jueves, 31 de octubre de 2019

Titanic (1943)


La manipulación de los medios de comunicación y de expresión con fines propagandísticos no fue invención del siglo XX, pero a la largo de esta centuria se perfeccionó hasta alcanzar cotas imposibles antes del nacimiento del cinematógrafo. Con el desarrollo y evolución del invento de los hermanos Lumière, la propaganda encontró un recurso inmejorable en la imagen en movimiento y, más adelante, en su capacidad de habla. El nuevo medio aceleraba la propagación del mensaje y ampliaba el radio de acción propagandística a cualquier sector poblacional que tuviese acceso a una sala de proyección. El consumo de películas era económico, instantáneo y, empleado según quienes, apenas exigía esfuerzo intelectual a los espectadores. Los interesados lo sabían, aprovecharon la comunicación inmediata que el cine establecía con el público y la emplearon para sus fines. El caso es que era una herramienta sin par a la hora de difundir ideas o para invitar a la población a la evasión, cuando no a la alienación; pero, más allá de la intención propagandística, por ejemplo, poco tienen que ver el novedoso cine revolucionario soviético de la década de 1920 con el cine inglés realizado durante la Segunda Guerra Mundial o cualquiera de estos con el producido en Alemania bajo control del nacionalsocialismo. Cada uno tenía sus rasgos y sus fines, aunque todos se posicionaron de acuerdo con las autoridades, en los casos de las dictaduras no podía ser de otro modo, ya que se encontraba bajo el control de la censura gubernamental, pero tampoco conviene olvidar que la censura también existía en las democracias.


Antes de unirse al partido nazi, y de que este alcanzase el poder, Joseph Goebbels era un individuo cuando menos frustrado, porque el talento que se atribuía era ninguneado. Entonces, sin acceso al poder, aún no era el despiadado manipulador que descubrió su rostro cuando se convirtió en ministro de Propaganda del Tercer Reich. Fue a partir de su ascenso cuando asumió el control de los medios de comunicación, prensa y radio, de las artes y de los espectáculos, y transformó la propaganda en uno de los pilares sobre los que sustentar el nacionalsocialismo y la imagen de su líder. Se las arregló para que cada hogar alemán tuviera un aparato de radio, y así, controladas las emisoras, su presencia en las casas sería cotidiana, sería eficaz y total. Como Lenin antes que él, Goebbels también comprendió que el cine, como arte y espectáculo de masas, era idóneo para guiar a la población, para entretenerla y evadirla de la realidad, para aproximar el imaginario popular al del poder establecido; 
la prueba concluyente de sus intenciones la encontramos en El triunfo de la voluntad (Triumph des WillensLeni Riefenstahl, 1934), cima de la propaganda cinematográfica nazi y, en su momento, aplaudida por sus logros técnicos más allá de las fronteras alemanas.


Desde 1933 hasta la caída del régimen, la industria nazi no cesó de producir comedias, musicales, intrigas y melodramas, e incluso se atrevió con esta superproducción de catástrofes que no oculta su posicionamiento, de hecho parece dejarlo bastante claro. 
No todas las películas alemanas de la época presentan una propaganda tan evidente, incluso la mayoría solo apostaba por escapar de la realidad y llevarse a la población consigo, pero Titanic (1943) no oculta su intención y establece paralelismos entre el transatlántico y el Imperio Británico. Romance, heroísmo, ambiciones económicas, empresariales, desencuentros, lujo y decadencia tienen cabida en la nave que Goebbels puso en manos de Herbert Selpin, hasta que este fue arrestado por la Gestapo, según se dijo por criticar el comportamiento de los asesores navales de la película, pero vayan ustedes a saber si no fueron otros los motivos. Al día siguiente de su detención, Selpin apareció ahorcado en su celda y Werner Klengler concluyó la producción. ¿Qué sucedió, en realidad? ¿Suicidio, como sostuvieron las autoridades, o asesinato, como creyeron otros? Cualquiera de las dos posibilidades señalan la responsabilidad del régimen nazi y su política de terror, la cual, a grandes rasgos, consistía en deshacerse de cualquiera que molestase y en eliminar cuanto pudiese perjudicar sus intereses. Esto me lleva a otro aspecto relacionado con la película, su no estreno alemán, quizá por las escenas de pánico durante el hundimiento del trasatlántico —secuencias que podrían alarmar a una población ya alarmada por los bombardeos aliados—, aunque hay quien sostiene que se debió a una lectura derrotista de la situación alemana en el frente oriental.


Sí se exhibió en países de la Europa ocupada y, concluido el conflicto, en la Unión Soviética, aunque en versión rusa y con un más que probable cambio en la propaganda. La nazi es evidente en Petersen (
Hans Nielsen), el eficiente primer oficial, de procedencia germana —identidad que apela al sentimiento nacional—, incorrupto y que sigue el reglamento sin cuestionarlo. Él advierte constantemente del peligro que implica navegar a alta velocidad por un mar salpicado de hielo; también señala al culpable del siniestro, señala a sir Bruce Ismay (Ernst Fritz Fürbringer), el presidente de la White Star Line, un caballero inglés sin rasgos honorables, siempre impulsado por la ambición y la codicia. Claro está, en 1943, cualquier inglés era un enemigo para los nazis y, como tal, la imagen que asume el empresario es la de ser el único responsable del hundimiento y de la muerte de los pasajeros. Ismay representa la ambición que la película atribuye a los británicos, la especulación y la cobardía que aflora en el momento de asumir responsabilidades. Pero no es el único a quien se juzga, pues, John Jacob Astor (Karl Schönböck), estadounidense, y de origen hebreo como parece indicar su segundo nombre, es implacable, codicioso y traicionero, pues juega en la sombra para apoderarse de la compañía naviera. Y, por si quedara algún tipo de duda, a bordo viaja Lord Douglas (Fritz Böttger), la imagen decadente de la aristocracia inglesa, el capitán Smith, que se salta las normas para complacer a los grandes señores, y un ladrón cubano que pretende apoderarse de los secretos de un científico alemán.


