viernes, 30 de junio de 2023

Buenaventura Durruti, anarquista (1999)

<<Los líderes anarquistas de buena fe, que también los había, cuando tropezaron con la resistencia organizada del ejército sublevado no tuvieron más remedio que sacrificar sus utopías libertarias a la necesidad imperiosa de una disciplina y una jerarquía. Buenaventura Durruti, el cabecilla anarquista que había salido de Barcelona llevando tras de sí a toda la canalla de los bajos fondos, se trocó rápidamente en el caudillo más inflexible y autoritario. En pocas semanas sometió a su gente a una disciplina de hierro verdaderamente inhumana. Pocas veces un jefe ha ejercido un poder personal tan absoluto. El que flaqueaba, el que desobedecía, el que intentaba huir, pagaba con la vida.>>

Manuel Chaves Nogales: La columna de Hierro. A sangre y fuego.

¿Quién fue Durruti? ¿Un obrero? ¿Un caudillo? ¿Un revolucionario? ¿Un anarquista? ¿Alguien que se vio obligado a ser todo eso y ser quien no querían ser? De la mayoría podría esperarse una respuesta común a estas preguntas, o una extraída de la enciclopedia, pero no si a quien corresponde responder es a Albert Boadella y Els Joglars, cuyo proyecto escénico sobre el famoso anarquista leonés se convirtió de la mano de Jean-Louis Comolli en un documental. En ambos casos, cine y teatro, se trata de una aproximación dramática, un ejercicio de representación y de memoria histórica que combina la puesta en marcha de la obra teatral, imágenes de archivo, escenificación de varios hechos puntuales, búsqueda y canciones que recuerdan al personaje, las compuestas por Chicho Sánchez Ferlosio, hermano de Rafael e hijo Rafael Sánchez Mazas, el que fuera uno de los fundadores de Falange y a quien se le ocurrió aquello de ¡Arriba España!, quizá inconsciente del coste de levantar un país.

El resultado de Buenaventura Durruti, anarquista es la reconstrucción de un periodo desde la perspectiva libertaria que se abre en algún lugar de Cataluña, no hace tanto tiempo, con Albert Boadella y los actores de Els Joglars poniendo en marcha un nuevo proyecto, que inician preguntándose quién fue Durruti, insistiendo Boadella, en que el recordado no poseía ningún bien material. Para reconstruir la personalidad del personaje se empieza representando las cuatro versiones de su muerte: por una bala fascista, lo cual entra dentro de la lógica del frente de Madrid donde cayó herido; por una comunista, lo que implica una conspiración por el poder; por una anarquista, que apunta el miedo de los suyos a una acercamiento con los comunistas y el rechazo a la milicia organizada por él (y exigida por las circunstancias, para ganar la guerra); por una de su propia arma, lo que implicaría una muerte accidental. Esto da pie distintas posibilidades, lo cual ya indica que no se puede conocer a ciencia cierta ni la muerte ni la vida de la persona real, qué se esconde detrás de la leyenda y del mito. Como individuo y como hombre del “pueblo”, ¿cuáles fueron sus dudas, contradicciones, convicciones, miedos? Existe alguna biografía sobre Durruti, pero en todo caso no deja de ser un fantasma al que encontrar un rostro. Y eso es lo pretendido por la representación dirigida por Boadella, que es un medio para hallar la verdad perseguida. Boadella guía el curso cinematográfico-teatral, plantea qué hacer y la dudas a sus actores y actrices. Él elige quién será quien, también es quien se enfrenta a las páginas en blanco que dejan de estarlo cuando las rellena con palabras que detallan sus ideas y sus propias dudas sobre el personaje y la época, que mayoritariamente se centra en el periodo de la República, desde 1931, año en el que Durruti y sus amigos Ascaso y García Oliver regresan a Barcelona.

Ascaso, García Oliver y Durruti forman <<un cuerpo de tres cabezas>>, como apunta <<Abel Paz, un viejo anarquista que escribió una biografía de Durruti>>, son ilusos y utópicos, <<crecieron en las cárceles. Pasaron más tiempo encerrados que en libertad>>. Y Libertad es uno de los fines que persiguen con su revolución, la cual acarician en algún instante, pero nunca llega a triunfar, puesto que la única forma de que lo haga sería siendo infinita, es decir, nunca podría detenerse. Por una parte, porque para llevarla a cabo se necesita unificar y para ello se precisa ejercer una fuerza, pero esta precipita la de resistencia; además, cuando deja de ejercerla, todo tiende a regresar a su estado original. Por otra, la propia condición humana apunta que el anarquismo solo es posible de manera individual; el colectivo nunca puede funcionar unísono sin que le impongan la uniformidad, ya sea mediante canciones o normas. Hablan de clase obrera como si fuese un todo homogéneo, sin fisuras y coincidentes en todo, nada más lejos de la realidad, pues está formada por individuos, colectivos, partidos, y el individuo no es uniforme, presenta la diversidad que le confiere unicidad —nunca habrá otro igual al ya habido—; y esta da cabida a todo tipo y a las diferencias que conlleva…

jueves, 22 de junio de 2023

Fue la mano de Dios (2021)


Evocadora, cómica, fantasiosa, dramática, napolitana, fellinesca a ratos, la película que Paolo Sorrentino ambienta en el Nápoles de la década de 1980 cuenta con el corazón y cinematográficamente, concede el protagonismo a una familia de miembros entre grotescos y entrañables, tal como reaparecen en el recuerdo de lo ya sucedido y nunca acontecido, pues ni un recuerdo ni una imagen de cine evocador (ni de ningún otro tipo) son lo que fue, sino su recreación —la relación entre cine-memoria y representación-realidad—, y rehuye de cualquier pedantería que afloje, complique y estropee el ritmo. Sorrentino no pretende un recorrido intelectual por las calles de la memoria, más bien parece dejarse ir hacia lo napolitano, alegre, vitalista, mediterráneo. En Fue la mano de Dios (È stata la mano di dio, 2021) busca y prima los sentimientos y emociones; y estas y aquellos no pueden explicarse ni razonarse. Que sea verdad o mentira lo que vemos es irrelevante, el caso es que son relaciones, personajes y sentimientos veraces, lo son entre otras cuestiones porque superan la frialdad y el cálculo, aunque cuanto vemos en pantalla haya sido planificado, sobre un guion o en la mente de Sorrentino, y haya cobrado imagen cinematográfica; idealizada, vista con los ojos de Fabietto (Filippo Scotti), el adolescente cuyo aprendizaje va ganando protagonismo al avanzar la historia hacia su segunda mitad. Entonces se pasa de la despreocupación, la protección y la alegría al dolor, la desorientación, la busca de ese muchacho que despierta sexualmente y que debe dar su paso de la adolescencia a la madurez en una época que coincide con la llegada a Nápoles de Fellini, con la intención de rodar una película, y de Maradona, cuyo fichaje por el club de fútbol local se vivió como un milagro, quizá san Genaro tuviese algo que ver o quizá las planeadoras que escapan de las patrullas costeras; en todo caso, el futbolista aterrizó en esa ciudad sensual, exagerada, futbolera, bulliciosa, fotogénica, supersticiosa y también sorrentina.




