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lunes, 15 de abril de 2019

El barco fantasma (1943)


<<Íbamos a investigar en los sets donde se hacían películas de mayor presupuesto, porque a veces dejaban en pie los decorados durante un tiempo, después de acabar la película. Nos juntábamos con Val Lewton y otros, e íbamos en plan sigilosos y rodábamos algunas escenas allí. En otra ocasión encontramos unos decorados donde se había hecho una película de presupuesto A sobre un carguero y Val Lewton dijo: "Hagamos aquí otra película, se llamará Ghost Ship". Y la dirigió Mark Robson>> (1) Escrito aquí, fuera de contexto, el recuerdo de Robert Wise podría generar la falsa idea de que materializar una película de bajo coste, como lo fue El barco fantasma (The Ghost Ship, 1943), resulta sencillo, pero también existe la posibilidad de reflexionar sobre sus palabras y entrever las carencias a las que se enfrentaba la unidad dirigida por Lewton para levantar sus proyectos, dificultades que, vistos los resultados obtenidos, superaron con creces. Los obstáculos, entre ellos la falta de tiempo, de dinero y de materiales, fueron sorteados gracias a una combinación de talento, creatividad, profesionalidad e ingenio, empezando por los del propio productor y continuando por los de Jacques Tourneur, Mark Robson y Robert Wise, que se relevaron en la dirección de los títulos que componen el ciclo. Aunque nada de esto sería tal como lo descubrimos hoy, sin la maestría de Nicholas Musuraca iluminando y fotografiando claroscuros, sin las partituras de Roy Webb o los decorados de Albert S. D'Agostino y Walter E. Keller, quienes con poco eran capaces de mucho. Vistas hoy, parece fácil, pero no era frecuente que con mínimos recursos materiales los resultados cinematográficos fuesen máximos; pero así fue y esto viene a corroborar que el dinero no sustituye al ingenio, ni a la profesionalidad ni al buen ambiente de trabajo, aunque a veces facilite y ayude a mejorarlo, también implica concesiones que limitan la libertad de los profesionales.


Lo importante, al menos para este equipo, era encarar el primer momento: el "o se hace la película o no se hace", y de la elección afirmativa se pasaría a aprovechar cualquier oportunidad que no significase gastos extra, pero sí el aumento de posibilidades, como corroboran las palabras de Wise, miembro del equipo que entre 1942 y 1946 confirió mayor profundidad psicológica al cine de terror. Esta intención psicológica la descubrimos a lo largo de los títulos, que abordan desde la represión sexual a la sumisión de los personajes, o en el caso de este film dirigido por Robson navega por un inquietante análisis sobre la autoridad, tanto de quien la ostenta totalitaria como de quien la padece y acepta sin cuestionarla, y por supuesto de aquel que pretende poner fin a lo que considera una obsesión enfermiza. El rebelde es Tom Merrian (Russell Wade), el inexperto oficial que, recién salido de la academia naval, se enfrenta a su primera travesía. Su puesto, tercer oficial a bordo; su buque, el mercante Altair, el reino del totalitario capitán Stone (Richard Dix). Durante los primeros días en alta mar, la bisoñez de Tom le incapacita para vislumbrar la realidad, ya que no puede más que sentir admiración por el oficial al mando, y en ese instante, la imagen de la experiencia, entre paternal y sabía, tras la que se esconde la totalitaria que Merrian descubrirá tras la muerte de Louie Parker (Lawrence Tierney). Antes del trágico y no accidental suceso, las imágenes se abren a la nocturnidad portuaria, iluminada por Musuraca, e introducen el encuentro de Tom y un mendigo invidente. Este momento presenta al personaje y al tiempo apunta las sombras que dominarán durante la travesía. Más inquietante resulta la siguiente secuencia, sobre la cubierta del barco, cuando la música de Webb acompaña al plano de Finn (Skelton Knaggs), a quien no oímos hablar, pero sí escuchamos sus pensamientos. Robson ha plantado la semilla de la duda, de la inquietud, y generado una atmósfera densa y perturbadora que nos permite comprender definitivamente que el destino geográfico carece de importancia, pues esta recae en el personaje interpretado por Richard Dix, en su desvarío, que crece imparable y le convence de su derecho divino sobre las vidas de sus subordinados, en su descontrol y en la frialdad que lo domina cuando se deshace, o pretende hacerlo, de quien amenaza o pone en duda su reinado.



