Su maestría era tal, que las emociones en sus personajes fluyen o se contienen naturales como la vida que transcurre en ellos y ante ellos, como si nada pasara y pasando todo. Apenas nos percatamos que hay una cámara o una planificación minuciosa detrás, pues la una y la otra solo son recursos que, entre otros, le permitían elaborar con imágenes y silencios su poesía, tan humana que, cuando la contemplamos, algunos comprendemos que estamos ante algo que no sabemos cómo definir, aunque sí sabemos que nos está calando en lo más hondo, quizá porque sus películas no dejen de ser reflejos de emociones que sentimos y compartimos, en definitiva, son sinceros reflejos de vida. Así era el cine de Yasujiro Ozu, un cine de matices, sutil y sugestivo que atrapa y no se olvida, un cine que encuentra su principio y su final en la interioridad humana, a menudo golpeada por circunstancias cotidianas que generan preocupaciones contenidas o exteriorizadas en susurros nunca forzados, ni insistentes, ya que todo cuanto se observa en los encuadres fluye (o se congela) desde la distancia que Ozu y su cámara asumen como muestra de respeto hacia los personajes, hacia sus emociones expresadas en pocas palabras, en silencios prolongados, en la contención expresiva de cuerpos y rostros o en las omisiones que posibilitan mayor conexión entre ellos y el público. Como reflejo de vida, en el cine de Ozu hay cabida para instantes de tristeza, humor y felicidad, fugacidades que surgen de las relaciones cotidianas, entre ellas las familiares, y del pacífico y silencioso enfrentamiento entre tradición y modernidad que se produce sobre todo en su cine de posguerra. Principios de verano (Bakushû, 1951) es un magnífico ejemplo de este choque de opuestos que cohabitan sin aparente conflicto, pero sobre todo es un magnífico ejemplo de la poética cotidiana de un cineasta diferente que encontró en Chishû Ryû el rostro del hombre corriente y en Setsuko Hara la actriz ideal para interpretar a mujeres como Noriko, cuya existencia gira en torno a su familia, aunque asumiendo su propia identidad dentro del conjunto que, avanzado el metraje, intenta decidir por ella un matrimonio que no le interesa. No se trata de una imposición familiar, tampoco de un acto de rebeldía por parte de la muchacha, se trata de la preocupación de los familiares, que encuentra su explicación en la tradición cultural japonesa. Para la madre (Chieko Higashiyama), el padre (Ichirô Sugai) y el hermano (Chishû Ryû), el matrimonio de Noriko es la garantía para el futuro bienestar de una mujer de veintiocho años que no tiene pareja, ni prisa por encontrarla. Noriko trabaja de secretaria y siempre luce la dulce sonrisa que delata el optimismo con el que interpreta su presente, pero su familia, incluso su jefe (Shûji Sano), mueven pieza para alejarla de la soltería, aunque a ella su estado civil no le preocupa. No por ello ha perdido el respeto por la tradición ni por el núcleo familiar al que pertenece, pero sí asume una postura vital que no se observa ni en su madre ni en su cuñada (Kuniko Miyake), una perspectiva que la aleja del sometimiento tradicional que ha marcado la vida de aquellas. Sin dramas que provocarían la exageración y la falsedad rechazadas por Ozu, Principios de verano capta sentimientos sinceros, preocupaciones reales y comportamientos que nacen de instantes de cotidianidad que dan paso a otros, y estos a nuevos momentos que nos descubren el desmoronamiento familiar, pero no como una tragedia sino como la aceptación del inevitable trascurso del tiempo.
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