miércoles, 23 de mayo de 2018

La isla de la muerte (1944)

Las tres primeras producciones de terror que Val Lewton produjo para R.K.O. fueron realizadas por Jacques Tourneur y sus montajes corrieron a cargo de Mark Robson, de modo que su presencia en la sala de edición hacían de este un candidato ideal para relevar a Tourneur en el ciclo que prosiguió en La séptima víctima (The Seventh Victim,1943). En su debut en la dirección, Robson no decepcionó al productor, que le confió la dirección de cuatro títulos más. Salvo Juventud salvaje (Youth Runs Wild, 1944), el resto transitó en menor o mayor medida por la senda abierta en el magistral, terrorífico y sugestivo tríptico de Tourneur. Tanto en La mujer pantera (Cat People, 1942) como en Yo anduve con un zombie (I Walked with a Zombie, 1943) y El hombre leopardo (The Leopard Man, 1943), el miedo y el horror fluyen del interior de los personajes, de los ruidos y las sombras, de aquello que imaginan o de aquello que temen real. Todo es sugerido, por eso la atmósfera resulta ambigua, más onírica y psicológica que la expuesta en las famosas producciones Universal, y esto no cambia en La isla de la muerte (Isle of the Death, 1944), pues el terror sugerido por Robson surge del interior de los personajes y fluye hacia afuera, enfrentando lo racional y la superstición aludida en el rótulo que ubica los hechos en Grecia, en 1912, durante la Primera Guerra de los Balcanes. Leída la leyenda, la cámara presta su atención a la figura del general Pherides (Boris Karloff), que apenas atiende las explicaciones de su coronel. El general se mantiene en la distancia, hasta que decide que ha llegado el momento de intervenir. Es entonces, cuando ofrece un revólver a su subordinado y no necesita más para que aquel comprenda su suerte, la asuma y salga de la tienda para ejecutar su sentencia de muerte. Este comportamiento define al inquietante Pherides (otra inolvidable interpretación de Karloff), cuyo apodo "perro guardián" anuncia su posterior conducta en el espacio sobrenatural donde lleva a la máxima expresión su labor de cancerbero. No se trata de un malvado ni de un monstruo, solo es un hombre que se rige por su inalterable comprensión del código militar, la cual le hace inflexible, cruel e intolerante a ojos de Oliver Davis (Marc Cramer), el reportero estadounidense que cubre el conflicto y que le recrimina la decisión, antes de que ambos abandonen la tienda de campaña y viajen a la isla cercana. Allí pretenden visitar la tumba de la señora Pherides, pero se encuentran el cementerio saqueado y el melodioso canto de una mujer que los arrastra hasta la fantasmagórica mansión donde Albrecht (Jason Robards, Sr.) insiste en que pasen la noche con el resto de sus invitados. A la mañana siguiente se produce la muerte uno de los huéspedes y, salvo Kira (Helene Thiming), todos la consideran consecuencia de la epidemia referida por el doctor Drossos (Ernst Dorian) en el campamento militar. Para evitar posibles contagios, Pherides ordena permanecer en cuarentena hasta que el peligro pase. Sombras, nocturnidad y ruidos delatan la presencia de lo irracional, pero sobre todo apuntan que se trata de un film que encaja a la perfección en el ciclo Lewton, pues el planteamiento de Robson insiste en la ambigua línea entre lo real y lo irreal, o entre la locura y la cordura que se confunden a raíz del miedo que anida en los personajes. Son temores diferentes, nacidos de las distintas comprensiones e interpretaciones de quienes se citan en la isla donde la señora St. Aubyn (Katherine Emery) siente horror ante la idea de ser enterrada viva (sufre trances que la dejan en estado catatónico), Thea (Ellen Drew) teme estar poseída por la vorvolaka, condicionada por las constantes alusiones de Kira, que ve en la joven a la reencarnación del espíritu maligno del que habla la superstición. Inicialmente, Kira es la única que busca una explicación sobrenatural, pero, a medida que se producen más muertes, el general duda y acaba contagiado por el miedo de aquella, lo cual lo transforma en alguien tan peligroso como el hipotético espíritu que ronda entre ellos o la más lógica peste letal que los diezma. 

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