sábado, 30 de abril de 2022

No tocar a la mujer blanca (1974)


—Estáis locos, si creéis que detendréis el progreso matando a soldados americanos. América podría ser vuestro padre y vuestra madre… —enfatiza Custer (Marcello Mastroianni), con su tono marcial, mientras se dirige a los indios que han disparado contra uno de sus hombres.


—¡Bravo! —aplaude Pickerton (Paolo Villagio), el antropólogo


—Gracias —le agradece el coronel—. …Y el pan de vuestros hijos…



Un reparto de lujo —Catherine Deneuve, Marcello Mastroianni, Michel Piccoli, Philippe Noiret, Ugo Tognazzi y Serge Reggiani— para una sátira sobre la sociedad del desarrollo y del consumo en plena expansión del poder económico y mercantil estadounidense, de ahí que tome de su Imperialismo y de su leyenda los mitos de Custer, Buffalo Bill y los indios y los traslade a un París que no oculta que es la ciudad de la década de 1970. No diré incomprendida, ya que pocos llegaron a verla, ni fallida, porque no lo es aunque presente irregularidades, ni surrealista, aunque rompa con la realidad para ironizar sobre ella, pero sí apuntaré que No tocar a la mujer blanca (Touche pas la femme blanche, 1974) es una comedia subversiva, exigente —pues exige complicidad, un ligero conocimiento de la historia contemporánea y abrir los ojos a la realidad insinuada— y crítica con el momento sociopolítico en el que se filma. Subversiva, porque subvierte el género del western. Exigente, porque Marco Ferreri no pretende darlo todo hecho, ni realizar una sátira que se acomode dentro de los gustos establecidos y que le permita ganarse las simpatías del público; ese no sería Ferreri, tampoco Rafael Azcona, su guionista habitual. A su manera, tanto el director como el guionista son dos rebeldes o, si se prefiere, dos resistentes, sobre todo en el caso del italiano que, al igual que su colega Pasolini, siempre fue por libre en esto del cine, medio en el que mostró su distanciamiento y su disconformidad con los usos de la sociedad burguesa, cristiana y occidental; la que conoce y a la que por nacimiento pertenece y a la que no duda en criticar su hipocresía y la prisión que crea. Para hablar de su presente —guerras, publicidad, negocio, desarrollo,…—, a Ferreri no le hace falta más que tomar prestado del pasado el mito y el género que imprimió la leyenda estadounidense en el relato literario y en la gran pantalla, y mezclar ambos tiempos para ofrecer una imagen en la que los anacronismos no lo son, puesto que son la exageración que tiende el puente temporal que une el primer expansionismo estadounidense, aquel que lo enfrenta a los nativos norteamericanos, con el mundial de la primera mitad de la década de 1970, en el que la figura de Nixon resulta un referente clave tanto en la política interna estadounidense como en la externa.




viernes, 29 de abril de 2022

Pudovkin en la edad dorada del cine soviético

Herido y hecho prisionero mientras combatía en la Primera Guerra Mundial, Vsevolod Iliarionovich Pudovkin regresó a Rusia en 1918, con la revolución triunfante y la guerra civil como parte de la realidad de un país cuyos nuevos amos pretendían transformar (a velocidad imposible) de agrícola a industrial. Pero esa transformación no era la que Pudovkin ayudó a llevar a cabo. La suya se gestaba en las artes, primero en el teatro y, tras ver Intolerancia (Intolerance, David Wark Griffith, 1916), en el cine. Su primer contacto con la dirección de películas se produjo cuando en 1921 dirigió junto a Vladimir Gardin, el cortometraje documental Golod… golod… golod, pero su aprendizaje cinematográfico lo realizaría en el Laboratorio Experimental que Lev Kuleshov creó en 1923, donde colaboró con el cineasta del mitificado “efecto” en Las extraordinarias aventuras del señor West en el país de los soviets (Neobychainye priklyucheniya mistera Vesta v strane bolshevikov, 1924) y Luch smerti (1925). En el taller de Kuleshov empezó a descubrir las posibilidades en el uso del montaje —al tiempo que hacía labores de actor, guionista y decorador—, que posteriormente perfeccionaría en películas como La fiebre del ajedrez (Shakhmatnaya goryachka, 1925) y Mekhanika golovnogo mozga (1926), un cortometraje documental en el que estuvo asesorado por el fisiólogo Ivan Paulov, a quien popularmente se le reconoce por el famoso condicionamiento canino.

