jueves, 7 de abril de 2022

Las aventuras del barón Munchausen (1988)


Contra viento y marea, superando malas rachas y contratiempos, e incluso excesos propios de su ilusión desbordante, el mejor cine de Terry Gilliam sueña y fantasea aventuras que se desarrollan al margen de los límites geográficos y temporales que nos sujetan en la vigilia cotidiana. Solo soñando, y eso hacen sus películas, las barreras físicas dejan de ser limitaciones. Los espacios cinematográficos transitados por el cineasta a lo largo de su filmografía no se rigen por leyes físicas ni obedecen a más razón que a la imaginación y a la capacidad de soñar de quien se niega a perder la necesidad vital de fantasear mundos donde sus protagonistas son como niños o, directamente, lo son. En la filmografía de Gilliam, la infancia no es un estado o una etapa acotada por la edad, sino por la ingenuidad y la fantasía que depara comportamientos como el de los personajes de Jonathan Pryce en Brazil (1984), que vive bajo la sombra de una madre y fe un sistema que le amedrenta, el de Robin Williams en El rey pescador (The Fisher King, 1991), que se aferra a las aventuras de caballería para superar el dolor y la pérdida, o el de Bruce Willis en Doce monos (Twelve Monkeys, 1995), que sale al mundo exterior cual recién nacido, sin conocimientos previos y con la desorientación que la normalidad confunde con locura. O ya sin disimulo, directamente es un niño en Los héroes del tiempo (Time Bandits, 1981) y una niña en Las aventuras del Barón Münchausen (The Adventures of Baron Munchausen, 1988): Sally (Sarah Polley), la soñadora infantil que cree en las historias narradas por el barón (John Neville), lo que le permite compartir sus fantasías por diferentes lugares que apunta distintos orígenes mitológicos y culturales. Así, van sucediéndose los escenarios: el palacio del sultán turco, la luna, gobernada por un rey selenita y lunático (Robin Williams), el Etna habitado por Vulcano (Oliver Reed) y Venus (Uma Thurman) o el interior de una ballena donde finalmente se completa el reencuentro del barón y sus extraordinarios sirvientes, aunque, en apariencia, hayan perdido sus facultades debido al paso del tiempo, un tiempo que podrían ser varios, puesto que no afecta de igual modo a los personajes, ni según sea su estado emocional y su predisposición a soñar.


La lógica de su ilógica onírica, puesto que no existe racionalidad mundana en el espacio de los sueños, no puede más que abrazar personajes igual de soñadores y fantasiosos que él, tales como los citados arriba.
Gilliam es como esos niños. Sueña y da imagen a sus fantasías, que le alejan de cualquier edad de la razón, como esa puntual en la que inicia Las aventuras del Barón Munchausen, en medio de una guerra, que no deja de ser la mayor sinrazón de una “razón” absurda e irracional. La razón que se impone en el supuesto presente donde irrumpe el protagonista, avejentado y protestando ante la obra que representa su vida, elimina al niño que hay en cada uno; se deshace de los Quijotes y no cree a los Munchausen, pero el cineasta apuesta por ellos, los admira y les concede el protagonismo de su obra. De ese modo, Gilliam rompe con la edad de ciencia, de la razón y del progreso y, aunque existe en ella, vive en una “edad” que le aleja de la lógica, al menos desde sus años en Monty Python, cuando abraza el absurdo que posteriormente se transforma en la fantasía. Tanto el uno como la otra vencen a la razón que Munchausen rechaza al vivir su propia realidad, en la que el espacio y el tiempo no son limitaciones, de hecho, ni la muerte llega a ser definitiva. Ese mundo de fantasía, a su vez, es rechazado por la realidad ordinaria y burocrática que representa el personaje de Jonathan Pryce. Finalmente, en cualquier cuentista o cuenta cuentos cohabitan el mentiroso y el iluso que acercan lo imposible a la realidad o la transforma en un mundo donde la fantasía existe, puesto que en la ilusión soñada todo puede acontecer, incluso la posibilidad de sentirla real.

No hay comentarios:

Publicar un comentario