madurez de la animación de El limpiaparabrisas (The Windshield Wiper, 2021) los sonidos, las voces y la música que la acompañan por distintos escenarios, en la búsqueda y la contemplación propuestas por Alberto Mielgo, resultan atractivos suficientes para acercarse a este cortometraje sobre el amor, el desamor, la soledad, la incomunicación en la era de la comunicación tecnológica, del debilitamiento de los lazos humanos y de la incapacidad del individuo para reinventarse y liberarse del encierro interior que lo aísla del mundo, un encierro y un aislamiento que disimulan su existencia en los usos de la tecnología mediática que presume comunicar globalmente a la humanidad; lo cual no es mentira, como tampoco lo es su tiranía, la de una comunicación impersonal a escala planetaria que impide o minimiza la personal, la que se establece entre personas reales en el mundo real donde ya nada parece serlo; quizá por ello, alguien, en algún bar de una localidad cualquiera, fume y fume mientras piensa en su desorientación y se pregunte ¿qué es el amor?


La pregunta la formula el fumador en dos ocasiones: al principio y al final de
El limpiaparabrisas, pero es en la segunda cuando da la respuesta —<<el amor es una sociedad secreta>>—, pero solo es una más entre tantas posibles a un interrogante que carece de contestación lógica, cuando se comprende que el amor existe en su diversidad y no obedece a la razón. Va en nuestros genes, en nuestro deseo de sentirlo, en nuestra irracionalidad, no en nuestro conocimiento. El amor existe en el misterio de su existencia y de la imposibilidad de su explicación. De tal manera, igual que sucede con tantas otras, una pregunta así puede deparar una o diez mil respuestas y más interrogantes, dependiendo de factores imprevisibles, distintos o similares a los que asoman por este cortometraje que encuentra su inspiración en los viajes de Mielgo por distintas ciudades del globo donde la cercanía y las distancias, el ir y venir de las personas, sus pausas y encuentros, el amor que no encuentran, el que han perdido o el que pueden tener delante, se dibujan en la la pantalla para que el cliente del bar pueda responderse ¿qué es el amor? ¿Una poesía sin voz ni letra? ¿Una emoción que busca un cuerpo en la cercanía que separa dos mundos en la distancia? ¿Una palabra que transciende su significante para hallar su significado, nunca único ni claro? Todos dicen reconocerlo y conocerlo, pero a veces pasa de largo o hiere cuando, sin apenas escuchar sus susurros, dice definitivamente adiós. Entonces, en ese momento, ¿qué es el amor? ¿Un instante emocional que brilla luminoso en la distancia de su ausencia, cuando su presencia solo es su anhelo o el recuerdo que pervive o se despide?



martes, 29 de marzo de 2022

Los frutos del paraíso (1970)


Desde su primer largometraje,
Something Different (O necem jiném, 1963), y ya antes en su aprendizaje en la FAMU (la escuela de cine de Praga), la cineasta checa Vera Chytilová apuntaba una personalidad cinematográfica clara, aunque todavía no se mostrase como la cineasta radical que experimenta con el sonido, la música y las imágenes, con los colores, la velocidad, el montaje en Las margaritas (Sedmikrásky, 1966), su film más conocido; y aunque en menor medida, también experimenta en Los frutos del paraíso (Ovoce stromu rajskych jime, 1970). Lo hace lo suficiente para confirmar que estamos viendo la película de una directora atípica que, consciente de que el cine carece de gramática, comprende que no existe un lenguaje que la limite y se distancia de cualquier narrativa convencional. Por ello, unir a Chitilová el adjetivo atípica no es un tópico que se use porque no se logre explicar su cine, que por otra parte parece bastante claro para quien acepte salir de la comodidad de una narrativa convencional. Aunque presente influencias del underground estadounidense y de otras corrientes cinematográficas de vanguardia, es atípica porque desde sus inicios profesionales se lanza de lleno a la búsqueda de su propia estética cinematográfica para hacer hincapié en la realidad de la mujer en mundo regido por hombres, uno de los ejes temáticos de su obra, quizá el principal, como vuelve a quedar claro en este film sobre Eva (Jitka Nováková), la mujer que vive su despertar al conocimiento tras morder la manzana y lanzarse a explorar el mundo, movida por su novedosa curiosidad, puesto que antes de morder el fruto prohibido no existiría la necesidad de conocer. Mientras, Adán/Josef (Karel Novak) prefiere dormir o quedarse en cama, y más adelante, no se podría precisar en tiempo lineal, jugar sin ser consciente de la mentira en la que cae cuando descubre el deseo que le despiertan otras mujeres en la playa donde, salvo Eva, el resto juega y se divierte en un instante que señala un antes y un después: el último instante de inocencia. Cuando Eva comprende la existencia del engaño, decide abandonar su vida al lado de Josef, pero este y Robert (Jan Schmid), el único que inicialmente viste de rojo, puesto que todavía es el único que conoce la muerte, porque ha asesinado, queda atrapada en su camino hacia el conocimiento —descubriendo la existencia de lo secreto, de lo prohibido, de las pasiones, de la mentira, del amor, de la muerte. Su evolución se va viendo en el color de su vestuario, que pasa del blanco, virginal e inocente, al rojo de la sangre y de las pasiones, entre medias vistiendo un tono rosa pálido de transición. En cierto modo, Frutos del paraíso es el viaje de Eva hacia el conocimiento y, consecuentemente, hacia la pérdida de la inocencia que se cierne sobre la humanidad que representa, una inocencia que dice adiós a medida que asoma en pantalla el secreto, el engaño, el crimen y otras cuestiones que van formando la sustancia humana en su destierro del paraíso donde inicialmente la pareja vive en la desnudez que va más allá de la física, vive en la ausencia de cualquier conocimiento y de lo que su presencia conlleva.