(1) Ricardo Aldarondo. Robert Wise. Edición Filmoteca Española y Festival Internacional de Cine de San Sebastián, Madrid, 2005

viernes, 12 de abril de 2019

Bedlam (1946)


El díptico que James Whale realizó a partir de la criatura ideada por Mary Shelley —El doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931) y La novia de Frankenstein (The Brige of Frankenstein, 1935)— y La momia (The Mummy, 1932), llevada a la pantalla por Karl Freund, catapultaron a Boris Karloff al estrellato, aunque, salvo en momentos del film de Freund, el actor no mostraba su rostro natural. Fue su época de mayor esplendor profesional y su presencia resultó fundamental en el éxito del cine de terror producido en los estudios Universal durante la década de 1930. Pero, a medida que avanzaban los años treinta, la estela de la estrella amenazaba con apagarse, encasillado y condenado a participar casi siempre en films cada vez menos interesantes. Por fortuna, pudo reavivarse cuando se produjo una segunda explosión de luz artística en tres títulos del ciclo que Val Lewton produjo para la RKO entre 1942 y 1946. Productor, novelista y guionista, Lewton fue el responsable directo de este magistral y representativo conjunto de la serie B del estudio neoyorquino. Aunque resultaría injusto etiquetar el ciclo dentro del género de terror sin antes aclarar que, tras su etiqueta genérica, estamos ante un excelente y (por aquel entonces) revolucionario estudio cinematográfico y psicológico de los miedos humanos y de como estos provocan los comportamientos que observamos a lo largo de la serie iniciada por Jacques Tourneur en La mujer pantera (Cat People, 1942), quizá la más conocida y mitificada del conjunto. Tourneur había puesto el estilo, la poesía y el terror sugerido en las imágenes de sus tres películas producidas por Lewton, pero los intereses inmediatos de la RKO precipitaron la separación de ambos y que los montadores Mark Robson y Robert Wise entrasen en el juego de la dirección, algo que, por cierto, hicieron con nota, completando con nuevas aportaciones y concluyendo con brillantez en periplo Lewton. Volviendo a Karloff; si la presencia femenina del ciclo, la más bella, enigmática e inquietante, la encontramos en la actriz Simone Simon en La mujer pantera y La venganza de la mujer pantera (The Curse of Cat People, Robert Wise, 1944); la masculina no puede ser otra que la de este mítico actor británico, cuyo protagonismo en Ladrón de cadáveres (The Body Snatcher, Robert Wise, 1945), La isla de la muerte (The Isle of the Dead, Mark Robson, 1945) y Bedlam (Mark Robson, 1946) logra perturbar e inquietar más allá de los hechos expuestos por Wise en la adaptación de Robert Louis Stevenson y Robson en las dos últimas citadas. Nunca estuvo tan brillante, y por brillante quiero decir inquietante y amenazante, pues el actor se transforma en el rostro del miedo, el que interioriza —mana de su pensamiento y condiciona su comportamiento— y aquel que transmite o proyecta en los demás.


Lo dicho arriba lo comprobamos en el Sims de Bedlam, el último largometraje del ciclo. Hay dos momentos al principio de la película de Robson que definen al personaje como el sumiso ante el poder del dinero y del estatus social —espera horas y horas a ser recibido por Lord Mortimer (Bill House)—, y sádico en su reino, seguro de su poder sobre los pacientes a quienes pronto descubriremos sometidos a las condiciones infrahumanas que Nell Bowen (Anna Lee) intentará poner fin. Estos instantes son importantes porque nos explican la naturaleza del supuesto villano, un hombre aterrado por perder cuanto posee, temeroso antes los aristócratas —ni los quiere defraudar ni enojar, pues los considera por encima de él—, aunque no por ello deja de intentar manipularlos, y un hombre que se odia a sí mismo, a su mundo, al mundo en general, y como consecuencia descarga su ira y sus terrores en los pacientes, indefensos ante sus constantes vejaciones. No solo Sims resulta un personaje interesante, el interpretado por Anna Lee le iguala en importancia y en sustancia, ya que descubrimos en ella a una mujer fuerte que evolucionará de la indiferencia al compromiso. En un primer momento, Nell vive protegida por Lord Mortimer, el aristócrata pusilánime al que hace reír, pero a quien mantiene a distancia, hasta que se aleja definitivamente tras su encuentro con el cuáquero William (Richard Fraser). A partir de este encuentro (en su primera visita al sanatorio), ella se replantea a sí misma, aunque inicialmente lo hace desde la insinceridad de quien solo dice pero no asimila cuanto dice. Será durante su duro encierro entre las sombrías paredes de Bedlam cuando, tras vencer sus miedos y superar sus prejuicios, se confirme la transformación que la equilibra y la posiciona entre los dos extremos representados por Sims y William, incapaces de aceptar las tonalidades grises que colorean los espacios humanos, externos e internos, expuestos a lo largo del magistral conjunto fílmico producido por Lewton.