El estilo de Pudovkin, el no apartarse de la planificación—su guion de hierro— y su uso del montaje difieren de los de sus ilustres contemporáneos Dziga Vertov, cuyo montaje estaba al servicio del ojo mecánico de la cámara, y Sergei Eisenstein, famoso por la yuxtaposición de imágenes —Podovkin actuará en las dos entregas de Iván el terrible (Ivan Groznyy, 1944/1958)—, también de Aleksandr Dovjenko, el más poético de todos los grandes cineastas del periodo silente soviético. El suyo abogaba por el montaje como el elemento clave para dar vida a las imágenes y fluidez a la acción, a la que impregnaba de un tono “realista” que priorizaba la psicología del individuo en la historia o en el proceso histórico. Este sería el caso de sus tres obras cumbre del periodo silente —La madre (Mat, 1926), El fin de San Petersburgo (Koniets Sandy-Peterburga, 1927) y Tempestad sobre Asia (Potomok Chingis-Khana, 1928)—, que fue el de mayor esplendor para Pudovkin y los arriba nombrados, puesto que a partir de la década siguiente empezarían a ser víctimas de la burocracia que se instaló y dirigió la industria cinematográfica soviética. Durante el intervalo que va desde 1925 hasta la imposición del realismo socialista en los años treinta —en 1934 se celebra el congreso de escritores que impone el realismo socialista como forma de arte única, un año antes Pudovkin había rodado El desertor (Dezertir, 1933), tras la cual sufriría un parón laboral de cinco años sin rodar—, que algunos historiadores llamaron la edad de oro del cine soviético, el medio cinematográfico vivió un caos vital que mezclaba la libre empresa, la ideología revolucionaria, la nueva política económica, el dinero privado y el estatal, así como las ganas y la diversidad experimental que depararon esplendor, modernidad y vanguardia. Aquellos primeros cineastas soviéticos tomaron como punto de partida e influencias el cine estadounidense —Griffith, Ince, Chaplin, Fairbanks, Keaton y tantos otros que influyeron en el cine posrevolucionario— y el europeo —el expresionismo o el cine sueco. A partir de ahí, buscaron un punto revolucionario en el que no se rompía con nada, sino que la revolución consistió en aprovechar el cine espectáculo de Hollywood y la psicología de un cine europeo (danés, francés, sueco, alemán) con aspiraciones artísticas e intelectuales, y evolucionar aunando ambos en películas que al tiempo eran el campo experimental que les permitiría teorizar sobre un medio de expresión visual que en la segunda mitad de la década de 1920 todavía se podía considerar nuevo y, por tanto, abierto a la aventura de recorrer horizontes inexplorados, hasta que fueron transitados por Pudovkin y otros cineastas contemporáneos.

Filmografía como director

Golod… golod… golod (1921) cortometraje documental


La fiebre del ajedrez (Shakhmatnaya goryachka, 1925) cortometraje



Mekhanika golovnogo mozga (1926) cortometraje documental


La madre (Mat, 1926)



El fin de San Petersburgo (Koniets Sankt-Peterburga, 1927)



Tempestad sobre Asia (Potomok Chingis-Khana, 1928)



Prostoy sluchay (1930)


El desertor (Desertir, 1933)


Pobeda (1938)


Minin i Pozharskiy (1939)


Kino xa XX let (1940) documental codirigido por Esfir Shub


Suvorov (1941) documental


Boyevoy Kinosbornik 6 (1941) película de episodios


Ubiytsy vykhodyat na dorogu (1942)


Vo imya Rodiny (1943)


Admiral Nakhimov (1947)


Tri ustrechi (1949)


Zhukovsky (1950)


Vozvrashchenie Vasiliya Bortnikova (1953)

jueves, 28 de abril de 2022

Indochina (1991)


“Libertad, igualdad y fraternidad” es un eslogan pegadizo, uno de los más famosos de la historia, e incluso resulta convincente para quienes prefieren la fantasía a la realidad en la que se vive a diario, pero, como hecho social, nunca ha sido ni será una posibilidad real, al menos, no a corto plazo. Dicho eslogan no puede abandonar el terreno de la utopía, quizá por la propia naturaleza humana (si hay una o varias que nos definan y limiten) o porque el individuo y su conjunto (la sociedad) no lo deseen. Los distintos criterios, modos e ideas intentan alterar o imponerse a cualquier otro con los que contacta; a veces incluso creyendo hacer el bien o en el nombre del bien, que suelen ser los peores casos o los más extremos en su injusticia. En la hermandad hay desigualdad y en la igualdad existe la certeza orwelliana de que algunos son más iguales que otros. Esta desigualdad, la falta de libertad y el imperialismo francés fueron tres causas que llevaron a la creación de un movimiento de independencia indochino que basó su ideología en, pongamos, el marxismo y la trinidad que encendió la llama de la Revolución Francesa, la cual no deparó, ni antes ni después, el cambio exigido y prometido en su eslogan. Si hay algo innegable en el devenir histórico es que tanto el individuo como cualquier nación fuerte se han impuesto a otros y a otras más débiles, sea económica, estratégica, ideológica o militarmente.