lunes, 28 de marzo de 2022

West Side Story (2021)


¿A dónde conduce comparar dos versiones cinematográficas de una misma historia que distan en el tiempo sesenta años? ¿Tiene algún sentido, más allá de indicar que las épocas y los cineastas son diferentes? El transcurso de esas seis décadas forma parte de la historia y, por tanto, también de las vivencias de los individuos y de una sociedad en constante transformación. Los cambios están ahí, en la cotidianidad, en la imagen, en el uso del habla, en los tabúes que se borran y otros que permanecen al lado de los nuevos que ocupan las vacantes de los superados. A menudo, los cambios sociales (e incluso los individuales) pasan desapercibidos porque asumen quietud engañosa, como si siempre hubieran estado ahí. Sin posibilidad de volver sobre los pasos dados —oportunidad que sí se le presenta a Bill Murray en Groundhog Day (Harold Ramis, 1993)— los individuos vivimos atrapados en el tiempo lineal que separa nacimiento y muerte. Y ese es nuestro tiempo, como acertadamente Raoul Walsh tituló sus memorias: Each Man in His Time. Y escribo el adverbio “acertadamente” porque el estar sujeto al ciclo vital es una realidad incuestionable. Nadie ha logrado transgredirlo, tampoco el cine ni la sociedad de cada momento histórico puede separarse de su instante, aunque esto no quiere decir que una época posterior herede de la anterior, algo por otra parte natural; lo extraordinario sería vivir el curso contrario. Y ahí, en descubrir qué ha cambiado y qué no lo ha hecho encuentra sentido la comparación de dos épocas y de dos películas, para determinar el camino, la evolución o la involución, entre dos puntos que jamás podrán tocarse, aunque la misma persona haya vivido ambos; pues, en la distancia recorrida, el propio individuo habrá cambiado.


Los guetos, la marginalidad, la segregación, en definitiva la lucha por la igualdad racial estaba al rojo vivo cuando Robert Wise y Robbins realizaron su West Side Story (1961), los derechos civiles aún no eran la realidad que son cuando Steven Spielberg rueda la suya en 2021. Esto no quiere decir que las desigualdades y el racismo hayan desaparecido, simplemente que los tiempos son distintos y los problemas se ajustan a las particularidades políticas, económicas, demográficas y sociales de un país y un periodo determinados, aunque en el fondo no varíe la sustancia. No hay cambio en que Anybodys (Iris Menas) intente integrarse en los “Jets” y ser uno más de la banda “gringa” que, en la irracionalidad, se iguala a los “Sharks” puertorriqueños. Pero si en el contenido apenas hay variaciones, sí hay cambios en los medios técnicos que determinan la imagen cinematográfica de esta tragedia musical que Spielberg filma con brío y a lo grande, sin olvidar la espléndida puesta en escena de Wise/Robbins, recreando y recorriendo con su cámara su propio West Side; donde rinde su enésimo homenaje al cine que vio de niño y de adolescente, el que despertó su pasión. Ahí están aquellas películas, cuando rebusca en su memoria y actúa el cineasta que rueda en el presente. Siempre lo ha hecho, incluso cuando ambienta sus films en el futuro su punto de referencia lo encuentra en el pasado —el ejemplo de Real Player One (2018) quizá sea el más evidente al ser un “viaje” a la década de 1980, pero también lo son La guerra de los mundos (The War of Worlds, 2005) o Inteligencia Artificial (A.I., 2001), aunque ambas expongan problemas de su actualidad— y en esto se mantiene fiel, del mismo modo que guarda fidelidad a su idea de cine espectáculo, aunque a veces este ya no sea tan luminoso como en su juventud, sino que se vea amenazado por las sombras que han ido asomando en sus películas. Dicho lo anterior, añadir lo más obvio, que su propuesta bebe directamente de la película previa (y a la que rinde homenaje en la presencia de Rita Moreno), del musical de Robbins, de la música de Leonard Bernstein, de las letras de Stephen Sondheim y de la tragedia shakespeariana que Arthur Laurents trasladó a esa Nueva York marginal y racial donde dos bandas juveniles no comprenden que son iguales.


