<<La comedia nace en las komai, o sea en las aldeas de campesinos: era una celebración burlesca al final de una comida o de una fiesta. No habla de hombres famosos ni de gente de poder, sino de seres viles y ridículos, aunque no malos. Y tampoco termina con la muerte de los protagonistas. Logra producir el ridículo mostrando los defectos y los vicios de los hombres comunes. Aquí Aristóteles ve incluso un valor cognoscitivo, cuando, a través de enigmas ingeniosos y metáforas sorprendentes, y aunque nos muestre más cosas distintas de lo que son, como si mintiese, de hecho nos obliga a mirarlas mejor, y nos hace decir: Pues mira, las cosas eran así y yo no me había dado cuenta. La verdad alcanzada a través de la representación de los hombres, y del mundo, peor de como nos los muestran los poemas heroicos, las tragedias y las vidas de los santos. ¿Estoy en lo cierto?>>
Umberto Eco: El nombre de la rosa.
A tal pregunta, ¿qué responder, salvo afirmar o negar, según quien conteste? Por mi parte, no voy a negar las palabras de Guillermo de Baskerville, que afirman que la comedia sirve para despojar a la realidad de los distintos velos que la cubren. Esto también parece ser la idea que rige la obra cinematográfica de Luis García Berlanga, cuyas sátiras asumen la caricatura de su época, de hombres y mujeres cuyos comportamientos invitan a la risa al tiempo que nos desvelan realidades sociales para nada divertidas. Hoy, pocos pondrían en duda que Berlanga fue y será uno de los mejores directores y guionistas que ha dado el cine español, ni una mirada única, valiente, certera, satírica, guasona.
<<Berlanga crea los planos al servicio de la historia y del diálogo>>
Pedro Beltrán, en Carlos Cañete y Maite Grau: Bienvenido Mister Berlanga.
Las comedias de Berlanga tienen una composición en apariencia sencilla, pero su preparación resulta compleja. Por ejemplo, su uso del plano secuencia: el encuadre, los espacios, los números personajes funcionan sin llamar la atención dentro del conjunto y, para lograrlo, se precisa un trabajo minucioso en el que todo encaje en su momento y fluya sin que se note. De ese modo logra no llamar la atención sobre la imagen, porque esta obedece a la historia que nos cuenta, a un guion elaborado y a una intención clara, en la que introduce un tema que se repite a lo largo de su obra y que se descubren en un personaje (o personajes) sobre el que se impone una fuerza externa que le zarandea y le lleva a donde no quiere ir. El reparto coral de sus films, a menudo resalta la derrota del individuo frente al entorno o conduce a esos individuos “centrales” hacia ella. Son los casos de Plácido, José Luis, el verdugo a la fuerza, el protagonista de Tamaño natural (1974) (en la que no hay “coralidad”), el personaje de José López Vázquez en Vivan los novios (1969) o el de Saza en La escopeta nacional (1978); y, exagerando tres pueblos y de camino hacia el cuarto, el de José Isbert en Los jueves, milagro (1957), que tiene que hacer de santo a la fuerza, aunque espere beneficiarse con ello. La intención de Berlanga queda clara desde su inicio en Esa pareja feliz (1951), pero agudiza su discurso y su humor negro a raíz de su encuentro con Rafael Azcona. Desde entonces, su cine abandona cualquier rasgo amable, como puedan tenerlos dos cuentos irónicos y satíricos como Bienvenido, Mr. Marshall (1952) o Calabuch (1956). En ambas, los individuos zarandeados, aún no son seres atrapados y patéticos que sufren frente a un espacio marcado por la insolidaridad social, por los intereses individuales, por egoísmos propios y ajenos, por los agentes externos que los condena a su derrota existencial; es decir, a vivir sin poder elegir cómo. Los casos más evidentes quizá sean los de Nino Manfredi en El verdugo (1963) y López Vázquez en Vivan los novios.
<<En la comedia, lo verosímil es fundamental porque el espectador se ríe de situaciones que le podrían ocurrir a él>>
Berlanga, en Carlos Cañete y Maite Grau: Bienvenido, Mr. Berlanga.
El cineasta valenciano debutaba en la realización con Esa pareja feliz (1951), comedia codirigida con Juan Antonio Bardem, en la que apuntaba una mirada irónica hacia la realidad en la que viven sus protagonistas. Sin embargo, la situación política por la que atravesaba el país provocó sus continuos choques con una censura rígida que, en lugar de acallarlo, parecía avivarle la inventiva, de la que se nutre el humor que disfraza su mirada crítica, que resultaba molesta para la guardiana de la perfección moral de la patria, la misma imperfección que el director reflejaba humorística y magistralmente en sus obras. Respecto a su relación con la censura, comentaba en sus entrevistas con Cañete y Grau que <<a pesar de haber militado en ningún partido, he sido el director más censurado por el régimen, el que tenía más películas prohibidas>>.