miércoles, 21 de junio de 2023

El destierro (2015)

En lo que llevamos de siglo XXI, ajustando la fecha, quizá desde Buenaventura Durruti, anarquista (Jean-Louis Comolli, 1999), los cineastas que se han acercado a la guerra civil española lo han hecho sobre todo de dos maneras. Una, como parte de la memoria histórica, en documentales y también en ficciones que encuentran su motivo en un hecho puntual o en un personaje histórico; otra, como escenario sobre el que construir sus historias, que apenas tienen el conflicto civil como telón de fondo. Este sería el caso de El destierro (2015), una modesta producción que se aísla en un cerro para establecer la comunión entre tres personajes, en un momento cinematográfico que pasa del rechazo y de la tensión inicial a la comunión que se establece avanzado el metraje; dando por válido aquello de “el roce hace el cariño”. Ubicada en la nieve, el frío y la soledad, con el conflicto bélico de fondo, El destierro no trata de ofrecer una imagen de la guerra civil, sino de la individualidad de sus tres personajes principales, a los que aísla en un puesto montañoso, y a los que le suma un cuarto (el repartidor de provisiones), que introduce la amenaza a la armonía alcanzada por el trío protagonista, formado por dos hombres y una mujer que Arturo Ruiz Serrano, en su primer largometraje como director, quiere totalmente distintos en apariencia emocional y también ideológica. De ese modo, puede establecer el desencuentro inicial y dar el paso a esa comunión referida, la de un trío que comparte el mismo espacio, reducido, hostil, emocional y físico, y que acabará compartiendo sentimientos, calor y lecho.

Los primeros instantes del film llevan a Teo (Joan Carles Suau), sobrino de un obispo, de quien se intuye que ha sufrido abusos sexuales, al refugio ocupado por Silverio (Eric Francés), el soldado solitario encargado de vigilar el puesto. Se trata de un hombre de “pueblo”, en contraposición del señorito, una de las posibles imágenes de Teo (otra podría ser la de seminarista), sin ideología o al menos sin una que determine su lucha. Al contrario que Teo, Silverio es rudo y no se encuentra en el bando “nacional” por afinidad, sino porque su hogar cayó en manos rebeldes. En un primer instante, el choque entre ellos es inevitable; algo que ya se presupone, pues nada de lo que asoma en pantalla abandona la previsibilidad; ni siquiera la aparición de Zoska (Monika Kowalska), la brigadista polaca herida que Silverio recoge en el lecho del río y cuida, no por humanitarismo, sino por la esperanza de compañía y sexo femenino. En Teo, la presencia de Zoska —que ha abandonado la “comodidad” de su hogar para luchar contra el totalitarismo— genera conflicto: rechazo, porque es “roja”, y atracción. Por contra, en Silverio solo despierta atracción: pasión y deseo. En todo caso, la propuesta que les hace la brigadista, el poder conocerla y el conocerse, el reconocerse, así como la suma de los días compartidos, posibilitan el acercamiento que depara su unión y su comunión. En ese instante, ya no son representantes de ideologías, sino de individuos, de sus cuerpos, de sus sentimientos y de sus emociones; pero la guerra siempre amenaza y en ese lugar aislado —más acorde al espacio helado de un western tipo El gran silencio (Il grande silenzo, Sergio Corbucci, 1968) o Las aventuras de a Jeremiah Johnson (Jeremiah Johnson, Sydney Pollack, 1972), que al de un film bélico (algo que El destierro no es)— la amenaza llega cada vez que Paulino (Chani Martín) sube con las provisiones…



martes, 20 de junio de 2023

Mi mujer favorita (1940)


Al Hollywood silente y al dorado, añadamos también el actual, nunca le preocupó la realidad porque era consciente de que el cine no es la realidad y que la gente que llenaba las salas, en su mayoría, buscaba evadirse de ella. Hoy ya no hace falta ir al cine para lograrlo, pero, hacia la década de 1940, con la Gran Depresión a la espalda y la guerra en el horizonte, entrar en el cine significaba dejar la realidad en la puerta y encontrarse la fantasía en la pantalla. Era y es así de simple (dentro de su complejidad), y a partir de esa certeza, los magnates hollywoodienses edificaron su mundo espectáculo y su poderosa industria económica. Lo dicho no descarta que hubiese verdad en algunas de sus películas, incluso se puede encontrar en las más fantasiosas o en sus comedias alocadas, pero eso ya sería cuestión de cada historia, de cada película, de cada director y de sus guionistas. Más raro que encontrar sueños y verdades, en aquel momento, era que guionista y director fuesen la misma persona, al menos hasta que Preston Sturges escribió y dirigió El gran McGinty (The Great McGinty, 1940). Otro guionista-director, Gerson Kanin empezó dirigiendo guiones escritos por otros. Hoy, quizá sea más conocido porque otros dirigieron sus guiones; también resulta curioso que su film más conocido como director, Mi mujer favorita (My Favourite Wife, 1940), no parta de un guion propio, cuando varias de las grandes comedias estadounidenses clásicas nacen de uno suyo, en solitario o en colaboración de Ruth Gordon —eran pareja profesional y también matrimonial—, como sería el caso de La costilla de Adán (Adam’s Rif, George Cukor, 1948) o Nacida ayer (Born Yesterday, George Cukor, 1950). Y en buena medida es uno de sus films más populares por el estado de gracia de Cary Grant, en uno de sus mejores roles cómicos, que ya iban siendo unos cuantos: La pícara puritana (The Awful Truth, Leo McCarey, 1937), Vivir para gozar (Holyday, George Cukor, 1938), La fiera de mi niña (Bringing Up Baby, Howard Hawks, 1938) o Luna nueva (His Girl Friday, Howard Hawks, 1940)...


En Mi mujer favorita, el actor inglés vuelve a compartir protagonismo con Irene Dunne, quien, junto a Katharine Hepburn, fue su mejor pareja artística de la época y en la screwball comedy. La química o la complicidad entre ambos es evidente y su buena sintonía en la pantalla eleva el enredo y la evasión de una comedia que plantea una situación de bigamia similar a la expuesta por Wesley Ruggles en Demasiados maridos (Too Many Husbands, 1940), aunque la de Kanin resulta menos osada. Mi mujer favorita, cuyo guion lo firman Bella y Samuel Spewack —en el desarrollo de la historia también participó Leo McCarey, que asumió la labor de productor—, sería una variante de la obra teatral de W. Sommerset Maugham, adaptada por Ruggles a partir del guion de Charles Binyon. Aquí es la mujer quien regresa a la vida y el hombre, Nick, quien se descubre entre Ellen (Irene Dunne), a quien, al inicio del film, declaran legalmente muerta, y Bianca (Gail Patrick), su actual pareja, con quien se casa el mismo día que reaparece la “fallecida”. De ese modo el enredo está servido y más se lía con la aparición de Steve (Randolph Scott), el compañero de naufragio de Ellen durante los siete años que ambos compartieron la isla desierta donde ella le llamaba Adán y él, a ella, Eva. Con esa nueva presencia no solo asoman los celos en Nick, sino también la idea de posesión y la inseguridad que le genera descubrir que Adán no es el hombre que Ellen le describe. Pero los mejores momentos, al menos los que alcanzan mayor hilaridad, son los que Kanin desarrolla en el hotel donde se precipita el reencuentro y en el tribunal presidido por el juez interpretando por Granville Bates…



lunes, 19 de junio de 2023

Morir en Madrid (1963)