Para dejarlo más claro, si cabe, el film concluye con un juicio que insinúa la parcialidad del tribunal —al absolver a Ismay de cualquier tipo de responsabilidad en la catástrofe y culpar al capitán que, fallecido, no puede defenderse— y la posterior leyenda que recuerda que <<la muerte de mil quinientas personas sigue sin castigo... Una condena eterna por la loca búsqueda del lucro de Inglaterra>>. Si omitimos esta propaganda,
Titanic presenta aciertos en su tránsito por el melodrama, por las historias de amor y por la tragedia, momentos que se volverían a ver en las sucesivas producciones que han llevado a la pantalla el hundimiento de lujoso transatlántico. Una de esas constantes llama mi atención, pues siempre observo a pasajeros de primera y de tercera clase, por lo que deduzco que habrá una segunda clase. De ser correcta mi suposición, ¿a que obedece omitir su presencia? Acaso ¿no importa porque sus miembros son de clase media o porque no sirve al enfrentamiento de contrarios que tanto parece agradar a los responsables de los distintos films que han recreado la tragedia?

miércoles, 30 de octubre de 2019

El peral salvaje (2018)


En La rebelión de las masas, Ortega y Gasset escribió que <<para formar una minoría, sea la que sea, es preciso que antes cada cual se separe de la muchedumbre por razones especiales, relativamente personales. Su coincidencia con los otros que forman la minoría es, pues, secundaria, posterior a haberse cada cual singularizado.>> (1) Nuri Bilge Ceylan se singulariza a lo largo de su obra cinematográfica, lo cual la aleja de multitudes y la convierte en minoritaria, afín a un grupo de individuos que, sin premeditación, coinciden en la búsqueda de sustancia en las películas; y que por muy numerosos que sean, nunca dejarán de ser una minoría frente a la masa que mueve el cine más comercial. La singularidad de Ceylan, la conciencia de ser testigo del presente y de realizar un cine donde prima sus razones especiales para hacer este y no otro tipo, la hereda Sinan Karasu (Dogu Demirkol) en El peral salvaje (Ahlat Agaci, 2018), cuyos encuentros y entrevistas, con distintos personajes, van completando la descomposición de su ilusión y la radiografía humana del entorno por donde transita en compañía de su disconformidad y de las diferencias que señalan su individualidad, que no individualismo. Dicho espacio se muestra reacio a la autocrítica y, por tanto, a cualquier posibilidad de cambio. El protagonista lo recorre creyendo conocerlo, lo que depara su rechazo, sus juicios y sus criticas sobre aquello que al tiempo conoce y desconoce. Sus inquietudes, sus ilusiones, su frustración creciente y su relación paterno-filial lo aíslan, lo mismo hacen sus reflexiones y su comprensión de los distintos temas que aborda en compañía o en su libro "El peral salvaje", el cual desea publicar y nadie, salvo que sea él mismo, publicará; no por cuestiones de calidad, simplemente porque a nadie importa, como demuestra que solo el padre (Murat Cemcir) lo lea.


Quizá se trate de un joven enfadado, como aquellos Angry Men del free cinema, perdido por un paraje donde, más que solitario, se convierte en un inadaptado, en un peral salvaje como él mismo asume, al compararse con los árboles y compartir con su padre que ambos son <<solitarios, deformes, no encajamos>>. Entre lo que se espera de él, conseguir un trabajo tras concluir sus estudios universitarios, y lo que él espera: publicar su novela sobre las gentes y el entorno donde interpreta la vida, su experiencia vital lo lleva de la ilusión a la derrota, a una realidad que se presenta ante él sin aparente salida, sin posibilidad de ubicarse y que le obliga a perder su juventud y sus ilusiones; quizás en este aspecto sea más parecido a su padre de lo que él pueda pensar. A su regreso de la universidad, se reencuentra con su familia, uno de los ejes principales del film, con viejos conocidos y con nuevos personajes como Suleyman (Derkan Keskin), el escritor local de mayor éxito. Con todos mantiene conversaciones, casi disputas dialécticas; hablan de literatura, de la religión, de moral o de dinero desde las distintas perspectivas que cada quien asume, aunque Sinan solo concede validez a la propia. Mirada social y aprendizaje de su protagonista, El peral salvaje continúa el tránsito de Nuri Bilge Ceylan por Anatolia, por espacios deprimidos, anclados en costumbres y en el tiempo, donde la capacidad de observación y de reflexión del cineasta turco van de la mano para mostrar a ese personaje que, a pesar o precisamente debido a su juventud, a su vocación literaria y crítica y a su formación universitaria, asume que su pensamiento, su manera de rebelarse contra la monotonía intemporal, lo distancia de la muchedumbre y lo posiciona en un lugar solitario, donde se siente minoría, un lugar que acabará por enfrentarlo a la disyuntiva de rendirse, y poner fin a su existencia, o continuar su lucha existencial, la cual, al final de su deambular, sabe que no puede ganar, aunque también comprende que esa misma lucha forma parte de sus razones especiales y, por tanto, de su identidad individual.



(1) José Ortega y Gasset. La rebelión de las masas. Diario El País, S. L., Madrid, 2002

martes, 29 de octubre de 2019

Ayer, hoy y mañana (1963)


Debido a su ubicación geográfica, <<Nápoles, Milán y Roma>> es uno de los dos títulos alternativos que Santiago Aguilar y Felipe Cabrerizo proponen para Ayer, hoy y mañana (Ieri, Oggi,Domani, 1963) en su amena y completa monografía sobre Vittorio De Sica1. El otro, quizás menos obvio, <<Pobres, ricos y burgueses>>, remite a la perspectiva socioeconómica de los personajes; y tampoco habría desentonado, el más evidente si cabe, "Adelina, Anna y Mara", en clara alusión a las mujeres que protagonizan los tres episodios. Aunque pueda imaginar cualquiera de estos títulos para nombrar el film de De Sica, no quiero hacer lo propio con otra pareja protagonista, pues, en definitiva, las presencias de Sophia Loren y Marcello Mastroianni son parte indispensable del atractivo visible de la película. A la actriz y al actor los unió por primera vez en la pantalla Alessandro Blasetti, en la comedia La ladrona, su padre y el taxista (Peccato sia una canglia, 1954). <<Ahí nació la pareja Sofia Loren/Marcello Mastroianni, una de las últimas parejas del cine>>2, y una que De Sica perfeccionó en Ayer, hoy y mañana, en Matrimonio a la italiana (Matrimonio all'italiana, 1964) y en Los girasoles (I girasoli, 1970), la misma que Ettore Scola llevó a la madurez en Una jornada particular (Ettore Scola, 1977) y que Robert Altman homenajeó en la escena que ambos protagonizaron en Pret-a-porter (1994), imagen otoñal, e igual de paródica, de la mítica secuencia desarrollada en el tercer episodio de Ayer, hoy y mañana, una escena que, al tiempo que rinde tributo a Loren y Mastroianni, apunta el inevitable paso de los años. <<Hemos hecho juntos catorce películas a lo largo de toda una vida>>3. Una de ellas, esta, podría contar por tres, ya que es el número de episodios independientes que le conceden forma de largometraje, y el número de personajes interpretado por cada miembro del dúo.