sábado, 26 de mayo de 2018

La venganza de la mujer pantera (1944)


El sorprendente éxito comercial de La mujer pantera (Cat People; Jacques Tourneur, 1942), llevó a sus responsables a pensar que no era descabellado realizar una secuela, pero pocos habrían apostado que la supuesta continuación se distanciaría de aquella y del resto del ciclo de terror producido por Val Lewton para RKO. Y se distanció porque Lewton no deseaba realizar una segunda entrega, que se vio forzado a producir por contrato. Productor y también guionista sin acreditar, Lewton asumió el encargo a su manera e ideó la historia de una película que, salvo por la presencia de los personajes interpretados por Simone Simon, Kent Smith y Jane Randolph en el film de Tourneur, el "Cat People" del título, su bajo presupuesto y la confusión entre realidad y fantasía, 
poco más tiene en común con su magistral precedente que la espléndida fotografía de Nicholas Musuraca. Más luminosa y onírica, La venganza de la mujer pantera (The Curse of the Cat People, 1944) es un poético acercamiento a la infancia y un excelente ejemplo de secuela que se niega a serlo, pues se trata de un film con personalidad propia que transita por espacios inexplorados en el original. El rodaje se inició con Gunther von Fritsch al frente, pero, ante el retraso en la filmación, la dirección pasó a manos de Robert Wise, que así abandonaba la sala de montaje y debutaba en la realización de largometrajes con esta hermosa y espectral fantasía que concede su protagonismo a Amy Reed (Ann Carter), la niña de seis años de imaginación desbordante que huye de su soledad infantil y se aferra a su deseo de tener una amiga.


Para su padre (Kent Smith), viudo de la mujer que según su comprensión enloqueció por exceso de fantasía, resulta peligroso que su hija se deje arrastrar por el mundo imaginario que desarrolla para paliar la ausencia de compañía. Por ello, la apremia a jugar con las niñas de su edad, pero estas la rechazan y Amy se protege en una realidad que solo ella puede ver, quizá real o quizá imaginaria, aunque para ella es tan física como el mundo que habita. Su deseo se cumple y cobra la forma fantasmal de la bella Irena (Simone Simon), la fiel compañera que ilumina la soledad que se transforma en dicha y amistad. La luz prevalece sobre las sombras, pero estas no desaparecen por completo en La venganza de la mujer pantera, ya que los espacios oscuros se encuentran latentes en el mundo adulto, en los miedos de los padres o en el distanciamiento materno-filial que separa a las Farren, quizá por la locura de la madre (Julia Dean) o quizá por la amargura de la hija (Elizabeth Russell) a quien aquella constantemente niega su existencia. Los quizás forman parte del ciclo Lewton, porque cuanto se expone puede o no ser, y es la interpretación de los personajes, así como la del público, la que forma las realidades y las fantasías que acaban por confundirse, hasta convertirse en las verdades de quienes las experimentan. Este es el caso de Amy, cuyo deseo la lleva a crear, o puede que a descubrir, la presencia fantasmal que le devuelve la alegría, al tiempo que aparta de su cotidianidad el sentimiento de rechazo y soledad previo a la aparición de Irena, una aparición que quizá, y siempre quizá, cobre la imagen de la heroína trágica de 
La mujer pantera porque la niña se encuentra sugestionada por la fotografía que ha visto con anterioridad.

miércoles, 23 de mayo de 2018

La isla de la muerte (1944)

