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jueves, 18 de enero de 2024

Deseo (1936)


Se ha hablado de la autoría de Deseo (Desire, 1936), poniendo en duda si se trataba de una película de Frank Borzage, quien aparece acreditado como único director, o de Ernst Lubitsch, por entonces jefe de producción de la Paramount y productor del film. No cabe duda que la película está influenciada por Lubitsch, que supervisó el film y colaboró en el guion —firmado por Edwin Justus Mayer, Waldemar Young y Samuel Hoffenstein, a partir de la comedia de Hans Szekely y R. A. Stemmle—, pero tampoco conviene olvidar que Borzage participó en el desarrollo del mismo ni que fue quien lo filmó, salvo en una única intervención del cineasta berlinés en el plató donde se rodaba esta elegante comedia de la que Dietrich, su actriz principal, no dudó en señalar que <<Borzage fue el único director de Desire>>. (1) Y ya que estamos con la estrella alemana, Deseo volvía a reunirla en la pantalla con Gary Cooper, su compañero en la exitosa Marruecos (Morocco, Josef von Sternberg, 1930) e imagen del héroe estadounidense, aunque aquí, igual que en Bola de fuego (Ball of Fire, Howard Hawks, 1941), dando vida a un ingenuo “pardillo” que se enamora de la pícara y embaucadora seductora que al inicio —momento de máxima expresión Lubitsch— roba el collar de perlas que sirve de excusa para emprender el viaje por la irrealidad y la ensoñación del amor. La comedia resulta una atractiva combinación del toque Lubitsch y del romanticismo de Borzage, reduciendo el tono satírico del primero y prescindiendo del melodrama del segundo. Sofisticada, elegante, pero menos irónica y corrosiva de lo que suelen ser las comedias de Lubitsch, en las que, salvo El bazar de las sorpresas (The Shop Around the Corner, 1940), sus personajes son genuinamente impuros a la hora de amar, pues les mueve el sexo, mas que el amor, son seductores natos, algo o muy cínicos, Deseo encaja a la perfección en el universo de Borzage, más melodramático y, sin duda, totalmente entregado a la creencia del amor como máxima inspiración y expresión de la condición humana. La película va de Lubitsch a Borzage, de la lucha de sexos y del deseo sexual a la idealización del amor que une a Madeleine y a Tom ya avanzado el film, cuando ambos intiman bajo la luna española. A partir de ese instante, los dos ya son uno y esa unidad se ve amenazada por Carlos (John Hallyday), el jefe de la banda de ladrones de joyas para la que trabaja la sofisticada Madeleine, que ya se descubre entonces como un personaje más del director de El ángel de la calle (Street Angel, 1928), película con la que, sin el tono melodramático, Deseo establece relación; cuando el pasado amenaza romper el lazo del amor…


(1) Citada por Hervé Dumont: Frank Borzage. Sarastro en Hollywood (traducción de Mercedes Juste, Fabián Chueca y Alicia Martorell). Festival Internacional de Cine de San Sebastián/Filmoteca Española, San Sebastián, 2001.

domingo, 24 de septiembre de 2023

Las calles de la ciudad (1931)


Su procedencia teatral no se dejó notar cuando llegó al cine en tiempos de la transición del silente al sonoro, pues su interés no estaba en los diálogos, sino en el uso de la cámara, en sus movimientos como parte fundamental para narrar, en su combinación con los sonidos. Fue entonces cuando Rouben Mamoulian destacó como uno de los cineastas más innovadores y que mejor partido supo sacar a las imágenes y al sonido en los albores del sonoro. Ejemplar en la combinación audiovisual fue Aplauso (Aplause, 1929), su primer largometraje, también El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1931), quizá su obra más arriesgada y lograda, y Las calles de la ciudad (City Streets, 1931), un film gansteril que parte de una historia de Dashiell Hammett, uno de los grandes de la serie negra, en el que Mamoulian introduce y deja oír la voz interior (el pensamiento) por primera vez en la pantalla, cuando Nam (Sylvia Sidney) está en prisión y recuerda algunos de los momentos previos a su ingreso en el correccional. La película contó con el protagonismo de Gary Cooper, en el papel de gánster, que no deja de ser el del héroe ingenuo que luce estampa sonriente, imagen heroica que perdería sonrisa y ganaría en laconismo con los años; Sylvia Sydney, quien dio vida a Nam, inicialmente igual de inocente, aunque no tarda en sufrir el desengaño de verse entre rejas, después de ser abandonada por la banda; y Paul Lukas dando vida al refinado, mujeriego, falso y letal jefe de la organización criminal. También destaca la presencia de Guy Kibbee en un papel opuesto al que se le asocia comúnmente; magnífico en cuanto se relaciona al asesinato de Blackie (Stanley Fields).


Como otras producciones que asumen características de las crook stories, literatura negra que surge a finales de la década de 1920, consecuencia y reflejo del malestar social y moral generado por la Gran Depresión, Las calles de la ciudad presenta una narración lineal, que va al grano, para sumergirse en el submundo del hampa, pero, a diferencia de Hampa dorada (Little Caesar, Mervyn LeRoy, 1931) o Scarface (Howard Hawks, 1932), su protagonista no es un gánster propiamente dicho, ni alcanza el grado de megalomanía y violencia que Edward G. Robinson y Paul Muni confieren a sus personajes, sino un cowboy de feria que se ve obligado a dar el paso de la legalidad a la ilegalidad que inicialmente rechaza. La acepta después de que su novia sea arrestada y encarcelada. Tanto Kid como Nam son engañados por Pop (Guy Kibbee), el padrastro de la chica y uno de los esbirros del gran tipo (Paul Lukas), el jefe de la banda de traficantes de cerveza, un tipo que, más que grande, es un criminal sin el menor miramiento a la hora de ordenar eliminar a sus hombres, por ejemplo a Blackie, para allanar el camino a sus conquistas y a sus ambiciones. Mamoulian emplea elipsis y otros saltos temporales menos sutiles para avanzar velozmente la acción sin profundizar en la psicología de los personajes; todavía no hay necesidad, está llegará en la década de 1940, con el cine negro propiamente dicho. Dos ejemplos de elipsis empleadas por el cineasta de origen georgiano serían el sombrero de uno de los rivales del gran jefe, que permite conocer parte de la naturaleza del “villano”, o la ventana de la celda donde Nam es confinada después de su arresto, por no delatar a Pop, que le entregó el arma homicida. Nam calla para protegerlo, pero su padrastro, un asesino de la banda del “gran tipo”, no tiene la menor intención de ayudarla, ni de ser sincero con Kid, a quien, debido a su excepcional manejo de las armas de fuego, engaña para que trabaje con ellos, algo que entristecerá a la protagonista cuando descubra que su chico se ha unido a los traficantes de cerveza.



