martes, 26 de noviembre de 2019

O que arde (2019)


Con mayor o menor frecuencia he leído o escuchado elogios a tal o cual fotografía de esta o de aquella película. En el caso de la de Mauro Herce en O que arde (2019), dichos elogios los creo justificados. No por la belleza de las imágenes de un paisaje que presta su fotogenia -misteriosa, magnética, telúrica-, de la espectral y nocturna tala inicial o de la abrasiva violencia de las llamas que, hacia el final, casi pueden sentirse en la piel. Esta belleza y esa fuerza bruta no las cuestiono, son evidentes, como tampoco cuestiono que hay algo más allá de las mismas. Los elogios al trabajo de Herce son acertados, sobre todo porque su espléndida labor sirve a una idea más grande. Su fotografía abre una especie ventana al alma humana, desde la cual Oliver Laxe profundiza y da profundidad al interior herido, quizá un interior que arde, un interior de aquellos que <<se fan sufrir, é porque sofren>>. Y eso es lo que más aplaudo de una fotografía, que aporte significado y engrandezca el conjunto. La fotografía de O que arde no desvía la atención de lo sustancial, forma parte de la propia sustancia, lo cual la aleja del preciosismo cinematográfico gratuito, aquel que solo busca camuflar la insustancialidad de propuestas que nada dicen, porque nada quieren decir. O que arde sí habla, aunque lo haga a través de silencios y susurros, apenas audibles para quien no sintonice el canal adecuado. Me interesa tanto por lo que no se ve, pero se intuye, como por aquello que se observa o se escucha. Me interesa por esos silencios ya nombrados, con los que Laxe, en su primer largometraje rodado en Galicia, habla del espacio y de sus personajes, al tiempo que les permite también hablar a ellos, sin que ninguno pronuncie una palabra que rompa la honestidad que destilan -dos ejemplos son la vuelta a la cotidianidad hogareña en la que Amador tuesta el pan en la cocina de leña y el anciano que, ante la amenaza del incendio, se aferra a su manguera, se aferra a la vida-. El regreso a los orígenes de Amador (Amador Arias), el protagonista del film, se produce después de su estancia en la cárcel, donde ha cumplido los dos tercios de su condena por quemar un monte. Esto lo sabemos al inicio, cuando se introduce una escena en la que no vemos rostros, solo escuchamos voces y observamos el grueso dossier sobre el ex-convicto. Carecemos de información sobre los motivos del hombre de quien hablan y sobre su juicio; carecemos de datos objetivos y carecemos de las pruebas presentadas por la fiscalía y por la defensa. Nada sabemos, salvo que regresa a su aldea, próxima a Fonsagrada, donde Benedicta (Benedicta Sánchez), su madre, ya anciana, continua con la labor a la que, sin miedo a cometer un error al afirmarlo, ha dedicado toda su vida. Trabaja el campo, cuida del ganado o contempla la cotidianidad en la que descubre a Inazio (Inazio Abrao) trabajando en una vieja casa, que este quiere restaurar para convertirla en albergue de turismo rural. Es un espacio alejado de la modernidad y de la tecnología, pero no de los prejuicios que, aunque no se digan en voz alta, están ahí, encerrados y expectantes -como se verá avanzado el metraje-. A ese lugar, su hogar, Amador retorna sin apenas pronunciar una palabra y, por supuesto, no podemos exigirle que hable de su pasado, del cual solo se tiene una idea preconcebida. Tanto el <<home>> que expresa su madre, cuando el hijo le pregunta por qué Inazio tendría que haberle visitado en la cárcel, como las palabras del mismo Inazio al reconocer que Amador <<é bo tío, pero non o tuvo fácil>> dan pie a múltiples interpretaciones del pasado que Laxe omite de forma deliberada, quizá, porque, siguiendo las palabras de Voltaire en su Tratado sobre la tolerancia, <<los tiempos pasados son como si nunca hubieran existido. Hay que partir siempre del punto en el que se está>>. Desconocemos hechos pretéritos, más allá de las primeras imágenes y opiniones, desconocemos las causas que provocaron que incendiase el monte, si lo hizo de forma deliberada o en un ataque de rabia contra los eucaliptos a los que considera una plaga para la tierra, incluso, más allá de lo que nos pueda apuntar su encierro, desconocemos si en realidad lo hizo. En su presente lacónico, Amador y Benedicta no precisan palabras para expresar el nexo materno-filial que los une; tampoco las necesitan para evidenciar sus preocupaciones, la aflicción o la desorientación que puedan habitar en madre e hijo. La vuelta al hogar se transforma de esa manera en un viaje al fondo de las relaciones humanas, del individuo consigo mismo y con el entorno que le rodea, con el pasado y el presente, con un lugar físico y humano donde Amador no se concede esperanzas, donde se mantiene alejado, quizá por miedo, quizá por falta de confianza, pero seguro de ser un hombre marcado, estigmatizado. Aunque en O que arde predominan los paisajes y los espacios abiertos, Laxe mira hacia adentro e invita, quizá obligue, a que cada espectador haga lo propio, pues esas imágenes parecen exigir una interpretación más allá de lo tangible -río, montes, árboles, cuerpos,...-, y más allá del fuego que la cámara atrapa, parece exigir una reflexión sobre qué es lo que realmente arde.

lunes, 25 de noviembre de 2019

Numax presenta... (1979)


Cinco años antes de su rodaje, una película como Numax presenta... (1979) era imposible en España. Los motivos son obvios, pero, en 1979, con la democracia recién nacida, sí pudo hacerse. Se estaba viviendo la transición, <<el paso del franquismo a la democracia burguesa>>, apunta la portavoz que lee el comunicado que abre el film. Y esa transición trajo consigo cambios, ilusiones, esperanzas y el reparto del pastel que Berlanga satirizó en La escopeta nacional (1977). Llegaba la hora de cumplir las promesas, pero también fue un tiempo que acarreó más de una decepción entre quienes no vieron materializarse el sueño de una mejora social y laboral. Por aquel entonces, habría quien, en su ingenuidad, tendría una idea idílica de lo que significaba democracia, como si el mero hecho de nombrarla o instaurarla, terminase con los problemas, los abusos, los chanchullos y las desigualdades. Se obviaba lo evidente, y todavía se hace, que había que preocuparse por ella, cuidarla, mimarla, pues no dejaba de ser un bebé en manos de madres y padres primerizos, y exigirle cuando correspondiese hacerlo. Esto implicaba que todo el país —políticos, burguesía, clase obrera y, en la medida de sus posibles, cualquier hija e hijo del vecindario— asumiese y compartiese responsabilidades y, a partir del diálogo, limar las asperezas y las diferencias pretéritas. Había que buscar soluciones, no culpables ni víctimas; había que avanzar hacia el beneficio del presente común, caminando en el mismo sentido, algo que aún no se ha logrado. Puede que sea natural al ser humano, el no llegar a un acuerdo con quien no comparte sus ideas o sus intereses, pero solo aunando esfuerzos, dejando a un lado egoísmos y ambiciones personales, se podría exigir a la democracia que de idea pasara a ser realidad, aunque no la realidad que unos pocos querían que fuese. Parte de esta situación, de las diferencias existentes y de la imposibilidad de llegar a un acuerdo, a un acercamiento, en una situación de cambio, pero también de crisis, quedan reflejadas en Numax presenta..., en las trabajadoras y trabajadores de la fábrica de electrodomésticos que da título al film, en su lucha por y para sobrevivir a las circunstancias laborales que tuvieron lugar entre 1977 y 1979.