¿Por qué triunfó el comunismo en Indochina? Sin entrar en detalles, por las mismas razones que en otros países donde la población vivía situaciones de extrema pobreza e injusticia social. En ese ambiente, las voces que prometían “libertad, igualdad y fraternidad” eran las únicas que mantenían un atisbo de esperanza. No obstante, tampoco entonces se cumplió el ansiado y triple ideal. Cuando la narradora (Catherine Deneuve) inicia la evocación que engloba la mayor parte de Indochina (Indochine, 1991) habla de Camille (Linh Dan Pham), su hija adoptiva, y se comprende que inicialmente la muchacha desconoce la realidad de su país, al menos la de la mayor parte de la población indochina no europea. Vive rodeada de lujo, pertenece a la elite nativa y, además, es la hija y heredera de Eliane, cuyo dominio queda establecido en dos escenas: aquella en la que castiga a uno de sus siervos y aquella otra en la que despide a su capataz, por incumplir su orden durante una situación crítica en la fábrica. El personaje de Catherine Deneuve es la memoria que recuerda la historia familiar a alguien que Régis Wagnier no muestra hasta transcurridos dos tercios de metraje, para así darle un sentido emocional extra al recorrido por los recuerdos de una mujer que evoca a su hija y la relación que esta mantuvo con Jean-Baptiste (Vincent Perez) —que antes de enamorarse de Camille había sido amante de Eliane—, lo que permite avanzar por el telón de fondo histórico y exponer a grandes rasgos la situación que afecta a Indochina, por aquel entonces bajo el dominio del imperialismo francés, de burócratas como el comisario (Jean Yanne), enamorado de Eliane, y de terratenientes como ella misma, que nació en el país asiático; de ahí que se considera asiática y también francesa, pues, a diferencia de su hija, su origen familiar y cultural es francés.



En la colonia y en ese instante en el que surge el embrión revolucionario existen necesidades que no se cubren y diferencias raciales; hablando claro, el pueblo pasa hambre y sufre opresión y esclavitud. Por eso Tanh (Eric Nguyen), el joven aristócrata con quien Camille debía casarse por tradición, se une al partido comunista, por la necesidad popular de liberarse del imperialismo que acabará siendo derrotado por el Viet Mith en la batalla de Diên Biên Phú (13 de marzo-7 de mayo de 1954). De haberse dado en una sociedad medianamente justa e igualitaria, el comunismo vietnamita (o el de cualquier otro lugar) no habría encontrado el apoyo de una población condenada a padecer. Fueron esas masas las que hicieron posible la revolución, pues de tener las necesidades cubiertas, ¿qué necesidad habría de luchar por ellas? Esto es algo que occidente aprendió el siglo pasado y, desde entonces, intenta mantener el equilibrio cubriendo las necesidades básicas de sus habitantes, a quienes ofrece la promesa de bienestar y extras que no son necesidades, pero que se convierten en comodidad que, a su vez, genera la necesidad de sentirse cómodo.



Pero Indochina no pretende un ejercicio de reflexión sobre la época evocada ni del presente en el que se filma, sino que pretende ofrecer un espectáculo colonial romántico en el que no hay margen para que el espectador profundice en lo expuesto por Wargnier, solo para que contemple y admire la narración que se sucede en la pantalla hasta la imagen final. Tanto Indochina como Pasaje a la India (A Passage to IndiaDavid Lean, 1984) y Memorias de África (Out of Africa, Sydney Pollack, 1985), o la biopic Gandhi (Richard Attenborough, 1982), muestran el colonialismo europeo. Lo hacen desde perspectivas distintas, siendo la de Lean la que menos fuerza su discurso y, por ello, también resulta la más poética y la más misteriosa de las cuatro historias; además de ser la única que deja espacio para la acción mental del espectador. En Indochina hay un telón de fondo histórico, el conflicto colonial, pero en primer plano se sitúa la relación de los tres personajes principales, una relación que se nota provocada por los autores del film. Esto tampoco es una novedad ni un aspecto negativo, si tenemos en cuenta que un elevado porcentaje de las producciones cinematográficas se calculan al detalle, para guiar al público y producir el efecto deseado. Pero la intimidad propuesta no funciona en equilibrio con el espacio que la envuelve y donde el triángulo amoroso actúa. Cierto que Camille se echa a recorrer su país, aunque su recorrido responde más a la necesidad de Wargnier para mostrar el porqué del cambio en su heroína, e introducir su casual encuentro con su amado, que a la intención de desarrollar la situación de pobreza e injusticia que la joven descubre (y de la que también es víctima) durante su búsqueda y posterior huida con Jean-Baptiste, una situación que la impulsa a matar a un teniente francés y que acaba por alejarla de sus seres queridos, pero, entre todo el supuesto dolor y horror, cuanto se muestra o cómo se muestra resulta elegante en exceso.




