martes, 1 de junio de 2021

Los lirios del valle (1963)


El cine de Ralph Nelson depara encuentros entre personas en apariencia ajenas, que nada tienen que ver las unas con las otras, puesto que provienen de espacios y costumbres distintas, en ocasiones incluso contrarias. Se desconocen, pero su encuentro establece una vía de comunicación que les permite descubrirse. De ese modo se acercan, intiman y se valoran. Esto se repite en Nelson, que simpatiza con hombres y mujeres que habitan la periferia o fuera de los márgenes donde se encuentran y establecen lazos o vínculos comunitarios como los de las cinco monjas, la comunidad hispana y Homer Smith (Sidney Poitier) cuando colaboran en la edificación de la capilla. Pero Los lirios del valle (Lilies of the Field, 1963) no ha pasado a la historia del cine por su optimismo, ni por su amabilidad o sus buenos sentimientos, ni por el buen hacer de Nelson detrás de la cámara. El film forma parte de la cultura cinematográfica y de la memoria popular por ser la primera película en la que un actor negro ganaba el Oscar a la mejor interpretación principal del año. El premio recibido por Sidney Poitier, que también fue galardonado en Berlín con el Oso de plata por su Homer, rompía una barrera hasta entonces solo bordeada por el Oscar secundario de Hattie MacDaniel por su rol en Lo que el viento se llevó (Gone to the Wind, Victor Fleming, 1939). En Los lirios del valle, Homer es el protagonista de la historia, pero resulta curioso que no exista conflicto racial entre el personaje y su entorno, ausencia que no se descubre en el resto de grandes papeles interpretados por Poitier durante aquellos años en los que se convirtió en una de las más grandes estrellas de Hollywood. Y no se descubre porque se trata de un entorno pobre, marginal, habitado por olvidados del mundo y de la sociedad, donde sí habría cabida para el racismo contra el que se enfrentan sus personajes en Un rayo de luz (No Way OutJoseph L. Mankiewicz, 1950), Fugitivos (The Defiant Ones, Stanley Kramer, 1958) o En el calor de la noche (In the Heat of the Night, Norman Jewison, 1967). El Homer interpretado por Poitier es nómada e individualista, no representa a ninguna comunidad, y rechaza cualquier pertenencia grupal. Su presentación deja claro que es un viajero que intenta ser dueño de sí mismo, sin límites sociales ni barreras raciales. Su hogar es su coche y no necesita más para ir de aquí para allá, realizando trabajos esporádicos, que ese viejo vehículo, sus herramientas y sus manos. Así gana lo suficiente y sigue hacia donde le lleve el momento y el destino. Y ese instante, al inicio del film, le conduce a una granja donde descubre a cinco mujeres que le miran como si fuera alguien esperado. Eso es para la madre Maria (Lilia Skala), un enviado del cielo, ya que, como monja, cree en la providencia divina.


Como en otros tantos personajes de Nelson, las cinco hermanas y Homer son marginales. Ellas viven en el desierto, han recorrido más de 13.000 kilómetros desde Europa Central hasta Arizona, apenas conocen el idioma, son extranjeras y tan pobres como los miembros de la comunidad que acude los domingos a la misa que el padre Murphy (Dan Frazer) oficia en la parte trasera de su vieja camioneta. Por su parte, Smith es un nómada que vive en su coche y aspira a la libertad del viajero hasta que el destino y su contacto con las monjas parecen retenerlo. De la unión y comunión de estos personajes, el director de Operación Whisky (Father Goose, 1964) logra crear un film emotivo y optimista que rompe cualquier barrera posible, con notas de humor y pleno de humanidad. Esta se respira durante todo el metraje, alcanzando tras los tira y afloja entre Homer y la superiora —cuyo constante enfrentamiento no esconde la admiración mutua, ni una especie de relación materno-filial— la armonía que caracteriza a la comunidad cuando se une en la construcción de la capilla; aunque, inicialmente, esa colaboración no resulta del agrado del “gringo”, como amistosamente le llaman los hispanos. Homer quiere construirla solo. Es su obra, es su firma, su milagro y quizá, sin ser consciente, el seguro celestial del que habla Juan (Stanley Adams). Pero superado ese primer instante de rechazo, se convierte en el “jefe” que pone orden, a quien todos acuden, y quien indica cómo llevar a cabo la construcción del edificio, una construcción que se levanta a la par de la edificación humana de una comunidad que supera su pobreza con generosidad, sin envidias y unida por el deseo de poseer un lugar donde celebrar sus ritos.




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