El sonido fue un terremoto que golpeó los cimientos del cine, la modernidad y la agilidad narrativa adquiridas durante la década de 1920. Nadie pasaba por alto que estaban viviendo el cambio más significativo del joven espectáculo, aunque muy pocos sabían cómo tomarlo. Algunos lo rechazaban, otros se frotaban las manos, pero lo prioritario era superar la pérdida de la movilidad de la cámara, cuyo peso aumentó considerablemente al introducirla, también al operador, en el interior de un receptáculo que la protegiera de ruidos indeseados. Para evitar las interferencias se construyó el armazón, pero la pesadez del conjunto provocó el retroceso que hubo que superar y un nombre fundamental para dejar atrás la estática que marcó la transición al sonoro fue Rouben Mamoulian en Aplauso (Applause,1929). El estreno de Porgy en Broadway había convertido a Mamoulian en uno de los directores teatrales más innovadores, lo cual supuso que Paramount se fijara en él y le ofreciera un contrato como director de diálogos para preparar a los actores y actrices en sus interpretaciones sonoras. Pero el futuro realizador de Las calles de la ciudad (City Streets, 1931), en la que introdujo el pensamiento del protagonista como parte de la narración, no estaba dispuesto a asumir una mínima parte de la producción, pues como autor pretendía ser el máximo responsable de los proyectos en los que trabajase. El cineasta de origen georgiano rechazó la oferta de ser director de diálogos y convenció a Jesse Lasky para que le dejase dirigir. Sin experiencia cinematográfica previa, su debut no fue un éxito comercial, aunque sí resultó un acierto y un avance para el cine sonoro, que obtuvo la libertad de movimientos necesaria para confirmar que el sonido ya no era un problema. En este drama realista ambientado en el burlesque, Mamoulian experimentó con el sonido y las imágenes: empleó la grabación en directo en las escenas callejeras, insertó dos canales en una sola pista de sonido, utilizó sombras expresionistas para realzar la amenaza y la sordidez o rodó la escena de apertura aligerando peso (separando la cámara del micrófono), lo cual posibilitó la movilidad que recorre las piernas de las bailarinas que secundan a Kitty Darling (Helen Morgan), la estrella de un espectáculo de variedades de segunda. Esta heroína trágica no desea que su hija crezca en el ambiente sórdido y pernicioso que habitan, y decide enviarla a un convento donde reciba la educación que le posibilite una vida distinta a la suya. Tras esta introducción, la trama salta en el tiempo y nos descubre a Kitty ajada, alcoholizada y enamorada de Hitch (Fuller Mellish, Jr.), el amante que la engaña, la exprime y, ante la posibilidad de tener más dinero para él, la convence de no malgastar en la educación de April (Joan Peers). Por amor o por temor al rechazo de su amante, Kitty se deja manipular y recupera a su hija, ahora una joven de diecisiete años de quien el vividor también pretende aprovecharse. El mundo del espectáculo expuesto por Mamoulian es cruel, sucio, sin memoria, a nadie importa el éxito pasado ni los sentimientos de la vedette, solo importa su edad actual, tampoco importa obligar a April a trabajar en el burlesque. Y esto pone a las dos mujeres ante una situación desesperada que las empuja a elegir entre dos opciones, que en ambos casos implica el sacrificio: la una por el futuro de su hija, esta se ha enamorado y pretende casarse con Tony (Harry Wadsworth), y la otra por el presente inexistente de su madre.
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