viernes, 25 de marzo de 2022

Relámpago sobre el agua (1980)


Algunos cineastas de los nuevos cines europeos de los años sesenta, caso de los “cahieristas” o del alemán Wim Wenders, vieron en Nicholas Ray (también en Sam Fuller) al artista moderno y rebelde, al autor fuera de la industria cinematográfica —aunque, en realidad, Ray hizo su carrera dentro de ella— en quien mirarse y reflejarse. Lo mitificaron y adoraron, lo situaron en el pedestal cinematográfico donde veneraban obras suyas como Johnny Guitar (1953) o Rebelde sin causa (Rebel without Cause, 1955). Dicha veneración, se transformó en colaboración cuando Wenders y Ray trabajaron juntos en El amigo americano (Der amerikanische freund, 1976), para la cual crearon un personaje que interpretó el segundo —y que guarda aspectos comunes con el artista real. Aquel instante marcó el inicio de una relación de amistad, quizá paterno-filial, que volvería a cobrar imagen en Relámpago sobre el agua (Lightning over Water, 1980), la crónica de la agonía del director de En un lugar solitario (In a Lonely Place, 1950), el narrador cinematográfico del desarraigo, del desplazado que no encuentra su lugar, y el hombre cuya vida se consume ante nosotros en la pantalla, como los cigarrillos que eternamente le acompañan durante el metraje de este film mortuorio y póstumo. Los cigarrillos entre sus dedos o en sus labios no obedecen solo al hábito o al capricho, sino que indican que ya nada de lo que haga puede vencer al cáncer (que sabe terminal) y que, junto a otros excesos, ese mismo hábito fue el causante de la enfermedad pulmonar que provocaría su fallecimiento el 16 de junio de 1979.


Pero ¿a qué obedece publicitar la agonía y la muerte, cuando ambas pertenecen al ámbito de lo privado? ¿Hasta qué punto es ético filmar ambas y contemplar el final de otro ser humano? ¿Por qué somos capaces de observar la vida y la muerte de otros, y desviamos la mirada hacia otro lado cuando en nuestra mente se piensa en las propias? ¿Vemos en ellos lo que no podemos ver en nosotros o simplemente nos hemos insensibilizado y entregado al consumo de imágenes que, a nuestra mirada, desdibujan la realidad y adquieren otro significado?
Bertrand Tavernier realizó en La muerte en directo (La mort en direct, 1979) una reflexión cinematográfica donde se exhibía la agonía del protagonista en un programa de televisión y, por su parte, Sidney Lumet mostraba el suicidio en directo en Nerwork (1976). ¿Que estaba sucediendo? Al mostrar lo privado en público, aquel se desnaturaliza para adquirir otra naturaleza que se ajuste a la imagen. Se adultera su orden y su desorden, su devenir en la intimidad que no existe cuando se filma; ahí, en la película, solo existe una recreación de la realidad que así se adultera y sublima transformándose en otra, la que el público recibe e interpreta. De ese modo, la agonía que se presencia ya no pertenece al agonizante, aunque sea él quien la sufra. Tampoco se antoja real, como si la muerte formase parte de una ficción contenida en una imagen o que se contempla en la distancia que finalmente alcanza nuestro entorno y nos alcanza a cada uno de nosotros. El cine, pensado y editado, obedece a una intención, y los autores son plenamente conscientes de ello; si no, sería un accidente y no una película. Ray y Wenders son conscientes de que existe una cámara y una finalidad, y actúan en consecuencia. El joven director alemán admira al veterano cineasta estadounidense, al artista, quizá a la persona. Como Robert Mitchum en Hombres errantes (The Lusty Men, 1952), ve en él a alguien que quiere volver a casa y recuperar aquel tiempo ya desaparecido; en el caso de Ray, su hogar es el cine —llevaba desde 55 días en Pekín (55 Days at Pekin, 1963) sin estrenar una película, aunque había intentado llevar a cabo We Can’t Go Home Again. En ese aspecto, el que posibilita a Ray regresar por última vez a su mundo y recuperar su imagen perdida, Relámpago sobre el agua cobra sentido pleno: es su modo de sentirse vivo, de intentar volver a ser él mismo en la proximidad de la muerte —de prepararse y despedirse—, la cual nunca es real hasta que se materializa y pone punto final a la eternidad que sentimos durante la existencia, al no tener constancia ni conciencia del inicio de nuestra vida ni de su fin, de los cuales, aunque protagonistas, otros son los testigos.



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