Sus impresiones y sus vivencias son recogidas por Joaquín Jordá, un cineasta atípico donde los haya, que, tras nueve años alejado de la dirección, volvía a dirigir —aunque, tras Numax, pasarían otros once hasta su siguiente largometraje, El encargo del cazador (1990). Jordá aceptó el encargo de Numax y filmó este documental, que, visto hoy, resulta un documento insólito, obrero e histórico de la época. Atrás quedaba la dictadura, los años de Jordá como pilar de la Escuela de Barcelona, su etapa italiana con la que se distanciaba del grupo y se acercaba al cine militante o la ausencia de libertades en España, pero la lucha de clases continuaba presente. Era la antigua historia del siervo y del amo, transformada en la del proletario y el capital o la del obrero y el patrón, pero sobre todo era, y es, la historia del quiero más de lo que podré gastar en varias vidas y el necesito trabajar y cobrar un salario para poder llegar a fin de mes en condiciones dignas. Era la situación de siempre, la de las circunstancias sin solucionar, hechos como los que empujan a los trabajadores de Numax a la huelga y a movilizarse para reivindicar mejoras y exigir la reincorporación de los compañeros despedidos. Pero, a priori, no contemplan qué se esconde detrás de los movimientos (irregularidades) de los empresarios, que ya han sucedido en el presente de la película, ni las responsabilidades que finalmente los empleados deben asumir. Les disguste o no, descubren que, como trabajadoras y trabajadores, también en la democracia solo son números para el sistema. Comprenden, quizá siempre lo han sabido, que ellos son los primeros damnificados y sacrificados cuando las crisis económicas o las malas gestiones asoman. En el ahora, durante el cual hablan a la cámara, lo saben, lo han vivido y quieren contarlo, de ahí que se gasten el dinero de su caja de resistencia para dejar constancia de la situación, de sus acciones y reacciones, de sus <<aciertos y errores>>. Cuentan como se vieron sorprendidos por la crisis que los llevó por varias etapas hasta la autogestión, sobre la cual discuten hacia el final del film. Lo cuentan y lo viven, pero Jordá no se limita a documentar, también recrea, y lo hace de forma evidente en la obra teatral en la que concede voz a los patrones y empresarios. Pero es una voz que redunda en la imagen que el proletario tiene del capital, la de que a los patronos no les interesa el obrero, solo su beneficio. Esto queda claro en los fragmentos teatrales, en el protagonismo de Pérez de Jaume, empresario que no duda a la hora de decir que <<en cuanto podamos: expediente de crisis y suspensión de pagos>> o habla de la lucrativa venta de los terrenos (como suelo inmobiliario) donde se levanta la fábrica.


La representación apunta las circunstancias que obligan a los trabajadores de Numax a su movilización y a su posterior autogestión empresarial, cuando la patronal se desentiende y los sindicatos tampoco ayudan, quizá —como señalan los trabajadores en una de las charlas— interesados en un acercamiento con el poder establecido. Si en la primera parte hay un claro posicionamiento de Jordá a favor del obrero frente al patrón y a arribistas que quieren un trozo del pastel similar al que se reparte en la finca de los Leguineche, la segunda parte de Numax presenta... se adentra en las complejidades de la autogestión, en la falta de acuerdo entre los propios trabajadores, quienes, obligados por la situación, deben reinventarse y asumir responsabilidades que anteriormente recaían en los empresarios. La supervivencia de la fábrica, la resistencia y la dignidad obrera son reivindicaciones que aparecen en la película de Jordá y de Numax, pero, en el ahora, se descubre como un documento cinematográfico quizá único de la transición y del esfuerzo de un grupo humano obligado a dar un paso en una dirección y en un mismo sentido que nunca antes se habían planteado, una dirección donde al mismo tiempo son obreros y patrones, donde necesitan cooperar y también necesitan capital para equilibrar la compleja dualidad que define y sustenta a cualquier sistema económico que tenga en el capital y en el trabajador a sus dos pilares básicos.

domingo, 24 de noviembre de 2019

El arte de apañarse (1954)