miércoles, 27 de abril de 2022

Diên Biên Phú (1992)


En su apariencia civilizada, Francia es una nación que ha pasado parte de su historia guerreando dentro y fuera de sus fronteras. En el primero de los casos, luchando por su supervivencia contra fuerzas vecinas; y en el segundo, intentando conquistar e imponerse a esos mismos vecinos o en tierras que pasaron a ser sus colonias. Tras la recuperación de su soberanía a la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, también recuperaba su colonia indochina y con ella el conflicto que se estaba gestando y que finalmente daría pie a la guerra que concluye en Diên Biên Phú. Ambientada entre el 13 de marzo y el 7 de mayo de 1954, Diên Biên Phú (1992) es la recreación de la batalla que tuvo lugar durante las fechas señaladas en las inmediaciones de la localidad vietnamita que da título al penúltimo largometraje de Pierre Schoendoerffer. Aquella batalla, que enfrentó al joven ejército del Viet Mith y a las tropas francesas, compuestas por legionarios, paracaidistas y soldados coloniales, a la postre supuso el fin del dominio colonial francés en Vietnam y la creación de dos estados: uno al norte, apoyado por China y la URSS, y otro al sur, en sintonía con EEUU. Testigo y protagonista del instante recreado en la pantalla, en la que asoma interpretado por su hijo Ludovic —que interpreta el joven cámara que filma parte del momento—, el realizador desarrolla su visión de los hechos en dos espacios: Hanoi, ciudad donde se observa un caos distinto al campo de batalla, pero caos al fin y al cabo, y el valle donde la lucha se desata sin que los franceses tengan opción de vencer, solo de retardar lo inevitable enviando lo que el capitán Kerveguen (Patrick Catalefo) no duda en calificar  “carne de cañón”, soldados enviados a una muerte inútil. Como parte de su labor en el ejército colonial, Schoendoerffer filmaba la batalla que confirmó la debacle francesa. Una parte de sí mismo se quedó allí, en Diên Biên Phú, donde fue hecho prisionero después de la rendición, como muestra en la parte final de un film que recrea la realidad, entre la ficción y el documento, y le sirve para cerrar heridas, como apunta el narrador, el propio Schoendoerffer, mientras comenta que la película fue filmada en Vietnam más de treinta años después de los hechos y con la participación del ejército vietnamita. Aparte de la crónica de un fracaso militar francés y de la no épica, de la muerte de hombres que son enviados a la batalla, conscientes de ser carne de cañón que sacrificarán inútilmente, Diên Biên Phú fue el último trabajo para el cine del gran compositor Georges Delerue y también una de las últimas interpretaciones del actor británico Donald Pleasence, quien dio vida al periodista Howard Simpson, enviado por el San Francisco Chronicle y autor del libro Dien Bien Phu. The Epic Battle America Forgot en el que detalla hechos y recoge testimonios sobre la batalla más famosa y decisiva de la Indochina francesa.




martes, 26 de abril de 2022

Pescador de Islandia (1959)


Uno de los rasgos de la infancia es la capacidad de soñar y fantasear aventuras creyendo en ellas o, al menos, no dudando de su posibilidad. No hace mucho, tan solo unas décadas atrás, en ausencia de tecnologías que seducen las mentes infantiles y adultas más que un libro, también era la toma de contacto con la literatura de aventuras, entre las que se contaban las marinas. Por entonces, los nombres de Joseph Conrad, Robert Louis Stevenson e incluso el más sedentario Julio Verne no eran desconocidos. Más bien, eran amigos de lectores juveniles sin límite de edad a quienes ofrecían en las páginas de sus libros viajes y aventuras por mares que avivaron el gusto marino de niños y adolescentes como aquel Pierre Schoendoerffer que a temprana edad soñaría aventurarse en el azul idílico que susurra su encanto en la orilla de una playa solitaria, entre el amanecer y el crepúsculo. Pero con frecuencia el mar deja de ser el manto de ensueño que brilla esplendor las noches estrelladas para ser el lugar de la pesadilla donde ruge y se transforma en la fiera cristalina que desata su furia y se cobra sus víctimas. El mar, fuente de vida, también es la tumba que en ocasiones devuelve a sus muertos a la tierra que les vio partir. Pero eso no lo piensa un joven de diecinueve años, futuro cineasta y escritor, que se embarca para ver mundo y vivir aventuras que de un modo u otro acabarán dando contenido a su obra cinematográfica y literaria; igual que lo hace ese gusto marino que se deja notar en diferentes momentos de sus trabajos. El primero cinematográfico fue Pescador de Islandia (Pêcheur d’islande, 1959), drama que dedica a los marineros muertos en el mar. La película adaptaba la novela homónima de Pierre Loti, quien, al igual que el cineasta, también fue escritor, militar y marino. Publicada en 1886, Pêcheur d’Islande fue llevada a la pantalla por primera vez en 1915, en un cortometraje realizado por Henri Pouche. Nueve años después, Jacques de Baroncelli, uno de los primeros cineastas que vio el cine como medio artístico, realizó el primer largometraje del relato con Charles Vanel en el papel de Yan. Baroncelli había dirigido cinco años antes otra adaptación de una novela de Loti y lo curioso es que Pierre Schoendoerffer también realizaría sus versiones de las mismas novelas: Ramuntcho (1959) y Pêcheur d’Islande (1959).