La historia del West Side de Spielberg no puede evitar pasar de la luz, la esperanza y el amor que nace en María (Rachel Zegler) y Tony (Ansel Elgort), a la oscuridad que se va apoderando de la pantalla cuando el odio, los prejuicios y la violencia se agudizan y dan paso a las muertes de Riff (Mike Faist) y Bernardo (David Alvárez) en un palacio de sal donde este último ordena apagar las luces, que ya no vuelven a iluminar la pantalla, iniciándose el reinando de una oscuridad que se contrapone con la claridad y el color de la primera parte del film, cuando las bandas danzaban su rivalidad en patios y aceras o cuando Anita (Ariana DeBose), la presencia clave y más atractiva del film, y otros personajes recorría las calles cantando América. El modo con el que el director de Tiburón (Jaws, 1975) lleva de un extremo a otro, sin perder de vista a Wise/Robbins, también habla de Spielberg como cineasta, el director que habla cinematográficamente a partir de su memoria (que finalmente es la que determina quienes somos, sin ella estaríamos perdidos en la ausencia de identidad), y dedica el film a su padre y homenajea a Rita Moreno, su Valentina y la Anita del film de Wise y Robbins.



domingo, 27 de marzo de 2022

Historia de un detective (1944)


La dos primeras adaptaciones a la gran pantalla de dos novelas de Raymond Chandler se produjeron en 1942, cuando Irving Reis y Herbert I. Leeds filmaban respectivamente The Falcon Takes Over, que se inspiraba en el libro Farewell, My Lovely, y Time to Kill, que encontraba su fuente literaria en The High Window. No obstante, al formar parte de los seriales dedicados al “halcón” —aventurero interpretado a lo largo del ciclo (1941-1948) por George Sanders, Tom Conway y James Calvert— y a Michael Shayne —a quien dio vida Lloyd Nolan en siete films—, no sería hasta dos años después cuando Philip Marlowe, el personaje más famoso del escritor, asoma en la pantalla en la segunda adaptación de la primera novela arriba apuntada. Lo hace en Historia de un detective (Murder, My Sweet, 1944) y con los rasgos de Dick Powell —posteriormente, asumiría los de Humphrey Bogart, Robert Montgomery, George MontgomeryJames Gardner, Elliott Gould, Robert Mitchum o James Caan—, pero lo interesante del personaje no es en sí la aparición en la pantalla del famoso detective, sino ver cómo esta conlleva una evolución en el investigador privado cinematográfico (y en el ambiente por donde se mueve), desde Philo Vance, personaje creado por S. S. Van Dine y que asoma en el cine en 1929 con el rostro de William Powell —en The Canary Murder Case (Malcolm St. Clair, 1929)—, pasando por la ironía, la sofisticación y la simpatía de Nick Charles en La cena de los acusados (The Thin Man, W. S. Van Dyke, 1934), hasta el antipático profesional interpretado por Dick Powell, en quien la ironía y la elegancia han dejado su lugar al cinismo y a la apariencia de antihéroe; entre medias se sitúa el Sam Spade de El halcón maltés (The Maltese Falcon, John Huston, 1941), un detective que combina cinismo e ironía y que tiene la ventaja de recibir los atributos de Bogart. Sin duda, aunque esta no era la primera adaptación de la novela de Dashiell Hammett, el personaje del film de Huston es la confirmación evolutiva del cine de detectives y el que mejor define las bases que Edward Dmytryk recoge en su película, que dota de una estética negra de sombras y niebla —que, en cierta medida, perfila el estilo visual de sucesivas producciones RKO—, así como de un psicología cuya subjetividad se potencia con la voz en off del detective, que insiste en guiar a sus oyentes por su versión del pasado, una que, bajo el disfraz de antihéroe, confirma el nuevo tipo de héroe cínico, escéptico, duro, en apariencia insensible, que busca la verdad siguiendo su propio código de valores en un entorno de claroscuros humanos donde la ambigüedad luce entre ambiciones, deseos, engaños y mentiras.

