miércoles, 30 de mayo de 2012

El nombre de la rosa (1986)


Previo al inicio de El nombre del la rosa (1980), Umberto Eco introduce un manuscrito medieval y explica que se siente libre para contar, <<por el mero placer de fabular, la historia de Adso de Melk>> que aparece en él. Y esa historia, su primera ficción narrativa publicada, cautivó a crítica y lectores, pues el semiótico y pensador italiano se desvela en su páginas como un extraordinario narrador de ficción que acota el tiempo narrativo a seis días y limita el marco espacial a la abadía italiana, en un momento puntual del Bajo Medievo —el año 1327–, donde propone su intriga sobre libros prohibidos, fanatismos, religión, superstición y razón. La adaptación cinematográfica de El nombre de la rosa se produjo seis años después de la publicación de la novela, siendo Jean-Jacques Annaud el encargado de llevarla a la pantalla. Consciente de que el cine vive en otro nivel expresivo y comunicativo, Annaud filmó su suspense gótico medieval sintetizando el original literario y sin pretender ser Eco, quien, debido al medio en el que se expresa, profundiza y enriquece su diálogo de un modo más íntimo y pausado, marcado por el ritmo de las páginas y de las imágenes mentales que de ellas se hace el lector. Y es ahí, en la distancia que permite a la obra fílmica liberarse de su fuente literaria y no rendirle pleitesía, donde la película cobra su personalidad cinematográfica, y acierta, resultando un ejercicio de intriga tan digno como bien desarrollado, dentro del cual destaca Sean Connery dando vida a Guillermo —cuyo apellido, Baskerville, y método lógico-deductivo le acercan a Sherlock Holmes— y la atmósfera de la abadía, amenazante, siniestra, fría, oscura, insana, donde la ignorancia, el miedo, el misterio y la represión se unen para dar forma a la irracionalidad y la superstición, al control y a la censura que protege el dogmatismo.



Prácticamente desde el inicio de El nombre de la rosa (Der Name der Rose, 1986), la lógica y la razón de Guillermo chocan con el oscurantismo que reina en la abadía donde la intolerancia, el fanatismo y el crimen son la tónica de un centro religioso y cultural que, al poder controlar la cultura, elige ser templo de ignorancia. Los porqué o los cómo, la risa (que espanta el miedo) y la luz no son bienvenidas, porque tanto las preguntas como la iluminación en mundos y espacios dominados por las sombras traen respuestas, incluso puede que estas acerquen conocimiento. Y con ellas, inevitablemente, llega el desorden temido por quienes han impuesto la norma y la censura que eviten cualquier cambio que afecte su orden. En otro de sus muchos arrebatos de lucidez, Voltaire escribió que el fanatismo es a la superstición lo que el delirio a la fiebre y lo que la rabia a la cólera. Y ese fanatismo, la expresión máxima del delirio supersticioso, está presente en la abadía (donde Guillermo descubre libros prohibidos) y se agudiza con la sombría aparición del inquisidor Bernardo Guy (F. Murray Abraham), quien, teniendo el poder de juzgar, un poder que supone/exige escuchar y razonar, rechaza la razón y abraza la irracionalidad extrema desde la cual clama, tortura y condena a la joven con quien Adso (Christian Slater) pierde la virginidad y a los dos monjes de pasado herético, a quienes acusa de los asesinatos que el franciscano investiga racional. Fanáticos hubo y hay en todas las épocas, igual que hay y hubo censores, algunos de los cuales, como el hermano Jorge, pueden transformar su fiebre en delirio. Hoy, se escoge y se disfruta la lectura. Es uno de los pocos ejercicios que se pueden hacer en ilusión de libertad, ilusión porque viene limitada por el conocimiento y el desconocimiento siempre variables del individuo, gracias al hábito y a la naturaleza de la lectura, que invita a leer, pero hay que cuidarla de prohibiciones, censuras u obligatoriedad. Prohibir y censurar beneficia a la uniformidad, al control y al ego de quienes las imponen —caso de Bernardo y Jorge, aunque los dos difieran entre sí, ambos son fanáticos y, a la vez, la antítesis de Guillermo en ese monasterio donde el misterio y las muertes conducen a la biblioteca prohibida. Lo beneficioso de la lectura no es prohibir ni obligar, es fomentar la propia lectura, pero, Fray Jorge, temeroso de un cambio que no desea, no lo entiende así y opta por la ocultación, que no deja de ser una prohibición. Como intelectual, el protagonista de El nombre de la rosa defiende un pensamiento basado en razonamientos lógicos que lo liberan, le hacen distinto y también peligroso, para unos, y admirable, para el joven e impresionable Adso. Existen tantos caminos velados y desvelados como deseos de tapar, condenar o liberar, el héroe, evocado en la memoria del anciano que asegura recordar perfectamente aquel instante puntual de su juventud, comprende que ante que la creencia dogmática está la razón, el pensamiento lógico y el encontrar la respuesta más plausible en la realidad, no en el misterio o en fuerzas demoníacas. Guillermo es un erudito, u hombre instruido y moderno para su época, con unas capacidades de observación que lo posicionan en otra esfera de conocimiento. Y eso es lo que admira su joven aprendiz, y lo que recuerda en su vejez, cuando su mente regresa a aquella abadía extraña, siniestrada y fantasmagórica, quizá por obra de su propia evocación de una aventura que idealiza, y que para él supuso descubrimiento y aprendizaje, al acercarse curioso al mundo, a sus amenazas y a sus dones, de la mano de su maestro, aunque también caminando solo —su encuentro con la chica o su deambular por el laberinto recordando los clásicos griegos y el hilo de Ariadna—, evolucionando y sintiendo como las formas y los hechos le generan emociones y le despiertan la necesidad de seguir buscando en el vasto universo literario al que accede con Guillermo, un mundo oculto lleno de riqueza y sabiduría, de tesoros escondidos, quizá perdidos.




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