La sucesión de datos expuestos al inicio por el narrador de Morir en Madrid (Mourir à Madrid, Frédéric Rossif, 1963), más que informar, busca el impacto, al tiempo que, aunque esta no sea su intención, genera curiosidad e invita a comprobarlos. <<¿Son correctos?>> podría ser una pregunta, pero dudo que sea la más interesante que pueda plantearse. Las hay de mayor complejidad, que transcienden cualquier conflicto puntual y que podrían tener varias respuestas, incluso ninguna. ¿A qué obedece cuantificar las distintas realidades de un conflicto humano? ¿Para facilitar la comprensión? ¿Para minimizarla? ¿Desde cuándo habitamos un mundo numérico, de estadísticas y probabilidades? ¿Cuándo perdimos nuestro nombre para ser dígitos? En ambos casos, el individuo común y el numérico, son anónimos para la Historia, pero son anonimatos diferentes, pues el segundo pierde sus rasgos individuales, se le niega cualquier posibilidad de identificación humana. La diferencia parece clara. Hablar de personas, nombrarlas, referirse a ellas, tratar de ellas, es una cosa; y deshumanizarlas, haciéndolas estadísticas, dígitos de hacienda o de banca, o números de documentos de ¿identidad? o en la carnicería, otra muy distinta. Es como despojarlos de vida y arrojarlos a una realidad fría, inerte, ordenada, matemática, muerta. Además, en su manipulación, hablar de números es un tanto arriesgado, sobre todo cuando no existen más que estimaciones y estas pueden variar según quién estime. De cualquier forma, se comprende que la numeración simplifica la complejidad, a riesgo de eliminarla, y así resulta más sencillo acercarla al público que, ya individualmente, puede plantearse sus preguntas y encontrar respuestas más allá de la numeración. El caso es si lo hará. Con todo, ahora ya centrándome en Morir en Madrid, Rossif introduce la época recordando datos que impactan en el espectador. Es su decisión y funciona. Prueba de ello, se encuentra en las memorias del humorista Miguel Gila, que apunta:

<<La espléndida película de Frédéric Rosiff Morir en Madrid, tiene un comienzo escalofriante. Sobre el plano de un campesino, que camina por el campo árido de Castilla a lomos de un borrico, con el fondo musical de una guitarra española, van apareciendo datos:

España 1931

503.061 Km. cuadrados.

24 millones de personas.

En ese año de 1931, la mitad de la población, doce millones, es analfabeta. Hay ocho millones de pobres y dos millones de campesinos sin tierra. 20.000 personas poseen la mitad de España.

Provincias enteras son propiedad de un solo hombre.

Salario medio de los trabajadores de una a tres pesetas diarias.

El kilo de pan vale una peseta.

20.000 frailes, 31.000 sacerdotes, 60.000 monjas y 5000 conventos.

15.000 oficiales, entre ellos 800 generales. Un oficial por cada seis hombres, un general por cada cien soldados.

Un rey, Alfonso XIII, decimocuarto soberano desde Isabel la Católica.>>


Estos números inician el recorrido de Rossif por la guerra civil española. Lo hace con las imágenes del “borrico” y el paisano, quien inicialmente no viaja solo, el sonido de la guitarra y la voz del narrador que enumera y explica veloz, a grandes rasgos, algunos conflictos producidos durante la República. Comenta que el pueblo logró voz, que Alfonso XIII hizo la maleta y que existían conflictos de interés. Apunta que eran izquierda contra derecha, guardias contra obreros, unos contra otros, y estos contra aquellos; y, como si quisiera no dejar fuera a nadie, apunta que <<José Antonio funda Falange>>. Este partido de ideología fascista apenas contaba con masa electoral en el 36, pero el estallido de la guerra incrementó sus filas. Al año siguiente, en 1937, tras la unificación de los distintos partidos y grupos del bando “nacional”, se convierte en partido único por obra y orden de Franco, que así asume el triple mando: gobierno, ejército y partido. En ese instante, Falange pasaba de ser fascista a franquista, lo cual no es exactamente lo mismo. Rossif pasa por distintas etapas del conflicto; habla de Lorca, de Unamuno y de Guernica, de las Brigadas Internacionales, de los rifeños, de los italianos y de la Legión Cóndor —la alusión a la presencia extranjera fue uno de los puntos que más irritó a los responsables de ¿Por qué morir en Madrid? (1966), película franquista realizada con la intención de poner en evidencia la de Rossif—. Al cierre del documental, el narrador realiza una sucesión similar a la del inicio, pero ahora la sitúa en 1939, con la misma superficie, pero con un millón de muertos y medio millón de exiliados. Son un millón y medio de vidas, de nombres, de cúmulos de sentimientos y emociones, del culpas y de bondades, de tantas cosas que los números no cuentan y, por tanto, olvidan. Ni la Historia ni la Estadística pueden recordar más allá de generalizaciones, salvo las excepciones, en contraposición a la memoria individual y a la familiar, incapaz de generalizar, y que recuerda siempre en la cercanía, la del rostro humano. La conjunción de todas ellas —hechos, datos, sentimientos—, amplía y enriquece, de ahí la importancia de contar con distintos tipos de fuentes históricas: oficiales y no oficiales, de vencedores y vencidos, de víctimas y victimarios, a veces intercambiables, documentales y testimoniales…



viernes, 16 de junio de 2023

Corazón salvaje (1990)


En el cine de David Lynch ni los personajes ni la narración, ni el tiempo, son convencionales; tampoco se adapta a un género concreto. Son múltiples ingredientes y rostros que forman parte de un todo que remite al cineasta, al viaje que propone, pues en Lynch siempre hay un viaje, sea al lado oculto, reverso tenebroso del espacio idílico visible, o hacia la interioridad humana que desvela más allá de la apariencia. En todo caso, se trata de viajes que implican llegar a un punto existencial diferente del que se ha partido. A lo largo del camino hacia alguna parte, la fantasía y los sueños priman, así como los secretos, la violencia y los recuerdos que van fluyendo en un espacio de atmósfera enrarecida y misteriosa, pero no exento de luminosidad y ternura, en el caso de Corazón salvaje (Wild Heart, 1990), estas se aprecian en el amor puro de Sailor (Nicholas Cage) y Lula (Laura Dern) y en la inocencia de la protagonista, a pesar del sufrimiento que le intuimos a lo largo del recorrido que la pareja inicia y avanza con todo, salvo el sentimiento que les une, en contra. Y ahí, en ir contracorriente en busca de la victoria, a priori imposible, del amor, Corazón salvaje se metamorfosea de thriller en cuento de hadas, guiño a Oz, bajo la amenaza de una bruja malvada y la protección de una bondadosa, que no asoma hasta el final del camino que parece conducir a la pareja a consumar su imposibilidad, sobre todo con la irrupción de Bobby Peru (Willem Dafoe) en las vidas de los amantes fugitivos…






jueves, 15 de junio de 2023

El club de los cinco (1985)