sábado, 26 de marzo de 2022

Hechizo de luna (1987)


Tras sus inicios televisivos, Norman Jewison dio el salto al cine en una serie de comedias que encuentran su tema en el amor de pareja —Su pequeña aventura (The Thrill of It All, 1963), No me mandes flores (Send Me No Flowers, 1964), El arte de amar (The Art of Love, 1965)— pero nada pudo explicar entonces ni quiso explicarlo después, consciente de que no existe un razonamiento lógico que indique los motivos del amor, puesto que sencillamente se vive y no hay resistencia posible a su encanto, al menos hasta que su fuerza se mitigue o su hechizo desaparezca. Rodada cinco años después de Amigos muy íntimos (Best Friends, 1982), en Hechizo de luna (Moonstruck, 1987), la cima de su humor romántico, Jewison regresaba al género para hablar, bromear y fantasear con elegancia y estilo que ni el amor ni la familia pueden razonarse, ya que son imprevisibles e ilógicos y, aunque son tan necesarios como vitales, no son perfectos como la esfera que brilla intensa e ilumina su esplendor la noche en la que el tío Raymond (Louis Guss) se deja envolver por el romanticismo que atribuye al momento, una noche que parece proclive al cuento de hadas sin príncipes azules ni princesas ilusas, sin más palacios que una panadería, un apartamento en el piso de arriba, un hogar familiar y un palco en la ópera, marcos ideales para desarrollar el hechizo entre Loretta (Cher) y Ronny (Nicholas Cage), dos desconocidos que, ya desde su primer encuentro, no pueden frenar la atracción y el deseo que despiertan en ellos. Pero Jewison no solo está interesado en esta pareja, sino en las diferentes situaciones por las que atraviesa la familia, núcleo que, a pesar de sus desavenencias —la soledad de la madre de Loretta, a quien dio humanidad una espléndida Olympia Dukakis, y de la infidelidad marital del padre (Vincent Gardenia)— para el director canadiense, y también para el guionista John Patrick Shanley, resulta el pilar básico que les sostiene y les arropa: el núcleo que les hace sentir parte de algo, a diferencia de Perry (John Mahoney), solitario y condenado a mantener breves relaciones que acaban con una copa de vino derramado sobre su rostro.



viernes, 25 de marzo de 2022

Relámpago sobre el agua (1980)


Algunos cineastas de los nuevos cines europeos de los años sesenta, caso de los “cahieristas” o del alemán Wim Wenders, vieron en Nicholas Ray (también en Sam Fuller) al artista moderno y rebelde, al autor fuera de la industria cinematográfica —aunque, en realidad, Ray hizo su carrera dentro de ella— en quien mirarse y reflejarse. Lo mitificaron y adoraron, lo situaron en el pedestal cinematográfico donde veneraban obras suyas como Johnny Guitar (1953) o Rebelde sin causa (Rebel without Cause, 1955). Dicha veneración, se transformó en colaboración cuando Wenders y Ray trabajaron juntos en El amigo americano (Der amerikanische freund, 1976), para la cual crearon un personaje que interpretó el segundo —y que guarda aspectos comunes con el artista real. Aquel instante marcó el inicio de una relación de amistad, quizá paterno-filial, que volvería a cobrar imagen en Relámpago sobre el agua (Lightning over Water, 1980), la crónica de la agonía del director de En un lugar solitario (In a Lonely Place, 1950), el narrador cinematográfico del desarraigo, del desplazado que no encuentra su lugar, y el hombre cuya vida se consume ante nosotros en la pantalla, como los cigarrillos que eternamente le acompañan durante el metraje de este film mortuorio y póstumo. Los cigarrillos entre sus dedos o en sus labios no obedecen solo al hábito o al capricho, sino que indican que ya nada de lo que haga puede vencer al cáncer (que sabe terminal) y que, junto a otros excesos, ese mismo hábito fue el causante de la enfermedad pulmonar que provocaría su fallecimiento el 16 de junio de 1979.