Escribía al inicio acerca de los títulos alternativos. El motivo resalta, para quien haya visto el film. El primer caso alude a las ciudades donde se desarrollan las tramas, localidades que son tan protagonistas como los individuos que observamos en ellas; el segundo señala la condición social y económica; y el tercero, a las tres mujeres interpretadas por 
Loren. Ellas son el objeto de estudio de De Sica, un estudio cómico y caricaturesco de la sociedad italiana a través de las tres figuras femeninas a quien dio vida la actriz; distintas en cualquier aspecto, salvo el físico y la ascendencia sobre los hombres que las acompañan, a quienes parecen dominar y guiar durante los sucesos que se desarrollan en los espacios urbanos que remiten a ellas, ¿o será a la inversa? Adelina es caótica, alegre y cercana como la ciudad napolitana que la ayuda y vitorea; Anna resulta fría, distante y deshumanizada, a imagen de las localizaciones que se suceden a lo largo de su recorrido automovilístico; mientras que Mara vive en un ático con terraza cuyas vistas dan a la plaza Navona, donde vive entre la beatitud y la frivolidad, entre la inocencia de su vecino seminarista y la intolerante ambición de la abuela de este, entre los hombres que buscan sexo en su alcoba y las fantasías incumplidas de Angelo, que está de paso en la ciudad y la visita con intenciones que nunca se consuman. Las tres partes son autónomas, igual que sus personajes, y no se encuentra más contacto que la insatisfacción que genera los deseos incumplidos, incluso de ignorar cuáles son estos, frente a la obligatoriedad, la desorientación o al antagonismo que une y distancia a los personajes de Mastroianni de las distintas Loren. Carmine pierde su salud satisfaciendo a Adelina, que necesita quedarse continuamente embarazada para evitar su encarcelamiento por vender cigarrillos en el mercado negro, única fuente de ingresos familiar, ya que el marido no encuentra trabajo y, como consecuencia, su labor se reduce a la de "semental". El segundo, escritor sin éxito, escucha a su amante, de igual modo que el público la ha escuchado con anterioridad. El pensamiento de Anna, su insatisfacción y su lujosa superficialidad viajan en el Rolls descapotable mientras choca de continúo con vehículos menos suntuosos, como si a la despistada conductora no le importase lo más mínimo la realidad, ajena a su pensamiento, a sus ideas, deseos, verdades y mentiras que se repite antes de recoger a su acompañante, a quien abandonará en la carretera cuando este no cumpla sus expectativas. Y el tercero, burgués de provincias, lejos de su Bolonia natal, busca en Mara materializar sus fantasías sexuales y, quizá, escapar del control paterno del cual no logra huir, como tampoco consigue la intimidad y la consumación de sus anhelos en el ático de la chica de compañía que lo ningunea hasta la desesperación, porque en esos momentos prioriza la promesa de convencer a su joven vecino para que no abandone su vocación eclesiástica, la que su familia le ha impuesto. Aunque apenas quedan restos del De Sica neorrealista, Ayer, hoy y mañana funciona en su aparente superficialidad, en su humor irónico y caricaturesco, sobre todo en la historia napolitana ideada por Eduardo De Filippo y en la romana de Cesare Zavattini. Mientras que la segunda, inspirada en un relato de Alberto Moravia, acentúa la impersonalidad espacial que resalta el vacío existencial y la superficialidad expuestas durante el episodio, el de menor duración, el más frío y subjetivo del conjunto.



1.Aguilar y Cabrerizo. Vittorio De Sica. Cátedra, Madrid, 2015
2,3.Marcello Mastroianni. Si ya me acuerdo (traducción José Ramón Monreal). Ediciones B, Barcelona, 1999

domingo, 27 de octubre de 2019

El barón rojo (1971)