miércoles, 30 de agosto de 2023

La gran prueba (1956)

Basada en la novela de Jessamyn West, publicada por primera vez en 1945, y con guion de Michael Wilson —en el que también colaboraron, sin acreditar, Robert Wyler y la propia West—, William Wyler realiza en La gran prueba (Friendly Persuasion, 1956) un drama, con no pocos momentos cómicos, que se decanta desde el primer instante contra la intolerancia que disimula gracias al humor que prevalece en la práctica totalidad del metraje, salvo en la parte que la guerra alcanza a la pacífica comunidad donde se desarrolla la historia. Siguiendo el original literario, Wyler ambienta su film en 1862 y concede el protagonismo a los Birdwell, una familia cuáquera cuya religiosidad no se basa en un credo oficial, sino en censuras y en conductas represivas, como las practicadas por el resto de la comunidad cuáquera del lugar. En público y en privado, se censura el humor, la vanidad, la competición, la violencia, cualquier tipo de excitación está mal vista. Son pacifistas, antiesclavistas, “amigos” de todos y, en apariencia externa, no simpatizan con las frivolidades ni los placeres mundanos. La música no tiene cabida en sus reuniones ni en sus casas, las peleas son censuradas, el detenerse ante el espejo, y recrearse en el reflejo, tampoco está bien visto. La armonía del hogar consiste en no ambicionar, en controlar las pasiones mundanas, en refrenar impulsos y someter la humanidad. Esto cuesta lo suyo, como se comprueba de camino al pueblo, en la carrera de calesas entre Jess (Gary Cooper) y Sam (Robert Middleton), cuando los Birdwell y los Jordan acuden a las reuniones dominicales de sus respectivas congregaciones religiosas sin saber que su idílica y laboriosa cotidianidad no tardará en verse afectada por la guerra. A lo sumo, Jess tiene pequeños deslices: el tiro al blanco en la feria, su gusto por la música o su pasión por la competición, que no tarda en ser reprimida por la mirada o las palabras de Eliza (Dorothy McGuire), guardiana del orden en el hogar y portavoz en la casa de las reuniones, pero a quien siempre persuade de modo amistoso. No hay discusiones en el hogar, excepto la de los menores, y, a pesar de sus restricciones, resulta una familia simpática.

Observamos a los Birdwell en sus labores diarias, en situaciones extraordinarias y en los días de liturgia, cuando acuden a la casa de reuniones para celebrar en comunidad su silencio y su pedir perdón por haber caído en la tentación de pelear, de presumir o de soñar. De ese modo, las pasiones y la excitación se destierran de los hogares, pero, por encima de todo, son una comunidad pacífica en un momento belicoso en el que la guerra avanza hacia ella. Entonces, el paraje, la comunidad, la familia y el individuo se verán amenazados por la lucha entre la Unión y la Confederación y La gran prueba cambiará su tono y pondrá en duda el pacifismo de sus protagonistas. ¿Permanecer impasible ante la guerra que amenaza su hogar o luchar?, se preguntará Josh (Anthony Perkins) avanzado el metraje, cuando cobra mayor protagonismo. La gran prueba supera las dos horas y media de duración en las que Wyler parece hacer dos películas en una: la familiar, aquella que se desarrolla sin más conflicto que el de superar las tentaciones (y que acaba siendo reiterativa, reiteración que afecta al ritmo), y la conflictiva, aquella que plantea la disyuntiva de luchar o mantener el pacifismo en el que cree la familia, y quizá resuelta de manera inocente, forzada y acorde con el tono “simpático” del resto del metraje. En el caso de la madre no se produce el conflicto de forma consciente, pues ella está plenamente convencida de sus convicciones, o quizá reza para mantenerlas, y de cual será su modo de actuar cuando la contienda se acerque y afecte a su hogar. La historia de la familia Birdwell, núcleo simpático y amistoso formado por el matrimonio, Jess y Eliza, dos hijos, Josh y el pequeño Jess (Richard Dyer), una hija, Mattie (Phyllis Love), y la gansa preferida de la madre —la cual nos es presentada por la voz del pequeño Jess al inicio—, comprobarán que ser pacifista en tiempo de paz resulta muy diferente a pretender serlo en la guerra, cuando esta se te echa encima y amenaza aquello que más quieres. La presentación del ave arriba aludida parece caprichosa, como si Wyler pretendiese dar un rostro cómico y cercano al relato, sin embargo, la gansa tendrá suma importancia cuando el pacifismo, defendido a ultranza por la madre, sea sometido a la prueba de la guerra, pues Eliza, inconsciente de sus actos frente a la agresión, se da una respuesta hasta ese instante impensable para ella... ¿Qué arrebato no sufriría entonces en defensa de sus hijos?



martes, 24 de noviembre de 2020

Las aventuras de Marco Polo (1938)

 