Pero ¿a qué obedece publicitar la agonía y la muerte, cuando ambas pertenecen al ámbito de lo privado? ¿Hasta qué punto es ético filmar ambas y contemplar el final de otro ser humano? ¿Por qué somos capaces de observar la vida y la muerte de otros, y desviamos la mirada hacia otro lado cuando en nuestra mente se piensa en las propias? ¿Vemos en ellos lo que no podemos ver en nosotros o simplemente nos hemos insensibilizado y entregado al consumo de imágenes que, a nuestra mirada, desdibujan la realidad y adquieren otro significado?
Bertrand Tavernier realizó en La muerte en directo (La mort en direct, 1979) una reflexión cinematográfica donde se exhibía la agonía del protagonista en un programa de televisión y, por su parte, Sidney Lumet mostraba el suicidio en directo en Nerwork (1976). ¿Que estaba sucediendo? Al mostrar lo privado en público, aquel se desnaturaliza para adquirir otra naturaleza que se ajuste a la imagen. Se adultera su orden y su desorden, su devenir en la intimidad que no existe cuando se filma; ahí, en la película, solo existe una recreación de la realidad que así se adultera y sublima transformándose en otra, la que el público recibe e interpreta. De ese modo, la agonía que se presencia ya no pertenece al agonizante, aunque sea él quien la sufra. Tampoco se antoja real, como si la muerte formase parte de una ficción contenida en una imagen o que se contempla en la distancia que finalmente alcanza nuestro entorno y nos alcanza a cada uno de nosotros. El cine, pensado y editado, obedece a una intención, y los autores son plenamente conscientes de ello; si no, sería un accidente y no una película. Ray y Wenders son conscientes de que existe una cámara y una finalidad, y actúan en consecuencia. El joven director alemán admira al veterano cineasta estadounidense, al artista, quizá a la persona. Como Robert Mitchum en Hombres errantes (The Lusty Men, 1952), ve en él a alguien que quiere volver a casa y recuperar aquel tiempo ya desaparecido; en el caso de Ray, su hogar es el cine —llevaba desde 55 días en Pekín (55 Days at Pekin, 1963) sin estrenar una película, aunque había intentado llevar a cabo We Can’t Go Home Again. En ese aspecto, el que posibilita a Ray regresar por última vez a su mundo y recuperar su imagen perdida, Relámpago sobre el agua cobra sentido pleno: es su modo de sentirse vivo, de intentar volver a ser él mismo en la proximidad de la muerte —de prepararse y despedirse—, la cual nunca es real hasta que se materializa y pone punto final a la eternidad que sentimos durante la existencia, al no tener constancia ni conciencia del inicio de nuestra vida ni de su fin, de los cuales, aunque protagonistas, otros son los testigos.



jueves, 24 de marzo de 2022

Se armó la gorda (1971)


Aunque se gestaron en el teatro y en apariciones televisivas previas, el humor y la irreverencia de Monty Python se desataron definitivamente en la serie televisiva Monty Python’s Flying Circus, un programa cómico compuesto por sketches que se mantuvo en emisión desde octubre 1969 hasta 1974. La serie apuntaba originalidad, rebeldía y un ingenio corrosivo pocas veces visto, y que suponía un paso más allá del humor inglés que, desde Charles Chaplin hasta las comedias producidas en Ealing Studios, apuntaba y se reía del drama cotidiano y de la idiosincrasia británica. Pero con el grupo formado por Graham Chapman, John Cleese, Terry Gilliam, Eric Idle, Terry Jones, Michael Palin ese humor ya no solo se ríe, sino que se rebela para crear el absurdo que enfatiza lo absurdo de la realidad. En 1971, los cómicos aprovecharon su éxito y rehicieron (en formato cinematográfico) algunos episodios de la primera y segunda temporadas de Flying Circus. El resultado fue Se armó la gorda (And Now Something Completely Different, 1971), su primera incursión cinematográfica, la cual también contó con la participación de Ian McNaughton en la dirección de los sketches. Debido a que su origen bebía directamente y sin disimulo de la serie, el film no difiere ni aporta a lo expuesto en ella, aún así resulta una divertida propuesta que apunta a El sentido de la vida (The Meaning of Life, Terry Jones y Terry Gilliam, 1983), a la postre el último film que reunió al mítico e inolvidable sexteto. Formadas por sketches, vistas en retrospectiva, ambas son un hilarante hola y un no menos cómico adiós; lo cierto es que en ambos casos el humor irónico y corrosivo, caótico en su orden y rebelde en su intención de despertar a la risa deformando la realidad para enfatizar su absurdo, es un deleite para quienes conectan y disfrutan con un humor irreverente que alcanza su cima cinematográfica en La vida de Brian (Life of Brian, Terry Jones, 1979), su obra más famosa y la mejor desarrollada.