Educado para ser oficial de caballería, Manfred von Richthofen cambió su caballo por el aeroplano y, en las alturas, asumió su periplo bélico como una etapa noble y heroica, la ilusión de nobleza y de heroísmo inculcados junto al militarismo, a la idea de patria y a la tradición aristocrática y familiar que dieron forma a su interpretación tanto del conflicto armado como de sí mismo. De ahí que no resulte extraño que, en sus memorias, recordase que <<una de las satisfacciones más grandes de mi vida fue cuando me llamaron por primera vez "mi teniente"; no cabía en mí de orgullo>>1. Tampoco sorprende que, ante la falta de acción en la retaguardia y el hastío que esto le provocaba, solicitase su traslado allí donde se encontrase la acción. <<Mi petición tuvo efecto y a finales de mayo de 1915 ingresé en el cuerpo de Aviación. Por fin mis deseos se veían satisfechos>>2. Sus deseos, relacionados con su visión romántica del enfrentamiento, honor, gloria, imperio, se vieron satisfechos, aunque, a medida que avanzaba la guerra, lo convertirían en un anacronismo en un presente durante el cual ni el romanticismo, ni la caballerosidad ni la heroicidad tenían cabida. Las transformaciones sociales amenazaban al antiguo régimen, y solo era cuestión de tiempo que se llevasen a cabo en los Imperios Austrohúngaro, Ruso y Alemán, que, sin posibilidad de cura, agonizaban hacia el final de la Gran Guerra (1914-1918) —como se dio a conocer entre sus contemporáneos. A pesar de que pervivían vestigios del pasado, la contienda fue la primera guerra moderna, el empujón que la revolución bolchevique necesitaba para imponerse, y la primera en la que la aviación jugó un papel que, si bien no fue determinante en el devenir del resultado final, apuntaba la transformación tecnológica que, entre otros adelantos militares, supuso el avión. Lejos de los campos de batalla, de las trincheras, de las alambradas y del barro de la tierra de nadie y de los sacrificados por ambos bandos, los aviadores formaban un microcosmos con características propias. La guerra aérea apenas guardaba relación con la sufrida por los soldados de infantería. De hecho, en sus primeros compases, los aparatos ni siquiera llevaban armas de fuego, lo cual reducía riesgos. Era algo nuevo —solo cabe recordar que apenas una década atrás, en 1903, los hermanos Wright probaban con éxito su aeroplano— y al tiempo permitía la supervivencia de los valores representados en oficiales como Richthofen. La batalla aérea le proporcionaba la ilusión de practicar la caza, su pasatiempo favorito, y de vivir en un constante duelo, entre deportivo y mortal, con sus oponentes, pero la Gran Guerra no era un juego, era la realidad que, además de pérdidas humanas y materiales, supuso el cambio social que Jean Renoir dejó entrever en La gran ilusión (La grande illusion, 1937). Las diferencias de clases, la obligatoria coexistencia del antiguo y del nuevo orden, se apunta en los aviadores que protagonizan el magistral film de Renoir, tema que, entre otros como la creación de héroes con fines propagandísticos, retomó John Guillermin en la destacada Las águilas azules (The Blue Max, 1966) y que cobró nuevos bríos en El barón rojo (Von Richthofen and Brown, 1971), el film más ambicioso de Roger Corman y el fracaso comercial que lo alejó de la dirección —no volvería a dirigir hasta 1990— para dedicarse en exclusiva a la distribución y producción cinematográfica. Aunque carece de la gracia del ciclo Poe, se trata de uno de los largometrajes más complejos y logrados del realizador de La caída de la casa Usher (House of Usher, 1960), tanto desde su perspectiva formal y técnica, en la que destaca sus enfrentamientos aéreos, como en su exposición de la lucha que ya introduce su título original: Von Richthofen, símbolo de la época condenada a desaparecer, y Brown, la imagen del hombre llamado a imponerse al final del conflicto.


En su biopic sobre el personaje, Corman juega con el mito y la realidad, trastoca esta e introduce aquel, y desde ambas desarrolla el enfrentamiento, constante durante todo el metraje, más allá de la lucha en el aire. El duelo adquiere sustancia en la oposición Richthofen (John Philip Law), arrogante, orgulloso y apasionado de los cazas de combate —hay una escena en la que Corman insinúa la pasión sexual que su nuevo Fökker despierta en él—, Brown (Don Stroud), mundano y práctico, los aviones son su herramienta, sus palabras y la sinceridad de sus opiniones resultan hirientes para sus compañeros de escuadrilla. Durante la hora y media de duración de El barón rojo se observa a los dos personajes en su cotidianidad, en sus combates, o en sus disputas internas: el noble alemán con Göerin (Barry Primus), terrenal, aunque vuele, y pragmático como el aviador canadiense que sirve en la RAF y que nunca llega conectar con Hawker (Corin Redgrave), que recela de su procedencia americana, el nuevo mundo, y, aunque no lo diga, del nuevo orden que descubre en Brown. A diferencia de Richthofen, caballero que vive entre el honor y la egolatría, el canadiense se define por su rudeza, por su escepticismo y por tener los pies en el suelo. No idealiza la contienda, ni a sus oponentes, como sí hacen los oficiales británicos que se levantan y elevan sus copas para brindar por el rival alemán. Él no es un romántico, es realista y cree en lo que ve; y ve un enemigo contra quien luchar y a quien derrotar, no por quien brindar. De modo que permanece en su asiento y, ante las recriminaciones, responde que guardará su vino para rendir tributo al <<próximo camarada que ese alemán mate en el aire>>. Mal que le pese, no tardará en cumplir su palabra, cuando Richthofen abata al mayor Hawker, el mismo que había propuesto el brindis en su honor. La muerte de este oficial, imagen británica que conecta con la de Manfred, inicia la agonía de los de su clase, hecho que se confirma definitivamente en el ataque sorpresa inglés al aeródromo alemán. <<Ellos han traído las trincheras a nosotros>>, dice uno de los soldados, afirmación que inevitablemente conlleva la desaparición de la caballerosidad deportiva, de los Hawker y los Richthofen, del mito y de la imagen heroica que el viejo orden alemán emplea como parte de su propaganda bélica, como parte de su esperanza para no perecer y desaparecer.



1,2.Manfred von Richthofen. El barón rojo: Autografía de sus hazañas. Almena Ediciones, Madrid, 2000

viernes, 25 de octubre de 2019

La Atlántida (1932)


