miércoles, 23 de marzo de 2022

El violín y la apisonadora (1960)


Los trabajos de final de carrera suelen apuntar hacia donde van los intereses de los cineastas, pero solo son un primer paso en su evolución artística y profesional, que suelen estar condicionados ya no por la inexperiencia, sino por la finalidad a la que obedece el propio trabajo. En el caso de Andrei Tarkovski, El violín y la apisonadora (Katok i skripka, 1960), su cortometraje de graduación en el VGIK, escrito junto a Andrei Konchalovsky y bajo la supervisión del profesor y también cineasta Mikhail Romm, no sería la prueba que a él le permitiría autoevaluar sus posibilidades de hacer cine. Esta llegaría en su primer largometraje; y aún así, un artista como Tarkovski viviría en una constante evaluación de sí mismo y de su arte cinematográfico. De cualquier manera, su película de fin de carrera apunta momentos entrañables y una intención poética clara, pues, desde la cuna, la poesía es el medio expresivo más cercano al cineasta —cuyo padre era el poeta Arseni Tarkovski— y la convierte en latido vital y estético de sus imágenes: <<la poesía es para mí un modo de ver el mundo, una forma especial de relación con la realidad>> (Tarkovski: Esculpir en el tiempo).


El agua y sus reflejos asoman en varios momentos del film agudizando la ensoñación que cobra colorido en la fotografía de Vadim Yusov, quien sería su operador hasta Solaris (1972), y en la música de Vyacheslav Ovchinnikov, en su primera partitura para el cine. En prácticamente todo su metraje, la película, de 45 minutos de duración, parece cobrar la forma de sueño inocente, al escoger de protagonista a un niño que vive un encuentro feliz y que todavía no ha perdido la inocencia que en La infancia de Iván (Ivanovo Destno, 1962) toca a su fin con la guerra. Sasha (Igor Fomchenko) tiene siete años y lleva dos practicando con su violín. A ojos del resto de niños del edificio es un músico y, como artista, no pertenece a su mundo proletario; lo cual precipita el rechazo y las burlas, también la soledad en la que vive el pequeño hasta que se produce su breve encuentro con Sergei (Vladimir Zamansky), el adulto que conduce la apisonadora que asfalta el barrio. En su comunión y su amistad se unen el arte y el trabajo manual, el artista y el obrero, dos rostros del pueblo ruso desde la época imperial. En Tarkovski, ambos se dan la mano, puesto que el uno es vital para el otro, y viceversa, a eso apunta la admiración del niño por el obrero, que le deja conducir su máquina, incluso, por un momento, desea ser como él, y el deseo de Sergei de escuchar la música que Sasha toca en su violín.



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