viernes, 25 de mayo de 2012

Sammy, huida hacia el sur (1963)



De las nueve películas acreditadas de Alexander Mackendrickla tercera parte encontró en la infancia su eje argumental, pero cualquiera de los tres títulos dedicados a la niñez presenta el universo infantil desde una perspectiva adulta y sincera, ajena a la sensiblería forzada que predomina en un buen número de films con niña o niño asumiendo el papel principal. En el caso de Sammy, huida hacia el sur (Sammy Going South, 1963) dicha perspectiva muestra la transformación de su pequeño protagonista, a partir de las terribles circunstancias narradas al inicio del film. Como consecuencia, más allá de la apariencia aventurera, Mackendrick realizó en su séptimo largometraje una certera reflexión sobre la soledad, la supervivencia y la pérdida de inocencia de ese imberbe que, obligado por la necesidad, emplea la mentira o la traición para no perecer en el mundo adulto, en ocasiones cruel, al que accede en contra de su voluntad. Su plácida existencia desaparece con las muertes de sus padres durante el ataque aéreo, poco después de que decidieran enviarlo a Sudáfrica para alejarlo del conflicto bélico que asola Egipto. El fallecimiento de sus progenitores provoca que el cariño y la protección que Sammy (Fergus McClelland) había sentido hasta entonces sean sustituidos por la soledad en la que se descubre y adentra sin saber a quién acudir ni dónde refugiarse. Por ello, en su mente infantil, la idea de emprender el largo viaje hacia el sur, y encontrar su lugar al lado de su tía Jane (Zena Walker), cobra forma en una odisea que inicia en compañía de un guía sirio (Zia Mohyeddin) que lo conduce a través de las montañas, sin embargo, como consecuencia de un accidente, el adulto pierde la visión y el pequeño decide abandonarle a su suerte. En ese instante, Sammy de nuevo se ve obligado a asumir una decisión. Toma cuanto puede: mulas o dinero, y continua su avance por la aridez solitaria hacia su meta idealizada. Desfallecido, alcanza las pirámides donde Gloria van Imhoff (Constance Cummings), una rica y solitaria turista americana, lo descubre y decide ayudarle sin tener en cuenta los deseos del niño, guiada por su soledad y no por las necesidades de Sammy, lo que provoca que el pequeño nunca se encuentre a gusto al lado de esa mujer que pretende llevarle a un país que lo alejaría de la idea motriz de sus actos, aquella por la cual ya ha sacrificado parte de su inocencia. Decidido a sacrificar el resto, escapa después de recuperar el dinero que le había sustraído al sirio moribundo. Su pensamiento es claro a este respecto, pues ya sabe que el dinero es clave para lograr sus propósitos. Su deambular por un inmenso continente que desconoce, aunque no le arredra, pone en su camino a un nuevo personaje, Abu Lubaba (Orlando Martins), de quien aprende, pero a quien no se aferra sentimentalmente, quizá consciente del dolor que significa una nueva pérdida. Como en los casos anteriores, Sammy abandona a su acompañante sin mostrar ningún tipo de emoción, como también lo hace con el hombre contratado por Gloria, a quien deja atrás mediante el engaño, y sin pensar en la posibilidad de que aquel perezca a merced de un medio hostil. El pequeño continúa su avance, produciéndose un nuevo encuentro, aunque, en esta ocasión, distinto al resto. El viejo cazador le ofrece acompañarle varios cientos de millas hacia ese punto meridional que en la mente del muchacho significa la esperanza de un nuevo hogar. La relación entre Sammy y Cocky Wainwright (Edward G.Robinson) resulta enriquecedora para ambos, pues recuperan parte de lo que habían perdido. Desde el primer instante muestran el deseo de querer estar juntos, circunstancia que provoca que el pequeño se olvide de la idea que, hasta ese instante, dominaba su comportamiento. Así pues, alcanzar el hotel de la tía Jane deja de ser una prioridad, cambio que podría explicarse en la creencia de Sammy de haber encontrado un hogar que le ofrece seguridad y cariño, porque en compañía de Wainwright no necesita pensar en su soledad, ya no la siente. Esta transformación, que se confirma en la aldea donde vive el solitario traficante, fue otra de las muestras de la gran capacidad de Mackendrick para analizar el comportamiento infantil del muchacho, que actúa condicionado por el miedo a no encontrar la protección y el cariño que le posibilite recuperar la infancia (inocencia) desaparecida tras el traumático acontecimiento que lo obligó a dejar de ser el niño que había sido hasta entonces.

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