Las tres primeras producciones de terror que Val Lewton produjo para R.K.O. fueron realizadas por Jacques Tourneur y sus montajes corrieron a cargo de Mark Robson, de modo que su presencia en la sala de edición hacían de este un candidato ideal para relevar a Tourneur en el ciclo que prosiguió en La séptima víctima (The Seventh Victim,1943). En su debut en la dirección, Robson no decepcionó al productor, que le confió la dirección de cuatro títulos más. Salvo Juventud salvaje (Youth Runs Wild, 1944), el resto transitó en menor o mayor medida por la senda abierta en el magistral, terrorífico y sugestivo tríptico de Tourneur. Tanto en La mujer pantera (Cat People, 1942) como en Yo anduve con un zombie (I Walked with a Zombie, 1943) y El hombre leopardo (The Leopard Man, 1943), el miedo y el horror fluyen del interior de los personajes, de los ruidos y las sombras, de aquello que imaginan o de aquello que temen real. Todo es sugerido, por eso la atmósfera resulta ambigua, más onírica y psicológica que la expuesta en las famosas producciones Universal, y esto no cambia en La isla de la muerte (Isle of the Death, 1944), pues el terror sugerido por Robson surge del interior de los personajes y fluye hacia afuera, enfrentando lo racional y la superstición aludida en el rótulo que ubica los hechos en Grecia, en 1912, durante la Primera Guerra de los Balcanes. Leída la leyenda, la cámara presta su atención a la figura del general Pherides (Boris Karloff), que apenas atiende las explicaciones de su coronel. El general se mantiene en la distancia, hasta que decide que ha llegado el momento de intervenir. Es entonces, cuando ofrece un revólver a su subordinado y no necesita más para que aquel comprenda su suerte, la asuma y salga de la tienda para ejecutar su sentencia de muerte. Este comportamiento define al inquietante Pherides (otra inolvidable interpretación de Karloff), cuyo apodo "perro guardián" anuncia su posterior conducta en el espacio sobrenatural donde lleva a la máxima expresión su labor de cancerbero. No se trata de un malvado ni de un monstruo, solo es un hombre que se rige por su inalterable comprensión del código militar, la cual le hace inflexible, cruel e intolerante a ojos de Oliver Davis (Marc Cramer), el reportero estadounidense que cubre el conflicto y que le recrimina la decisión, antes de que ambos abandonen la tienda de campaña y viajen a la isla cercana. Allí pretenden visitar la tumba de la señora Pherides, pero se encuentran el cementerio saqueado y el melodioso canto de una mujer que los arrastra hasta la fantasmagórica mansión donde Albrecht (Jason Robards, Sr.) insiste en que pasen la noche con el resto de sus invitados. A la mañana siguiente se produce la muerte uno de los huéspedes y, salvo Kira (Helene Thiming), todos la consideran consecuencia de la epidemia referida por el doctor Drossos (Ernst Dorian) en el campamento militar. Para evitar posibles contagios, Pherides ordena permanecer en cuarentena hasta que el peligro pase. Sombras, nocturnidad y ruidos delatan la presencia de lo irracional, pero sobre todo apuntan que se trata de un film que encaja a la perfección en el ciclo Lewton, pues el planteamiento de Robson insiste en la ambigua línea entre lo real y lo irreal, o entre la locura y la cordura que se confunden a raíz del miedo que anida en los personajes. Son temores diferentes, nacidos de las distintas comprensiones e interpretaciones de quienes se citan en la isla donde la señora St. Aubyn (Katherine Emery) siente horror ante la idea de ser enterrada viva (sufre trances que la dejan en estado catatónico), Thea (Ellen Drew) teme estar poseída por la vorvolaka, condicionada por las constantes alusiones de Kira, que ve en la joven a la reencarnación del espíritu maligno del que habla la superstición. Inicialmente, Kira es la única que busca una explicación sobrenatural, pero, a medida que se producen más muertes, el general duda y acaba contagiado por el miedo de aquella, lo cual lo transforma en alguien tan peligroso como el hipotético espíritu que ronda entre ellos o la más lógica peste letal que los diezma. 

jueves, 7 de septiembre de 2017

Historia de dos ciudades (1935)