Aunque contemporáneo de los miembros de la nouvelle vague, probablemente, debido a que sus experiencias personales distaban de los jóvenes teóricos que vivían viendo cine y escribiendo sobre él, Schoendoerffer fue ajeno a la nueva ola cinematográfica que se estaba gestando en Francia hacia finales de la década de 1950. Sus gustos e intenciones cinematográficas caminaban por senderos distintos, en apariencia menos rupturistas, más íntimos y claramente relacionados con sus vivencias. Llevó sus experiencias e intereses vitales a sus películas y a sus novelas, creando una obra reconocible que bascula entre el documental y la ficción, el viaje, la guerra, la aventura. Estos son ejes de su producción tanto cinematográfica como literaria, del mismo modo que los son Indochina, donde tomó contacto con el cine al lado de Raoul Coutard, operador fundamental de la nouvelle vague, Francia y Argelia o el colonialismo, el ejército y el mar, que fue una de sus pasiones. El realizador abre su film en alta mar, mostrando un barco, el Pêcheur d’Islande, que regresa a puerto con un tripulante herido. En ese instante, Schoendoerffer introduce a su protagonista y la supuesta maldición que persigue al arrastrero que el armador (Charles Vanel) pone en manos de Yan (Jean-Claude Pascal), el joven y decidido marinero que le recuerda a él mismo —no en vano, Vanel interpretó ese papel en la versión dirigida por Baroncelli. En la historia narrada prima el lado humano, aunque existan momentos de tensión y de lucha contra el elemento marino, incluso instantes de tempestad donde todo está o parece perdido. Pero al cineasta le interesan las personas, las relaciones entre aquellos que salen a faenar y quienes se quedan en tierra aguardando el regreso de los seres queridos, algunos de los cuales sólo regresarán cuando el mar los devuelva a la orilla.




lunes, 25 de abril de 2022

Los asesinos (1956)


El primer cortometraje realizado por Andrei Tarkovski durante su etapa de estudiante de cine en el VGIK adaptaba al celuloide el relato de Ernest Hemingway The Killers —que ya contaba con una primera versión a cargo de Robert Siodmak, que lo había llevado a la pantalla en Forajidos (The Killers, 1946)— en un film de apenas veinte minutos de duración que el futuro realizador de Solaris (Solyaris, 1972) dirigió junto Aleksandr Gordon, con quien volvería a rodar en Hoy no habrá salida (Segodnya uvolneniya ne budet, 1959), y Marika Beiku, cuya filmografía se reduce a esta práctica cinematográfica. Los tres estudiantes desarrollan la trama en dos espacios cerrados y opresivos donde agudizan la tensión y la imposibilidad, que van enrareciendo el ambiente. La mayor parte del metraje de Los asesinos (Ubiytsy, 1956) transcurre en un bar donde dos asesinos profesionales (Vadim Novikov y Valentin Vinogradov) aguardan la llegada de Ole Anderson (Vasiliy Shukshin), “el sueco”, a quien tienen el encargo de eliminar. Allí dialogan con el barman (Aleksandr Gordon) antes de dejar claras sus intenciones. Poco a poco, la atmósfera se enrarece, el espacio resulta claustrofóbico y los aprendices de cineasta emplean encuadres desde distintos puntos para remarcar esa situación de encierro. El otro espacio es la habitación del sueco que, tumbado y fumando, acepta y aguarda su destino. El estilo de Los asesinos dista del que años después hará de Tarkovski uno de los cineastas más reconocidos de la historia del cine, pero en ese momento, cuando tiene veinticuatro años y todavía es un estudiante que acaba de iniciar sus estudios, el film no deja de ser un ejercicio que le sirve como toma de contacto con la dirección y el guion, bajo la supervisión de Mikhail Romm, prestigioso cineasta soviético y profesor de dirección en la escuela de cine de Moscú.