Personaje a personaje, Alberto Sordi describió y caricaturizó con sus interpretaciones a un tipo reconocible, característico de la sociedad italiana de la época o, siguiendo las palabras de Mario Monicelli, <<incorporó personajes ambiguos, mezquinos, asumió en sus interpretaciones los modos de personajes italianos que existían, personajes viles, que se aprovechaban de los demás o que son serviles con el patrón>>1. A partir de estas interpretaciones, algunas impagables e irrepetibles, parte de la Italia de aquellos días quedó retratada de manera certera, aunque alejada del realismo asumido por el neorrealismo en la pantalla. Ya no se trataba de hacer una radiografía de la realidad filmando la supuesta realidad. No existía esa pretensión neorrealista, se trataba de expresar el sentir frente a esa misma realidad, pero desde la alteración -menos exagerada de lo que aparenta- y la interpretación subjetiva de las circunstancias, desde la sátira y el humor irónico que engrandeció a la commedia all'italiana. <Algún día, un antropólogo que estudie la galería de personajes que ha interpretado, encontrará ahí más verdad que en las películas que pretendían retratar la sociedad italiana>>2. Quizá esta sentencia de Rafael Azcona solo sea una verdad a medidas, pero tienta a recoger el desafío y realizar un análisis pormenorizado de las distintas complejidades que se representan en los personajes de Sordi. Pero no soy antropólogo, así pues, me limito a decir que, en buena medida, los anónimos interpretados por el actor romano son el reflejo, no tan exagerado como pueda parecer a simple vista, de hombres que podrían encontrarse en las épocas en las que se ubican las historias, aunque, en realidad, los marcos espacio-temporales son tan protagonistas como los propios personajes. Gracias a este tipo de comedias, el actor se convirtió en la imagen irónica que desvela y evidencia las distintas circunstancias sociales del momento; desde el matrimonio, como medio de ascenso económico, a la política, que se descubre sin más política que la del beneficio personal o en constante lucha de opuestos, pasando por los estamentos eclesiásticos o por el ámbito empresario-laboral donde se cuela la especulación urbanística o la fuga de divisas. Por estos y otros ambientes se movían los pícaros interpretados por Sordi o, según se mire, los desgraciados a quienes el romano dotó de ambigua humanidad y de entrañable patetismo. La mayoría presentan rasgos comunes entre sí. Son cobardes y embaucadores, en ocasiones rastreros y aprovechados, pero siempre tan honrados como el resto de los maleables, miserables y manipuladores que su presencia pone de manifiesto. Quizá mejor que ningún otro, él supo entender y dotar de entidad e identidad a ese tipo de individuo voluble por propio interés, que se deja llevar según sople el viento y que, tras mirar a su alrededor, se acerca al poder dominante y, si este deja de ser predominante, siempre habrá otro bajo el cual cobijarse. Si en anteriores papeles, como fue el caso de El jeque blanco (Lo sceicco biancoFederico Fellini, 1951), había esbozado algunas de las características que definirían a su personaje, fue su Rosario "Sasà" Scimoni en El arte de apañarse (L'arte di arrangiarse, 1954) el que lo confirmó. La película de Luigi Zampa es una evolución lógica de los anteriores trabajos cinematográficos del realizador, un film que se posiciona en las antípodas del realismo y se decanta por la burla. Pero, sobre todo, es una divertida y lúcida caricatura de una sociedad donde los Sasà abundan en cualquier punto de su geografía humana. Zampa inicia El arte de apañarse con la detención del protagonista, en apariencia en tiempo presente. Esto le posibilita insertar el recuerdo del personaje, cuya voz nos traslada a Catania, tres décadas antes de que se produzca su arresto. Acompañados por su voz, accedemos a ese espacio que, aunque él intenta moldear a su gusto, crítica desde la ironía, mostrándonos que él es fruto de la misma sociedad en la que vive. En ese instante trabaja para su tío el alcalde (Franco Coop), el único honrado o, al menos, el único que no prioriza su beneficio personal, quizá porque se trata de alguien despistado y, como consecuencia, pase por ser honrado. Al contrario que su tío, cuya posición económica no corre más peligro que los gastos de su joven esposa (Elli Parvo), "Sasà" prioriza sin disimulo sus intereses, pues, ante todo, es sincero en sus prioridades: quiere vivir lo mejor posible, con el menor riesgo y esfuerzo. Su comportamiento reconoce que, para él, esos intereses son los más apremiantes, de ahí que a veces se descubra servil y otras mentiroso, pero, más allá de cualquier atributo o de la ausencia de valores permanentes, no puede ser más que quien le permite cada una de las situaciones y personajes que le salen al paso, las mismas y los mismos que la ironía de las palabras de Scimoni pone en entredicho. Y Sasà es como es, porque así lo exigen su entorno y el momento durante el cual vive, o intenta vivir, de la mejor manera posible, entre la corrupción política, la mafia, los movimientos obreros, el choque de ambiciones y el caos. Para sobrevivir a los tiempos que se suceden a lo largo del film, su nivel de egoísmo, necesario y natural, se desequilibra y se dispara, provocando que se aleje de cualquier idea de compromiso social. Es una imagen caricaturesca de la época, en realidad de varias etapas que no dejan de presentar los mismos síntomas, pero con nombres distintos. El inolvidable actor y sus inolvidables recreaciones fueron y son magníficos documentos humanos de aquel presente y, en El arte de apañarse, su "Sasà" Scimoni se convierte en testigo y protagonista de excepción. El pícaro de este divertido recorrido histórico pasa por las diferentes etapas italianas que comprenden desde la década de 1910 hasta la de 1950 y, como consecuencia, asume cualquier rol que le favorezca y le facilite su mejora económica y personal, de modo que no duda en ser socialista por lujuria, esposo por interés, propietario por herencia matrimonial, loco por miedo a ser enviado al frente, fascista por moda, desertor por cobardía, antifascista para evitar represalias de posguerra, comunista por si acaso o productor cinematográfico para seducir y, de paso, ganarse un sobresueldo; incluso, cuando sale de la cárcel y comprende que apenas le quedan opciones en la nueva Italia, decide crear su propio partido político. La irónica creación de Sordi es uno de los principales atractivos del film, pero no es el único, puesto que ZampaVitaliano Brancati se sirven del personaje para retomar y profundizar en las distintas circunstancias expuestas en su anteriores trabajos comunes -Años difíciles (Anni difficile, 1948) y Años fáciles (Anni facili, 1953)- y, así, completar su crónica social de un país que, desde los recuerdos de "Sasà", se observa con mucho movimiento, aunque sin cambios sustanciales que posibiliten la evolución hacia una sociedad donde el engaño no sea el único sinónimo de mejora.

1.Mario Monicelli en Quim Casas (coord.). Mario Monicelli. Festival de San Sebastián / Filmoteca Española, Donostia-San Sebastián / Madrid, 2008
2.Rafael Azcona. Revista Nosferatu, nº 33, abril, 2000

viernes, 22 de noviembre de 2019

La edad de oro (1930)


Hoy, el surrealismo se entiende como movimiento artístico; ayer, era una búsqueda y una postura vital, y Luis Buñuel era un surrealista confeso y practicante, incluso intransigente en su concepción del surrealismo como medio de revolución individual y social o, dicho de otro modo, como enfoque existencial desde el cual expresar su inconformismo y su rebeldía frente a la época. En su juventud parisina, más allá de manifiestos teóricos que hablaban de la libre expresión del pensamiento, sin barreras racionales o materiales, el surrealismo era transgresión, era el medio de mandar a paseo las normas establecidas, y, lo que para la mayoría carecía de sentido, para la minoría surrealista sí lo tenía. <<El surrealismo fue, ante todo, una especie de llamada que oyeron aquí y allí, en Estados Unidos, en Alemania, en España o en Yugoslavia, ciertas personas que utilizaban ya una forma de expresión instintiva e irracional, incluso antes de conocerse unos a los otros>>1. Aunque en apariencia resulte exagerado, el cine más surrealista de Luis Buñuel es sincero en su realidad, entendiendo "sincero" por ser el reflejo cinematográfico de su autor, de sus intenciones de entonces y de su necesidad vital de expresarse, de provocar y molestar a los amantes de lo políticamente correcto, a todos los guardianes, intransigentes y devotos de la moralidad burguesa. La burguesía y la sociedad que evidencia en muchas de sus obras cinematográficas eran las mismas a las que, por origen, pertenecía, pero una cosa es el "pecado original" y otra muy distinta los "pecados" que voluntariamente se cometen para ir creando un camino propio. Así que, 
Buñuel escogió o encontró el suyo, y ni era el camino más sencillo ni el más complejo, sencillamente fue la senda que eligió para él y para su cine. De ambos, persona y obra, se ha hablado tanto que, de no ser un creador inclasificable y único en su género, el uno y lo otro correrían el riesgo de cansar. Pero él no, pues ni Buñuel ni sus películas más personales saturan o caen en lo común. Son únicas y, por ello, mantienen intacto su interés y su capacidad de provocación, de divertir, de reflejar costumbres y realidades de las distintas épocas vistas por el ojo deformador y sincero del cineasta aragonés. Sus películas, incluso las menos personales, son la imagen de su complejidad y de su afán transgresor, aunque a veces son menos simbólicas de lo que se dijo o dice. Sus films regresan con frecuencia a un punto de partida, que en cada paso andado ya no es un inicio, sino un continuar por los gustos, ideas, sueños/pesadillas, obsesiones y fobias de un autor rebelde y subversivo que, en 1930, también era un radical y joven surrealista que, por fuerza y convicción, realizó su declaración de intenciones en La edad de oro (L'age d'or, 1930), su segunda película y su primer largometraje. No voy a negar que mis preferencias se decantan por el Buñuel que tiempo después interiorizaría el surrealismo, transformándolo en un rasgo de su personalidad y de su pensamiento. Cuando ese surrealismo pasó a ser atributo buñuelesco, y no fruto de un movimiento externo, artístico y de protesta, cobró sentido pleno en su obra, en su camino cinematográfico, y alcanzó dimensión vital. Pero en 1930, el cineasta aún no había experimentado ni vivido etapas que afectarían su maduración como persona y como artista. Quizá por aquel entonces su meta fuese la de ser un cineasta surrealista, quizá el más surrealista de los cineastas, y dicha finalidad, además de protesta contra lo establecido, implicaba innovación. Con La edad de oro consiguió ambas, innovó y molestó con su crítica a la buena sociedad burguesa de la época y a los estamentos que le daban forma. <<En Un perro andaluz no hay crítica social ni de ninguna clase. En La edad de oro sí. Hay un partir pris de ataque a lo que puede llamarse ideales de la burguesía: familia, patria y religión>>2. Buñuel consiguió lo que se proponía: crear, expresar, ofender y molestar; vaya si lo consiguió, y su película fue un sonado escándalo, de tal magnitud, que fue prohibida. La innovación y el descaro del futuro realizador de Las Hurdes (tierra sin pan) (1932) lo confirmaban como el cineasta más surrealista del momento. Años después, recordaría que <<era la primera vez que se utilizaba en el cine la voz pensada>>3, lo que suponía ver una imagen en un lugar y escuchar las palabras en otro, lo cual le permitía jugar con el espacio y el tiempo, jugar con los personajes, con las imágenes y con la percepción del público. Muchos han intentado buscar un sentido único a películas como La edad de oro, y quizá nunca se logre encontrar el que verdaderamente pretendió su responsable en el preciso momento en el que la rodó, pues las imágenes de la película dan pie a interpretaciones varias, de igual modo que provocan reacciones dispares entre quienes la disfrutan o la rechazan, pero ¿a quién podría escandalizar hoy un film que ya no se ve como la intención de un artista en estado de rebeldía, sino como el mito que refleja a ese mismo artista? Por mi parte, no veo La edad de oro como surrealismo, pues nunca tuve la oportunidad de saber cuál era el significado real que los Louis Aragon, André Breton, Paul Eulard, Man Ray,... sentían o daban a lo surrealista, quizá por este motivo, las impresiones que me generaron los distintos visionados del film me llevaron a creer que había visto una sátira cómica de un Buñuel vital que arremete contra los convencionalismos, se burla de ellos, de ahí su incoherencia narrativa, al tiempo que pretende ridiculizar las señas de identidad que le habían sido impuestas por nacimiento y educación, aquellas que, posiblemente, implicaban cadenas morales, límites éticos y estéticos, que decidió romper para aspirar a mayor libertad como individuo y mayor compromiso con su arte cinematográfico y humano.