En 1935, la Metro-Goldwyn-Mayer era el estudio más grande y rentable de Hollywood, en buena medida gracias a dos jóvenes de talento y seguros de sí mismos que no guardaban parecido físico como sí lo hacían los dickensianos Sydney Carton y Charles Darnay de Historia de dos ciudades (A tale of two Cities). Uno de ellos se llamaba Irving Thalberg, había encumbrado al estudio a la privilegiada posición que ocupaba entre las majors sin necesidad de acreditarse en la pantalla. El otro respondía al nombre de David O'Selznick, era hijo del productor Lewis J. Selznick y yerno de Louis B. Mayer, el supuesto mandamás de la MGM. A diferencia de Thalberg, Selznick ponía su nombre por partida doble en las películas que producía, delante del título y tras el crédito correspondiente al director del film en cuestión. El primero, fallecido en 1936, pasó a la historia de Hollywood, lo mismo sucedió con David O.Selznick a raíz del monumental éxito de Lo que el viento se llevó (Gone to the Wind, 1939), una película firmada por Victor Fleming, pero ejemplo mayúsculo de un film de su productor y de la época dorada del sistema de estudios que imperaba en Hollywood. Con la adaptación de la novela de Margaret Mitchell, Selznick alcanzaba la gloria y la cima del cine de productor creador de películas, pero ya había dado muestras de su personal visión cinematográfica antes de ser su propio jefe. Si bien gozaba de gran poder dentro de la MGM, su individualidad y su necesidad de producir la gran película de todos los tiempos le llevó a abandonar la empresa gestionada por L. B. después del rodaje de Historia de dos ciudades (A Tale of Two Cities, 1935) y emprender su aventura en su productora Selznick International Pictures, fundada el mismo año que produjo dos adaptaciones de su admirado Charles Dickens: David Copperfield (
George Cukor, 1935) e Historia de dos ciudades, el último film que realizó para la Metro. En sus manos y supervisando a Jack Conway, que ejercía de director, su segunda adaptación de una obra del escritor inglés, se convirtió en una de las grandes apuestas del estudio y, como tal, su resultado fue el de una película perfecta en su desarrollo formal, con una gran estrella, Ronald Colman, con miles de extras, majestuosos decorados, obra de Cedric Gibbons, un elevado presupuesto y dosis de humor inexistentes en el original literario. Pero con todo su esplendor, el film bien pudo haber sido realizado por cualquier otro director de la casa que no fuese Conway, ya que la idea de hacer películas de la MGM y la del propio Selznick ponía a los realizadores en un segundo lugar, casi irrelevante, porque para los ejecutivos del prestigioso estudio las películas eran de quien las producía. Selznick, famoso por participar en los rodajes de manera directa, también creía que el productor (él) era el responsable máximo del rodaje, indicando a sus directores qué y cómo filmar, circunstancia que crearía diferencias con cineastas como George Cukor durante la preproducción de Lo que el viento se llevó o con King Vidor en Duelo al sol (Duel in the Sun; 1946). Sin embargo en la MGM estas diferencias apenas existían, ya que los Jack Conway, Richard Thorpe, Robert Z. Leonard (al parecer dirigió sin acreditar algunas escenas de este film) o W. S. van Dyke asumían su trabajo como buenos asalariados, de modo que sabían qué se esperaba de ellos y, si no de manera brillante, llevaban a cabo su trabajo con efectividad. Esta efectividad se observa a lo largo de los minutos de Historia de dos ciudades, en la cual también participó una pareja que en la década siguiente revolucionaría el cine de terror. Jacques Tourneur y Val Lewton coincidieron por primera vez durante el rodaje, encargados de escribir y rodar las escenas que muestran el estallido de la revolución de 1789, una revolución que Dickens expuso en su novela desde el odio de los oprimidos, cuando, tras siglos de padecimientos y explotación por parte de la aristocracia, asumen la violencia para dar rienda suelta a su venganza y a la sangre que se derrama por las calles parisinas antes y durante el regreso de Charles Darnay (Donald Woods), que acude al París de <<Libertad, Igualdad y Fraternidad, o Muerte>> para salvar la vida de uno de sus antiguos sirvientes. La admiración de Selznick por Dickens provocó que la adaptación se mantuviera fiel a la obra, sin embargo, se tomaron libertades cinemetográficas como la de prescindir de algunos pasajes de la obra, restar importancia al doctor Manette (Harry B.Walthall) o incluir comicidad en Strywer (Reginald Owen), Miss Pross (Edna May Oliver) y Jerry (Billy Bevan), y la obligación de ofrecer mayor presencia a Sydney Carton, personaje vital en el devenir de la trama literaria, un personaje que, al ser interpretado por Colman (una de las grandes estrellas de la MGM), se convierte en principio y fin de una película que arranca en la misma nocturnidad de la novela, cuando descubrimos al banquero Jarvis Lorry (Claude Gillingwater) dirigiéndose a Dover, al encuentro de Lucie Manette (Elizabeth Allan), de quien tanto Darnay como Carton se enamoraran y por quien este último sacrificará su existencia, encontrando la redención para una vida malgastada entre el alcohol y la falta de escrúpulos que le ha llevado a odiarse y consumirse en la soledad que se mitiga en compañía de los Manette.

miércoles, 9 de julio de 2014

El hombre leopardo (1943)