Si la ficción cinematográfica concediese demasiada importancia a la realidad, dejaría de ser ficción y sería otra tipo de cine. En la ficción prevalece la invención o la adulteración de hechos cotidianos o históricos, y lo mismo valdría para los personajes. Por otro lado, da igual que el espacio exista, se invente o se recree, incluso que no nos movamos de los decorados de un estudio. Y es indiferente porque la magia de cine se encarga de trasladarnos a lugares como la Venecia de decorado de Las aventuras de Marco Polo (The Adventures of Marco Polo, 1938) o a la China de cartón piedra y madera a donde llega el comerciante veneciano. Nos da igual porque las imágenes nos engañan y nosotros aceptamos viajar desde nuestro asiento y acompañar a un Marco Polo ajeno al real. El que vemos es un supuesto aventurero y un héroe que, en apariencia, responde a las características de Gary Cooper, de hecho es más Cooper que Polo. Siempre es a la estrella a quien vemos, pero, en esta ocasión, la vemos sin brillo, perdido en un papel y en una película que no sabe a qué juega y que carece de cualquier rasgo de personalidad. Cierto que está el protagonista de Marruecos (MoroccoJosef von Sternberg, 1930), pero aquel sueño marroquí rebosaba clase, carnalidad, peligro y fuego pasional. Mientras que en esta ficción, que se aleja a años luz de la realidad (fuera la que fuera), no hay sensaciones y las emociones brillan por su ausencia. Ni realidad ni ficción encuentran su equilibrio, ya que en Las aventuras de Marco Polo todos sus responsables están perdidos y nada de lo que observamos en la pantalla cumple con la aventura, ni con el exotismo ni con expectativas apenas exigentes.

 Los papeles de héroe están hechos a la medida de Cooper, no lo dudo, pero este le sienta flojo y no le permite lucir en plenitud su carisma cinematográfico, ya que el viajero resulta tan acartonado y anodino como la trama, el romance o el villano interpretado por Basil Rathbone. Si Marco Polo falla en la medida de Cooper, o este no puede con el personaje, la película tampoco es de las destacadas de Samuel Goldwyn, su productor, que no escatimó en gastos y puso su arsenal de medios al servicio de Archie L. Mayo —primero los había puesto en manos de John Cromwell, que abandonó el film a los cinco días de iniciar el rodaje—, pero el resultado fue un desastre comercial y una mala caricatura. La película contradice a su propio título, pues carece de aventura y le falta ilusión, fantasía y nervio. Más que nada hay aburrimiento y por funcionar ni funciona el montaje en paralelo del asalto al castillo del Khan (George Barbier) y el enlace no consumado de Ahmed (Basil Rathbone) y la princesa (Sigrid Gurie). No existe pulsión, ni comunica emoción. Mayo, cineasta que, como la mayoría de la época de esplendor de los estudios, conocía su oficio y sabía lo que se esperaba de él dentro de la jerarquía establecida (por detrás del productor y de la estrella), no logro la efectividad y los buenos resultados que sí obtuvo en otros de sus films, por ejemplo El bosque petrificado (The Petrified Forest, 1936).

lunes, 27 de abril de 2020

Una mujer para dos (1933)


Sin exhibicionismo, sin violencia, solo una sutil bofetada a las mentes biempensantes de parte de Ernst Lubitsch, que prefiere un trío vital a un matrimonio que comprendemos muerto antes de que Max (Edward Everett Horton) abandone el inmaculado lecho nupcial que ha compartido con Gilda (Miriam Hopkins). La escena a la que tenemos acceso lo dice todo: sale de la habitación, cierra la puerta y, malhumorado, da un puntapié a la maceta con dos tulipanes idénticos que George  (Gary Cooper) y Tom (Fredric March) enviaron a la novia como regalo de boda. Por eso me gusta Lubitsch, porque es capaz de transgredir con elegancia, y esto le sobra a una comedia del tipo Una mujer para dos (Desing for Living, 1933). En el cineasta de "dos para una mujer" vence la alegría, el amor y el sexo. Pierden los convencionalismos, la hipocresía y la moral que La liga de la Decencia y el código Hays —aprobado en 1930 y obligatorio desde 1934– pretendían salvaguardar mediante censura y normas de conducta. No se trata de que a dos hombres les guste la misma mujer, sino que a esa misma mujer le gustan dos hombres que corresponden la atracción. Lubitsch deja claro que Gilda mantiene relaciones con ambos, lo anuncia en la escena del tren donde Tom y George la conocen. Gilda se coloca en el asiento de enfrente, entre los pies de uno y otro, al tiempo que pone los suyos entre los cuerpos masculinos. Ahí queda establecida la relación, aunque todavía no se conozcan. Lo harán cuando el escritor y el pintor despierten de la siesta y descubran a la mujer que se convierte en su objeto de deseo y en la crítica de su arte.


La relación la confirma Max cuando se entrevista con los bohemios, lo hace por separado pero les dice lo mismo: <<La inmoralidad puede ser divertida, pero no lo suficiente para sustituir a un cien por cien de decencia y tres comidas al día>>. Esta adversativa apunta la personalidad del publicista, y lo opone a los artistas, pero también sirve para que los dos amigos comprendan que mantienen relaciones con la misma mujer, lo cual, inicialmente, provoca su enfrentamiento. En ese instante, los artistas asumen una postura convencional, la del rechazo, pero ellos no son convencionales. Su modo de vida se encarga de expresarlo y
Lubitsch lo muestra en la buhardilla parisina que comparten, donde el desorden no preocupa, salvo cuando Gilda se presenta. En ese instante, limpian la habitación, esconden el polvo bajo los muebles y colocan sus respectivas obras a la vista, para llamar la atención de la invitada. Están dispuestos a que ella decida a cuál de los dos prefiere, pero ambos son como dos sombreros distintos que la favorecen de igual modo. Ese es el conflicto, que no está por la labor de decidir entre uno u otro, los quiere a ambos, por eso propone el pacto de no agresión entre caballeros, pero, como Gilda dirá más adelante, <<no soy un caballero>>. Aunque los créditos de Una mujer para dos señalen que adapta la obra de Noël CowardLubitsch se desentiende totalmente de la pieza teatral y crea algo nuevo, algo tan transgresor como esta comedia en la que Gilda, ya casada con Max, decide romper su matrimonio, su prisión —que ella misma escoge para no elegir entre sus "tulipanes"—, y volver con sus dos amantes para disfrutar de un trío liberador, alegre y lleno de vida.