A nadie afecta, ni siquiera a mí, que no simpatice con el cine de John Hughes, más bien, que no conecte con sus propuestas como director o guionista para otros. Dieciséis velas (Sixteen Candles, 1984), La mujer explosiva (Weird Science, 1985), La loca aventura del matrimonio (She’s Heaving a Baby, 1988) o Solos con nuestro tío (Uncle Buck, 1989), ya digamos o no la pequeña pícara (Carly Sue, 1991), su último largometraje, me dejaron indiferente —no recuerdo la sensación que me produjo Mejor solo que mal acompañado (Planes, Trains and Automobiles, 1987)—. Esta indiferencia no la sentí a los doce o trece años, cuando vi por primera vez Todo en un día (Ferris Bueller’s Day Off, 1986). La única película de las suyas que me hizo gracia entonces, pero quizá esta gracia fuese debido a mi falta de horas de vuelo o a que todavía no jugaba a las cartas en horario de clase.


No tardé en ir al instituto y vivir en estado de desenfreno, que se aceleró más si cabe al pisar la Universidad. Durante aquel periplo que va de la niñez a la edad adulta, que no madurez (de significado incierto y dudoso), descubrí tipos de especímenes y me decanté por ser más asiduo a la barra de bar o de discoteca que a una biblioteca o a la pista de baile donde reinaban, no siempre democráticamente, Maneros, sirenas, barbies, alguna mata-hari, aprendices de brujas y de Nasarre, exuberantes Jessicas Rabbit, entre auténticas “mujeres fatales”, más de un babeante y “copinis” que asían sus vasos de tubo, como si no hubiera más en la barra, al compás de los clones Jackson que, proliferando por bipartición o tal vez multiplicándose por esporas, deslizaban sus pasos marcha atrás. Este asunto nunca me quedó claro. A mí, me iba más reírme con Brian, discurrir a lo Pajares y Esteso, creerme James Dean, pero soñando la rebeldía de un Jerry Lewis o un Jacques Tati. Pero allí estaba, dando la espalda a la adolescencia estadounidense de los albóndigas y los tarta de manzana que llegaron después, platos a los que apenas hinqué el diente. Su sabor no era de mi gusto, así que no les dediqué más minutos de mi tiempo libre, cuya suma de veinticuatro horas diarias intentaba aumentar con madrugadas extra que arañaba al día después. Lo mío era más del estilo tortilla de patatas, jamón serrano, París-Dakar compostelano, galerías y llamar a las puertas de una mirada esperando ser recibido con una sonrisa y los brazos abiertos, tal vez cual representante de suavizante Pilón. A su manera, Roque III y su entrenador, casado, con suegra e hijo, eran más reales en su caricatura y más rebeldes que los personajes que asoman en el film de Hughes, quizá lo fuesen con causa, pues eran parte del tránsito hacia la supuesta libertad que posibilitó a España despelotarse e ir al cine a ver un poco de destape, escuchar algún chiste fácil y ser testigo de humor de dudoso gusto, pero no menos dudoso que la mayoría de las comedias estadounidenses o italianas contemporáneas. Pero hablar de esto me desvía del trayecto que no sé dónde acabará...

Por aquellos años ochenta, tirando hacia el final de la década y entrando en plenitud en los noventa, vivía al límite, ignorando peligros y limitaciones, ya no las mías, sino la de todo el conjunto, llamado entorno y sociedad. Plantearse qué éramos dentro del orden no era para los jóvenes que pensábamos que los días eran fiesta y que los años transcurrirían eternamente en aquellas noches veraniegas, de invierno, otoño o primavera, de juerga y fogosidad juvenil. Cuántos más mejor, le decía a aquel dulce y falso pajarraco de juventud que picoteaba vitalidad y se iba alejando sin dejar de parecer hermoso; pero lo hacía sin advertirme de su empeño de abandonarte. Un día ya no estaba, en todo caso, me dije, ha sido una relación larga e inolvidable; era ave divertida, de aleteo vital y caótico sin más rumbo que mantenerse en vuelo hasta desaparecer. Ya sin ella, volví a ver a Ferris. Había vivió miles de experiencias adolescentes y universitarias, aunque en su variedad temática se podrían reducir a unas decenas, le miré a la cara y le dije, convencido de que su rebeldía no lo era, “no eres más que un chiste fácil y cómodo, fruto del gusto y de la estupidez dominante en el cine de los años ochenta, una estupidez que vista la hoy reinante, podría pasar por inteligente”. No soy un nostálgico de cine ni un amante de la pantalla. El cine es un medio, no un fin. Como un libro, una canción o una conversación, puede estimular e invitar a pensar; claro que esto lo hace las menos veces. La mayoría, no lleva a nada, ni dice ni habla.


Las películas de los ochenta, las realizadas en Hollywood, suelen, sin pretenderlo, reflejar la idealización e idiotización de un mundo de consumo que se aferra a la adolescencia, lo que depara, entre otras cuestiones, que proliferen las comedias supuestamente gamberras, ambientadas en institutos y universidades estadounidenses e incluso en otros lugares, como puedan serlo los campamentos de verano o academias de policía y de conducción, o aquellas que siguieron la estela del cine de Ivan Reitman o del mismo John Hughes; quizá durante aquella época (y en cuanto a comedias juveniles se refiere) fuesen los cineastas más taquilleros. En sus películas, sobre todo en las primeras, Hughes insiste en la adolescencia como eje temático y alcanza su cima casi al inicio, en El club de los cinco (The Breakfast Club, 1985), una película que de niño me había dejado bastante indiferente, salvo por el pletórico “Don’t you” de Simple Minds, que era uno de mis temas musicales favoritos de entonces; y aún hoy cuando lo escucho, repito “no te olvides de mí”. Similar predilección sentía por “Live in the City of Lights”, la grabación del concierto en directo que el grupo escocés había dado en París. Solo por ese tema, la película ya me valía la pena; pero resulta que, avanzados los años, descubrí que, tras sus muchos tópicos, en aquellas imágenes, en aquel instituto y en aquellos cinco jóvenes diferentes, pero iguales, había reflejos de vidas y lo que implican: esperanzas, sufrimiento, necesidades, deseos, ensoñaciones, temores, deberes y quereres, sensaciones y tantas emociones que disfrutar y sufrir…, pero también el conformismo de la edad adulta, a la cual la juventud siempre echa la culpa hasta hacerse mayor y verse en el rol de culpable, pero aún no sé de qué.



miércoles, 14 de junio de 2023

Melchor Rodríguez, el ángel rojo (2016)

