jueves, 15 de junio de 2023

El club de los cinco (1985)

A nadie afecta, ni siquiera a mí, que no simpatice con el cine de John Hughes, más bien, que no conecte con sus propuestas como director o guionista para otros. Dieciséis velas (Sixteen Candles, 1984), La mujer explosiva (Weird Science, 1985), La loca aventura del matrimonio (She’s Heaving a Baby, 1988) o Solos con nuestro tío (Uncle Buck, 1989), ya digamos o no la pequeña pícara (Carly Sue, 1991), su último largometraje, me dejaron indiferente —no recuerdo la sensación que me produjo Mejor solo que mal acompañado (Planes, Trains and Automobiles, 1987)—. Esta indiferencia no la sentí a los doce o trece años, cuando vi por primera vez Todo en un día (Ferris Bueller’s Day Off, 1986). La única película de las suyas que me hizo gracia entonces, pero quizá esta gracia fuese debido a mi falta de horas de vuelo o a que todavía no jugaba a las cartas en horario de clase.


No tardé en ir al instituto y vivir en estado de desenfreno, que se aceleró más si cabe al pisar la Universidad. Durante aquel periplo que va de la niñez a la edad adulta, que no madurez (de significado incierto y dudoso), descubrí tipos de especímenes y me decanté por ser más asiduo a la barra de bar o de discoteca que a una biblioteca o a la pista de baile donde reinaban, no siempre democráticamente, Maneros, sirenas, barbies, alguna mata-hari, aprendices de brujas y de Nasarre, exuberantes Jessicas Rabbit, entre auténticas “mujeres fatales”, más de un babeante y “copinis” que asían sus vasos de tubo, como si no hubiera más en la barra, al compás de los clones Jackson que, proliferando por bipartición o tal vez multiplicándose por esporas, deslizaban sus pasos marcha atrás. Este asunto nunca me quedó claro. A mí, me iba más reírme con Brian, discurrir a lo Pajares y Esteso, creerme James Dean, pero soñando la rebeldía de un Jerry Lewis o un Jacques Tati. Pero allí estaba, dando la espalda a la adolescencia estadounidense de los albóndigas y los tarta de manzana que llegaron después, platos a los que apenas hinqué el diente. Su sabor no era de mi gusto, así que no les dediqué más minutos de mi tiempo libre, cuya suma de veinticuatro horas diarias intentaba aumentar con madrugadas extra que arañaba al día después. Lo mío era más del estilo tortilla de patatas, jamón serrano, París-Dakar compostelano, galerías y llamar a las puertas de una mirada esperando ser recibido con una sonrisa y los brazos abiertos, tal vez cual representante de suavizante Pilón. A su manera, Roque III y su entrenador, casado, con suegra e hijo, eran más reales en su caricatura y más rebeldes que los personajes que asoman en el film de Hughes, quizá lo fuesen con causa, pues eran parte del tránsito hacia la supuesta libertad que posibilitó a España despelotarse e ir al cine a ver un poco de destape, escuchar algún chiste fácil y ser testigo de humor de dudoso gusto, pero no menos dudoso que la mayoría de las comedias estadounidenses o italianas contemporáneas. Pero hablar de esto me desvía del trayecto que no sé dónde acabará...

Por aquellos años ochenta, tirando hacia el final de la década y entrando en plenitud en los noventa, vivía al límite, ignorando peligros y limitaciones, ya no las mías, sino la de todo el conjunto, llamado entorno y sociedad. Plantearse qué éramos dentro del orden no era para los jóvenes que pensábamos que los días eran fiesta y que los años transcurrirían eternamente en aquellas noches veraniegas, de invierno, otoño o primavera, de juerga y fogosidad juvenil. Cuántos más mejor, le decía a aquel dulce y falso pajarraco de juventud que picoteaba vitalidad y se iba alejando sin dejar de parecer hermoso; pero lo hacía sin advertirme de su empeño de abandonarte. Un día ya no estaba, en todo caso, me dije, ha sido una relación larga e inolvidable; era ave divertida, de aleteo vital y caótico sin más rumbo que mantenerse en vuelo hasta desaparecer. Ya sin ella, volví a ver a Ferris. Había vivió miles de experiencias adolescentes y universitarias, aunque en su variedad temática se podrían reducir a unas decenas, le miré a la cara y le dije, convencido de que su rebeldía no lo era, “no eres más que un chiste fácil y cómodo, fruto del gusto y de la estupidez dominante en el cine de los años ochenta, una estupidez que vista la hoy reinante, podría pasar por inteligente”. No soy un nostálgico de cine ni un amante de la pantalla. El cine es un medio, no un fin. Como un libro, una canción o una conversación, puede estimular e invitar a pensar; claro que esto lo hace las menos veces. La mayoría, no lleva a nada, ni dice ni habla.


Las películas de los ochenta, las realizadas en Hollywood, suelen, sin pretenderlo, reflejar la idealización e idiotización de un mundo de consumo que se aferra a la adolescencia, lo que depara, entre otras cuestiones, que proliferen las comedias supuestamente gamberras, ambientadas en institutos y universidades estadounidenses e incluso en otros lugares, como puedan serlo los campamentos de verano o academias de policía y de conducción, o aquellas que siguieron la estela del cine de Ivan Reitman o del mismo John Hughes; quizá durante aquella época (y en cuanto a comedias juveniles se refiere) fuesen los cineastas más taquilleros. En sus películas, sobre todo en las primeras, Hughes insiste en la adolescencia como eje temático y alcanza su cima casi al inicio, en El club de los cinco (The Breakfast Club, 1985), una película que de niño me había dejado bastante indiferente, salvo por el pletórico “Don’t you” de Simple Minds, que era uno de mis temas musicales favoritos de entonces; y aún hoy cuando lo escucho, repito “no te olvides de mí”. Similar predilección sentía por “Live in the City of Lights”, la grabación del concierto en directo que el grupo escocés había dado en París. Solo por ese tema, la película ya me valía la pena; pero resulta que, avanzados los años, descubrí que, tras sus muchos tópicos, en aquellas imágenes, en aquel instituto y en aquellos cinco jóvenes diferentes, pero iguales, había reflejos de vidas y lo que implican: esperanzas, sufrimiento, necesidades, deseos, ensoñaciones, temores, deberes y quereres, sensaciones y tantas emociones que disfrutar y sufrir…, pero también el conformismo de la edad adulta, a la cual la juventud siempre echa la culpa hasta hacerse mayor y verse en el rol de culpable, pero aún no sé de qué.



No hay comentarios:

Publicar un comentario