lunes, 19 de junio de 2023

Morir en Madrid (1963)

La sucesión de datos expuestos al inicio por el narrador de Morir en Madrid (Mourir à Madrid, Frédéric Rossif, 1963), más que informar, busca el impacto, al tiempo que, aunque esta no sea su intención, genera curiosidad e invita a comprobarlos. <<¿Son correctos?>> podría ser una pregunta, pero dudo que sea la más interesante que pueda plantearse. Las hay de mayor complejidad, que transcienden cualquier conflicto puntual y que podrían tener varias respuestas, incluso ninguna. ¿A qué obedece cuantificar las distintas realidades de un conflicto humano? ¿Para facilitar la comprensión? ¿Para minimizarla? ¿Desde cuándo habitamos un mundo numérico, de estadísticas y probabilidades? ¿Cuándo perdimos nuestro nombre para ser dígitos? En ambos casos, el individuo común y el numérico, son anónimos para la Historia, pero son anonimatos diferentes, pues el segundo pierde sus rasgos individuales, se le niega cualquier posibilidad de identificación humana. La diferencia parece clara. Hablar de personas, nombrarlas, referirse a ellas, tratar de ellas, es una cosa; y deshumanizarlas, haciéndolas estadísticas, dígitos de hacienda o de banca, o números de documentos de ¿identidad? o en la carnicería, otra muy distinta. Es como despojarlos de vida y arrojarlos a una realidad fría, inerte, ordenada, matemática, muerta. Además, en su manipulación, hablar de números es un tanto arriesgado, sobre todo cuando no existen más que estimaciones y estas pueden variar según quién estime. De cualquier forma, se comprende que la numeración simplifica la complejidad, a riesgo de eliminarla, y así resulta más sencillo acercarla al público que, ya individualmente, puede plantearse sus preguntas y encontrar respuestas más allá de la numeración. El caso es si lo hará. Con todo, ahora ya centrándome en Morir en Madrid, Rossif introduce la época recordando datos que impactan en el espectador. Es su decisión y funciona. Prueba de ello, se encuentra en las memorias del humorista Miguel Gila, que apunta:

<<La espléndida película de Frédéric Rosiff Morir en Madrid, tiene un comienzo escalofriante. Sobre el plano de un campesino, que camina por el campo árido de Castilla a lomos de un borrico, con el fondo musical de una guitarra española, van apareciendo datos:

España 1931

503.061 Km. cuadrados.

24 millones de personas.

En ese año de 1931, la mitad de la población, doce millones, es analfabeta. Hay ocho millones de pobres y dos millones de campesinos sin tierra. 20.000 personas poseen la mitad de España.

Provincias enteras son propiedad de un solo hombre.

Salario medio de los trabajadores de una a tres pesetas diarias.

El kilo de pan vale una peseta.

20.000 frailes, 31.000 sacerdotes, 60.000 monjas y 5000 conventos.

15.000 oficiales, entre ellos 800 generales. Un oficial por cada seis hombres, un general por cada cien soldados.

Un rey, Alfonso XIII, decimocuarto soberano desde Isabel la Católica.>>


Estos números inician el recorrido de Rossif por la guerra civil española. Lo hace con las imágenes del “borrico” y el paisano, quien inicialmente no viaja solo, el sonido de la guitarra y la voz del narrador que enumera y explica veloz, a grandes rasgos, algunos conflictos producidos durante la República. Comenta que el pueblo logró voz, que Alfonso XIII hizo la maleta y que existían conflictos de interés. Apunta que eran izquierda contra derecha, guardias contra obreros, unos contra otros, y estos contra aquellos; y, como si quisiera no dejar fuera a nadie, apunta que <<José Antonio funda Falange>>. Este partido de ideología fascista apenas contaba con masa electoral en el 36, pero el estallido de la guerra incrementó sus filas. Al año siguiente, en 1937, tras la unificación de los distintos partidos y grupos del bando “nacional”, se convierte en partido único por obra y orden de Franco, que así asume el triple mando: gobierno, ejército y partido. En ese instante, Falange pasaba de ser fascista a franquista, lo cual no es exactamente lo mismo. Rossif pasa por distintas etapas del conflicto; habla de Lorca, de Unamuno y de Guernica, de las Brigadas Internacionales, de los rifeños, de los italianos y de la Legión Cóndor —la alusión a la presencia extranjera fue uno de los puntos que más irritó a los responsables de ¿Por qué morir en Madrid? (1966), película franquista realizada con la intención de poner en evidencia la de Rossif—. Al cierre del documental, el narrador realiza una sucesión similar a la del inicio, pero ahora la sitúa en 1939, con la misma superficie, pero con un millón de muertos y medio millón de exiliados. Son un millón y medio de vidas, de nombres, de cúmulos de sentimientos y emociones, del culpas y de bondades, de tantas cosas que los números no cuentan y, por tanto, olvidan. Ni la Historia ni la Estadística pueden recordar más allá de generalizaciones, salvo las excepciones, en contraposición a la memoria individual y a la familiar, incapaz de generalizar, y que recuerda siempre en la cercanía, la del rostro humano. La conjunción de todas ellas —hechos, datos, sentimientos—, amplía y enriquece, de ahí la importancia de contar con distintos tipos de fuentes históricas: oficiales y no oficiales, de vencedores y vencidos, de víctimas y victimarios, a veces intercambiables, documentales y testimoniales…



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