Hay inventiva, humor, irreverencia y presencia de tres Monty Python en Los héroes del tiempo (Time Bandits, 1981), pero no es una película de los Python, ni de lejos. No niego que tenga cosas e influencias del famoso grupo cómico británico, incluso hay presencias físicas que las confirman: dos de sus componentes se dejan ver en el film y un tercero lo dirige. Ese tercer hombre es Terry Gilliam, y la película pertenece a su imaginario personal y creativo. Su universo se encuentra en los sueños y en este film empieza a edificarse el espacio onírico y cinematográfico donde campa a sus anchas y fantasea sus películas, que llena de soñadores. A Gilliam le gustan y simpatiza con ellos, le gustaría ser uno de ellos. En realidad, lo es, tanto como pueda serlo Kevin (Craig Warnock), el niño que encuentra la salida en la fantasía que le posibilita el acceso a una realidad en la que puede ser protagonista, y no el secundario que es en la cotidianidad donde sus padres le ningunean atentos a los concursos televisivos y a las últimas tendencias de consumo, anunciadas por el presentador y en los comerciales. El cuentista al mando de la nave de Los héroes del tiempo nos propone un viaje alucinante y alucinado por la irrealidad del tiempo. Se detiene en distintas épocas, para caricaturizar personajes, leyendas e historia. Cierto que asume un mínimo parentesco humorístico de los Python, sobre todo en aquellos fragmentos en los que intervienen John Cleese y Michael Palin, junto Gilliam, autor del guion, pero bromea su propia fantasía. Pone tópicos genéricos al servicio de su inventiva, para nada típica, y los subvierte e introduce en su espacio cinematográfico, donde su cine encuentra en la presencia de sueños, y de personajes que sueñan, su motivo o su razón de ser. El protagonista de Brazil (1984), el indigente de El rey pescador (The Fisher King, 1991), el viajero temporal de Siete monos (1997) o el niño de Los héroes del tiempo tienen algo de quijotesco. Podrían ser descendientes de Quijote, el soñador literario por excelencia, el que crea su realidad en su fantasía. Lo mismo hacen los personajes de Gilliam, en quienes lo real y lo fantástico se confunde hasta que las diferencias entre ambas opciones desaparecen. Y esto es lo que le sucede a Kevin, de quien, aunque lo sospechemos, no sabemos si vive el sueño o sueña la aventura, fantástica, pero real. Sea una u otra opción, los límites se borran en compañía de seis enanos que se definen con un <<somos delincuentes internacionales. Y robamos>>, aunque nunca lo hayan hecho antes. Los nuevos amigos de Kevin también sueñan mientras intentan dar esquinazo al Ser Supremo (Ralph Richardson), para quien han trabajado desde el origen del universo, según ellos una obra chapucera en su acabado. Y es al mismísimo Supremo a quien le roban el mapa temporal que les posibilita los saltos y su recorrido por el espacio-tiempo: guerras napoleónicas, medievo legendario, Grecia mitológica, hundimiento del Titanic o el mundo de las leyendas donde se encuentra la “fortaleza de la última oscuridad”. Todos esos espacios son irreales, Gilliam no lo oculta, juega con ello y lo acerca a la realidad de la que Kevin escapa, una realidad tan o más increíble que las aventuras que vive en las diferentes etapas que componen este espléndido sueño cinematográfico.
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