Durante la etapa final del periodo silente descubrimos al menos dos grandes antecedentes —
La horda (
The Racket;
Lewis Milestone, 1928) y
La ley del hampa (
Underwolrd;
Josef von Stenberg, 1927)— del cine de gángsters de la década de 1930, pero el origen de este tipo de película los encontramos en la literatura criminal de finales de los veinte, principios de los treinta, en las crónicas de sucesos urbanos, fuente de inspiración para
Warner Brothers cuando
Darryl F. Zanuck asumió la dirección de la por entonces recién absorbida
First National, y en el trauma social generado por la depresión económica que marcó el decenio. Esta serie gansteril se pone en marcha con
Hampa dorada (
Little Caesar, 1931), título clave que sienta algunas de las bases cinematográficas del subgénero dedicado a la figura del hampón, a su ascenso y a su caída, a su obsesión por triunfar y llegar a lo más alto dentro de la criminalidad que asume como principio y fin de su existencia. Este criminal se presenta ante nosotros ambicioso y expeditivo. Es un personaje físico, sin límites morales, obsesionado con el éxito, y desde su comportamiento accedemos a su época e incluso a su motivación, sin embargo, en su primer ejemplo, todavía carece de profundidad psicológica; y habrá que esperar al decenio siguiente para que la psicología del criminal alcance su clímax en la edípica y magistral
Al rojo vivo (
White Heat,
Raoul Walsh, 1949). La ausencia de un retrato de la mentalidad del criminal no resta atractivo a esta propuesta que encuentra en la rapidez expositiva de
Mervyn LeRoy uno de sus puntos fuertes, en el ritmo preciso y dinámico de las imágenes, ejemplo narrativo de lo que hoy podríamos considerar clasicismo primitivo, aunque en aquellos primeros años del sonoro sería un novedoso aporte a la escritura audiovisual, en la que priman las secuencias breves y los diálogos concisos y duros, la acción y la violencia callejera, ambas innatas a los espacios y a los personajes que los pueblan. De modo que podríamos decir que con
Hampa dorada saltan a la pantalla las páginas de las
crook stories, término anglosajón para referirse a la literatura protagonizada por gángsters. Pero además, con la película de
LeRoy nace y se impone una figura, la del delincuente que pretende ser alguien y, para lograrlo, utiliza el único recurso que tiene a su disposición: su falta de escrúpulos a la hora de asumir la violencia como el medio ideal que le posibilite sus fines. Ese es Rico, el personaje que lanzó a la fama a
Edward G. Robinson y el eje de una historia que expone el ciclo vital que lleva a su protagonista del arroyo a la cima de la criminalidad en una ciudad del este estadounidense, probablemente Chicago, donde también se produce su vertiginosa caída a la nada de donde había salido, un espacio vacío, salvo de miseria, al que regresa para ocultarse y consumirse en el alcohol que nunca aceptó beber a lo largo de su ascenso, pero que en ese momento bebe para distanciarse de su derrota, aunque sin poder olvidar la imagen de triunfador que había construido gracias a las balas y a costa de vidas humanas. Rico es el prototipo de gángster que llenaría la pantalla en los primeros años de la década de 1930, y su origen habría que buscarlo en la realidad de la época y en la novela
Little Caesar de
W. R. Burnett, escritor fundamental en la evolución del género negro, como corroboran las adaptaciones de sus historias en
El último refugio (
High Sierra;
Raoul Walsh, 1941) y
La jungla de asfalto (
The Asphalt Jungle;
John Huston, 1950) o su participación en la escritura de los guiones de
El soborno (
The Racket;
John Cromwell, 1951), revisión sonora del film de
Milestone arriba citado, y
Scarface (
Howard Hawks, 1932), otro título fundacional e imprescindible del gansteril de los años treinta.
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