miércoles, 23 de marzo de 2022

El violín y la apisonadora (1960)


Los trabajos de final de carrera suelen apuntar hacia donde van los intereses de los cineastas, pero solo son un primer paso en su evolución artística y profesional, que suelen estar condicionados ya no por la inexperiencia, sino por la finalidad a la que obedece el propio trabajo. En el caso de Andrei Tarkovski, El violín y la apisonadora (Katok i skripka, 1960), su cortometraje de graduación en el VGIK, escrito junto a Andrei Konchalovsky y bajo la supervisión del profesor y también cineasta Mikhail Romm, no sería la prueba que a él le permitiría autoevaluar sus posibilidades de hacer cine. Esta llegaría en su primer largometraje; y aún así, un artista como Tarkovski viviría en una constante evaluación de sí mismo y de su arte cinematográfico. De cualquier manera, su película de fin de carrera apunta momentos entrañables y una intención poética clara, pues, desde la cuna, la poesía es el medio expresivo más cercano al cineasta —cuyo padre era el poeta Arseni Tarkovski— y la convierte en latido vital y estético de sus imágenes: <<la poesía es para mí un modo de ver el mundo, una forma especial de relación con la realidad>> (Tarkovski: Esculpir en el tiempo).


El agua y sus reflejos asoman en varios momentos del film agudizando la ensoñación que cobra colorido en la fotografía de Vadim Yusov, quien sería su operador hasta Solaris (1972), y en la música de Vyacheslav Ovchinnikov, en su primera partitura para el cine. En prácticamente todo su metraje, la película, de 45 minutos de duración, parece cobrar la forma de sueño inocente, al escoger de protagonista a un niño que vive un encuentro feliz y que todavía no ha perdido la inocencia que en La infancia de Iván (Ivanovo Destno, 1962) toca a su fin con la guerra. Sasha (Igor Fomchenko) tiene siete años y lleva dos practicando con su violín. A ojos del resto de niños del edificio es un músico y, como artista, no pertenece a su mundo proletario; lo cual precipita el rechazo y las burlas, también la soledad en la que vive el pequeño hasta que se produce su breve encuentro con Sergei (Vladimir Zamansky), el adulto que conduce la apisonadora que asfalta el barrio. En su comunión y su amistad se unen el arte y el trabajo manual, el artista y el obrero, dos rostros del pueblo ruso desde la época imperial. En Tarkovski, ambos se dan la mano, puesto que el uno es vital para el otro, y viceversa, a eso apunta la admiración del niño por el obrero, que le deja conducir su máquina, incluso, por un momento, desea ser como él, y el deseo de Sergei de escuchar la música que Sasha toca en su violín.



martes, 22 de marzo de 2022

Tarde para la ira (2016)


En El asesino anda suelto (The Killer Is Loose, 1956), Budd Boetticher muestra a un hombre corriente que, tras ser testigo del asesinato de su mujer, aguarda varios años para poner en marcha su implacable venganza, mientras que en Perros de paja (Straw Dogs, 1971), Sam Peckinpah concede el protagonismo a un individuo pacífico, pasivo e introvertido que, ante la amenaza y la brutalidad externas, estalla y desata su violencia más expeditiva. En un punto entre los personajes de Boetticher y Peckinpah, se sitúa José (Antonio de la Torre), quien, más próximo al primero, guarda en común con ambos una experiencia límite y, debido a ella, que cualquiera puede convertirse en asesino —o cualquier asesino puede ser un hombre corriente. El vengativo protagonista de Tarde para la ira (2016) se trasforma en verdugo como consecuencia de un instante pretérito que marca el presente de los implicados y de quienes, no estándolo, se verán afectados por la decisión de José y los actos consecuentes de la misma. El inicio de este thriller de vidas rotas dirigido por Raúl Arévalo sitúa la acción ocho años atrás, en un breve instante, aunque lo suficientemente preciso en las realidades que apunta: el violento asalto a una joyería y la detención del conductor, el único a quien atrapa la policía y el único de los atracadores que no ha estado dentro de la tienda, cuyo interior se verá en una grabación posterior. Pero, más allá de esto y de la agresión de la que es víctima un hombre que sale tras los asaltantes, nada se sabe. La acción avanza en el tiempo y la información que falta se va suministrando a medida que avanzan los minutos y conocemos a José, sus motivos, su comportamiento y su acercamiento a Ana (Ruth García), cuyo marido resulta ser el conductor a quien, cumplida su condena, ponen en libertad.