Cuando Val Lewton y Jacques Tourneur coincidieron durante el rodaje de Historia de dos ciudades (Jack Conway, 1935) ninguno de los dos habría considerado la posibilidad de que en un futuro no muy lejano se asociarían para realizar tres películas de terror que cambiarían el género. Esta colaboración, marcada por contar con escasos medios materiales, se caracterizó entre otras cuestiones por el empleo de las luces y las sombras para sugerir en lugar de mostrar; pero, debido a su éxito, los directivos de la RKO optaron por aprovechar el talento de ambos por separado. Como consecuencia de dicha decisión, Lewton continuó produciendo (y en ocasiones escribiendo) varias películas más para la mítica productora, que fueron realizadas por Robert Wise y Mark Robson, mientras que Tourneur prosiguió con su personal carrera de realizador haciendo suyas las imposiciones de los estudios para los que trabajó (material ajeno, reparto, presupuesto o tiempo de rodaje), lo cual le permitió desarrollar el estilo propio, instintivo y sugerente que ya se descubre en La mujer pantera (Cat People, 1941), Yo anduve con un zombie (I Walked with a Zombie, 1942) o El hombre leopardo, (The Leopard Man, 1943),  la menos lírica de las tres, aunque no por ello exenta de la poética que predomina en el conjunto. Una buena muestra del estilo visual iniciado por Tourneur y Lewton se observa en la escena de la muerte de Teresa (Margaret Landry), una excelente secuencia en la que la joven recorre un espacio oscuro y amenazador que delata el peligro que se confirma ante la puerta de su casa. A pesar de presentar una perspectiva similar a sus anteriores trabajos, en El hombre leopardo el terror sugerido pierde presencia tras esta escena en favor del misterio que surge a raíz del ataque que se atribuye a una pantera doméstica que minutos antes se había escapado del local donde Jerry Manning (Dennis O'Keefe) y Kiki Walker (Jean Brooks) pretendían utilizarla como reclamo publicitario. Desde ese instante la intriga se apodera de la película sin afectar por ello al estilo característico de las producciones del dúo para la RKO, siendo constante el deambular de la cámara por ambientes sombríos y enrarecidos, lo que provoca la sensación de encontrarse en la frontera entre lo real y lo fantástico. Sin embargo, escépticos como Jerry, marcado por el sentimiento de culpabilidad que silencia mediante una máscara de cinismo, se decantan por una explicación racional de los hechos, convencido de quien comete los posteriores asesinatos no es el felino sino un hombre que ha perdido su cordura, pues la aparición de una segunda víctima le confirma que las hipótesis que circulan por el pueblo no son válidas, ya que la muerte de Consuelo (Tula Parma) en el cementerio, otra soberbia escena de lo sugerido, no cuadra con la reacción de un animal cuya naturaleza lo obligaría a mantenerse alejado de la población y buscar refugio en el campo, y no a atacar de forma selectiva a mujeres indefensas en lugares solitarios y sombríos.

sábado, 29 de junio de 2013

Ladrón de cadáveres (1945)

Uno de los periodos más florecientes y creativos de la serie B se produjo cuando Val Lewton asumió la producción de un ciclo de películas de terror para la RKO que se inició con la mítica La mujer Pantera (Cat People), cuyo coste rondó los 130.000 dólares y recaudó dos millones. Esa sería la tónica de la mayoría de estas películas que se inscriben dentro del género de terror, en las que el productor-autor contaría con los directores: Jacques Tourneur (en tres ocasiones), Mark Robson (cuatro) y Robert Wise (en dos películas del género). Existen otros aspectos comunes a estas películas aparte de tratarse de producciones baratas, ya que en ellas el miedo suele sugerirse desde las sombras, desde los espacios en los que se desarrollan los hechos o desde los propios miedos que habitan en los personajes. Pero si se profundiza se descubre que la idea del terror no es la única que asoma en pantalla, pues en ellas se hablan de cuestiones como la imposibilidad, los sentimientos o las frustraciones y obsesiones, como sería el caso de Ladrón de cadáveres (The Body Snatcher), inspirada en el relato de Robert Louis Stevenson y en un hecho real acontecido en la época en la que se ambienta la película. En el film de Lewton (firmó el guión como Carlos Keith) y de un casi primerizo Robert Wise, con anterioridad había dirigido Mademoiselle Fifi y la excelente La maldición de la mujer pantera (The Curse of the Cat People) (ambas producidas por Lewton), se expone la doble moralidad del doctor McFarlane (Henry O'Neill), capaz de traspasar los límites de la legalidad convencido de que la ciencia no debe supeditarse a las leyes que impiden su desarrollo. La historia se ubica en Edimburgo en 1831, cuando la ley prohíbe el estudio de cadáveres, salvo aquellos que en vida fueron pobres; esta norma provoca que el acceso a la anatomía humana sea complicado para el médico, obsesionado por su necesidad de estudiar el cuerpo humano como medio para comprender sus males, y de ese modo poder enseñar a sus alumnos y ayudar en el avance de la medicina. El eminente galeno remedia la escasez de cadáveres contratando los servicios de John Gray (Boris Karloff), un cochero que se gana la vida profanando tumbas para satisfacer las demandas de ese caballero a quien desea atormentar por un pasado que les une, y que ninguno de ellos puede olvidar. A pesar de la inquietud que siempre crea la presencia de Gray, éste se muestra más sincero que el doctor, que presenta aspectos contradictorios; por un lado desea comprender para poder ayudar en el avance de la ciencia médica, y de ese modo salvar vidas, mientras que por otro no muestra el menor escrúpulo a la hora de comprar los cuerpos que podrían proceder de personas asesinadas con el fin de acabar sobre su mesa de estudio. Quizá el profesor de medicina está loco, como dice su esposa (Edith Atwater), a quien denigra haciéndola pasar por su criada, o quizá sea un hombre que ha nacido en una época equivocada; poco tiempo después se aprobaría la ley que permitía el estudio de cadáveres que propiciaría el avance que le obsesiona. A pesar de las cuestiones éticas que se exponen en este inteligente e inquietante film, Wise-Lewton no se olvidaron de dramatizar la historia en la figura de Georgina (Sharyn Moffet), la niña que sufre una enfermedad degenerativa en su columna vertebral, la misma que la indispone y que, tarde o temprano, acabará con ella. En este punto adquiere importancia Donald Fettes (Russell Wade), el alumno que se convierte en el ayudante de McFarlane cuando le dice a éste que no puede asumir los costes de su aprendizaje. El joven estudiante muestra un pensamiento que difiere del de su maestro; desea ayudar a la niña convenciendo al cirujano para que la opere, mientras que para McFarlane la idea de salvar una sola vida carece de sentido, pues aduce que él se debe a la evolución general y no a un caso en particular. En su afán por salvar la vida de la pequeña, Fettes provoca involuntariamente la muerte de una inocente a manos de Gray, convirtiéndose de ese modo en cómplice a la fuerza, hecho que le lleva a descubrir los secretos de unos individuos que se mueven por los deseos de alcanzar sus metas, ya sea la del cochero al atormentar al doctor a quien ha protegido en el pasado o la de aquél en su constante y obsesiva idea de estudiar la anatomía de sus semejantes.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Yo anduve con un zombie (1943)