Como unidad plena o reunida en grupo, la condición humana se sostiene sobre el conflicto interno (individual y grupal), el cual no tiene que ser destructivo, sino lo contrario, como apunta Melchor Rodríguez, protagonista de una generosidad pocas veces vista. De menor popularidad que Oskar Schindler, inmortalizado en la pantalla por Liam Neeson en La lista de Schindler (Schindler’s List, Steven Spielberg, 1993), <<Rodríguez, que era un filosofo autodidacta, intrépido y hostil a todo tipo de terrorismo>>, (1) no salvó menos vidas que el empresario alemán, arriesgando la propia al plantar cara al terror desatado en los primeros meses del Madrid de la guerra civil. Como la de Schindler, la figura de Rodríguez también tiene su libro y su película, biografía y film documental, ambas obra de Alfonso Domingo, quien, apenas un año antes, junto a Jordi Torrent, se había acercado a la guerra civil centrándose, en la afroestadounidense James Yates, en el documental Héroes invisibles. Afroamericanos en la guerra civil española  (2015). Realizado en 2016, el documental emplea formas ya vistas con anterioridad: habla del personaje a través de documentos, de imágenes de archivo y de la memoria de protagonistas, cual Santiago Carrillo, de familiares, hija y sobrino, y de historiadores e hispanistas tales José Luis Gutiérrez Molina, Ian Gibson y Paul Preston. Lo destacado del film reside en la persona que se convierte en el centro de la narración, en su capacidad para discernir entre razón y sinrazón, lo cual lo convierte en un singular entre fuerzas desatadas, arrastradas por sus extremos hacia la barbarie y la destrucción. La postura y las acciones de Melchor Rodríguez son acordes con su adversativa <<se puede morir por las ideas, pero nunca matar por ellas>>. La lleva a la práctica y ese actuar no gustó entre los “suyos”, sospechaban de él, ni en el bando contrario, pues este anarquista, nombrado delegado de Prisiones de Madrid, echaba por tierra la propaganda “facciosa” de que todos los “rojos” eran “demonios”. Lo de siempre, quien no se posiciona hacia uno u otro polo, recibe descargas de ambos…


(1) Hugh Thomas: La guerra civil española (traducción Neri Daurella). Ediciones Grijalbo, Barcelona, 1976.

lunes, 12 de junio de 2023

Y la nave va (1983)


Fellini desborda. Ahora mismo, pensando en él como cineasta, se me acumula en el magín la nebulosa mental confluencia de imágenes de sus películas. Llegan en riada, como si el furioso caudal visual remarcase que Fellini es destrucción, caos, orden y creación en un mismo cuerpo y tiempo cinematográfico. Los adjetivos que puedan servirme para describir El jaque blanco, La strada, Ocho y medio, Roma, Amarcord, también le sientan a él estupendo. Es un cineasta único, como puedan serlo Buñuel, Pasolini, Renoir o Murnau (y más). En realidad, son artistas y la pantalla es para ellos como el lienzo para el pintor o las hojas para una escritora. La iluminan y la llenan de imágenes que expresan y establecen su relación con el mundo, o quizá el cine llegó a su encuentro cuando soñar era para los sueños y no para las metas, en todo caso tienen ese toque de genialidad tan esquivo para la mayoría. Fellini, el cineasta, icono idealizado y mil veces estudiado, es creatividad, caricatura, deformación, fantasía; una visión de la vida, de su propio sentir e imaginarse, y un tipo que, si conectas con él, se hace querer, y mucho. Cada vez le tengo más cariño, será por los rostros de la Giulietta y las noches de Cabiria; o igual son los años que han transcurrido desde La dolce vita a la madurez de un Casanova cada vez más cercano a Ginger y Fred, a su humanidad, a su decadencia y a su amargura vital, que no les genera la edad, sino un mundo cuya moda es el usar y tirar, un mundo que ya no les quiere, en realidad, que a nadie parece querer, salvo en la apariencia de querer. No lo comprenden, lo sienten más deshumanizado; reino sin sueños, ya desterrados. Fellini se resiste a ese espacio adaptado a los inútiles, pero estos son distintos a los suyos; ahora son más esclavos, porque no son conscientes de su esclavitud. La viven activamente, orgullosos de su actividad, que no es más que la pasividad en la que han caído al dejar de fantasear. Con todo, para el italiano quedan remeros a contracorriente, un ensayo de orquesta, payasos y clownes que lloran, ríen y hacen reír; algunos se ahogan, otros flotan, e incluso hay quienes navegan… Y la nave va…



Corre el año 1914, el inicio de la Gran Guerra y el final de una época: la de los imperios de ayer. El Gloria N. está a punto de zarpar hacia la fantasía, crónica de un viaje que nos lleva del cine mudo al sonoro, del blanco y negro al color, del esnobismo aristocrático y altoburgués al padecimiento de los refugiados serbios que el capitán del navío recoge a la deriva. Y la nave va… siempre va, y aquí navega como Fellini desea y, cual divinidad en su reino, crea a su antojo, a su imagen. Emplea ópera, ritmos, fantasía, farsa, irrealidad… Pues ¿desde cuándo los sueños son realidades? Nunca se materializan como se sueñan. Quienes dicen alcanzarlos, lo que consideran tal, no han hecho realidad sus sueños, solo abandonan el ideal soñado que sustituyen por el material logrado. Hacer realidad el sueño es matarlo, o dicho de otro modo: es ni soñarlo ni vivirlo en el único estado que le es permitido existir. Es dejar de fantasear. Fellini no reniega a su fantasía, a su mundo en la pantalla, el de un mentiroso sincero que pone en boca de su cronista, guía de lo que vamos viendo, una frase que resuena en mi memoria: <<Y el pájaro marchó libre en busca de su jaula>>. Emprender el vuelo, buscar otros lares, encontrarse atrapado y, de nuevo, marchar en busca de una libertad que quizá solo pueda soñarse. La travesía reúne a la élite que se embarca para despedir a la cantante más grande, cuyo último deseo fue el entregar sus cenizas a la costa que baña la isla que fue su cuna, su hogar de infancia, su paraíso perdido. El viaje es un funeral, un requiem fellinesco que el artista adorna con días y crepúsculos, mares y firmamento, y la musicalidad festiva que aleja a la nave de la realidad y la acerca al espectáculo de lo verdadero. Fellini no pretende captar la realidad, nunca lo hizo, ni siquiera en su etapa neorrealista. Tampoco la manipula, ni hace de ella una ficción, reflejo de un espacio exterior. Sus formas son las de imágenes mentales, que si bien han podido extraerse de las experiencias vividas, han pasado a otro estado, al del niño-hombre-caricaturista que encuentra en el cronista de Y la nave va a un Marcello disparado hacia la farsa. Pero tanto el espacio de La dolce vita como los pasajeros y tripulantes del lujoso trasatlántico Gloria N. son irreales, pertenecen a un mismo mundo que se enciende y se apaga, y desvelan verdades que, de realizar una reconstrucción realista de la época y de las imágenes, correrían el riesgo de permanecer ocultas.