1.Luis Buñuel. Mi último suspiro (traducción Ana María de la Fuente). Penguin Random House, Barcelona, 2018
2,3.Tomás Pérez Turrent y José de la Colina. Buñuel por Buñuel. Plot Ediciones, S. A., Madrid, 1993.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Barrio gris (1954)



Al inicio de Los olvidados (1950), Luis Buñuel introdujo un rótulo explicativo que apuntaba que en las grandes ciudades, supuestos símbolos del progreso, existían espacios grises donde la miseria era el pan de cada día, y la condena de la infancia a un presente sin esperanza. Nombró Nueva York, París, Londres y, así, finalmente pudo referirse a Ciudad de México sin temor a ser señalado por quienes prefieren no ver. La calificó de <<la gran ciudad moderna>>, halago tras el cual expresó que no es <<la excepción a esta regla universal>>. Aunque la introducción fue empleada como excusa, para evitar un enfrentamiento directo con la censura, las palabras que se leen reflejan una de las múltiples verdades que se pueden encontrar en las grandes superficies urbanas de cualquier época. Sin distinción de nacionalidades, en las metrópolis de aquí y de allí viven miserias, víctimas, ausencias y carencias similares que las hermana y las sonroja. Siguiendo una línea cercana a la expuesta por Buñuel en Los olvidados, Mario Soffici abordó en Barrio gris (1954) la situación de marginados urbanos que sobreviven en un ambiente de carestía en la zona de Buenos Aires. Pero sacar a relucir realidades hirientes, como la pobreza, la violencia o la desesperación que habitaban en las calles, no era tema que agradase a los censores, ya que una película que evidenciaba que no todo era armonía, no reflejaba la ilusión que se pretendía vender. Para evitar posibles contratiempos, como antes que él había hecho BuñuelSoffici se vio obligado a buscar un recurso que alejase su mirada social de la censora. Así, escogió narrar la historia en tiempo pretérito, aunque la voz de Federico (Carlos Rivas), el protagonista y narrador, relata su infancia y su juventud en presente. Dicha voz, cuyo abuso juega en contra de la realidad que muestran las imágenes, evoca su historia después de introducir una secuencia que reaparecerá avanzado el metraje. La voz procede de una sombra que se detiene y contempla a unos niños jugando en el parque. Ese espacio, recuerda, ya no es el aquel barrio pintoresco, suburbano y gris de su infancia. El progreso lo ha transformado. <<Es otro barrio, otra gente, otra infancia>>, acabará afirmando. La imagen idílica del presente, amenazada y observada por el espectro del ayer, apenas ocupa un par de minutos; los justos para dar a entender que lo que vendrá a continuación ya ha acontecido, y que en la época actual todo marcha según lo previsto y dicho por las autoridades. Federico es un niño que abandona la escuela para trabajar en el almacén de don Avelino (Vicente Ariño). Trabaja para ayudar a su madre, que se desloma lavando y planchando por cuenta ajena para mantener un hogar donde nada recuerda a un hogar, solo a la miseria en la que mal viven. El niño crece y se convierte en un joven que continúa trabajando en el mismo local, sin apenas opciones a mejorar social y económicamente. El barrio vive entre las nubes grises de la fábrica donde trabaja su hermano, el alcoholismo, la violencia y los ajustes de cuentas, en la pobreza y en el engaño, así como en la comercialización del sexo. Estas son algunas de las características que definen el espacio y a él lo desorientan, aunque sin ser consciente de su desorientación, pero ¿cómo serlo, si el barrio y sus gentes siempre han sido así? Entre la realidad de las imágenes y la evocación del personaje, Soffici, pionero del cine social argentino, prosigue su relato. Muestra los sueños de Federico, pesadillas más bien, su enamoramiento de Rosita (Elida Gay Palmer), el silencio y el sufrimiento que este siente al ver a la mujer que desea en brazos de Claudio (Alberto de Mendoza), el amigo a quien admira, por su elegancia y porque no necesita trabajar; más aún, lo idolatra al proyectar en él la imagen que desea verdadera: la del triunfador en un entorno que condena a perder. El protagonista revive su pesadilla, la de vivir sin encontrarse, viviendo en la desorientación de no tener identidad propia y en la obligación de complacer a Claudio. Su falta de autoestima y la personalidad frustrada lo convierten al tiempo en víctima y verdugo, pero sobre todo en víctima y verdugo de sí mismo. Soffici señala el ambiente como agente que influye en el comportamiento del desheredado, pero también la ausencia de amor propio, de una figura paternal y de una infancia entendida como tal. Como consecuencia, el personaje interpretado por Carlos Rivas se muestra injusto con Cigüeña (Jorge Morales), su amigo desde la infancia, de quien se avergüenza años después, o con don Gervasio -figura paternal y equilibrada que el director de la película se reserva para sí-, quien ofrece al muchacho la oportunidad que desperdicia, y sumiso con el compañero de juerga, de quien busca aprobación y, hacia el final de la película, a quien culpa de sus errores, cuestión que ya apunta al inicio, cuando de niños le entrega un álbum repleto de dibujos de estampas femeninas desnudas. Pero hagan lo que hagan, sean culpables o inocentes, la única circunstancia que parece cierta es que los chicos de Barrio Gris están condenados. Da igual que asuman la honradez y la inocencia, como escoge Cigüeña, la vagancia, la manipulación y el vivir de las mujeres, que definen a Claudio, o el escudarse tras el muro de autocompasión que, por momentos, se observa en el narrador; pues ninguno encontrará una salida mientras su barrio sea ese y no <<otro barrio, otra gente, otra infancia>>.