La fatalidad, la fantasía y la pesadilla predominan en La Atlántida (L'Atlantide,1932), pero también la capacidad de Georg Wilhelm Pabst para filmar y generar la sensación de locura, erotismo, desorientación, deseo, misterio, imposibilidad,..., empleando la cámara, los sonidos, el fondo musical, las arenas y la inmensidad del desierto, la parte visible de la ciudadela donde despierta el protagonista tras su secuestro, así como los rostros y los cuerpos de los personajes o los túneles de la ciudad subterránea donde todos están atrapados. Pero, a primera vista, su acercamiento al mito atlante carece de la personalidad combativa y del realismo crítico que el cineasta alemán había mostrado en sus anteriores trabajos fílmicos. Esto fue algo que se le criticó. Y de hacer caso a las críticas contemporáneas, ¿dónde fue a parar el Pabst de Bajo la máscara del placer (Die Freu d lose Gasse,1925), de Tres páginas de un diario (Das Tagebuch einer Verlorenen, 1929), de Cuatro de infantería (Westfront 1918, 1930), de La comedia de la vida (Die Dreigroschenoper, 1931) o de Carbón (Kameradschaft, 1931)? Resulta obvio decir que el realismo estaría de más en un film onírico y sensual, pero su tono fatalista y pesimista apunta que, tras la apariencia de fantasía escapista, quizá Pabst encontrase en la historia escrita por Pierre Benoît en 1919 la posibilidad de señalar el presente alemán (paro, inflación, crisis política, auge del nacionalsocialismo y de su máxima figura, así como la "necesidad" popular de desconectar de la cruda realidad), a través de Antinea (Brigitte Helm), la reina que seduce con su imagen, con la belleza que oculta y al tiempo deslumbra, la misma que transformar a los hombres en objetos y en esclavos de su culto, que adquiere dimensión casi sobrenatural en el rostro pétreo de la escultura que la reproduce. Su sola presencia convierte a los hombres en autómatas que, en la desesperación de poseerla, adorarla y complacerla, se ven avocados a la locura y a la violencia, preponderantes en Torstenson (Mathias Wieman) y Saint-Avit (Pierre Blanchar/ Heinz Klingenberg/ John Stuart), cuando no a la muerte. Solo es una conjetura, pero podría establecerse una conexión entre la seducción e imposición de la monarca atlante y la manipulación que por entonces estaba llevando a cabo el nacionalsocialismo en Alemania para acceder al poder que no tardaría en alcanzar. En su momento, nadie vio esto, quizá porque el propio momento incapacita, a quienes lo viven, la comprensión del presente que se juzga desde la cercanía que impide una perspectiva más objetiva y global del conjunto; o quizá porque, quien escribe, lo haga desde el subjetivo que pretende encontrar en la película intenciones inexistentes, y las invente para rellenar líneas y más líneas. Pero, acaso, ¿es descabellado pensar que la idea rondaría por la mente de un cineasta que al año siguiente, con el ascenso de Hitler al poder, se exilió en Francia? La historia que Pabst narró en La Atlántida, la segunda de las versiones cinematográficas de la novela de Benoît, y la primera sonora, fue realizada cuando el sonido todavía hacía de las suyas entre profesionales y aficionados; de tal manera que Pabst se vio obligado a rodar simultáneamente la versión francesa, alemana e inglesa, con la única finalidad de ampliar el mercado, ya que, por aquellos primeros años de la década, aún no se había impuesto el doblaje, y los subtítulos ni agradaban ni atraían al público a las salas de exhibición. Esta fue una constante que llevó al realizador a filmar las distintas versiones de La comedia de la vida, de Don Quijote (Don Quichotte, 1933) y, por supuesto, de esta coproducción franco-alemana que se desarrolla prácticamente en la analepsis intermedia entre la introducción y el epílogo ubicados en el presente. Desde el primer momento, los conocimientos técnicos del autor de Cuatro de infantería se hacen visibles y audibles, en la escena donde un locutor de radio habla sobre la teoría que señala el Sahara como el lugar que oculta bajo sus arenas el mítico reino perdido. La cámara aleja su atención del locutor y la acerca a diferentes objetos de la sala, hasta que uno de ellos traslada la acción al receptor que se encuentra en el desierto, en la guarnición francesa donde dos oficiales escuchan la hipótesis. La señal se pierde, igual que el contacto con la realidad. Este primer momento sirve para informar de la no demostrada ubicación de La Atlántida, al tiempo que hace de puente entre el mundo real y el espacio donde se agudiza la irrealidad y donde el protagonista narra los hechos que se verán a continuación, aquellos que se adentran en la desorientación, en el deseo, en la locura y en la muerte; pues dice que ha estado allí, en esa tierra legendaria de la que nadie sabe, y que allí asesinó a su mejor amigo, el capitán Morhange, interpretado en la versión francesa por Jean Angelo, quien había hecho lo propio en La Atlántida (L'Atlantide, 1921) que Jacques Feyder había rodado una década atrás.

miércoles, 23 de octubre de 2019

Moana (1926)


Del frío polar a la calidez de la Polinesia. De los quince meses de estancia en la bahía de Hudson, Canadá, a los casi dos años que, junto a su mujer,
Frances H. Flaherty, pasó en Samoa para filmar Moana (1926). Ese era Robert J. Flaherty, un cineasta para quien el tiempo de rodaje era lo de menos. Miento, no era lo de menos, sino que era imprescindible, pues <<era bastante capaz de pasarse años haciendo una película, rodando metraje suficiente como para hacer una docena de películas normales>>1. Tomarse su tiempo, le resultaba necesario para conocer parajes, costumbres, gentes y recrear la cotidianidad del individuo en sus películas, ya que, más allá de documentar, eso fue lo que hizo. Eso mismo había hecho en su exitosa Nanuk, el esquimal (Nanook of the North, 1922), y lo repitió en este film que Frances y él rodaron en la isla de Savali. Allí convivieron con los nativos, filmaron sus costumbres y su relación con el medio natural donde viven su cotidianidad. Los Flaherty documentaron, pero también recrearon la realidad, y el resultado fue un film que combinó lo real y lo representado para la ocasión, como sería el ritual, por aquel entonces en desuso, que a ojos del pueblo convierte al protagonista en hombre. Aunque introduce ficción, fue el primer largometraje que recibió el adjetivo documental como sustantivo. Según parece, así lo bautizó el británico John Grierson en el artículo sobre Moana que el futuro responsable de Drifters (1929) escribió bajo seudónimo, y que publicó el New York Sun. Pero, más allá de esta anécdota, que une dos nombres imprescindibles del ducumentalismo cinematográfico, Moana es el acercamiento a la cotidianidad de los habitantes de Safune, el poblado junto al mar donde la modernidad de la mal llamada civilización brilla por su ausencia, al menos, hasta la llegada de la pareja de cineastas y de sus cámaras. La película influiría en futuras producciones cinematográficas, desde la misma Tabú (1931), el film que Flaherty empezó a rodar junto a Friedrich W. Murnau, hasta Vaiana (Moana; John MuskersRon Clements, 2016), aunque quizá los ejecutivos de Disney lo desconociesen, pasando por el Ave del paraíso (Bird of Paradise) que King Vidor realizó en 1932 y la versión que Delmer Daves rodó en 1951. Como ya he apuntado, el cineasta documentó al tiempo que creó una realidad, aquella que imaginaba, aquella que buscaba y no siempre encontraba. <<En el anhelo por captar la vida en toda su originalidad, Flaherty no se contentó con aventurarse por regiones ásperas y lejanas al encuentro de sociedades que hayan preservado una virginalidad primitiva; de hecho, llega al extremo de resucitar prácticas ancestrales abandonadas y de preparar numerosos planos según su propia conveniencia. Sin contar con que cada película reposa sobre los hombros de un personaje principal y de sus familia, cuyos hechos y gestos son guionizados en torno a un relato de lucha por la superviviencia>>2. En el caso de Moana, ese personaje es el joven cuyo nombre da título a la película. La cámara de los Flaherty lo inmortaliza, a él y a los suyos, mientras recolectan, cazan, pescan, manufactura y tiñen vestidos o celebran el paso del protagonista de niño a hombre, en una celebración recreada para la ocasión. Pero, a parte de la ficción, el film resulta sincero en su intención de captar seres humanos en su entorno, viviendo en sus chozas de troncos y techos de ramas, aceptando que el medio que les acoge es su mundo, su hogar. Ahí reside el documento y la intención antropológica de un cineasta que busca poesía en parajes ajenos a la modernidad de la que escapaba en cada una de sus aventuras cinematográficas para abrazar el primitivismo, la inocencia, la naturaleza y la vida en su estado no diré puro, pero sí libre de (muchos) agentes "contaminantes".

