martes, 24 de noviembre de 2020

Las aventuras de Marco Polo (1938)

 

Si la ficción cinematográfica concediese demasiada importancia a la realidad, dejaría de ser ficción y sería otra tipo de cine. En la ficción prevalece la invención o la adulteración de hechos cotidianos o históricos, y lo mismo valdría para los personajes. Por otro lado, da igual que el espacio exista, se invente o se recree, incluso que no nos movamos de los decorados de un estudio. Y es indiferente porque la magia de cine se encarga de trasladarnos a lugares como la Venecia de decorado de Las aventuras de Marco Polo (The Adventures of Marco Polo, 1938) o a la China de cartón piedra y madera a donde llega el comerciante veneciano. Nos da igual porque las imágenes nos engañan y nosotros aceptamos viajar desde nuestro asiento y acompañar a un Marco Polo ajeno al real. El que vemos es un supuesto aventurero y un héroe que, en apariencia, responde a las características de Gary Cooper, de hecho es más Cooper que Polo. Siempre es a la estrella a quien vemos, pero, en esta ocasión, la vemos sin brillo, perdido en un papel y en una película que no sabe a qué juega y que carece de cualquier rasgo de personalidad. Cierto que está el protagonista de Marruecos (MoroccoJosef von Sternberg, 1930), pero aquel sueño marroquí rebosaba clase, carnalidad, peligro y fuego pasional. Mientras que en esta ficción, que se aleja a años luz de la realidad (fuera la que fuera), no hay sensaciones y las emociones brillan por su ausencia. Ni realidad ni ficción encuentran su equilibrio, ya que en Las aventuras de Marco Polo todos sus responsables están perdidos y nada de lo que observamos en la pantalla cumple con la aventura, ni con el exotismo ni con expectativas apenas exigentes.

 Los papeles de héroe están hechos a la medida de Cooper, no lo dudo, pero este le sienta flojo y no le permite lucir en plenitud su carisma cinematográfico, ya que el viajero resulta tan acartonado y anodino como la trama, el romance o el villano interpretado por Basil Rathbone. Si Marco Polo falla en la medida de Cooper, o este no puede con el personaje, la película tampoco es de las destacadas de Samuel Goldwyn, su productor, que no escatimó en gastos y puso su arsenal de medios al servicio de Archie L. Mayo —primero los había puesto en manos de John Cromwell, que abandonó el film a los cinco días de iniciar el rodaje—, pero el resultado fue un desastre comercial y una mala caricatura. La película contradice a su propio título, pues carece de aventura y le falta ilusión, fantasía y nervio. Más que nada hay aburrimiento y por funcionar ni funciona el montaje en paralelo del asalto al castillo del Khan (George Barbier) y el enlace no consumado de Ahmed (Basil Rathbone) y la princesa (Sigrid Gurie). No existe pulsión, ni comunica emoción. Mayo, cineasta que, como la mayoría de la época de esplendor de los estudios, conocía su oficio y sabía lo que se esperaba de él dentro de la jerarquía establecida (por detrás del productor y de la estrella), no logro la efectividad y los buenos resultados que sí obtuvo en otros de sus films, por ejemplo El bosque petrificado (The Petrified Forest, 1936).

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