No considero exagerado señalar que Jacques Tourneur se sentía a gusto dentro de la serie B, pues, la producción barata le permitía un libertad creativa superior a la concedida en las producciones de alto presupuesto, mucho más controladas por los estudios y por el humor de las estrellas que en ellas participaban. Lo mismo podría decirse de Val Lewton, productor con inquietudes artísticas y encargado de dirigir el departamento de películas de bajo coste de la RKOTourneur y Lewton habían iniciado su productiva relación profesional mediada la década de 1930, pero fue en el siguiente decenio cuando ambos alcanzaron notoriedad compartida, con tres referentes del terror sugerido: La mujer pantera (Cat People, 1942), Yo anduve con un zombie (I Walked with a Zombie, 1943) y El hombre leopardo (The Leopard Man, 1943). De las tres, Tourneur nunca ocultó su predilección por Yo anduve con un zombie, quizá porque en ella combinó con maestría la poesía que mana de sus imágenes con la historia de amor que narra, la misma que se ve imposibilitada por los fantasmas del pasado que habitan en el presente de los personajes cuyo deambular no desentonaría en el romanticismo inglés decimonónico.



Esta “segunda” colaboración de Tourneur y Lewton arranca con Betsy Connell (Frances Dee), cuando esta acepta un puesto de enfermera sin saber quién será su paciente o que enfermedad padece. No obstante, el trabajo le permite alejarse del frío y de la nieve que se observa a través de la ventana de la oficina del abogado que la contrata. Gracias a esta breve escena se accede a algunos aspectos de la protagonista, que quedarán definidos en la siguiente, cuando se la observar sobre la cubierta del barco que la traslada a las Antillas. Para ella todo resulta novedoso y hermoso, sin embargo no tarda en descubrir la negación y el pesimismo que habita en Paul Holland (Tom Conway), con quien llega a la plantación donde presencia el rechazo existente entre él y Wesley Rand (James Ellison), su medio hermano. Sin desearlo, Betsy se convierte en testigo del distanciamiento que domina en su entorno, donde escucha los constantes reproches de Rand hacia Paul o la decepción acumulada en este personaje trágico, que la recién llegada achaca a la enfermedad de su esposa. Jessica Holland (Christine Gordon) ni habla ni siente, aunque deambula por la casa como si fuese una muerta en vida, aunque esta zombie de Tourneur y Lewton no es un ser terrible, solo una víctima del infortunio, de un rito vudú, como quieren creer algunos, o de un deterioro del sistema nerviosos, como defienden aquellos menos supersticiosos. Yo anduve con un zombie desprende un tono trágico e inquietante, aunque no por la atmósfera sombría en la que se desarrolla, ni por los ritos que se observan en determinados momentos del film, sino por ese fantasma del pasado que pervive en la figura de la muerta viviente. A medida que el relato avanza hacia su final, se confirman las sospechas de que Jessica y Wesley fueron amantes, hecho que ha creado el distanciamiento entre los hermanos, así como el sentimiento de culpabilidad que domina a Paul, de quien Betsy se enamora a pesar de ser consciente de que se trata de un amor imposibilitado por la presencia de la zombie a quien intenta curar para devolver la alegría al hombre que ama, sin saber que esa misma mujer creó el pasado en el que todos se encuentran atrapados.