miércoles, 8 de abril de 2020

Adiós a las armas (1932)


En Adiós a las armas, Hemingway va presentando el panorama a medida que lo recuerda-vive su narrador omnisciente, aquel que se ha presentado voluntario al cuerpo de ambulancias del ejército italiano. Se trata de un teniente estadounidense que conoce la guerra desde la retaguardia o cuando las batallas tocan a su fin y acude al frente a recoger heridos, al mando de cuatro ambulancias. La más de las veces comparte su tiempo con Rinaldi, el doctor y amigo con quien se emborracha y busca diversión allí donde pueden, y eso es lo que busca cuando conoce a la enfermera inglesa Catherine Barkley. En definitiva, el protagonista vive el momento, y este apremia. No ha tomado conciencia de la situación, ni pretende mantener una relación amorosa con la chica; y sin embargo nada podrá hacer para evitar lo uno y lo otro. A Hemingway le disgustó la versión que Frank Borzage había realizado de Adiós a las armas, quizá porque <<sin duda alguna, y en contra de las mentiras publicitarias, Borzage se aparta en A Farewell to Arms del bestseller, puesto que solo conserva el título -atractivo, conocido-, las principales situaciones y, de vez en cuando, algunos diálogos. Es más, tras revisarla con atención, la versión cinematográfica de 1932 nos parece una obra totalmente personal del cineasta. ("my best picture", afirmaba sin rodeos), a la que Hemingway solo habría brindado una pericia, un pretexto, un soporte>>.1 Cuando el escritor se mostró contrario al film, puede que no lo viese como una obra ajena a la suya. De haberlo hecho, quizá expresase una opinión distinta, aunque no lo creo. En los films de Borzage existe una especie de magia que protege a sus protagonistas y los aísla de la amenaza del entorno; y esa magia es el amor, el cual sublima y hace únicos El séptimo cielo (The Seventh Heaven, 1927) o Fueros humanos (Man's Castle, 1933). Lo cierto es que la versión cinematográfica de Adiós a las armas es obra de Borzage y, como tal, ese amor que escapa a la realidad, y alcanza la fantasía y posibilita la redención, reaparece sin rendir pleitesía a nadie más que al propio Borzage y a su idea de que ese sentimiento es un manto que protege a sus parejas cinematográficas, los une y les permite superar conflictos que permanecen en el suelo mientras ellos se elevan por encima de lo terrenal. Esta sensación de existir en comunión, pero en una sola existencia, la del propio amor, no aparece en el texto de Hemingway, al menos, no con la fuerza ni el romanticismo que asoma en las imágenes de un film en el que el cineasta prescinde y sintetiza situaciones que ocupan varios capítulos en la novela; quizá la más importante, el tránsito durante el cual Frederick comprende que ya nada le ata al ejército ni a la guerra, solo a su amada Cat. En el film, dicho tránsito se distancia del literario y da pie a la única escena bélica, que se sucede en una serie de imágenes que muestran el horror, la destrucción y a Frederick (Gary Cooper) escapando del conflicto, puesto que ha desertado para reunirse con la enfermera a quien se unió en Milán. Borzage centra todo su interés en el romance entre Frederick Henry y Catherine Barkley (Helen Heyes); para el realizador de Estrellas dichosas (Lucky Stars, 1929) ese sentimiento vence la guerra y supera la distancia, incluso la de la muerte, pues es más poderoso que esta. La primera imagen que tenemos del protagonista lo muestra en su ambulancia, descansado y despreocupado. No ha observado el cuerpo sin vida que abre Adiós a las armas (A Farewell to Arms, 1932). En ese primer instante vive el conflicto en la distancia, aunque no física, distanciamiento que se agudiza cuando llega al hospital y se dedica a contemplar e insinuar su presencia a las enfermeras. Una de ellas, Catherine, ha despertado el deseo en Rinaldi (Adolphe Menjou), quien la presenta a su amigo estadounidense sin saber que está sellando sus destinos, ni que (en la película) continuará haciéndolo con sus ambiguas decisiones -las justifica diciendo que protege a su compañero y silencia que algunas son motivadas por sus celos-. Pero más que separarlos, como es su intención en varios momentos, los une más allá de la guerra, de la separación y de la soledad donde la enfermera escribe sus cartas de amor, aquellas en las que fantasea una lujosa habitación y un hermoso paisaje inexistentes en la realidad física, pero no en la imaginación de quien sueña; y eso, un sueño, es lo que comparte con Frederick antes, durante y después de que este sufra la herida de metralla que depara su hospitalización en la capital lombarda donde dejan de ser dos para ser uno.



