miércoles, 18 de mayo de 2011

Bienvenido, Mister Marshall (1952)


Entrada la década de 1950, la Europa del plan Marshall despegaba su desarrollo económico mientras que, sin plan ni más ruta que la nacionalcatólica del franquismo, España pasaba por momentos económicos y sociales muy mejorables. Esto ya no era novedad alguna, pero, por lo visto, lo que no estaba tan claro era que, para salir de aquella precaria situación, el cambio en la política, mejoras en el sistema educativo o un trabajo bien hecho eran opciones más fiables en sus resultados que la oración, los milagros, las fiestas de guardar o las romerías populares. Para hacer hincapié en esto, tanto Juan Antonio Bardem como Luis García Berlanga escribieron el guion de ¡Bienvenido, Mister Marshall! (1952) —y se desconoce hasta qué punto contribuyó Miguel Mihura; el escritor y humorista nunca se atribuyó ser parte— con la clara intención de satirizar ese comportamiento social que se individualiza en la ilusión que se apodera de un pueblo castellano (que podría generalizarse a todo el país) ante la inminente llegada de las ansiadas  ayudas del exterior —tras años de aislamiento internacional.
 La precisión y riqueza narrativa, satírica y costumbrista de la presentación y de la primera parte de la película son de las más ágiles y joviales que puedan verse y sentirse en una comedia. El dominio de las situaciones que Berlanga va exponiendo es total, gracias al ritmo que imprime y recorre Villar del Río; y a la soberbia actuación de la voz de Fernando Rey, cuya función de narrador y guía ayuda lo suyo para acercarnos el espacio y personajes tan caricaturescos como populares e inolvidables. Hasta que la luz de la última casa del pueblo se apaga, tras la proyección de la película del oeste, ¡Bienvenido Mister Marshall! anuncia intereses cinematográficos que Berlanga irá desarrollando a lo largo de la década en otras indispensables como Calabuch (1956) o Los jueves, milagro (1957), otros dos grandes ejemplos de la coralidad, el esperpento, la sátira y la ironía de un cineasta clave más allá de la comedia y de la cinematografía española.


En las mentes de las vecinas y de los vecinos se desborda la fantasía e imaginan que los visitantes estadounidenses les ofrecerán cuanto necesitan, con tan sólo pedirlo, para abandonar la carestía dominante. Más que estadounidenses, para los habitantes de Villar del Río —en realidad, para abaratar costes, el pueblo madrileño de Guadix de la Sierra— los americanos son Reyes Magos. Esta ilusión lleva al pueblo a realizar un esfuerzo económico para celebrar un gran recibimiento —no hay dinero para cosas más importantes, pero sí para un gasto inútil. Inicialmente, no son los habitantes los que pretenden engalanar su villa, sino que reciben la orden de instancias superiores que desean dar una imagen jovial y de gratitud hacia aquellos a quienes quieren convencer de la alegría española y de la buena disposición de sus habitantes. Una vez más, observamos la constante de basar la sociedad en la imagen que se muestra de puertas hacia fuera. Sin embargo, la que iba a ser la segunda película del dúo Berlanga-Bardem, acabó siendo la primera
 película en solitario de Luis G. Berlanga, debido al empeño de la productora en dejar fuera del proyecto a Juan Antonio Bardem, quien ante la falta de liquidez había vendido sus acciones de la misma, lo cual no fue del agrado de los directivos. Como consecuencia, el reconocimiento internacional del film, premiado en Cannes, recayó en Berlanga, aunque tres años después Bardem sería recompensado en el festival francés por Muerte de un ciclista (1955).


Esta inolvidable comedia presenta personajes habituales de cualquier pueblo español de la época. Son personas que representan a todo un conjunto, y en sus diálogos se encuentra los sueños y desilusiones de muchos de sus compatriotas. Las relaciones entre ellos son, a pesar de las diferencias e incluso discusiones, amistosas. Todos se conocen y cada uno forma parte de su cotidianidad y de la del vecino. Son personajes y caricaturas, pero interpretados de tal manera que adquieren vida y cercanía, destacando los impagables 
Manolo Morán y José Isbert. En en ellos recaen los mejores momentos del film, como puede ser el discurso en el balcón del pueblo. Como señalo arriba, la presencia de la voz de Fernando Rey es un recurso indispensable que deambula por el metraje como si de un todopoderoso Cicerone se tratase, uno que igual detiene el tiempo que baja el tono y susurra para no molestar al durmiente del ayuntamiento, o uno que conoce los sueños y cualquier rincón del pueblo donde nos explica quiénes son o qué hacen los habitantes de esta divertida sátira que se burla de sus personajes, aunque lo hace con amor hacia ellos y con mala leche hacia el comportamiento de una sociedad pasiva que deposita sus esperanzas en ilusiones vanas, olvidándose del esfuerzo común que, quizás, podría cambiar su rumbo.

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