jueves, 5 de mayo de 2011

La mujer pantera (1942)


<<Nuestra fórmula es bien sencilla. Una historia de amor, tres escenas de terror más sugerido que mostrado y una sola de auténtica violencia. Fundido en negro. Todo ello en setenta minutos>> explicó Val Lewton en relación a La mujer pantera (Cat People, 1942). El éxito de la película, la primera que el gran (y casi olvidado) Jacques Tourneur dirigió para Lewton, supuso el inicio de una serie de films de serie B fundamentales para el desarrollo del género fantástico y de terror. Yo anduve con un zombie, El hombre leopardo, también dirigidas por Tourneur, La maldición de la mujer pantera y Ladrón de cadáveres, ambas realizadas por Robert Wise, La séptima victima, The Ghost ShipLa isla de la muerte y Bedlam, las cuatro de Mark Robson, completan el brillante ciclo rodado en la RKO (por aquel entonces al borde de la bancarrota). Bajo la producción de Lewton, atípico productor, más cercano a un director-autor que a un ejecutivo, que además solía participar en la escritura de los guiones firmando con el seudónimo Carlos Keith, estos títulos adscritos al género de terror apenas muestran escenas explícitas de violencia o de monstruosidad. Lo pretendido, y logrado, sería dar rienda suelta a la imaginación (lugar donde habita el miedo) para sugestionar la mente del público, que se vería involucrado en una trama que le transmite angustia e inquietud. La más famosa de estas producciones es La mujer pantera, que a pesar de su bajo presupuesto, unos ciento treinta mil dólares, y la velocidad del rodaje, veintiún días, desprende una elegancia patente en todo su metraje (poco más de una hora de duración, acorde con las producciones de bajo presupuesto de la época).


Aparte de la sutileza con la que se filmó, otra de los aciertos reside en la creatividad desplegada por el equipo ante la falta de recursos económicos; destacando la labor fotográfica de Nicholas Musuraca, uno de los grandes operadores del cine estadounidense de aquellos años, capaz de crear las sombras de las que nace la atmósfera que transmite la sensación de desasosiego buscada por Tourneur para conseguir el efecto que se proponía. Sin el juego de claroscuros o los continuos cambios de ángulo en las escenas en las que se espera ver a la mujer transformándose en pantera, algo que finalmente no se materializa en la pantalla, el resultado habría sido otro distinto, puede que incluso irrisorio, y posiblemente no atraparía la atención del espectador, que se preguntaría si la protagonista está enferma o realmente sufre una maldición que la condena a la imposibilidad que le persigue. En un primer momento se tratan de resolver estos interrogantes, pero la película posee una construcción tan estudiada que pronto se olvidan preguntas o respuestas que no llegan, porque de eso se trata, de sembrar la duda y hacer al espectador participe de la angustia que sufre su protagonista, víctima de una imposibilidad que la oprime sin compasión  
La mujer pantera abrió un nuevo camino, no sólo dentro del fantástico o del terror, sino del cine en general. En ella se pueden encontrar ideas escondidas, como su caso más claro, la sexualidad; se percibe la existencia de una represión sexual intensa en el personaje interpretado por Simone Simon, al igual que la decepción por la falta de sexo que lleva al marido (Kent Smith) al abandono marital tras haber prometido a su esposa todo el tiempo del mundo para curar sus miedos, y sin embargo la condena al olvido, confirmando a Irena como la verdadera víctima de un amor que en ella es verdadero, pero también imposible. Puede que su gran éxito residiese en su propia escasez de medios, lo que llevó a Lewton y Tourneur a agudizar el ingenio y a decantarse por rodar una película que no se pareciese a las anteriores producciones de terror, querían que el espectador se imaginara el miedo, que en ellos naciese el temor ante lo desconocido y por una situación que nunca se materializa, pero que siempre se encuentra presente.