1.Dumont, Hervé: Frank Borzage. Sarastro en Hollywood (traducción Mercedes Juste, Fabián Chueca, Alicia Martorell). Pág. 199. Festival de Cine de San Sebastián/Filmoteca Española, San Sebastián - Madrid, 2001

sábado, 13 de julio de 2019

Policía Montada del Canadá (1940)

El carácter conservador de Cecil B. DeMille no solo era ideológico, también era práctico. Lo comprobamos sobre todo en sus películas sonoras, que repiten estructura y la ausencia de imparcialidad del cineasta en las disputas propuestas. Supongo que no se plantearía cambiar algo que funcionaba, que lo importante era triunfar en la taquilla y, para ello, nada mejor que ofrecer espectáculo, simple y repetitivo, jugar sobre seguro y hacer lo que mejor sabía hacer, sin riesgos, sin molestar con complejidades que alejasen de las salas a su numeroso público. De ahí que el cine sonoro DeMille vuelva una y otra vez sobre constantes formales y temáticas, prescinda de la Historia en los films que se basan en hechos históricos, busque la épica y el drama, el romance y la rivalidad entre antagonistas -por el amor de una mujer-, y la lucha entre el bien y el mal, que representa en el héroe y el villano. Pero lo ofrecido por el realizador no funciona regular en todas sus películas. En algunas su artificio cae en la falsedad y en el tedio, que se apodera de imágenes que responden a la prioritaria necesidad del cineasta de ofrecer ese espectáculo en el que suele introducir su típico triángulo amoroso y personajes que, sin apenas variantes, pueblan sus aventuras épicas, sus historias religiosas o sus westerns. La simpatía del realizador recae en el héroe; no lo disimula, como tampoco disimula su postura ni la simpleza con la que también esboza al resto de los personajes. No le importa alterar hechos, que expone con mayor o menor acierto, y alejarlos de la realidad histórica que inspiró sus westerns épicos. Si Buffalo Bill (The Plainsman, 1936), Unión Pacífico (Union Pacific, 1939) o Los inconquistables (Unconquered, 1947) funcionan en su épica, no puedo decir lo mismo de Policía Montada del Canadá (North West Mounted Police, 1940), un ejemplo claro del cine de DeMille, pero sin el encanto de las anteriormente nombradas. Existe el héroe, ¿y quién mejor que Gary Cooper para interpretarlo?, el rival que le disputa la conquista de la heroína, el villano que acabará pagando cara su mezquindad, la Dalila seductora que porta la fatalidad, diálogos carentes de interés, que en poco o en nada afectan al desarrollo de la acción que nos traslada al Canadá de 1885, durante la segunda insurrección de Luis Riel (Francis MaDonald), el líder mestizo a quien descubrimos en el destierro de Montana donde el cineasta nos presenta al villano Corbeau (George Bancroft) y a su acompañante Dan Duroc (Akim Tamiroff). Estamos ante un hecho histórico, pero al director estrella de la Paramount no le importó adulterarlo para sus fines cinematográficos, ya que su cine no trata de lecciones de Historia, sino de entretenimiento y movimiento. DeMille priorizó la acción y las rivalidades en tierras canadienses, en un momento durante el cual miles de mestizos descontentos por su situación se alzan en armas contra el Imperio Británico, cuyos representantes son un pequeño contingente de "casacas rojas". Es la Policía Montada, un cuerpo militar perfectamente organizado, disciplinado y guardián del poder establecido y aceptado por DeMille como válido. Quizá lo mejor del film lo encontramos en la confrontación de la colectiva de la organización británico-canadiense y la individualidad de Dusty Rivers (Gary Cooper), el ranger de Texas que cruza la frontera en busca del criminal con quien tiene una cuenta pendiente. Es el héroe, individualista y estadounidense. No lleva uniforme, no acata el orden y se siente atraído por April (Madeline Carroll), la enfermera o doctora de quien el sargento Jim también está enamorado. La rivalidad masculina interesa a DeMille más que el triángulo amoroso, también le interesa la presencia de Lovette Corbeau (Paulette Goddard), la joven en quien pretende introducir las dosis de erotismo que se descubren en otras de sus producciones. Sin embargo, lo que funciona para Unión Pacífico o Los inconquistables desentona en Policía Montada del Canadá, provocando que esta vaya perdiendo interés a medida que transcurren los minutos durante los cuales se produce el desfile de escenas de acción, de humor fallido, de frases sonrojantes que ganarían enteros en caso de ser inaudibles y de personajes tan caricaturescos como Tod McDuff (Lynne Overman), el medio escocés que, sin ningún tipo de conflicto interno, no duda ni un segundo en decantarse por la reina, a quien no conoce, en detrimento de Duroc, su amigo y uno de los cabecillas mestizos de la revuelta que sirve de marco histórico para el espectáculo desplegado por DeMille.

lunes, 4 de septiembre de 2017

Gary Cooper, un cowboy de Montana en Hollywood



<<La cámara y el micrófono son dos instrumentos tan sensibles que no es necesario proyectarse hacia ellos, porque penetran en los intérpretes y muestran lo que realmente llevan dentro. En el caso de Cooper, en la sala de proyección se revelaba una personalidad sumamente compleja y fascinante. El poder psicoanalítico de la cámara puede ser beneficioso o perjudicial para un actor. En el caso de Cooper, era lo que le daba vida.>>

King Vidor (1)


Existe una gran diferencia entre interpretar un personaje y que un personaje se adapte a la personalidad del intérprete. En el primer caso, de mayor capacidad dramática, el actor o la actriz crean múltiples formas y registros y los muestran en su esencia. En el segundo, la personalidad aludida por Vidor se transfiere al ser ficticio, provocando que las películas giren en torno a las características específicas de quienes le dan vida en la pantalla y, cuando recordamos sus actuaciones, la imagen que viene a la memoria popular es la que repitieron a lo largo de sus exitosas carreras. Más que actores o actrices, estos últimos serían iconos cinematográficos; valgan de ejemplo la divina Greta Garbo, el incorregible Groucho Marx, el rudo John Wayne, la ambigua Marlene Dietrich, el cínico y mundano Clark Gable o el honesto Gary Cooper, definido en la ficción por su caminar, por el laconismo de su personajes y por la integridad que se descubre tanto en sus hombres corrientes en las comedias de Frank Capra, como en sus héroes a las órdenes de William A. Wellman, Henry Hathaway o Cecil B. DeMille y en los numerosos westerns que interpretó a las órdenes de otros grandes cineastas como Anthony Mann, Delmer Daves, Fred Zinnemann, Raoul Walsh o William Wyler. De tal manera, fuese en las arenas del desierto de Marruecos 
(Morocco, Joseph von Sternberg, 1931) o en Beau Geste (William A. Wellman, 1939), recorriendo con su andar característico (secuela de un accidente automovilístico de juventud) las calles del pueblo de Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952) o cabalgando por El jardín del diablo (Garden of Evil, Henry Hathaway, 1954), Frank Cooper, nacido en Montana en 1901, se convirtió en la imagen lacónica, íntegra e idealista que reaparece una y otra vez a lo largo de una filmografía envidiable que, salvo excepciones como las de Alfred HitchcockJohn Ford, Nicholas Ray o Samuel Fuller, reúne a los mejores cineastas de Hollywood.