domingo, 11 de junio de 2023

Pan blanco, medias finas


Sentado a la mesa de su escritorio, un hombre menudo, de rostro afilado y cabello canoso desvía su mirada hacia la ventana. Suspira, pero no de cansancio ni de tristeza. Tampoco es melancólico. Es un suspiro de su memoria. Recuerda con claridad otra mañana otoñal camino del invierno, pero de otro año, de otra vida. Tan distinto era entonces, y el mundo no lo era menos. El cielo está despejado, ya sabe cómo continuar y regresa su atención a su vieja máquina y teclea: <<Creo recordar que rendimos etapa en Borjas Blancas, sucio, mordido y ahumado por el fuego de la guerra, y que allí hicimos la última comida enteramente normal de nuestro viaje, con un pan blanco selectísimo que era el que llevaban las vanguardias para repartirlo a la población. El mismo que, por sugerencia de Neville, habían arrojado los aviones sobre Madrid y Barcelona, porque Neville, con segura reflexión materialista, pensaba que un panecillo era más convincente que un centenar de panfletos. Ya es sabido que durante la guerra la zona nacionalista —con pocas concentraciones urbanas y amplias extensiones agrícolas, ganaderas y pesqueras— no conoció problemas de materia de abastecimientos de boca, mientras la zona republicana las sufrió en grado diverso casi constantemente. En cambio fue inverso el suministro de productos industriales y especialmente vestimentarios. En Sevilla, Burgos o San Sebastián, un par de medias finas podían rendir un corazón.>> (1)


El 3 de octubre de 1938, el año evocado por el escritor que ahora se ausenta, el encargado de Negocios de la embajada de Chile en Madrid (y embajador en funciones tras la precipitada salida de Núñez Morgado) está apunto de acostarse. Pero antes de meterse en cama y aguardar por el habitual ruido de motores sobrevolando su cabeza y de silbidos y explosiones en la cercanía o en la distancia, abre su diario y pasa las páginas hasta encontrar la ultima escrita. También suspira, pero le acompaña una sonrisa bonachona. Sí, las sonrisas pueden serlo, y, además, también las personas. Las letras se suceden y las líneas van recuperando los hechos más relevantes de la jornada. Acaso impresiones, pero no por ello son menos valiosas, al contrario, son de impagable valor humano. Escribe <<Los aviones nacionalistas siguen avanzando tranquilamente y, de pronto, algo se desprende de uno de ellos y viene cayendo sobre la ciudad. No es una bomba, es un saco y luego otro, y otro más. Uno de esos sacos pasa por encima de nuestro patio. E inmediatamente corre la noticia:  los <<facciosos>> están arrojando víveres a la población civil de la capital. La calle está llena de gente que corre de un lado a otro, en tanto que los cañones antiaéreos siguen lanzando sus proyectiles hacia los aviones. Nada más inútil e ineficaz que los tales antiaéreos. Siguen cayendo sacos que contienen tabaco, carne, sardinas y pan envuelto en papeles. El hecho es simbólico, simpático y muy español: bombardeo de la ciudad con pan.

Nos vamos con Paquito al Club Inglés. Ya no hay peligro, a pesar de que recibir un saco de estos sobre la cabeza no debe ser muy regocijante. En la puerta los guardias están desconcertados y callan. Una mujer declara que si ella logra coger algo se lo comerá. Estos panes no serán para hacerles daño. En el club encontramos a todos los camaradas y sus mujeres en el pasillo, aterrorizados con el barullo que sigue mientras tomamos un cóctel. No sé cómo explicar la impresión que todo esto me causa, impresión de cosa única e inolvidable.>> (2)


El primer escritor continúa recordando aquel viaje en compañía de Neville y de otros colegas, hacia el final de la guerra civil, cuando el destino del conflicto estaba decidido, pero, en su tramo final, el toma y daca español continuaba cobrándose vidas. Pero la suya no es una evocación que incluya violencia ni muerte, quizá sí esperpento, tal vez humorismo y un poco de hambre. <<Al acercarnos a Tarragona comprendimos que habíamos sido muy imprudentes olvidándonos de llevar en nuestros maleteros una buena provisión de víveres. Durante varios días nos vimos sometidos a una dieta monótona de arroz con acelgas. Íbamos pegados a la columna de Yagüe y resultaba obligado que yo visitase al general. Gracias a ello, mis acompañantes pudieron tomar contacto con la Intendencia militar, lo que remedió un poco nuestros apuros. De todos modos, a Miquelarena le deprimió tanto la primera vista de Tarragona —ajada, sucia, desventrada por muchos sitios, llena aún de soldados y donde era difícil alojarse— que se volvió a Burgos. Aquella noche dormimos como Dios quiso, pero Neville, que no era estoico pero menos aún apocado, sugirió sobre la marcha que nos alojásemos en Salou, que entonces, en su puro tamaño en blanco y ocre, era una preciosidad. Ahora bien, resultaba que Salou no la había “tomado” nadie. Nosotros, prácticamente inermes, decidimos, pese a todo, ir a la aventura. Jamás se conoció ocupación más pacífica. Nos instalamos en un hotel pequeño, limpísimo y algo frío y buscamos al alguacil para que nos enseñase el Ayuntamiento, donde yo, medio en broma, nombré alcalde a Edgar Neville. Así Salou tuvo, para estrenar su “nueva era”, un alcalde republicano que le duró unos pocos días y no hizo nada con su autoridad, ni siquiera encontrar una docena de huevos. Cenamos aquella noche el “arròs amb bledes” de costumbre y un puñado de avellanas.>> (3)


El diario continúa acumulando ideas y sensaciones. “¿Cuántos cuadernos, desde que llegué a España?” “¿Cuántos nombres amados y referencias escritas?” La estilográfica va trazando la jornada tal como la experimenta quien concluye el día recordado que <<Ha entrado Paquita Almería, la bailarina excéntrica, diminuta, con sus patillas en forma de signos de interrogación invertidos y negros y con el rostro picado de viruela. Es una mujercita perversa, que ha sido miliciana, con mono azul y revólver. Vocifera:

—¡¡Estos panes están envenenados!!

Lo mismo opina el guitarrista acompañante de la Niña de los Peines.

No se puede hablar delante de ellos.

En el pasillo, el cómico simpático “Sopepe” —con sus ojos blancos— hace chistes.

Vemos la función desde el gallinero, con gran alegría y gritos de “¡olé!”. Hemos invitado a Antonio, el chófer, que goza como un chico.

Los periódicos de la noche manifiestan su “indignación” por la “ofensa” hecha al “noble” y “heroico” pueblo de Madrid que, “correspondiendo a su dignidad”, entregó todos los víveres caídos “a las comisarías”. Pueril.

Todo el que ha tenido la suerte de hacerlo, ha cogido lo que ha podido.

La proclama del general Miaja es aún más inaudita:

“Estos panes contienen materias nocivas, es una manera de daros confianza, para luego arrojarnos bombas”.

El hecho ha sido magnifico.>> (4) Inesperado, fruto de la propaganda del “otro lado” y, si la memoria de Ridruejo no falla, de la mente de Neville; enorme cineasta, gran humorista y un tipo como mínimo curioso, yo diría que extraordinario, fuera de lo común, como también lo eran los dos personajes de quienes tomo (y agradezco) los textos.


(1) (3) Dionisio Ridruejo: “Casi unas memorias”. Planeta, Barcelona, 1976.