domingo, 24 de abril de 2022

La vía láctea (1936)



El sonido trasformó la comedia cinematográfica, al introducir los diálogos orales que acercaban el humor cinematográfico al teatral. La irrupción de los chistes hablados supusieron el principio del film del slapstick, aunque más adelante hubiese directores como Frank Tashlin, Jerry Lewis o Blake Edwards que lo recuperaron y adaptaron a su época para dar forma a algunas de sus películas. Pero hasta entonces, atrás quedaban los gags físicos y se imponían la comedia musical, el magistral sinsentido de los hermanos Marx o el menos logrado de W. C. Fields y los enredos de la screwball comedy. Pocos años después, el slapstick en el que habían reinado Chaplin, Keaton o Harold Lloyd apenas eran un recuerdo que se observaba en aquellas inolvidables comedias protagonizadas por aquellos ilustres del mudo que, salvo la excepción de Chaplin, pasaron al sonoro dejando atrás parte de su personalidad artística. En un intento por no perder su lugar, el inolvidable cómico Harold Lloyd protagonizó una nueva versión de su exitosa El hombre mosca (Safety Last, 1923) o poniéndose a las órdenes de Leo McCarey en esta comedia cuyo ritmo y comicidad distan de los mejores films mudos protagonizados por el actor. La vía láctea (The Milky Way, 1936) fue un intento de posponer el principio del fin de la carrera del cómico, cuyo mítico y popular personaje, el chico, había dejado de existir, aunque el protagonista del film de McCarey conserve su ingenuidad, Sullivan carece de la máximas expresiones de Lloyd: la velocidad y agilidad naturales para superar cuantos obstáculos le salen al paso. No obstante, La vía láctea resulta una comedia que por momentos regresa al cine de golpe y porrazos, e incluso parece coger carrerilla y ofrecer un ritmo alegre y situaciones divertidas, pero carece del ingenio de aquel chico de gracia física que le definía mejor que el humor hablado, aunque esto no quita que McCarey bromee a gusto con los tejemanejes del boxeo, el juego sucio y la farsa, o ironice sobre dos básicos de la sociedad estadounidense: que todo puede ser “business” y que cualquiera puede alcanzar la cima. Una década después, Danny Kaye heredaría el personaje de Lloyd en el film de Norman Z. McLeod El asombró de Brooklyn (The Kid from Brooklyn, 1946).

sábado, 23 de abril de 2022

Ménilmontant (1925)


Hay más cine y experimentación, visual y en el uso del montaje, en la media hora de duración de Ménilmontant (Dimitri Kirsanoff, 1925) que en la mayoría de los híbridos actuales de cine, teatro filmado, televisión, cómic, videoclip, videojuego, conformismo, desgana y demás componentes. Aunque no haya visto la mayoría de las películas francesas de 1925, no me parece exagerado afirmar que Ménilmontant es uno de los films más vanguardistas de entonces. No sé ayer, pero hoy, al verlo, su ritmo, su atmósfera opresiva y su modernidad impresionan (entiéndase como la sensación  subjetiva que me produce el momento de contemplar algo que ni es pasado, ni presente, que supera esos límites porque su visionado no me los plantea). Y si ahora puede causar tal sensación; a mediados de la década de 1920, quizá impactase, sorprendiese o dejase sin saber qué decir respecto a la sucesión de imágenes que va dando forma a un film psicológico, tenso y angustioso, de poética pesimista, que abandona la infancia e inocencia del campo y se instala en un ambiente urbano acelerado, corrupto e impasible frente al sufrimiento. Su lirismo trágico y su capacidad para emocionar se mantienen intactas, como también la sombra de imposibilidad que envuelve y atrapa a los personajes, una sombra similar a la que formaría parte del realismo poético que Jean Renoir, Julien Duvivier, Jacques Feyder, Jacques Prévert, Marcel Carné, entre otros destacados cineastas y guionistas, desarrollarían con brillantez durante la década de 1930.