lunes, 18 de noviembre de 2019

En el calor de la noche (1967)


Durante años, desde el periodo silente hasta finales de la década de 1950, el cine producido en Hollywood había relegado a la población afroestadounidenses a una situación que no dejaba de ser el reflejo de su cruda realidad social; entre otras, la negación de su identidad por parte del dominio blanco y el ninguneo de su importancia vital en la creación y desarrollo de su país. Salvo excepciones como
Aleluya (HallelujahKing Vidor, 1929), los papeles del hombre y de la mujer negra en el Hollywood clásico eran secundarios. Los más, correspondían a personajes cuyo oficio consistía en servir a la élite blanca, fuese en el norte o en el sur, o su aparición en la pantalla respondía a necesidades cómicas o circunstanciales a la ubicación de las historias. Esto empezó a cambiar con la irrupción en el panorama cinematográfico de actores que, como Sidney PoitierHarry Belafonte o Sammy Davis, Jr., se convirtieron en iconos populares. Pero Poitier fue más allá que ningún otro, y alcanzó un estatus imposible décadas atrás. Se convirtió en objeto de deseo para cualquier etnia, como parece corroborar Adivina quién viene esta noche (Guess  Who's Coming to DinnerStanley Kramer, 1967), y en reclamo de películas en las que —sirvan de ejemplo Fugitivos (The Defiant OnesStanley Kramer, 1958) y La clave de la cuestión (Pressure Point; Hubert Cornfield, 1962)—, su nombre lucía en el primer lugar de los créditos. Además, en la segunda mitad de la década de 1960, conseguía ser uno de los actores mejor pagados de Hollywood y, algo igual de insólito, fue el primer actor negro en lograr un Oscar a la mejor interpretación protagonista. Pero, más allá del premio y de la actuación de Poitier en Los lirios del valle (Lilies of the FieldRalph Nelson, 1963), esta circunstancia vendría a reflejar los cambios en los Derechos de la población afroestadounidense por los que, desde posturas distintas, Malcolm X o Martin Luther King luchaban antes de morir asesinados. En I Am Not Your Negro (Raoul Peck, 2016), el texto del escritor James Baldwin apunta que <<el origen del odio de los negros, es la ira... y el origen del odio de los blancos, es el terror...>>. Las palabras de Baldwin señalan dos orígenes del odio racial. Por un lado, la ira, consecuencia de no ser reconocidos ni tratados como personas, segregados en el sur y en el norte, aunque en este último espacio bajo la aparente igualdad, asumida tras la Guerra de la Secesión, aparente porque maquillaba la indiferencia sufrida y su condena a vivir en ghettos como el Harlem donde creció el escritor. Por otra parte, el terror, el miedo de los blancos a reconocer que junto a sus compatriotas, por ellos oprimidos, formaban parte de realidades incuestionables: el ser natural y, tras la abolición de la esclavitud, legalmente iguales y, tomando como símbolo la unión entre los evadidos de Fugitivos, la de necesitarse. Están unidos, no por cadenas, sino por lazos invisibles cuyo reconocimiento posibilitaría la construcción de sí mismos y la evolución de su país, e implicaría la pérdida de su falsa idea y de su posición de superioridad.


Este odio racial asoma
En el calor de la noche (In the Heat of the Night, 1967), del mismo modo que asoma la necesidad de un reconocimiento y de la reconciliación, así parece apuntarlo la escena final, en las miradas y las sonrisas que Virgil Tibbs (Sidney Poitier) y el jefe Gillespie (Rod Steiger) intercambian en la estación. En esa misma estación, Virgil se apea al inicio de este film dirigido por Norman Jewison —y guionizado por Stirlling Silliphant a partir de la novela de John Ball, a la espera de tomar el próximo tren. Se encuentra de paso y aguarda en la sala donde nada sabe del entorno, hasta que el agente Sam Wood (Warren Oates) lo arresta como sospechoso del asesinato de Colbert, uno de los dos hombres más influyentes de Sparta, localidad ubicada en el estado de Mississippi. Es el sur, donde no se esconde ni se disimula la desigualdad ni los abusos raciales. Por eso, él es el primer detenido, aunque pudo haber sido un vagabundo, como indica la orden del jefe. La detención, abuso del hombre blanco sobre el hombre negro, introduce el tema que interesa a Jewison, que no la trama, cuya intriga no deja de ser la excusa argumental que permite la exposición de una realidad que enfrenta a dos opuestos, que no lo son. El acercamiento permite el conocimiento, y el conocer posibilita el acercarse. Esto resulta fundamental en la relación que se establece entre la pareja protagonista, y aquí hago un alto, para decir que ambos actores son sus personajes, los hacen creíbles y creíble resulta la transformación que se confirma en el policía sureño, hombre solitario y huraño, encerrado en un espacio simbólico que remite al propio sur, cuando ya ha dejado de llamar "muchacho" a Virgil y le invita -como igual- a compartir un trago de whisky en su casa, donde nadie ha estado antes. La relación establecida entre los dos policías, así como la que Tibbs inicia con el entorno, descubre los prejuicios a priorísticos en los blancos —prejuicios de los que no dudan porque no se plantean su existencia— y a posteriori en el inspector de homicidios llegado del norte, fruto de siglos de sufrimiento por el simple hecho del color de su piel. El reconocimiento se produce en Sparta, puesto que se reconoce en la figura de Tibbs a alguien superior a los blancos policías locales, una banda de paletos que nunca se han visto en la situación de resolver un asesinato. Virgil, sí; es un experto, metódico, profesional, culto e inteligente, y esto evidencia las carencias y la ignorancia de los agentes locales, pero también, silenciosamente, despierta el respeto del solitario, rudo e inicialmente racista jefe de policía. El momento que señala el acercamiento entre los supuestos polos, ese instante donde el blanco reconoce que no existe su superioridad respecto al negro, se produce en la bofetada que Virgil devuelve a Endicott (Larry Gates), el terrateniente que reprocha la impasibilidad de Gillespie, pues este no interviene al comprender que el golpe es justo y nada tiene que decir al respecto.