(2) (4) Carlos Morla Lynch: “Diarios españoles. Volumen II (1937-1939)”. Editorial Renacimiento, Sevilla, 2020.

sábado, 10 de junio de 2023

¡Ay, Carmela! (1989)


Canta el frente del Ebro, Belchite o Bilbao. Canta la retaguardia, las trincheras, las barricadas y el resto de escenarios, elegidos o improvisados, donde suenan acordes de metralla, tambores de artillería, versos de ambos Machado, de Miguel Hernández y de García Lorca. Suena “Mi jaca”, “Suspiros de España” y otras letras populares; se entonan himnos milicianos, libertarios, legionarios y falangistas. Nace “Ay, Carmela” (“Viva la XV Brigada”) y también se escuchan “La paloma”, “Si me quieres escribir” y más temas que recogen las sensaciones y emociones en voces femeninas y masculinas cuya suma da la voz anónima que sufre, se desangra y canta su humanidad y el espectáculo dantesco que otros han creado para ellos. Escribe el chileno Carlos Morla Lynch en sus diarios que <<Siempre le da por cantar al pueblo español, hasta morir. En las tabernas, en los bares, en las plazas, en Madrid, sin piernas, sin brazos, siempre cantan.>> Y aquí Morla emplea pueblo sin distinción de bandos. Ese pueblo, al que él se refiere, es la mayoría que nada sacará de la guerra, salvo el sufrimiento de haberla padecido, más que vivirla, la guerra es morirla, obligados por los agentes que les han empujado a ella. El pueblo español canta en las tascas y en el frente, sus canciones suenan en el cine bélico ambientado en la guerra civil. Lo hace de modo asiduo, pero quizá sea ¡Ay, Carmela! (1989) la de letra más popular, la que suena más patética y tragicómica en las voces de Carmela (Carmen Maura) y Paulino (Andrés Pajares), varietés a lo fino.


Son artistas errantes, cómicos y matrimonio civil, encargados de elevar la moral que ya apenas se sostiene en la vanguardia republicana. Pasean su arte y su espectáculo por el frente hasta que la fortuna y el avance “nacional” los sitúa al otro lado y entonces el sobrevivir se convierte en la excepción, en un lujo para quienes caen en el lado equivocado, porque no es el suyo. Pero, para alguien como Paulino, no existe uno u otro, existe el miedo a morir, la necesidad de vivir, lo que le lleva a aceptar participar en un espectáculo que los italianos, aliados franquistas, preparan en el teatro del pueblo. Paulino y Carmela son los encargados, con la ayuda de su inseparable Gustavete (Gabino Diego), de preparar un espectáculo que agrade a los aliados fascistas, ante la presencia de brigadistas polacos detenidos y condenados a morir por haber luchado junto a los rojos. La situación planteada por Carlos Saura en ¡Ay, Carmela!, que volvía a colaborar en el guion con Rafael Azcona (1), después de más de una década desde su último trabajo común —La prima Angélica (1974)—, no presenta la menor ambigüedad respecto a lo que quiere decir y a quien quiere señalar. Para el realizador aragonés la víctima es la República, representada en Carmela, cuya toma de conciencia es vital para remarcar la sinrazón del totalitarismo que la asesina…


(1) <<Volvimos a colaborar en ¡Ay, Carmela!, que es una película de productor, o sea, de encargo: Andrés Vicente Gómez había comprado los derechos de la obra teatral de Sanchís Sinisterra y me encargó que le hiciera un tratamiento para adaptarla al cine, y ese tratamiento fue la base del guion que luego escribí con Saura. No sé… A lo mejor dejé de trabajar con Carlos porque decidí que le rehuía el humor, pero puedo estar equivocado, o quizá su humor, si es que lo tiene, está reñido con el mío… Pero eso no quiere decir que Saura no sea uno de los mejores ojos del cine español. Carlos viene de la fotografía y eso se nota.>>

Rafael Azcona: Revista Nosferatu, 33, abril, 2000.

viernes, 9 de junio de 2023

Todos somos necesarios (1956)

Con Balarrasa (1949) José Antonio Nieves Conde obtuvo un enorme éxito popular, quizá el mayor de su carrera cinematográfica, pero su film más conocido en la actualidad es Surcos (1950), drama urbano en el que daba paso a un tipo de cine social inédito en la España de entonces, quizá por ello hoy sea su película bandera y la rememoremos mitificada —dicho sin ánimo de restarle su evidente valor—. En su ayer, tras serle retirada la calificación “de interés nacional”, la película pasó desapercibida, más que incomprendida, pues se comprendía demasiado bien la cuestión social expuesta por Nieves Conde, que había elaborado el guion de la película junto a Gonzalo Torrente Ballester, a partir de una idea de Eugenio Montes. A Nieves Conde también se le debe Los peces rojos (1955), una de las cumbres del cine negro español escrita por Carlos Blanco, y El inquilino (1957), otro espléndido y maltratado retrato social de la época. Satírica, kafkiana y pesimista, El inquilino tuvo un encontronazo directo con la censura, que ya le había incordiado en Surcos y en Los peces rojos, en las que se vio obligado a cambiar el final por imposición censora. En la actualidad, estas cuatro son sus películas más conocidas, pero hay otra, más o menos oculta en su filmografía, que no desmerece entre lo mejor de este cineasta segoviano que buenamente intentó hacer el cine que quería y, como la gran mayoría, tuvo que hacer el que le dejaron realizar. Triste realidad del medio, más allá o acá de la época y de la censura practicada por la ideología en el Poder (que evidentemente afecta). Pero de algún modo logró realizar una serie de películas clave en el cine español, entre las que se cuenta Todos somos necesarios (1956), coproducción hispano-italiana que desarrolla la mayor parte de su drama y de su crítica social en el interior de un tren nocturno durante una tormenta de nieve.

El tren resulta un transporte ideal para hacer de él un espacio metafórico de la sociedad. Sus vagones y compartimentos dan cabida a la diversidad en la que se reconocen distintos grupos sociales; en este caso desde hombres de negocios hasta ex presidiarios, decantándose la balanza de la simpatía de Nieves Conde y de Faustino González-Aller, su coguionista, hacia los segundos. La corrobora el protagonismo de quienes salen del penal y las palabras del personaje de Rafael Durán cuando dice, en defensa de los ex convictos, contra los prejuicios y mezquindad del decente señor Alberola, que <<hay más asesinos y ladrones fuera que dentro, sobre todo ladrones>>. Respecto a esto, las sensaciones generadas por la situación que se vivirá en el tren, una que se acota al tiempo que dura el trayecto ferroviario, unidas a los comentarios y a las miradas de rechazo hacia los ex convictos, desvelan homogeneidad en prejuicios, hipocresía y volubilidad. Ante esto, Julian (Alberto Closas) parece tenerlo claro. A la puerta del correccional, ya puestos en libertad y antes de llegar a la estación, camino hacia quizá ninguna parte, asegura a sus compañeros <<que lo mismo me da estar dentro que fuera. La cárcel ya va con nosotros para siempre.>> Sus palabras adquieren doble sentido, ya que los extraños lo juzgan como a un ex convicto; y él, su más severo juez, se lleva la cárcel consigo. Justo al inicio del film, vive un doble encierro: físico y psicológico. De ahí el uso de un breve travelling que muestra los barrotes de la penitenciaria, de acero metálico y también simbólico, el material del presidio mental del que todavía no se ha liberado cuando sube al tren.