<<Reservado, introspectivo e independiente por naturaleza, Cooper era un enamorado del ejercicio físico, de la vida al aire libre y de la soledad, aunque gradualmente supo ir reconciliando su retraimiento natural con el hecho de que, como estrella de Hollywood, su vida fuera de dominio público. Consiguió convertirse  en un sofisticado hombre de mundo sin perder por el camino su sencillez e integridad naturales.>> (2) Con nueve años de edad, el futuro astro cinematográfico fue enviado a Inglaterra para formarse como un pequeño "gentleman" inglés, lo cual vendría a ser el perfil opuesto al asumido durante sus primeros años en Helena (Montana), donde el viejo oeste y la modernidad se daban la mano y en ocasiones puntapiés. Después de sus tres años de estricta educación en un colegio británico, el muchacho regresó a su hogar estadounidense haciendo gala de un refinamiento que chocaba con el medio físico y humano que nunca dejó ni dejaría de formar parte de él, como delata su predilección por el western, por los espacios abiertos, por las armas y por la caza. El género del oeste siempre estuvo presente a lo largo de sus más de tres décadas de actor, de hecho, sus inicios en el cine lo descubren como extra en películas del oeste, cuando, recién llegado a California, a donde se había trasladado su familia, intentó sacar algún dinero participando como doble y extra, sin pensar que en pocos años sería un astro del celuloide.


<<Cooper era sui generis, un tipo muy determinado de hombre, afable aunque caprichoso, un auténtico cowboy que sabía cómo llevar la ropa, natural en la lectura de sus frases y natural en el momento de no decir nada..., un muchacho atractivo con el aspecto de un hombre serio.
 Después de actuar como especialista y extra y de algunos papeles secundarios, Cooper llegó al estudio de Goldwyn, pero Goldwyn creyó imposible meterlo en un reparto, y dejó que B. P. Schulberg se lo llevara a la Paramount>>, (3) compañía donde alcanzó el estrellato gracias a
Marruecos, Las calles de la ciudad (City Streets, Rouben Mamoulian, 1931), Adiós a las armas (Farewell to Arms, Frank Borzage, 1932) o Una mujer para dos (Design for Living, Ernst Lubitsch, 1933). Su atractivo y su presencia en Flor del desierto (The Winning of Barbara Worth, Henry King, 1926) y sobre todo en Alas llamaron la atención de propios y extraños, pero, como no podía ser de otra manera, la película que encumbró al joven cowboy oriundo de Montana fue un western. El virginiano (The Virginian, Victor Fleming, 1929) lo aupó dentro de la Paramount Pictures, estudio que, antes de que Cooper firmase su posterior contrato con Samuel Goldwyn, aprovechó al máximo (hasta provocar su agotamiento) su imagen en aventuras, comedias, westerns o en un drama tan extraño y atrayente como Sueño de amor eterno (Peter IbbetsonHenry Hathaway, 1935). A su envidiable currículum habría que añadirle sucesivos éxitos, su carrera apenas contempla fracasos de taquilla, y sus dos Oscar al mejor actor del año por El sargento York (Sargeant YorkHoward Hawks, 1941) y Solo ante el peligro, quizá el film que mejor representa su imagen cinematográfica: la del héroe lacónico que mantiene el tipo y no se derrumba aunque todo esté en su contra. Pero el Cooper humano presentaba contrastes y altibajos como cualquier persona de carne y hueso, altibajos impensables para su yo en la gran pantalla que en algunos casos fueron fruto de sus relaciones con su madre o con las mujeres con quienes estuvo ligado, del exceso de trabajo y de la inseguridad que provocó que se planteara el abandono de una profesión y de un lugar (Hollywood) en la que no encontraba el entorno tranquilo que proporcionase estabilidad a su solitaria y conservadora personalidad. Pese a todo, Cooper superó las trabas que se le presentaron durante su ascensión en Hollywood, donde se convirtió en el icono de la integridad y del individualismo del héroe de ficción, un héroe cercano y tan querido para el público como Lou Gehrig, a quien dio vida en El orgullo de los Yanquis (The Pride of the Yankees, Sam Wood, 1941), lo sería para los seguidores del equipo neoyorquino.



Filmografía

La horda maldita (The Thundering Herd, William K. Havard, 1925)

El águila negra (The Eagle, Clarence Brown, 1925)

Flor del desierto (The Winning of Barbara Worth, Henry King, 1926)

Hijos del divorcio (Children of Divorce, Frank Lloyd, 1927)

Quicksands (Jack Conway, 1927)

Alas (Wings, 
William A. Wellman1927)

La legión de los condenados (The Legion of the Condemned, 
William A. Wellman, 1928)

Solos en la isla (Half a Bride, Gregory La Cava, 1928)

El virginiano (The Virginian, Victor Fleming, 1929)

Todo un hombre (The Texan, John Cromwell, 1930)

Marruecos (Morocco, Josef von Sternberg, 1930)

Las calles de la ciudad (City Streets, Rouben Mamoulian, 1931)

Si yo tuviera un millón (If I Had a Million, episodio de Norman Z. McLeod, 1932)

Adiós a las armas (A Farewell to Arms, Frank Borzage, 1932)