En el calor de la noche prosigue su recorrido por el sur profundo, por un pueblo donde el asesinato pone en peligro la economía local, de ahí que el alcalde insista en en que el inspector Tibbs investigue; y si sale bien, los honores serán para el jefe, y si sale mal, la culpa será para el de Filadelfia. La postura del político indica que nada ha cambiado desde los tiempos de la esclavitud, aunque son los campos de algodón, donde la mano de obra continúa siendo negra, la segregación que se observa en locales y en espacios urbanos o la persecución sufrida por el detective de homicidios, las situaciones que muestran un presente que todavía vive en el pasado. Pero esa época pretérita ya no tiene cabida en el personaje de Poitier. Se ha liberado, ha conseguido su propia identidad y no necesita el beneplácito de una sociedad blanca y paternal en la que estaría atrapado y sometido, sin posibilidad de igualdad. La ausencia de igualdad, sí se observa en el acusado de Matar a un ruiseñor (To Kill a MockingbirdRobert Mulligan, 1962), cuyo destino se encuentra en manos del abogado blanco que lo defiende y demuestra su inocencia, mientras que Tipps rompe con cualquier "paternalismo" que somete y que le impediría ser él mismo, ser la persona que, con identidad propia, no precisa que otros decidan o hablen por él, ni que le digan qué debe hacer, si irse o quedarse. Es un ejemplo de hombre y de persona liberada, sin miedo, ya no al peligro que implica para su seguridad el continuar en Sparta, donde, consciente de su valor y de su valía, no desmerece ante nadie, sea cual sea la posición social o la tonalidad cutánea; en definitiva, no teme, no calla, no se esconde porque está orgulloso de ser quien es.

sábado, 16 de noviembre de 2019

Cowboy de medianoche (1969)



Las primeras películas de John Schlesinger se inscriben dentro del free cinema, aunque su pertenencia a dicha corriente es circunstancial a la época y a la moda de las nuevas olas, más que a los postulados de los que no fue firmante. <<Nunca formé parte de este movimiento>>1, señaló el responsable de Billy, el embustero (Billy the Liar, 1963). Su autoexclusión no resta importancia a la realidad social británica en sus dos primeros largometrajes, pero, a diferencia de los jóvenes airados que hicieron posible el free cinema, su intención era menos combativa, era más cinematográfica, es decir, su objetivo principal era hacer cine, de ahí que no rechazase la oportunidad de realizarlo en Estados Unidos. Su periplo estadounidense se inició con Cowboy de medianoche (Midnight Cowboy, 1969), un film que encuentra sus mejores bazas en su montaje, en su forzada estética underground y en el duelo interpretativo de su pareja protagonista: Dustin Hoffman y Jon Voight, que dan vida a dos jóvenes ingenuos, que sueñan con el paraíso para evadirse de la miseria en la que se encuentran y que les rodea, sea física o moral, y en la que surgen los lazos afectivos que mitigan su soledad y su sufrimiento, aunque no los impide.


En apariencia, Schlesinger retoma en las desventuras del vaquero y su escudero neoyorquino la intención social de sus primeros films, aunque desde una perspectiva a priori más transgresora, y que en aquel momento resultó escandalosa, tanto que le concedieron la calificación X, cuyas aspas apuntaban hacia cierto tipo de puritanismo de mirada intolerante y ausencia de autocrítica, la que quizá posibilitaría mayor tolerancia, comprensión y cierta mejora. Cowboy de medianoche no fue del agrado de aquel puritanismo, similar al que se puede encontrar en cualquier época y en cualquier parte del globo, pero ¿qué película que saca a relucir tabúes, agrada a quien los niega o pretende mantener ocultos? La década de 1960 apuntaba cambios, desorientación, ruptura y también la transformación de la industria cinematográfica, cambios que se vivieron en un país complejo, donde los opuestos no son dos, sino múltiples. El malestar social y el fin del código Hays se dejaron notar en Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967), Easy Ryder (Dennis Hopper, 1969) o este film de Schlesinger, que apuntaban hacia un cine entre pesimista y rupturista, con protagonismo de parejas marginales y sin posibilidad de escapar de la realidad y del desencanto de una nación donde el sueño americano ya no era una aspiración, era el imposible al que parte de la población despertaba.


La realidad y el entorno donde viven los personajes acaba con las opciones de materializar los sueños de Joe (Jon Voight) y Ratzo (Dustin Hoffman), dos marginales que no tienen cabida en ese espacio neoyorquino, ajeno a turistas, por donde deambulan junto a su derrota; que se disfraza de rebeldía y de consumo de alucinógenos en el caso de los moteros del film de Hopper y de criminalidad y violencia en los delincuentes de la película que Penn ambientó durante la Gran Depresión. Los tres títulos, a los que añado en desorden Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, 1969), A sangre fría (In Cold Blood; Richard Brooks, 1967) y otros hasta llegar a Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), apuntaban el desencanto que sentían las nuevas generaciones, su rechazo al orden que se ahogaba en los distintos problemas políticos, bélicos y sociales, complejidades que, hasta entonces, habían sido mitigadas o controladas por la sensación de triunfo y el auge económico que siguió a la Segunda Guerra Mundial, quizá también por la paranoia agudizada por la Guerra Fría y el miedo que se extendía por el país. En la segunda mitad de la década, el cambio generacional se dejó notar con mayor fuerza, en las nuevas modas, en la rebeldía, en la contracultura,... El choque entre lo nuevo y lo viejo era inevitable, y la industria cinematográfica era consciente de que se avecinaba el cambio anunciado tiempo atrás. Más que rebeldes, los cineastas que propusieron rupturas hicieron un favor a un Hollywood que necesitaba nuevos bríos, pues cualquier intento de ruptura estaba controlada o condenada a estarlo, y sino, ya se encargaría la industria de encontrar un camino más conservador cuando llegase el momento. Pero, en 1967, el código Hays fue sustituido por la calificación por edades, y esto posibilitó la violencia explícita, el sexo e inclusos las drogas en la pantalla. Por un lado eran reclamos para atraer público y por otro, en manos apropiadas que los introdujeron con acierto en sus películas, desvelaban el malestar, la falsedad, la podredumbre moral, la desilusión, la desorientación o la necesidad de destruir simbólicamente la sociedad heredada y construir una nueva, quizá mejorada, quizá más justa, quizá simplemente una apariencia distinta de la misma. En los espacios expuestos en Cowboy de medianoche ya no hay rastro de bienestar, sustituido por la miseria en la que viven los protagonistas, aunque, más que inconformismo o rebeldía, en Joe y en Ratzo hay un vano intento de escapar de la realidad a la que no pueden pertenecer, porque no existe un lugar para ellos, ni para que sus promesas y sus ilusiones se cumplan. Ambos se conocen en la periferia social, ambos sueña con encontrar un espacio que les ofrezca la posibilidad de vivir, más que la de ser el vividor que pretende Joe, pero su lugar común es un cuchitril con orden de derrumbe, un lugar donde, a pesar de su apariencia, puede florecer algo hermoso: el amor entre desesperados, entre dos amigos que malviven mientras intentan sobrevivir, a veces del robo, otras del engaño y las menos del sexo que llevó al falso vaquero texano a buscar en Nueva York su vía de escape, tan inexistente como la que Ratzo espera encontrar en su Miami idealizado, aunque, en su caso, quizá se cumpla, ya que sus palabras de gratitud parecen confirman que cierra los ojos creyendo haber alcanzado su sueño.