A mediados de los años veinte, los cineastas de medio mundo continuaban descubriendo las posibilidades y desarrollando el uso del montaje como parte fundamental del lenguaje cinematográfico —con los soviéticos Lev KuleshovSergei Eisenstein, Esfir ShubDziga Vertov, Vseudolov Pudovkin a la cabeza. Esto lo podemos comprobar al inicio de Ménilmontant, segundo film del exiliado ruso Dimitri Kirsanoff, en la velocidad de los planos que emplea para agudizar el impacto y la violencia que se observa en la sucesión cortinas, ventana, pareja, puerta, huida desesperada, hacha, pelea, mujer, hombre, agresor que empuña el hacha, golpes y herramienta/arma al suelo de barro. En ese instante de violencia inusitada se establece el tono trágico de una película que muestra a las dos hijas huérfanas en la inocencia, hasta que descubren el asesinato de sus padres. El blanco que visten se cambia por el negro de su destino y se alejan del cementerio donde reposan los restos de sus padres asesinados. Ambas caminan juntas hacia un futuro que se convierte en el presente urbano al que nos trasladan las imágenes, las cuales, por un instante, apuntan una mini sinfonía urbana que deja su lugar al drama, entre realista, popular y poético, que se produce en Ménilmontant, por aquel entonces barrio marginal, donde las dos hermanas son seducidas por el mismo joven maleante (Guy Belmont), que las engaña y las distancia.



La mayor (
Yolande Beaulieu) se ve empujada a la prostitución, la joven, interpretada por Nadia Sibirskaia, queda embarazada y da a luz en la más absoluta pobreza y soledad. De nuevo a través del montaje, Kirsanoff habla; en esta ocasión insinúa la idea del suicidio de la joven cuyo rostro se intercala con las aguas del río en una sucesión que aumenta la tensión de un film ya tenso desde su inicio; aunque, finalmente, la heroína trágica cambia de idea y prosigue su penoso deambular urbano hasta detenerse en el parque y sentarse en un banco donde el frío se hace visible en su respiración y en la del anciano que, al observarla con el bebé y famélica, comparte con la desdichada un trozo de pan y algo de embutido. Instantes después, Kirsanoff cierra Ménilmontant con el reencuentro de las hermanas y con un final que retoma la violencia del inicio e impacta de modo similar para poner el broche al padecimiento cinematográfico de las heroínas protagonistas.



viernes, 22 de abril de 2022

El diablo a las cuatro (1961)


El cine de catástrofes vivió su esplendor en la década de 1970, pero las catástrofes naturales y también las provocadas asoman en la pantalla desde los orígenes del cine en films como Vida de un bombero americano (Life of an American Fireman, Edwin S. Porter, 1903) o Los últimos días de Pompeya (Gli ultimi giorni di Pompei, Luigi Maggi y Arturo Ambrosio, 1908). Pero quizá los antecedentes más sonados de este tipo de cine sean San Francisco (W. S. Van Dyke, 1936) y Huracán sobre la isla (The Hurricane, John Ford, 1938). Otro antecedente, aunque en este caso generosamente cómico, se encuentra en un momento puntual de El héroe del río (Steamboat Bill, Jr., Charles F. Reisner y Buster Keaton, 1928), cuando Keaton se enfrenta al huracán que arrasa el pueblo a su paso, pero la catástrofe natural funciona como elemento que agudiza la comicidad del slapstick y del genial cómico. Eso no sucede en San Francisco, que introduce durante su metraje el terremoto que provocó el incendio que destruyó la ciudad californiana en 1906, pero el atractivo del film residía en ver en la misma película a dos estrellas de la talla de Clark Gable y Spencer Tracy (acompañados por Jeanette MacDonald), que trabajarían juntos en otros dos títulos: Piloto de pruebas (Test Pilot, Victor Fleming, 1938) y Boom Town (Jack Conway, 1940). Un atractivo similar sirve de gancho comercial para otro film protagonizado por Tracy, en el que también interpretaba a un sacerdote. El veterano actor trabajaba con otra gran estrella: Frank Sinatra, por entonces uno de los grandes de Hollywood y de la canción. De ese modo, El diablo a las cuatro (The Devil at 4 O'Clock, 1961) presenta un reclamo a priori muy atrayente, al juntar en la misma película a la leyenda Tracy y al también icónico Sinatra, pero algo falla; y ese algo es la historia, basada en la novela de Max Catto, y los personajes.


El convicto interpretado por Sinatra apenas presenta interés, puesto que ya se sabe de antemano cuál será su misión en la trama. Tampoco se puede decir que el veterano sacerdote,
 que ha perdido parte de su fe, aunque no su fortaleza, presente un conflicto emocional que fluya natural. Allí donde se mire, cualquiera de los personajes que deambulan por la isla viven o mueren del y en el estereotipo. El padre Matthew Doonan ha vivido durante los últimos años en una isla del Índico, colonia francesa, donde construyó el hospital y orfanato donde se cuida y cura a niños con lepra, renombrada enfermedad de Hansen para eliminar las connotaciones negativas que todavía se mantienen en la población isleña o en los tres condenados que acabarán siendo héroes. El episcopado ha decidido sustituirle por el inexperto sacerdote que viaja en el mismo hidroavión que transporta a tres convictos, que en cierta medida guardan parentesco con los tres evadidos de No somos ángeles (We’re no AngelsMichael Curtiz, 1954). El aparato ameriza y hace escala en la isla para dar inicio a una trama cuyo ritmo nunca llega a arrancar, quizá porque fuerza en exceso la importancia y el conflicto del personaje de Tracy, que se muestra vulnerable y fuerte al mismo tiempo, y que se niega a abandonar la isla hasta saber si la aldea que construyó ha sido barrida por el volcán que entra en erupción hacia la mitad de la película, momento en el que cobran importancia los tres reos, los únicos que acompañan a Doonan en busca de supervivientes.



