miércoles, 21 de junio de 2023

El destierro (2015)

En lo que llevamos de siglo XXI, ajustando la fecha, quizá desde Buenaventura Durruti, anarquista (Jean-Louis Comolli, 1999), los cineastas que se han acercado a la guerra civil española lo han hecho sobre todo de dos maneras. Una, como parte de la memoria histórica, en documentales y también en ficciones que encuentran su motivo en un hecho puntual o en un personaje histórico; otra, como escenario sobre el que construir sus historias, que apenas tienen el conflicto civil como telón de fondo. Este sería el caso de El destierro (2015), una modesta producción que se aísla en un cerro para establecer la comunión entre tres personajes, en un momento cinematográfico que pasa del rechazo y de la tensión inicial a la comunión que se establece avanzado el metraje; dando por válido aquello de “el roce hace el cariño”. Ubicada en la nieve, el frío y la soledad, con el conflicto bélico de fondo, El destierro no trata de ofrecer una imagen de la guerra civil, sino de la individualidad de sus tres personajes principales, a los que aísla en un puesto montañoso, y a los que le suma un cuarto (el repartidor de provisiones), que introduce la amenaza a la armonía alcanzada por el trío protagonista, formado por dos hombres y una mujer que Arturo Ruiz Serrano, en su primer largometraje como director, quiere totalmente distintos en apariencia emocional y también ideológica. De ese modo, puede establecer el desencuentro inicial y dar el paso a esa comunión referida, la de un trío que comparte el mismo espacio, reducido, hostil, emocional y físico, y que acabará compartiendo sentimientos, calor y lecho.

Los primeros instantes del film llevan a Teo (Joan Carles Suau), sobrino de un obispo, de quien se intuye que ha sufrido abusos sexuales, al refugio ocupado por Silverio (Eric Francés), el soldado solitario encargado de vigilar el puesto. Se trata de un hombre de “pueblo”, en contraposición del señorito, una de las posibles imágenes de Teo (otra podría ser la de seminarista), sin ideología o al menos sin una que determine su lucha. Al contrario que Teo, Silverio es rudo y no se encuentra en el bando “nacional” por afinidad, sino porque su hogar cayó en manos rebeldes. En un primer instante, el choque entre ellos es inevitable; algo que ya se presupone, pues nada de lo que asoma en pantalla abandona la previsibilidad; ni siquiera la aparición de Zoska (Monika Kowalska), la brigadista polaca herida que Silverio recoge en el lecho del río y cuida, no por humanitarismo, sino por la esperanza de compañía y sexo femenino. En Teo, la presencia de Zoska —que ha abandonado la “comodidad” de su hogar para luchar contra el totalitarismo— genera conflicto: rechazo, porque es “roja”, y atracción. Por contra, en Silverio solo despierta atracción: pasión y deseo. En todo caso, la propuesta que les hace la brigadista, el poder conocerla y el conocerse, el reconocerse, así como la suma de los días compartidos, posibilitan el acercamiento que depara su unión y su comunión. En ese instante, ya no son representantes de ideologías, sino de individuos, de sus cuerpos, de sus sentimientos y de sus emociones; pero la guerra siempre amenaza y en ese lugar aislado —más acorde al espacio helado de un western tipo El gran silencio (Il grande silenzo, Sergio Corbucci, 1968) o Las aventuras de a Jeremiah Johnson (Jeremiah Johnson, Sydney Pollack, 1972), que al de un film bélico (algo que El destierro no es)— la amenaza llega cada vez que Paulino (Chani Martín) sube con las provisiones…



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