1.De la entrevista publicada en Seqüències de cinema, nº 2, febrero,1995

jueves, 14 de noviembre de 2019

Juan Soldado (1973)



Reconocido por su labor en el ámbito de las letras castellanas, en enero de 2000, Fernando Fernán Gómez tomaba posesión de su asiento en la Real Academia Española. Por aquel entonces tampoco se dudaba de su contribución al cine, ni se ponía en duda la calidad que atesoran El mundo sigue (1963) o El extraño viaje (1964), dos películas que en su momento fueron condenadas al ostracismo de la no exhibición comercial. Pero, aún hoy, se desconoce uno de sus mejores films, quizá porque ni es un largometraje ni fue hecho para el cine. Juan Soldado (1973) fue un proyecto que Fernán Gómez realizó para televisión española, la única cadena televisiva que, por entonces, emitía en España. Sus cuarenta y cinco minutos de duración le dan forma de mediometraje, aunque después de su exhibición internacional en el festival de Praga, donde resultó premiada, el ente estatal recortó el metraje para su emisión pública, el 24 de octubre de 1973.


El realizador recordaba que le <<pareció insólito que TVE quisiera hacer una historia como esa>>1, inspirada libremente en un relato de Fernán Caballero (seudónimo de Cecilia Böhl de Faber y Larrea), que a su vez había hecho lo propio a partir del cuento popular Juan sin miedo. Ante la posibilidad que se le presentaba, el cineasta se replanteó sus ideas respecto a la cadena televisiva, al creer <<que sí eran posibles en TVE cosas que dentro de la industria privada del cine no resultaban factibles>>2. Pensó <<que por metraje y por índole de películas, las posibilidades que me ofrecía TVE, eran mucho más interesantes, para un creador aislado, para un francotirador, como puedo ser yo>>3. Comedia y fantasía, Juan Soldado resulta tan atípica como lo fue su máximo responsable, una película que escapa del tiempo y del espacio concretos para ubicarse en la irrealidad de la antesala celestial, espacio que se descubre después de iniciadas las andanzas del protagonista.


El inicio y el final de Juan Soldado muestra al mismo coro de niñas y niños, cantando la misma canción sobre el personaje. Entonan que estuvo allí, pero que ellos no lo han visto, lo cual confirma que el recién licenciado del ejército, más que un ser real, es alguien imaginado por el folclore popular, una especie de salvador que <<ni debe ni teme>>, como él mismo no se cansa de repetir ante cualquiera que ose poner en duda su valor.
 Este viejo militar ha dedicado veinticuatro años de su vida a servir al rey, pero, por cuestiones de reglamento, lo licencian sin más premio que una libra de pan y seis maravedíes. Así son las ordenanzas del sistema militar que Fernán Gómez satiriza en una de las escenas más logradas, surrealistas y subversivas del film. Bravo, optimista y generoso, lo demuestra cuando comparte su pan y sus monedas con la pareja de caminantes que se le aparecen en tres ocasiones consecutivas, a Juan Soldado le es concedido un deseo como recompensa a su triple buena acción. Famélico y con el morral vacío, no duda y pide que todo cuanto anhele vaya a parar a esa bolsa que se llena de naranjas, de ristras de chorizo e incluso de un jamón que escapa de su legítimo dueño. La película, escrita por Lola Salvador Maldonado, rebosa inventiva, rebeldía y comicidad desde la visita del héroe al oficial (Luis Marín) que lo licencia, porque lo dicen las ordenanzas, y él se debe a ellas y al polvo de su oficina. Otro momento que sorprende por su ruptura, descubre a Juan narrando sus experiencias a un grupo de niños, que escuchan sus andanzas, pero lo hacen en la sala de recepción del cielo. Ninguno de los encuentros que componen este film televisivo de Fernán Gómez tiene desperdicio, ya sea el triple con Pedro (Manuel Torremocha) y Jesús (Manuel Sierra), a quienes ofrece cuanto posee sin saber quienes son o su enfrentamiento con el temible Asombro (Enrinque Camoiras), alma en pena a la que libera de su condena. En apariencia ambos encuentros no tienen puntos comunes salvo el protagonista, pero cobran sentido conjunto cuando se produce la victoria de Juan sobre la diablesa (Emma Cohen) y Lucifer (Kiko Viader), con la cual libera a los condenados del infierno, y su apertura de las puertas celestiales, que posibilita el paso a todas las almas. Esto es precisamente lo que quiere el soldado, así se lo hace saber a San Pedro cuando trata de impedírselo, pero quién podría detener a quien <<ni debe ni teme>> y posee un morral mágico que le permite romper el orden y liberar a sus semejantes; aunque, como parece aclarar la canción, solo forma parte de la fantasía, de la ilusión de libertad y de celestial anarquía.


1,2,3.Antonio Castro. El cine español en el banquillo. Fernando Torres Editor, Valencia, 1974.

martes, 12 de noviembre de 2019

El desprecio (1963)



En la novela El desprecio (Il disprezzo, 1954), el protagonista escribe sobre su matrimonio, habla de sus sospechas de que su mujer ya no le ama, de la confirmación de esa nueva realidad en la que sale a relucir el desprecio que ella afirma sentir hacia él, pero también comenta aspectos sobre su labor de guionista, que define de tal manera que acaba comparándolo con la finalidad perseguida por el mercenario. Más o menos, Alberto Moravia viene a decir por boca de su personaje, que un guionista no se expresa en las películas que interviene, siendo el director quien se expresa a partir el libreto escrito. Por lo tanto, para quien idea, esa pérdida de identidad artística resulta insatisfactoria, cuando no humillante, aunque continúa escribiendo películas por dinero. Guionista durante los primeros años de la década de 1940, Moravia introdujo en El desprecio parte de sus sensaciones sobre su relación con el medio cinematográfico, aunque esto no deja de ser un tema secundario en la narración. El escritor sí pudo expresarse en su novela y, partiendo de ella, Jean-Luc Godard hizo lo propio.


Así,
El desprecio (Le mépris, 1963) de Godard convierte a Ricardo Montaldi en Paul Javal (Michel Piccoli), lo que permite al cineasta borrar la subjetividad del personaje literario y asumir su propia obra, la cinematográfica. Prescindir del narrador en primera persona y conceder voz a ambos y a ninguno de los miembros del matrimonio protagonista, suaviza el conflicto que Ricardo describe en su reflexión literaria, con la que pretende explicarse y justificar lo vivido, quizá tergiversando hechos y omitiendo situaciones. En sus memorias busca comprender el por qué del desprecio que Emilia, Camille (Brigitte Bardot) en el film, dijo sentir por él. Si el primer cambio se produce en la supresión del análisis introspectivo en pasado del guionista, el segundo resulta una consecuencia directa, que permite a Godard desarrollar su acercamiento al cine, más que a la pareja o a la interioridad de Paul-Camille, en un tiempo que se antoja presente, aunque, en el realizador nacido en París, romper con la narrativa habitual es una necesidad casi fisiológica, de ahí que, a mitad del metraje, marido y mujer adquieran por un instante voz interior, pretérita y subjetiva. Esta breve intervención de sus conciencias genera la sensación de ser prescindible, más que nada resultan forzadas para romper la linealidad de un film que, en sí, es una declaración de intenciones de su responsable.