jueves, 21 de abril de 2022

Aurora de esperanza (1937)


Como todo gran centro urbano, Barcelona ha mantenido una relación continua con el cine, tanto como escenario de películas como lugar donde producirlas. Durante la guerra civil, el Sindicato de la Industria del Espectáculo (S.I.E.), productora cinematográfica dirigida por la organización anarcosindicalista CNT, tenía su sede y sus estudios en la Ciudad Condal donde se dedicó durante los primeros compases de la guerra civil a realizar dramas sociales entre los que destacan Barrios Bajos (Pedro Puche, 1937), ¡Nosotros somos así! (Valentín R. González, 1937) y Aurora de esperanza (Antonio Sau, 1937), quizá los films de ficción más reconocidos producidos por los anarquistas durante el periodo bélico; del bando sublevado quizá tal honor recaiga en Frente de Madrid (Edgar Neville, 1939). En el caso de Aurora de esperanza, el primero de los tres largometrajes dirigidos por Antonio Sau Olite, se plantea un conflicto todavía no resuelto: el paro y cómo el despido afecta a los trabajadores que, como Juan (Félix de Pomes), se quedan sin trabajo y con una familia a la que mantener sin poder hacerlo. La nueva situación laboral, la de no tener labor remunerada y ver reducidas a cero las opciones de una cotidianidad digna, depara las protestas y la búsqueda de soluciones y de justicia para el trabajador a quien se usa y se “tira” sin miramientos —en el caso del protagonista, con un despido de 200 pesetas que no llegan para cubrir los gastos mensuales familiares— porque ya no rinde beneficios a la empresa que cierra sus puertas sin que en la pantalla se explique el motivo. Sau Olite toma partido por el proletario y no explica la posición del empresario, explicación que, salvo excepciones que evidencian una conducta amoral que solo busca su beneficio —caso de El buen patrón (Fernando León de Aranoa, 2021)—, tampoco suelen darse en el cine de carácter social.



La situación de miseria e injusticia social y laboral se repite en el cine desde los tiempos de
Charles Chaplin, pasando por el cine soviético de la década de 1920, el King Vidor de El pan nuestro de cada día (Our Daily Bread, 1934), el neorrealismo italiano de posguerra —aquel que, salvo excepciones como El techo (Il Tetto, Vittorio de Sica, 1956), se produjo entre 1945 y 1952—, La sal de la tierra (Salt on the Earth, Herbert J. Birbaum, 1952), los títulos proletarios de Kaurismäki o Los lunes al sol (Fernando León de Aranoa, 2002), hasta la actualidad que corrobora o hace sospechar que en este aspecto no ha habido grandes avances, puesto que el problema sigue ahí, vivo, aunque los horarios laborales, las prestaciones sociales o las apariencias hayan cambiado. La historia propuesta por Antonio Sau Olite presenta unos diálogos forzados, teatrales más bien. No fluyen de la situación por la que atraviesan los personajes, sino que se nota la intención del autor que los emplea para denunciar una situación real: la falta de trabajo y sus consecuencias. El héroe de Aurora de esperanza es un tipo de su época, hoy sería mirado con otros ojos, que podrían ver en él una figura patriarcal —su reacción en la escena en la que ve a Marta (Enriqueta Soler), su mujer, en el escaparate de una tienda trabajando de maniquí en ropa interior es la reacción de un marido tradicional— y victimista; mientras que ayer, sería la víctima del despido, de la miseria y del sistema, que estaba apunto de saltar por los aires. La ausencia de oportunidades merma la esperanza de Juan, al tiempo que irá concienciándole de la necesidad de dar el paso hacia el cambio que el film apunta hacia el final, después de que el personaje central envíe a su familia al campo, a casa de los padres de Marta. Durante ese periplo, Juan mendiga un plato de sopa, duerme en la calle o en refugios, da el paso de la desesperación a la movilización de la masa obrera más desfavorecida y se convierte en líder de los parados y de la revolución que anuncia ese amanecer que ninguna revolución ha logrado llevar más allá de su primer rayo de esperanza o eso parece indicar el fracaso de las utopías revolucionarias: la marxista no logró el paraíso proletario ni la anarquista la acracia libertaria