Los interrogantes se van resolviendo, las piezas —el bar, la familia, Ana, Curro (Luis Callejo), la ira— encajan y descubren que José lleva aguardando ocho años entre la soledad, el bar de Ana y Juanjo, el hermano, y el hospital donde su padre permanece en coma desde el día en el que se produjo el asalto a la joyería que muestra la primera secuencia de Tarde para la ira, pues es el hombre agredido al inicio. En un momento del film, José ve la grabación de los hechos, posiblemente lo haya hecho más de un millar de veces, y no puede apartar de su mente las imágenes donde un asaltante encapuchado golpea una y otra vez el rostro de su novia. Ese instante no solo queda grabado en la imagen que observa, sino en su pensamiento, obsesionado con la idea de venganza, esperada y premeditada desde prácticamente aquel momento de muerte. Pasado el primer impacto y el periodo de duelo, la mente de José entraría de lleno en el conflicto emocional que le lleva al “ojo por ojo” del presente. Durante sus primeros compases, Tarde para la ira apunta vidas solitarias y rotas, también  parece señalar que Ana atrae al lacónico vengador, pero dicha impresión se esfuma cuando Curro, el marido de Ana, sale de la cárcel tras cumplir su condena y se descubre que todo lo visto hasta entonces forma parte de la paciencia de un potencial ejecutor que espera. Desde ese instante, la trama asume la violencia que había estado latente; ahora estalla y se apodera de la pantalla para mostrar a un victimario y a su víctima en una situación límite, al tiempo que Arévalo apunta que los delincuentes han rehecho sus vidas mientras que José ha perdido cualquier opción de recuperar la suya (y la de quienes la perdieron aquel día del pasado)


lunes, 21 de marzo de 2022

Andrei Tarkovski y la mirada singular


<<Se puede clasificar a los artistas en los que configuran su propio mundo y los que reproducen la realidad. Yo personalmente pertenezco, sin duda, al primer grupo. Lo cual no cambia para nada el hecho de que el mundo en el que creo es interesante para unos, mientras que deja fríos o incluso irrita a otros>>


Andrei Tarkovski: Esculpir en el tiempo.



Imagino en el espejo el reflejo del rostro de Tarkovski, su mirada singular refleja la de quien mira y abarca un radio de acción íntimo que se reduce o se amplía según la propia evolución y experiencia de quien contempla. Desde sus primeros tiempos, sea en sus escritos de juventud o en la escuela de cine, bajo la “tutela” de Mikhail Romm, hasta su último film, rodado en Suecia en 1986, muchas habrían sido las metas y los sueños, las luchas internas y externas, los temores y las frustraciones, las preguntas y las suposiciones confirmadas y rechazadas. Sin duda, dos de las confirmadas fueron la incomprensión y el mínimo interés que sus films despertaron entre el público mayoritario. Una tercera, tampoco era novedad, pues siempre ha estado ahí para el ser humano: su interioridad a lo largo del tiempo y en un doble espacio (íntimo y externo) que el artista descubre y vive en el presente y al mirar atrás y hacia adentro, recuperando instantes olvidados y otros que permanecen adulterados en la memoria. Unos y otros forman parte de la obra y del autor de siete largometrajes existenciales; unos y otros le hacen ser como es en los ahora en los que esculpe su mundo íntimo en trozos de celuloide que dejan de ser film para ser alma, la que silenciosa conecta con otras vivencias, dudas, deseos y experiencias que influyen y suman cada intención humana. Como cualquiera, el artista no puede escapar de su humanidad, más si cabe la potencia y atrapa en su arte, en el caso del cineasta soviético en las formas cinematográficas de sus películas, una estética personal, reflejo y parte de sí mismo. También podría ser que sus motivaciones se igualen a las de cualquier iluso cuyas ilusiones fluyen dentro y se apagan allí donde nadie las reciba, pero ese es un desvarío que ahí se queda.


