miércoles, 25 de noviembre de 2020

Sigamos la flota (1936)

Supongo que apenas importa, marina, ejército de tierra o aviación, pues lo significativo de Sigamos la flota (Follow the Fleet, 1936), si tiene algún significado, reside en que la realidad no importa o, mejor, que no tiene cabida en el espectáculo. Y eso nos lleva a la fantasía, a la irrealidad de un musical que, siguiendo la fórmula de La alegre divorciada (The Gay Divorce, 1934) y Sombrero de copa (Tap Hat, 1935), da rienda suelta a las imágenes donde vemos a Fred Astaire y Ginger Rogers haciendo aquello que les dio fama. Y “aquello“ es su capacidad para fugarse de los espacios reales y de los personajes transcendentes, con ritmo, música y gracia. Da igual la rama militar a la que pertenece su personaje o que, como actor, Astaire carezca de registros dramáticos o sean limitados. Tampoco importa que Rogers, ante todo, sea actriz, y no una bailarina, aunque se deja guiar (muy bien, por cierto) por su pareja de baile. La trama es lo de menos, además de ser típica y tópica, es tan imposible como falsos sus dos enredos románticos. Es hortera y todo lo que se quiera, pero el asunto, es que no hay asunto que reprochar. Lo que de verdad importa y engrandece a Sigamos la flota es su apuesta por lo insustancial y no sentir vergüenza por ello. Es lo que es, y esto que parece y no deja de ser una obviedad, resulta una decisión acertada por parte de los responsables del film, que saben cuáles son sus cartas, no las ocultan y las juegan. Así, el musical vive de su apariencia, lo que vemos y escuchamos en la pantalla es principio y fin, tras eso no hay nada, porque, como le dice Sherry (Ginger Rogers) a su hermana Connie (Harriet Nelson), <<hoy en día prima la superficialidad>>, para, segundos después, concluir con <<y recuerda la apariencia lo es todo>>. Y eso es el film de Mark Sandrich, superficialidad y apariencia, lujo y ensueño. Pero hay algo más, y ese algo más determina el curso del film y que la travesía sea agradable y llegue a buen puerto. Y ese plus es múltiple: el baile final de la pareja protagonista, Connie, único personaje que parece sentir y soñar, la música de Irving Berlin y la elegancia de Sandrich, un cineasta que ridiculiza el ridículo y logra que el conjunto, por muy increíble que resulte, funcione a pesar de altibajos en el ritmo y el compás.

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