<<En todas mis películas he tratado el tema de las relaciones del hombre con la sociedad>>, señalaba Berlanga la temática que se repite a lo largo de su obra fílmica, la cual, desde el humor, aborda situaciones que empujan a sus personajes, caricaturas de personas tan comunes que podrían ser cualquiera, incluidos pícaros, marginados o los incluidos a la fuerza en esa sociedad imperfecta a la que no podrán vencer ni de la que podrán escapar. Su afán por desenmascarar esa realidad oculta “obliga” a que sus películas sean comedias, un género que bien utilizado resulta lo expresado por Guillermo de Baskerville en El nombre de la rosa. Un magnífico ejemplo lo encontramos en El verdugo (1963), en la que el humor desvela la realidad de los protagonistas y de la sociedad en la que viven. Apenas sin darse cuenta, José Luis se descubre obligado a aceptar un trabajo que detesta y a una mujer que, siendo también víctima de la mentalidad de su época, ve en él la vía para alcanzar la estabilidad social, la que cree le concede tener marido y piso a estrenar. Empujado por las circunstancias, por necesidades que no lo son, o que lo son por imposición, y por su incapacidad de negación, se deja llevar por el conformismo y por la aceptación que amenazan poner fin a sus valores y deseos. El conformismo social está representado magistralmente en el personaje de Nino Manfredi —la primera elección del realizador había sido José Luis López Vázquez, sin embargo, al tratarse de una coproducción hispano-italiana, se acordó que el actor tenía que ser italiano—, y también en los de Emma Penella y José Isbert (ambos memorables). Otra muestra de la lucidez de Berlanga es el primer largometraje en el que trabajaba con Rafael Azcona, con quien había colaborado en el cortometraje Se vende un tranvía (Juan Estelrich, 1959). Plácido (1961) satiriza abiertamente la hipocresía social. Llevar a un pobre a cenar en fechas navideñas limpia la conciencia de una clase acomodada que el resto del año vive sin prestar la menor atención a la miseria que existe a su alrededor. Durante el metraje observamos como Plácido, un trabajador que apenas tiene para alimentar a su familia, se desvive para pagar las letras de su motocarro (su principal herramienta de trabajo). Así se ve inmerso en una serie de situaciones cómicas que reflejan, en tono grotesco, la limpieza de conciencia de una sociedad plenamente dominada por un bienestar que no desea perder ni compartir, salvo en Noche Buena. Estas dos obras maestras nacen de su colaboración con Azcona, con quien colabora en sucesivas películas de indudable calidad. Ambas marcan un antes y un después en la filmografía del cineasta, a la que dotan de mayor acidez y carga crítica.
<<Luis es fiel a sus actores y sabe bien a quien elige para representar a los personajes que ha creado. A mí me ha elegido hasta en diez películas. Creo que Berlanga es uno de los cineastas más importantes de la historia del cine español. Después de los años cuarenta y hasta estos momentos, hay tres cineastas españoles que, para mí, son los mejores: Buñuel, Berlanga y Fernán Gómez, sin descalificar por ello a profesionales de la talla de José Luis Sáenz de Heredia, José A. Nieves Conde o Victor Erice, que me parece importantísimo en el panorama del cine español actual, pero si me dicen que elija a tres, ya los he citado.>>
Agustín González, en Lola Millás: Agustín González. Entre la conversación y la memoria.
Años antes de su encuentro con Azcona, se produjo el debut en solitario de Berlanga en la dirección con Bienvenido, Mister Marshall (1952), una comedia que se ubica en un típico pueblo castellano donde sus vecinos preparan ilusionados el recibimiento de un grupo de diplomáticos estadounidenses, en quienes desean ver a una especie de reyes magos que harán realidad sus deseos. Esta divertida comedia costumbrista satiriza amable la situación de aquella España rural que espera en el plan Marshall una salida que ponga fin al atraso tecnológico —hay en el pueblo quien sueña con un tractor— y, como consecuencia, a la pobreza y hambruna de la larga posguerra que se dejaba atrás a inicios de la década de 1950. Posteriormente, rueda Novio a la vista (1953), comedia basada en un guion de Edgar Neville, a la que le siguen dos simpáticas comedias: Calabuch (1956) y la más ácida Los jueves, milagro (1957), tras la cual inicia su relación profesional con Azcona. Dejando atrás los fracasos que significaron La boutique (1967) y espléndida Vivan los novios (1969), rueda Tamaño natural (1973), en la que la soledad —la imposibilidad, más bien— de un hombre (Michel Piccoli) se agudiza en su relación/fuga con una muñeca que no logra liberarle de las cadenas que le asfixian. Junto Plácido y La escopeta nacional, quizá esta coproducción hispano-francesa sea uno de sus films más personales, arriesgados y queridos, aunque, en España, no fue estrenado hasta 1978. Durante la Transición, tanto la situación política como la social le brindan temas y personajes para caricaturizar en La escopeta nacional (1977), cuyo éxito depara Patrimonio nacional (1980) y Nacional III (1982). Los tres títulos componen su trilogía nacional, que satiriza situaciones de la joven democracia y a los personajes que pretenden sacar provecho del momento, propicio para todo tipo de tejemanejes y de avispados sin escrúpulos. Tras la trilogía, retoma un viejo proyecto y da forma a La vaquilla (1985), en la que se acerca a la Guerra Civil con el protagonismo de Alfredo Landa. Sus últimas películas —Moros y cristianos (1987), Todos a la cárcel (1993) y París-Tombuctú (1999)— no por más irregulares en su conjunto carecen o pierden la intención satírica de un cineasta que hizo del humor y de la comedia una forma de mirar la sociedad y de ver a sus particulares.
Las cuatro verdades (Les quatre vérités) (1963) (episodio)
Moros y cristianos (1987)
El sueño de la maestra (2002) (cortometraje)
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