Vivamos hoy (Today We Live, Howard Hawks, 1933)

Una mujer para dos (Desing for Living, Ernst Lubitsch, 1934)

Ahora y siempre (Now and Forever, Henry Hathaway, 1934)

Tres lanceros Bengalíes (The Lives of a Bengal Lancer, Henry Hathaway, 1935)

Noche nupcial (The Wedding Night, King Vidor, 1935)

Sueño de amor eterno (Peter Ibbetson, Henry Hathaway, 1935)

Deseo (Desire, Frank Borzage, 1936)

El secreto de vivir (Mr. Deeds Goes to Town, Frank Capra, 1936)

El general murió al amanecer (The General Died at Dawn, Lewis Milestone, 1936)

Buffalo Bill (The Plaisman, Cecil B. DeMille, 1936)

Almas en el mar (Souls at Sea, Henry Hathaway, 1937)

Las aventuras de Marco Polo (The Adventures of Marco Polo, Archie L. Mayo, 1938)

La octava mujer de Barba Azul (Bluebeard's Eight Wife, Ernst Lubitsch, 1938)

El vaquero y la dama (The Cowboy and the Lady, H. C. Potter, 1938)

La jungla en armas (The Real Glory, Henry Hathaway, 1939)

El forastero (The Westerner, William Wyler, 1940)

Policía Montada del Canadá (North West Mounted Police, Cecil B. De Mille, 1940)

Juan Nadie (Meet John Doe, Frank Capra, 1941)

El sargento York (Sargeant York, Howard Hawks, 1941)

Bola de fuego (Ball of Fire, Howard Hawks, 1941)

El orgullo de los Yanquis (The Pride of the Yankees, Sam Wood, 1941)

Por quién doblan las campanas (For Whom the Bells Tolls, Sam Wood, 1942)

Por el valle de las sombras (The Story of Dr. Wassell, Cecil B. DeMille, 1944)

Casanova Brown (Clarence Brown, 1944)

El caballero del Oeste (Along Came Jones, Stuart Heisler, 1945)

La exótica (Saratoga Trunk, Sam Wood, 1945)

Clandestino y Caballero (Cloak and Dagger, Fritz Lang, 1946)

Los inconquistables (Unconquered, Cecil B. DeMille, 1947)

El buen Sam (Good Sam, Leo McCarey, 1948)

El manantial (The Fountainhead, King Vidor, 1948)

Puente de mando (Task Force, Delmer Daves, 1949)

El rey del tabaco (Bright Leaf, Michael Curtiz, 1950)

Dallas, ciudad fronteriza (Dallas, Stuart Heisler, 1950)

You're in the Army Now (Henry Hathaway, 1951)

Tambores lejanos (Distant Drums, Raoul Walsh, 1951)

Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952)

El honor del capitán Lex (Springfield Rifle, André de Toth; 1952)

Retorno al paraíso (Return to Paradise,  Mark Robson, 1953) 

Soplo salvaje (Blowing Wing, Hugo Fregonese, 1953)

El jardín del diablo (Garden of Evil, Henry Hathaway, 1954)

Veracruz (Vera Cruz, Robert Aldrich, 1954)

The Court Martial of Billy Mitchell (Otto Preminger, 1955)

La gran prueba (Friendly Persuasion, William Wyler, 1956)

Ariane (Love in the Afternoon, Billy Wilder, 1957)

10 Calle Frederick (Ten North Frederick, Philip Dunne, 1958)

El hombre del oeste (Man of the West, Anthony Mann, 1958)

El árbol del ahorcado (The Hanging Tree, Delmer Daves, 1958)

Alias Jesse James (Norman Z. McLeod, 1959)

Llegaron a Cordura (They Came to Cordura, Robert Rossen, 1959)

Misterio en el barco perdido (The Wreck of the Mary Deare, Michael Anderson, 1959)

Sombras de sospecha (The Naked Edge, Michael Anderson, 1961)


(1) King Vidor: Un árbol es un árbol (traducción de Francisco López Martín). Paidós, Barcelona, 2003.

(2) Jeffrey Meyers: Gary Cooper. El héroe americano (traducción de Gustavo Vecino). T&B Editores, Madrid, 2011.

(3) Ethan Mordden. Los estudios de Hollywood (traducción de Jorge Bertevoro). Torres de papel, Madrid, 2014.

sábado, 19 de agosto de 2017

El virginiano (1929)


Escrita en 1902, la exitosa novela de Owen Wister dio pie, entre otras, a cinco adaptaciones realizadas en cinco momentos puntuales de la evolución del western: en los albores de Hollywood, en 1914, a cargo de Cecil B. DeMille; en pleno auge silente, en 1923, Tom Forman la llevó a la pantalla; su paso del silente al sonoro en El virginiano (The Virginian, Victor Fleming, 1929); durante el periodo de esplendor del género en la versión de Stuart Gilmore realizada en 1946 y la famosa serie de televisión en el “ocaso” genérico en la década de 1960 (en antena entre 1962 y 1971). De todas ellas, la más relevante para el género fue la tercera, tanto por ser uno de los primeros westerns sonoros rodados en exteriores —el honor de ser el primero recae en En el viejo Arizona (In the Old Arizona; Raoul Walsh e Irving Cummings, 1928)— como por sus aportaciones al imaginario popular del far west. Otro aspecto a destacar sería la presencia de Walter Huston y el protagonismo de Gary Cooper; por aquel entonces, el primero era un reputado actor teatral que, como consecuencia del sonido, abandonaba las tablas por la pantalla y el segundo se trataba de un joven actor, sin aparente talento dramático, que en esta producción alcanzaba el estrellato. Su personaje esboza las características del héroe íntegro y de pocas palabras que volvería a interpretar a lo largo de su carrera artística, de hecho, la naturalidad de Cooper para el western hace creíble la evolución de su personaje, que sufre la metamorfosis del cowboy jovial, pacífico y enamorado, al hombre que debe elegir entre la amistad y su interpretación de la ley, aquella que impera en el medio primitivo que habita, un lugar donde los habitantes asumen ser juez, jurado y verdugo.