Nieves Conde no precisa efectismos ni litros de hemoglobina que salpiquen los compartimentos y la pantalla, aunque un hilo de sangre lo haga en un momento determinado del film, para abrir y cerrar la herida interior que vive el personaje de Alberto Closas, un cirujano que ha cumplido cinco años de cárcel por realizar una operación a vida o muerte en la que la balanza se decantó desfavorable, y abordar aspectos de la sociedad española, de hegemonía bienpensante e incapacitada para pensar con independencia de hacia dónde sople el viento. Tal volubilidad la apunta Todos somos necesarios e insiste en ella, pues se decanta por el lado humano e introduce hombres y mujeres de todo tipo y condición para ofrecer un retrato social que por momentos saca los colores de una sociedad donde la hipocresía tiene tanta presencia como los prejuicios o esa volubilidad de la mayoría, gente de bien que asume la superioridad moral desde la que juzgan a los tres ex reclusos, que resultan los personajes más positivos del film. Pero Todos somos necesarios mitiga su discurso crítico en su parte central y se vuelve en la batalla interior del protagonista, cuando, no sin motivo, se necesita la colaboración de todos los personajes.

El título y el medio de transporte escogidos nos dicen a las claras que todos viajamos en el mismo “tren”. Este mensaje no tiene caducidad, igual vale para 1956 que para 3547, si todavía existe alguien para colaborar o para meterse el dedo en el ojo. Y en colaboración también se produjo el film, que fue una coproducción hispano-italiana. Por entonces estaba de moda el régimen de coproducción, más que nada porque implicaba una serie de beneficios para los productores. Esta situación explica la presencia en Todos somos necesarios de Folco Lulli, inolvidable en su papel en La Gran Guerra (La Grande Guerra, Mario Monicelli, 1959), que comparte protagonismo con Alberto Closas, uno de los grandes actores españoles de la época, y José Marco Davó. El trío de actores da vida a los tres ex-convictos, que si bien aparentan ser diferentes, podrían ser tres estados de la psicología del individuo frente a la sociedad que determina su lugar. Por ejemplo, el conflicto de Iniesta es la ausencia de conflicto. Ha aceptado que su lugar no es otro que la intermitencia: entrar y salir de presidio. Al presentarse a Alicia, la mujer de Nicolás, le dice: <<Don Bartolomé Iniesta, alias “el Nene”. Profesión: presidiario>>. Lo asume, ya no lucha contra la imposibilidad propia, aunque sí luchará por la de los inocentes. Es su generosidad natural, que ha sobrevivido al encierro. Su gesto resulta más generoso que ninguno otro: se apea del tren y camina sobre la nieve en un intento de lograr asistencia sanitaria para el niño cuya enfermedad saca a la luz el conflicto de Julián, al tiempo que agudiza la mezquindad del padre del muchacho, el señor Alberola, más interesado en juzgar y condenar a los ex reos, en seducir a su secretaria y en fomentar la culpabilidad y la amargura en su mujer, que en la salud de su hijo…

martes, 6 de junio de 2023

Alma de Dios (1941)


En el cine español de posguerra existían varias tendencias cinematográficas, una de ellas fue la comedia romántica. En muchos aspectos, bebía de la italiana de “teléfono blanco”, pero el caso de Alma de Dios (1941) se presenta distinto, quizá porque Ignacio F. Iquino adaptaba a Carlos Arniches —autor de la obra teatral en que se basa la película y coguionista del film—, e introducía un tipo de humor que, también practicado por Rafael Gil en algunas de su películas de la época, apunta y aspira a humorismo y absurdo; escenas como la memorable en la que Jose Isbert ejerce de ama de casa a la fuerza lo corroboran. Aunque, quizá, el ingrediente que la diferencia de otras producciones de la época sea la veloz narrativa de Iquino, que desarrolla y despacha Alma de Dios en sesenta minutos en los que, con desparpajo y humor “popular”, abre frentes con la misma facilidad que los cierra. Sin complicarse, introduce el romance de Eloísa y Agustín en la carretera donde ella hace autostop y él conduce una camioneta que pincha una de sus ruedas, después de haber pasado de largo. El azar y la rueda del vehículo, como si supiera que ahí estaba el amor, hacen que los caminos de la pareja se unan y ya no se separen. Bien, quizá lo supiese, pero el caso es que la muchacha caminaba hacia Madrid para liberarse del trato abusivo, prácticamente esclavo, por parte de los señores de la casa donde trabajaba. Pero no le irá mucho mejor en la ciudad, donde sus esperanzas —espera que en casa de su tía y su prima pueda encontrar cariño y protección— dan paso a la decepción y a los malos modos de sus familiares, para quienes no es más que una sierva que ha de realizar el trabajo de la casa, sin más paga que comida y cama. En sus labores, se parece al personaje de Isbert, que atiende el hogar y los cuidados de su hijo de tres años, Pepe tampoco crean que esforzándose demasiado. Allí, quien trabaja y lleva el dinero es su mujer, una de armas tomar y de un corazón del tamaño de un elefante. Feminista de pro, tal vez, en un pasado reciente, sindicalista, demuestra su independencia y su valía en su día a día, de palabra, obra y ejemplo, que no faltan; véase cuando está a esto de atizar a Ezequiel, el primo de su marido, por “primo”, por gorrón y por decirle que se sirva el caldo primero, lo que a ella le suena machista.


Aparte del chiste, Iquino también introduce un tema que escapa a la gracia dominante; es la parte dramática del film, la que a la larga, y en cierta manera, humaniza a la tía y a Irene, obligada a abandonar a su bebé (hija de soltera) por el qué dirán y hacer peligrar su noviazgo con un hombre “de bien y de posibles”. Pero antes se observa mezquindad en ambas, pues, con el fin de evitar que cualquier sospecha recaiga sobre Irene, dicen por ahí que la sobrina del pueblo, a quien abrieron las puertas de su casa y de su corazón, se veía como su novio y ya “se pueden figurar ustedes”… Y a pesar de la carga que implica ser madre soltera, en su época, más que tema tabú, implica exclusión social, Eloísa calla para protegerlas, pues la maternidad fuera del matrimonio se considera una mancha para la sociedad que “condena” a la muchacha; y con ella, también a Agustín, que reacciona condicionado por esa sociedad hipócrita a la que parece temer y darle mayor importancia que al sentimiento que le une a Irene. Agustín actúa del modo en el que lo hace por el que dirán, porque siente que es el fin de su decencia, ante la sociedad, y con ella su imposibilidad de una vida común. El suyo es un pensamiento mezquino y egoísta, pero al tiempo no es suyo, es el que introduce la presión social, la cual, por ejemplo, tanto Irene como la trabajadora feminista han superado. Pero Alma de Dios no es un drama, sino un enredo y las situaciones problemáticas dejan de serlo. Vence el humor, el aspecto cómico, la caricatura y el sainete; obviamente era imposible o muy difícil y más allá de lo expuesto por Iquino en los instantes más dramáticos del film.