1.Michael Korda. Alexander Korda. Una vida de ensueño (traducción Mónica Rubio). T&B Editores y Festival Internacional de Cine de Las Palmas, 20032.Jean Breschand. El documental. La otra cara del cine (traducción Carles Roche). Paidós Ibérica. Barcelona, 2004

lunes, 21 de octubre de 2019

Un bigote para dos (1940)

Sus labores diplomáticas en Washington no impidieron que Edgar Neville tuviese vacaciones y viajase hasta Hollywood para comprobar qué se cocía por allí, quizá un buen cocido madrileño. Lo cierto es que por allí se cocía mucho, por ejemplo su amistad con Chaplin, Pickford y Fairbanks y, tras un breve regreso a España, su experiencia como supervisor (director en la práctica) de la versión castellana de El presidio (The Big House, George Hill, 1930), así como un cameo en la magistral Luces de ciudad (City Lights; Charles Chaplin, 1931). Pero, además, observó que los estudios cinematográficos necesitaban escritores, actrices, actores y cualquiera que, conociendo la lengua materna de Conchita Montenegro -que también andaba por allí-, contribuyese en la elaboración de las versiones en castellano de sus películas habladas. Por aquel entonces el doblaje no entraba en los planes de los Mayer y compañía, y los subtítulos, o cansaban o no se leían, pues ni todo el público tenía el aguante de un corredor de fondo ni todos los presentes del fondo sabían interpretar las letras que, junto a decenas de cabezas, impedían ver la parte baja de la pantalla. Lo que había era la costumbre de realizar primero el film en inglés con actores y actrices que empleaban desde la cuna (puede que ya en la cuna) el idioma de Harpo Marx, a quien algunos creían mudo, y después, según las posibilidades y la importancia del mercado, enviarlas tal cual al resto del mundo o rodar las respectivas versiones en los idiomas que algún señor de arriba creyese oportuno. Con este panorama, Neville hizo lo que haría cualquier buen amigo, disfrutar de su estancia y preparar el desembarco de sus compañeros de la "otra generación", a quienes les había comentado que allí habría oportunidad para hacer cine, o al menos para recibir un buen sueldo simulando que lo hacían. Los destinatarios de sus consejos, agradecidos e igual de buenos compañeros que el aristócrata, allá fueron en tropel. Entre estos se contaba Antonio de Lara "Tono", incluso Buñuel, pero no Miguel Mihura, que no pudo seguir al resto debido a problemas de salud, aunque también él se interesaba por el cine, como demuestra su coqueteo cinematográfico en los diálogos para La hija del penal (Eduardo García Maroto,1936) y el guión de Don Viudo de Rodríguez (1936), el cortometraje que realizó su hermano Jerónimo. Estas fueron dos colaboraciones previas a su primer y único largometraje como director, aunque, más que dirigir, lo suyo, en compañía de Tono, fue otra cosa. Durante los nueve meses que Tono vivió en Hollywood apenas hizo más que cocinar, pero su contacto culinario con la industria posiblemente agudizó su apetito cinematográfico. El humorista, cartelista y dibujante regresó a Europa con esas ganas, pues solo había participado, al menos solo acreditado, en la versión de Fruta amarga (Min and Bill, George Hill, 1930) realizada por José Luis López Rubio, otro de la "otra", aunque no sería hasta después de la Guerra Civil cuando Mihura y él realizaron Un bigote para dos (1940). Como apuntaba arriba, más que dirigir, lo que hicieron fue otra cosa. Pero ¿qué se podía esperar de esta innovadora e irrepetible pareja de humoristas llamados a renovar el humor en España? Lo que hicieron fue tomar una película filmada, la austriaca Melodías inmortales (Unsterbliche melodien; Heinz Paul, 1935), y reinventarla sin tocar una sola imagen. Si en el Hollywood de los primeros años del sonoro se realizaban diferentes versiones de una misma película y años después se puso de moda el doblaje de voz, ¿por qué no "estupidarizar" una película ya filmada, sin más intención que hacerla estúpida empleando un doblaje en las antípodas de lo expuesto en alemán? En su descabellado proyecto, producido por CIFESA, introdujeron diálogos, canciones y la voz de una conciencia en castellano, totalmente infieles a la trama, y se liberaron de cualquier responsabilidad que no fuese introducir chistes y el humor que habían desarrollado en publicaciones como La Ametralladora, incluso se liberaron de pedir permiso a la productora del film de Paul. El resultado fue <<una película estúpida>> -que hace referencia a <<los diálogos estúpidos>> publicados en la revista- que enfrenta la imagen con el absurdo pretendido, perseguido y alcanzado por sus ilustres "irresponsables", algo similar a lo propuesto por Jardiel Poncela en sus <<celuloides rancios>>. Y ahí residió la gracia, en ver una cosa e interpretarla desde el humorismo con el que Tono y Mihura toman el film austriaco, que se centra en la figura de Johann Strauss hijo, para hacer una película original en el que el dúo rebautiza al compositor, que pasa a ser Enriqueto o el tío del bigote. Lo hacen suyo, es su protagonista, sin más recurso que introducir el desternillante sinsentido que libera a las imágenes de su cursilería melodramática. Así juegan con la imagen y la palabra, provocando las risas, pero también sincronizando la una y la otra en el doblaje -que adultera los diálogos y la música del biopic sobre el compositor- hasta lograr un todo que funciona con la personalidad de los autores de Ni pobre ni rico, sino todo lo contrario

