sábado, 16 de abril de 2022

El hombre de las mil caras (1957)


Sus personajes monstruosos, terroríficos, angustiados, condenados, ambiguos, en todo caso diferentes, encasillaron e inmortalizaron a Lon Chaney, a quien llamaron el hombre de los mil rostros, aunque también podrían haberle llamado el hombre del millar de almas, ya que tras las máscaras o imágenes externas de sus personajes desvela interioridades atormentadas como las de sus protagonistas en las películas dirigidas por Tod Browning u otros atormentados que ya forman parte de la historia del celuloide, como Bizzard en El hombre sin piernas (The Penalty, Wallace Worsley, 1920), Quasimodo en El jorobado de Notre Dame (The Hunchback of Notre DameWallace Worsley, 1923), Él en El que recibe el bofetón (He Who Gets Slapped, Victor Sjöström, 1924) o Erik en El fantasma de la ópera (The Phamton of the Opera, Rupert Julian, 1925). Su fama fue tal, que su recuerdo perdura en la historia del cine, como demuestra que se sigan viendo algunas de las películas que protagonizó o que veintisiete años después de su muerte —falleció en agosto de 1930—, Joseph Pevney le rindiese homenaje en El hombre de las mil caras (Man of a Thousand Faces, 1957). La biopic, protagonizada por James Cagney, otro de los grandes iconos de aquel otro Hollywood que hoy no reconocería el rostro del actual, se inicia el 27 de agosto de 1930, en un salón donde la industria del cine rinde homenaje al actor, quizá la primera estrella del género de terror. El también imprescindible Irving Thalberg —interpretado por Robert Evans, quien se convertiría en otro productor de éxito—, habla del actor que acaba de fallecer y apunta que es necesario retroceder a la infancia de Chaney para comprender su humanidad y también su arte, el de un clown, transformista y mimo, que sacó a la luz la oscuridad, la diferencia y el tormento que anidan en las interioridades heridas de sus grandes personajes.



Las imágenes saltan en el tiempo, hasta la infancia del protagonista, cuando Lon es un niño que se pelea contra cualquiera que se burle de la sordera de sus padres, que les impide hablar con sonidos y escucharlos. Como consecuencia, crece luchando contra las burlas, la discriminación y la intolerancia, crece condicionado por la diferencia que presentan sus padres, la cual le depara aprender a expresarse sin hablar con la voz. Chaney no necesita la palabra, habla con gestos, como corroboran las imágenes que le muestran sobre el escenario, realizando pantomimas en un espectáculo en el que triunfa mientras se deteriora su matrimonio Cleva (Dorothy Malone), a quien prácticamente obliga a permanecer atada al hijo de ambos, impidiéndole que una vida propia. Chaney no quiere que ella trabaje, incluso consigue que la despidan y, aunque sin intención consciente, de ese modo le imposibilita una existencia más allá de su función materna a tiempo completo. Pero el film lo apunta de tal modo, conviene no olvidar que se trata de una “hagiografía” que, aun mostrando la imperfección y el conflicto del actor, este siempre asoma positivo mientras que su mujer presenta connotaciones negativas desde el inicio, cuando se altera al conocer la sordera de la madre de Chaney. El hombre de los mil caras centra su interés en esa figura a la que concede el protagonismo absoluto, pero no se trata de mostrar una sucesión de hechos ni de fechas, ni de momentos triunfales, sino de desarrollar la parte humana e íntima del personaje, aquella que lo muestra en su vulnerabilidad y en su fortaleza, en su relación marital, en su amor paternal —por recuperar la custodia de su hijo, llega a Hollywood buscando trabajo—, en su cercanía a Hazel (Jane Greer); en definitiva, cuanto se muestra en la pantalla humaniza a Chaney y lo define como un entregado padre de familia que vive un instante de felicidad cuando observa a su hijo, a sus padres, a Hazel, su segunda esposa, y a su amigo Clarence (Jim Backus), en la placidez del hogar.




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