Los primeros compases del film muestran un entorno apacible, incluso familiar. Allí se observan el lazo entre Steve (Richard Arlen) y el Virginiano, la llegada al pueblo de Molly (Mary Brian) y el enfrentamiento entre el personaje de Cooper y Trampas (Walter Huston) en el bar donde se comprende que no será el último. Estos tres momentos son claves en el devenir de los hechos, pues en ellos se concentra el conflicto que dictamina el posterior comportamiento del héroe. La primera parte de El virginiano presenta a los personajes principales, su relación (amistad, amor y rivalidad) y la que mantienen con la comunidad de la que forman parte. Inicialmente nada parece alterar la armonía reinante, aunque la intermitente presencia de Trampas amenaza con romperla, sobre todo cuando convence a Steve para que le ayude a robar ganado. Como consecuencia de dicha asociación, el héroe advierte a su amigo del peligro que supone su nuevo oficio, aunque en ese instante la amistad aún no ha sido puesta a prueba, lo será más adelante, cuando Steve sea sorprendido en compañía de varios cuatreros más. A partir de entonces, el interés de El virginiano se centra en el enfrentamiento entre el deber (asumido por el protagonista como tal) y los sentimientos que le unen a Molly y a Steve, que asume su destino sin mostrar ni rencor ni arrepentimiento, pues él, como el resto de los presentes en su linchamiento, han aceptado como ley la justicia popular. En contraposición de la tranquilidad de su amigo, se observan la decepción y la contrariedad del virginiano, quien, a pesar del dolor que implica, no duda en escoger su integridad (su idea de lo correcto) en detrimento del amigo a quien ahorca porque asume que ese es su deber. Salvo Molly, nadie contempla el ahorcamiento como un asesinato, sin embargo ella lo juzga como un crimen inexcusable, pues, aquello que para sus vecinos (niños incluidos) es obligación y parte de su cotidianidad para una profesora educada en el este resulta un acto criminal, y como tal lo censura en la discusión que mantiene con la señora Taylor (Helen Ware). El pensamiento civilizado de Molly, ajeno al primitivismo dominante, choca con la ley del viejo oeste, la única que todos salvo ella conocen y acatan a pesar de lo que implica. Por ello, la exposición realizada por Victor Fleming parece decantarse por la postura asumida por el conjunto, una postura que, aunque no comprenda ni comparta, la docente acaba por aceptar porque es su manera de expresar el amor que siente por el cowboy atormentado que antepone su honor, su hombría y el que dirán a cualquier otra circunstancia.

sábado, 22 de julio de 2017

Marruecos (1930)


Tras su estancia en Alemania, donde rodó El ángel azul (Der blaue engel, 1930), la primera película sonora alemana y una obra maestra indiscutible del cine, Josef von Sternberg regresaba a Estados Unidos acompañado de la interprete que había dado vida a Lola Lola, la vampiresa protagonista del film. Aquella joven desconocida para el público estadounidense, pronto dejaría de serlo. Gracias a sus seis películas en común para Paramount, realizadas entre 1930 y 1935, Sternberg convirtió a Marlene Dietrich en un icono ambiguo y morboso, imagen fomentada a partir de la escena de Marruecos (Morocco, 1930) en la que, vestida en un frac, para mayor regocijo del público que observa su erotismo y sensualidad, besa a una de las clientas del local donde actúa. De esta forma, Dietrich entraba por la puerta grande en el cine estadounidense
, en el seno de uno de los estudios más poderosos del momento y, seguramente, el más liberal, bajo la dirección de su mentor y al lado de una estrella emergente, Gary Cooper, y otra descendente, Adolphe Menjou. Los tres forman el triángulo protagonista de la adaptación cinematográfica de Amy Jolly, título de la obra teatral de Benno Vugny en la que se basó el guión de Jules Furthman. En cierta medida, sobre todo en sus primeros números en el cabaret, la artista de variedades recuerda a Lola Lola de El ángel azul, sin embargo la heroína de Marruecos ni somete ni humilla deliberadamente a los hombres hasta reducirlos a la condición de mascotas. Amy es diferente, huye del sexo masculino porque su pasado estaría marcado por el dolor y la pérdida de su fe en los hombres, la misma pérdida que posiblemente la ha llevado hasta África. Como consecuencia, se protege en el cinismo y en la negación, evitando no volver a sentir la desilusión que le ha provocado el sexo opuesto, como deja constancia su doble rechazo hacia La Bessiere (Adolphe Menjou); primero en el barco que los lleva a tierras marroquíes y posteriormente en el local donde ella actúa por primera vez ante el deseo creciente del legionario Tom Brown (Gary Cooper). El flechazo entre la cantante y el soldado, mujeriego y granuja, es inevitablemente, como también lo es la resignación del tercer vértice, que, enamorado de Amy, no desespera ante el rechazo y continúa su conquista, aun consciente de que ella ama a otro. La Bessiere espera y teme que le reconozca su amor por el soldado, incluso así, la acompaña en su búsqueda de aquel u observa en silencio como ella lo abandona definitivamente para seguir por las arenas del desierto los pasos del legionario que ha grabado su amor por Amy Jolly en la mesa del local donde se reencuentran. Aparte de la química entre los personajes, Marruecos destaca por la recreación de un espacio exótico que traslada al público a la irrealidad que rodea al romance, el cual, a punto de materializarse cuando ella le dice <<espérame>> para huir juntos, se posterga en el tiempo porque, en ese instante de espera, el soldado, enamorado de la artista, la abandona al comprender que no podría proporcionarle las comodidades y el lujo que el millonario francés sí puede.