A lo largo de toda su carrera, Tarkovski vive su cine entre su ritmo lento y su evolución constante, buscando nuevas respuestas, aunque sean viejas las preguntas, y recuperando imágenes perdidas en su memoria, de volver e intimar con el esfuerzo, la agonía, la reflexión, los versos paternos, los interrogantes,... o con la exigencia de cuestionarse y cuestionar, más que responderse. Esto lo descubro en el reflejo del espejo, en esa mirada 
de un visionario singular cuyo pensamiento es el eje sobre el que gira su obra artística, pues para él no había duda respecto a que el cine era <<la más verídica y poética de todas las artes>>.1 Se trata de un cineasta honesto, complejo y contradictorio, sencillamente porque intenta ser él mismo, quizá sin saber con certeza quién es y quiénes somos nosotros, en un medio artístico e industrial donde pocos emprenden la búsqueda de sí mismos, la de nuestra humanidad.
 Para Tarkovski, el objetivo de cualquier arte es explicar al público <<el sentido de la vida y la existencia humana>>, <<o quizá no explicárselo, sino tan solo enfrentarlo a este interrogante>>. Y eso es lo que hace o intenta a partir de Andrei Rublev (1964) y, de manera más radical, de Solaris (1972). El cine de Tarkovski puede gustar o no, pero ¿quién, con un mínimo de sensibilidad estética, podría decir que sus obras son mediocres? Aparte de su talento, Tarkovski era un creador que no huía de sí mismo, de sus motivos y motivaciones. Si de algo huía, era de la comodidad y de perder su esencia, sus sueños, su alma; postura vital y artística que le depararía continuas interferencias externas, la interrupción periódica de su carrera profesional y su exilio.


Ya desde Katok i skripka (1960), su trabajo de fin de curso en la escuela de cine de Moscú, intentó evitar cualquier tendencia modal, prefirió enfrentarse a algo complejo, que incluso podría incomodarle, pero algo que tuviese alma y poesía. Eso es lo que ofrece Tarkovski, cine vivo, cuya vida a veces escapa a la comprensión de quien no puede escuchar el silencio ni ver el movimiento de la quietud. Su cine es reflejo de su espiritualidad, de su manera de contemplar, de aprehender y entender. Por ese motivo, cuando alguien me dice que no tiene problemas a la hora de ver a Tarkovski, pues es a él a quien vemos en cada una de sus películas, dudo y no sé qué responder, salvo silencio y continuar pensando que en las imágenes de Stalker (1979), su último film soviético, o de Nostalghia (1983), por no citar su breve filmografía título a título, desde Ivannovo Destno (1962) hasta Offret (1986), siempre existe algo que late y escapa a las interpretaciones que pueda o quiera darle; pero al sentirlo todo encaja y todo descoloca. Tarkovski inició un camino artístico que sabía minoritario y solitario de antemano, uno que escogió íntimo y donde peleó hasta sus últimas consecuencias o, expresando palabras de Ingmar Bergman, lo llevó a <<moverse con una naturalidad absoluta en el espacio de los sueños; él no explica, y además ¿qué iba a explicar? Es un visionario que ha conseguido poner en escena sus visiones en el más pesado, pero también en el más solícito, de todos los medios>>.2 Tarkovski, su cine, contempla el alma de sus personajes, la suya propia e incluso la de una humanidad que apenas puede o busca ya comunicarse. Sus personajes son silenciosos porque la palabra y las voces no alcanzan a expresar interioridades donde las emociones viven junto a las dudas y a las búsquedas que caminan y se detienen con ellos, en un espacio íntimo, entre la eternidad y la fugacidad, que sale al exterior en reflejos que iluminan esa aparente pausa y ese mirar hacia adentro que no es una opción, sino una necesidad del alma del cineasta.


Filmografía

Los asesinos (Ubiytsy, 1956) (cortometraje)


Hoy no habrá salida (Segodnya uvolneniya ne budet, 1959) (cortometraje TV)

El violín y la apisonadora (Katok i skripka, 1961) (mediometraje)


La infancia de Iván (Ivanovo Destno, 1962)


Andrei Rublev (1966)


Solaris (1972)


El espejo (Zenkalo, 1974)


Stalker (1979)


Nostalgia (Nostalghia, 1983)


Sacrificio (Offret, 1986)


1.Andrei TarkovskiEsculpir en el tiempo. Reflexiones sobre el arte, la estética y la poética del cine (traducción de Enrique Banús Irusta). Ediciones Rialp, Madrid, 1991
2.Ingmar Bergman: Linterna mágica (traducción de Marina Torres y Francisco Uriz). Tusquets Editores, Barcelona, 1988.