Nota: la versión original de Un bigote para dos no ha llegado a nuestros días, pero, en 2015, Santiago Aguilar y Felipe Cabrerizo realizaron una reconstrucción aproximada de la misma.

sábado, 19 de octubre de 2019

René Clair. La figura del realizador francés


<<Cuando el cine sonoro da sus primeros pasos. Cuando las pantallas de todos los cinemas muestran las siluetas de las bellezas de Florence Ziegfeld y de Earl Carrol. Cuando las mismas pantallas se saturan de teatro fotografiado. Cuando interminables diálogos llenan metros y más metros de film, y cuando los productores vacilan desorientados, ignorantes del rumbo que deben dar a la nueva variedad del cinema, surge, se alza la figura del realizador francés: René Clair...>>1. La mejor presentación que pude escribir sobre René Clair no me pertenece, es de Carlos Serrano de Osma. Y no es de hoy, es de 1933. En aquella época, Clair se encontraba en lo alto del panorama cinematográfico, más adelante llegarían su breve etapa británica, su estancia en Hollywood durante la década de 1940, su regreso a Francia en 1947 y la posterior indiferencia hacia su obra. Por aquellos primeros años treinta, ya había realizado cuatro largometrajes sonoros y ocho films silentes, entre los que destaca la comedia Un sombrero de paja de Italia (1927), punto de inflexión en su filmografía y film que lo alejaba de los movimientos de vanguardia con los que había coqueteado desde sus inicios en Entreacto. La introducción escogida explica el momento que vivía el cine y concede importancia al cineasta parisino en la evolución cinematográfica, en los primeros pasos del sonoro. Ese primer largometraje fue Bajo los techos de París (1930), un título que, junto a otros como Aleluya (King Vidor, 1929), Aplauso (Rouben Mamouliam, 1930) o El ángel azul (Josef von Stenberg, 1930), señalaban el camino a seguir para liberar la cámara de la rigidez e inmovilidad y a las películas de la teatralidad de los primeros compases del nuevo adelanto técnico. Clair concedió importancia a lo importante del invento: el sonido, en este caso concreto, el sonido de la ciudad donde nació en 1898. Aunque fue fundamental en el complejo tránsito del silente al sonoro, el realizador había dado muestras de su capacidad cinematográfica en la ya nombrada Un sombrero de paja de Italia y volvería a evidenciarla en ¡Viva la libertad! (1931) o, ya en su periplo hollywoodiense, en Sucedió mañana (1944). Pero su aportación al cine se amplía y es más amplia, sobre todo en el terreno de la comedia.


El cine cómico realizado por Mack Sennett, primero, y por Charles Chaplin, después, no solo llamó su atención, le fascinaron hasta tal punto que, en buena medida, fueron los responsables de orientarle hacia la comedia y la sátira. <<Los americanos no crearon el cine cómico que existía en tiempos de Max Linder y antes de este, los que llamamos "primitivos franceses". Pero la escuela americana, cuyo fundador fue Mack Sennett y su más ilustre representante Charlie Chaplin, renovó el cine cómico de tal manera que, en ese dominio, no se ha hecho nunca nada mejor>>2. Repasando su filmografía, no me parece exagerado afirmar que la comedia fue su género favorito, aunque en él <<toda debilidad es visible, todo error, estrepitoso. Nos reímos o no nos reímos. Y ninguna sutilidad de la crítica puede engañar a la gente sobre este punto. Por ello, podemos decir seriamente que el género "serio" es menos serio que el cómico>>3. Pero mucho antes de ser un adulto conocido a nivel mundial y uno de los grandes cineastas de la primera mitad de la década de 1930, Clair fue un niño de clase acomodada que miraba desde su ventana los tejados de París, bajo los cuales vivía todo tipo de hombres y mujeres, sueños, amores, ambiciones, decepciones, esperanzas y fracasos. Aquella imagen permanecería en su memoria, e inspiraría parte de su obra, aunque, por aquel entonces, se conformaba e ilusionaba escribiendo poesías y pequeñas obras teatrales, y quizá soñase ser escritor. Llegó a serlo, pero su faceta más reconocida la empezó a desarrollar a inicios de la década de 1920, después de su traumática experiencia en la Primera Guerra Mundial —se había presentado voluntario en el servicio sanitario—. Lo que Clair vio no fue lo que les habían vendido, era la realidad que le impresionó sobremanera, que impresionó a toda una generación, a esos jóvenes que regresaron del frente conscientes del final de una época y del inicio de su ilusión por revolucionar el mundo. <<Durante los años posteriores a 1918 esta idea de revolución se adueño de los espíritus más alertas. Revolucionaria en el arte, revolucionaria en la literatura, nunca una generación saqueó con tan alegre ferocidad la obra de sus predecesores, alejados de ella por cuatro años de una guerra monstruosa, que marcó el final de una era>>4. Dejar atrás el pasado, crear y vivir un nuevo presente y mirar hacia el futuro, mirar el cine. 
Apenas en pañales, el celuloide cobró fuerza <<en un momento en el que la palabra revolución parecía la llave de todos los problemas artísticos, aparecía como el medio de expresión más nuevo, menos comprometido por su pasado, en una palabra, el más revolucionario>>5. Entre otras, llegaron las vanguardias cinematográficas con la intención de romper con el pasado, con lo establecido, con cualquier tipo de orden, o así lo entendían los jóvenes transgresores de la época entre quienes se encuentra el joven Clair.