El inicio de
El desprecio, durante un rodaje en Cinecittà, ya es un homenaje al cine admirado por el realizador de Banda aparte (Bande à part, 1964). En ese momento —como Orson Welles hizo antes que él y Truffaut haría después en Fahrenheit 451 (1966)—, el cineasta franco-suizo introduce los créditos verbalmente. Nombra a Moravia, como autor de la novela, a los técnicos y a los interpretes, entre quienes escuchamos el nombre de Fritz Lang, que, más que al realizador alemán que asoma por las páginas de la novela, se interpreta a sí mismo y a la figura del cineasta admirado e idealizado por los miembros de la Nouvelle Vague, el artista que resiste, el autor de las películas, y el único de los personajes que se mantiene inalterable al final del film, cuando continúa rodando la versión cinematográfica de la Odisea y se confirma como el único imprescindible, pues suya es la mirada que Ulises asume a su regreso a Ítaca. Godard se reserva un pequeño papel en El desprecio, apenas perceptible, pero de importancia discursiva, ya que asumir para sí mismo el rol de ayudante de dirección del maestro, redunda en la idea de que el artífice de Al final de la escapada (A bout de souffle, 1959) acepta a Lang como una de sus influencias directas y al director como principio y fin de cualquier película, pues, como reflexionaba Montaldi, este es quien se expresa, y no el productor interpretado por Jack Palance, que aboga por el cine-espectáculo comercial, o el guionista encarnado por Piccoli, a quien en la adaptación cinematográfica se concede la perspectiva psicoanalítica que de Odiseo y Penélope expone en la novela el realizador alemán.

lunes, 11 de noviembre de 2019

Buñuel en el laberinto de las tortugas (2018)


Al inicio de las apenas dos páginas que, en sus memorias, dedicó a Las Hurdes (Tierra sin pan) (1933), 
Luis Buñuel recordaba que <<había en Extremadura, entre Cáceres y Salamanca, una región montañosa desolada, en la que no había más que piedras, brezo y cabras: Las Hurdes. Tierras altas antaño pobladas por bandidos y judíos que huían de la Inquisición...>>1. Su ya mítico documental, prohibido después de su estreno porque proyectaba una imagen que <<denigraba a España>>2, se convierte en uno de los ejes sobre los que gira Buñuel en el laberinto de las tortugas (2018). Los otros pilares que sostienen el acercamiento cinematográfico de Salvador Simó al cineasta de Calanda son la relación que este mantiene con el anarquista Ramón Acín, que cumplió su palabra y produjo la película tras haber ganado un premio en la lotería, y la personalidad del realizador, definida en el film a partir de obsesiones, gustos, de su afán transgresor o su desorientación vital.


El personaje llega al público desde la mezcla de supuesta realidad y de sueños que remiten a su infancia y su juventud, a su complicada relación paterno-filial, a la idealización de la madre, a su obsesión con la muerte —referencia constante, incluso uno de los personajes oníricos apunta a la muerte cansada de Las tres luces (Der mude töd; Fritz Lang, 1921), la que le abrió los ojos al cine—, su afición a las armas —<<se la debo a mi padre>>3, o a su ruptura con Salvador Dalí. La introducción de las alucinaciones, pesadillas en su mayoría, quizá pretendan una explicación freudiana que justifique la personalidad del realizador de Los olvidados (1950), otro título fundamental que, en su aparente realismo, conecta con Las Hurdes, pero, más que nada, la sucesión de sueños redundan en las ideas que el imaginario popular se ha hecho del calandés.


En esta biografía animada e imaginada, inspirada en el cómic homónimo de Fermín SolísSimó recrea lo que pudo ser, no lo que fue, recrea situaciones, algo que también Buñuel hizo en su documental sobre la comarca extremeña, John Huston en La batalla de San Pietro (San Pietro, 1945) o, ya en los orígenes del género, Robert Flaherty en Nanuk el esquimal (Nanook of the North, 1922). Pero de las complejidades de un hombre como 
Buñuel, y de aquel rodaje en el que <<nos fuimos a Extremadura... Eli Lotar, Pierre Unik y yo>>4, poco más se puede hacer que especular a partir del mito, de sus declaraciones y, sobre todo, de sus películas más personales, en las cuales dejó constancia de sus obsesiones y de su pensamiento. Respecto a este ilustre desconocido, Max Aub escribió en el prólogo de sus conversaciones con el cineasta que <<para dar a entender lo que es el cine de Luis Buñuel —tan personal— me interesa saber quién es ese extraño ser que anda por el mundo, horripilado por las arañas [...] Ese extraño ateo que habla continuamente de la Iglesia católica; ese amigo de las armas, y no más cobarde que cualquier hombre, que huye de toda contienda aunque ésta pueda servir a sus ideas. Antes o después se puede hacer el examen de su obra con relación a los demás, pero para comprenderla hay que intentar saber quién es>>5. Y esta es una de las pretensiones de Buñuel en el laberinto de las tortugas, explicar al hombre, sus obsesiones y su complejidad, a partir de la filmación de su documento cinematográfico, donde deja su impronta y adultera la realidad para transformarla en su visión de un espacio olvidado por el tiempo y por la civilización, un lugar para él fascinante, adonde accede en compañía de Acín, y posteriormente se les unirán Pierre Unik y el cámara Elie Lotar. Allí se encuentra con el ser humano natural, el más cercano a este, alejado del corrompido por la sociedad burguesa, la rechazada por el surrealismo.


¿Fue ética la postura asumida por el cineasta aragonés? Ni
Solís en su novela gráfica ni Simó en su película juzgan al cineasta, aunque ambas propuestas puedan inducir a plantearse tal cuestión. Lo que sí parece evidente es que si Buñuel adulteró la realidad para llevar a cabo su propósito, ¿por qué no hacer lo propio con un "cómo se hizo" de Las Hurdes? Acaso, ¿la realidad, la que señala la Historia, no la forman diferentes interpretaciones de hechos, especulaciones, intereses y olvidos, unos involuntarios y otros voluntarios? Consciente de la posibilidad de acceder al cineasta desde la idealización del rodaje y de la estancia en la Extremadura de 1933, durante los meses de marzo y abril, el director dibujado se descubre desorientado, obsesivo, radical, provocador, pero también sentimental y humano, que busca agitar conciencias dormidas, busca lo que cualquier surrealista que se precie, busca con su rechazo y su exageración transformar la sociedad del momento en una más justa y menos deshumanizada.


1.Luis Buñuel. Mi último suspiro (traducción Ana María de la Fuente). Penguin Random House, Barcelona, 2018

2,3,4,5.Max Aub. Conversaciones con Luis Buñuel. Aguilar, Madrid, 1985