Encargado del suplemento cinematográfico "Films", el futuro cineasta había escrito algunas canciones para la cantante Damia y esta fue quien lo convenció para que actuase en una película. Así se inició como actor, sin mayores pretensiones, ya que su sueño era ser escritor. Pero algo sucedió: le propusieron filmar una pequeña película que serviría de entreacto para un ballet, y aceptó. No tardó en trabajar como ayudante de dirección para Jacques de Baroncelli, pero quien le influyó en aquel momento fue Louis Fauillade, el responsable de Fantomas, y su protector durante sus primeros pasos profesionales. Estaba claro hacia donde apuntaba; quería dirigir, y pudo hacerlo cuando Henri Diamant le produjo su primer largometraje. Era 1923 y Paris qui dort vio la luz, y el cine fue testigo del nacimiento de un cineasta clave que encontró su madurez creativa en Un sombrero de paja de Italia, prueba de sus habilidades narrativas y cinematográficas. Había alcanzado el grado de maestro del cine mudo, pero ahí estaba el sonoro para imponerse y generar controversia. Algunos lo vieron como una la revolución y una oportunidad, otros como involución, y algunos sospechaban que su mal uso podría acabar con la imparable evolución de un medio de expresión con lenguaje propio. El realizador parisino dudaba del adelanto, no por el sonido en sí mismo, que valoraba como recurso y demostraría su utilidad, sino por los posibles malos usos. No sin razón, temía que el medio que amaba se convirtiese en teatro filmado, pues tenía claro que el abuso de las canciones y de los diálogos, a menudo innecesarios, podrían conducir al cine hacia el teatro filmado, cuando estaba claro, al menos para él y otros como él, que el teatral y el cinematográfico eran dos ámbitos distintos: el primero vive del verbo y el segundo de la imagen en movimiento. En Bajo los techos de París empleó el sonido de manera innovadora, lo empleo como parte de la ciudad que visualiza en la película. Lo mismo puede decirse de ¡Viva la libertad!, magistral sátira en la que el sonido funciona como parte del ambiente, no se fuerza y agudiza las sensaciones que envuelven a los personajes. Había superado con nota su paso al nuevo cine y su éxito era imparable, al menos hasta que surgió el tropiezo que lo convenció para probar fortuna en Reino Unido. Tras la sucesión de éxitos, llegó el rechazo de la crítica y del público en la caótica y divertida El último millonario (1934), de modo que puso tierra y agua de por medio y aceptó la propuesta de Alexander Korda. Para London Films dirigió la comedia fantástico El fantasma va al oeste (1935), su primer film en habla inglesa y el primero de los dos que rodó en suelo británico antes de regresar a Francia para rodar Air pur, aunque no pudo concluirla como consecuencia del inicio de la Segunda Guerra Mundial. De nuevo el exilio, pero esta vez más lejos, y así se aventuró en la industria hollywoodiense, donde el director no dejaba de ser un empleado más dentro de los estudios. En aquella época, Buñuel, también deambulaba por Hollywood, aunque él con menor fortuna que el francés. <<Vuelvo a ver a René Clair, a la sazón uno de los directores más celebres del mundo. Rechazaba todos los proyectos que se le ofrecían. Ninguno de agradaba. Me confió, sin embargo, que debía necesariamente rodar una película en los tres meses siguientes, so pena de ser considerado como un "bluf europeo". La película que eligió fue Me casé con una bruja, que a mí me pareció bastante buena. Trabajaría durante toda la guerra en Hollywood>>6. Para alguien como Clair, que escribía sus guiones y dirigía sus películas consciente de que eran suyas, no resultaría agradable ver limitada su libertad creativa, aún así superó las trabas y, antes de su regreso a Francia, realizó cuatro películas que no desmerecen su talento, entre ellas la comedia fantástica citada por el inimitable aragonés. En 1947 retornaba a su tierra natal, pero los tiempos habían cambiado y el cine francés ansiaba y buscaba renacer de sus cenizas. Era la hora de los Jacques Becker, Robert Bresson, que había sido su ayudante en Air purHenri-Georges Clouzot, René Clement y el resto de cineastas llamados a levantar una cinematográfica que había sufrido las consecuencias de la guerra. En ese terreno cinematográfico en construcción, y desconocido para él, Clair hizo lo que mejor sabía: rodar una comedia, El silencio es oro, en la que la nostalgia y el homenaje a los pioneros brillan tanto como su amor por el cine.


Filmografía

París dormido (Paris qui dort, 1923)

Entr'acte (1924) (cortometraje)

Le fantôme du Moulin Rouge (1924)

Le voyage imaginaire (1925)

La presa del viento (Le proie du vent, 1926)

Un sombrero de paja de Italia (Un chapeau de paille d'Italia, 1927)


Le tour (1928) (cortometraje)

Le deux timidos (1928)

Bajo los techos de París (Sous les toits de Paris, 1930)

El millón (Le million, 1931)

¡Viva la libertad! (A nous la leberte, 1931)


14 de Julio (14 julliet, 1934)

El último millonario (Le dernier milliardaire, 1935)


El fantasma va al oeste (The Ghost Goes West, 1935)

Grandes noticias (Break the news, 1937)

La llama de Nueva Orleans (The Flame of New Orleans, 1941)

Me casé con una bruja (I Married a Witch, 1942)


Sucedió mañana (It Happened Tomorrow, 1944)


Diez negritos (And Then There Were None, 1945)

El silencio es oro (Le silence est d'or, 1947)


La belleza del diablo (La beaute du diable, 1950)

Mujeres soñadas (Belles nuit, 1952)

Las maniobras del amor (Les grandes manoeuvres, 1955)

Puerta de las Lilas (Porte des Lilas, 1957)

La francesa y el amor (La française et l'amour, 1960), episodio El matrimonio (Le mariage)

Todo el oro del mundo (Tout l'or du monde, 1962)

Las cuatro verdades (Les quatre vérités, 1962), episodio 

Los dos palomos (Lex deux pigeons)

Fiestas galantes (Les fêtes galantes, 1965)


1.Del artículo publicado en la revista cinematográfica Popular Films, nº 373, 5 de octubre de 1933. Recogido en Julio Pérez Perucha. El cinema de Carlos Serrano de Osma. 28 Semana Internacional de Cine de Valladolid, 1983
2,3,4,5.René Clair. Cine de ayer, cine de hoy (traducción Antonio Alvárez de la Rosa). Inventarios Provisionales Editores, Las Palmas de Gran Canaria, 1974
6. Luis Buñuel. Mi último suspiro (traducción Ana María de la Fuente). Penguin Random House, 2018