1995, Los Balcanes, la guerra parece que se acaba, pero los conflictos y la lucha para recobrar una situación donde la vida pueda ser respetada continua. Los voluntarios, veteranos y novatos, de Un día perfecto (2015) viven su jornada laboral sin horarios definidos. Lo único que saben es que viven un día más de tantos que suman la extraña cotidianidad de la complejidad bélica de la que también forman parte. La vida sigue entre los escombros y las minas, los pozos inutilizados o la burocracia de los cascos azules, cuya presencia no está del todo clara o al menos el qué hacen allí, salvo querer llevar su orden administrativo, el que no tiene cabida en una zona de guerra donde los usos bélicos, la muerte, la miseria, la pérdida, pero también la fuerza de la existencia, ya son parte de Mambrú (Benicio del Toro) o B (Tim Robbins). No así para Sophie (Mélanie Thierry), la joven novata para quien todo es novedad y como tal se lo toma. Ella es el ejemplo de cómo se van descubriendo realidades que no se ven en casa a través del televisor, en la cómoda distancia de un sofá donde teorizar y hablar de ética bélica es posible. Esa distancia, que protege y aleja de la práctica diaria, en la que nada sigue valores de salón organizativo, ni protocolos ni teorías de quien no pisa zona minada, se rompe sobre el terreno, donde lo cotidiano no es el bienestar, sino todo lo contrario. El humor, la ironía, la tragedia y el drama forman parte de la realidad representada por Fernando León de Aranoa a lo largo de Un día perfecto sin necesidad de escenas bélicas ni de explosiones ni efectos que cieguen sobre el tema a tratar, una realidad que no por representada pierde veracidad, a la que accedemos guiados por ese heterogéneo grupo de voluntarios que se completa con Katya (Olga Kurylenko), la supervisora de la ONG, también recién llegada —este personaje posibilita humanizar más si cabe a sus compañeros, ya que apunta una vida más allá del conflicto bélico, apunta la intimidad— Damir (Fedja Stukan), un intérprete local, y Nikola (Eldar Residovic), un niño que ha perdido la protección de la infancia, aquella que suele dar la presencia de los padres, una de tantas víctimas de la guerra…
jueves, 20 de julio de 2023
jueves, 6 de octubre de 2022
Los lunes al sol (2002)
La revolución industrial no llegaba para liberar a la humanidad, pero sí produjo una ruptura en la historia humana. Desde entonces se han ido quemando etapas hasta alcanzar la época actual. Dicho de otro modo, se ha pasado de la fijeza preindustrial a la fluidez en la que nada semeja permanente. Este intervalo parece corroborar que a cada periodo de bonanza le sucede una crisis económica y la depresión que agudiza otra crisis: la humana. Aunque lo dicho no es del todo correcto, pues nunca se ha llegado a un equilibrio real, que al tiempo libere y produzca, entre quien manda y el asalariado, que trabaja por una cantidad que a veces le permite sentirse dueño de su vida. Pero ¿y si pierde su empleo? ¿Su salario? Si aceptamos el vaivén, las épocas de crisis amenazan la cotidianidad laboral del trabajador, la que el propio sistema le exige y a la que le encadena para que pueda seguir enganchado a la producción, que evidentemente es indiferente a quien se queda descolgado. Estos altibajos económico-temporales son cada vez más frecuentes, provocando inestabilidad y precariedad laboral.
Para algunos, después de una lucha que no pueden vencer, similar a la perdida por los obreros de Los camaradas (I compagni, Mario Monicelli, 1963), llegan los despidos y las prestaciones, si tienen derecho a ellas. Nada se detiene; el tiempo y la sociedad continúan su marcha y en ellos crece la sensación de permanecer anclados en un espacio donde los días ya no son los mismos de antes. Ahora, son todos iguales. ¿Qué diferencia hay entre un lunes o un domingo, cuando les han apartado de la rueda y no logran volver a subir, porque a nadie parece preocuparles si viven o mueren? Cuando la cotidianidad fluye en el sentido deseado, no hiere ni abre la mente al abismo que amenaza cuando se rompe la estabilidad. Ahí, ya nada marcha. Es el momento de la impotencia, de la desesperación, de la pérdida, de una nueva monotonía en la que el dolor mental forma parte de la realidad que descubre al individuo frente a un mar de desesperanza, mirando un horizonte cada vez más cubierto de nubes de pesimismo. La ausencia de esperanza empiezan a cubrir la cotidianidad de los protagonistas de Los lunes al sol (Fernando León de Aranoa, 2002), una desesperanza hiriente, silenciosa, una que no habrían sentido antes de ser despedidos y arrojados a la incertidumbre. En el presente de la película, firmantes del convenio laboral (que solo retardó su despido) como Rico (Joaquín Climent), han podido reinventarse con el dinero de la indemnización; otros como Reina (Enrique Villén), han salido del pozo y respiran momentáneamente en un nuevo empleo que temen perder. Algunos no han tenido la oportunidad y continúan a la deriva existencial que les aleja del bienestar predicado por el sistema que se desentiende de ellos.
Ahora son desheredados, ahora el pesar vive en ellos, forma parte de su “exilio” indeseado, donde comprenden que son parias atrapados en días iguales. No existe distinción entre jornadas laborales y el fin de semana, porque ambos conceptos han perdido significado. Donde ayer eran bien recibidos, hoy apenas son fantasmas. Antes sentían su identidad, ahora ven como les tratan como números en listas y estadísticas deshumanizadas. Son personas como Lino (José Ángel Egido), que se aferra a una mínima esperanza de reengancharse al progreso y desarrollo de los que ha sido expulsado, aunque, en realidad, se trata de una vida sin progreso ni desarrollo humano ni social o de un progreso sin vida. El mundo del que han sido expulsados Lino, Santa (Javier Bardem), José (Luis Tosar), Sergey (Serge Riaboukine) o Amador (Celso Bugallo) y tantos otros parados, prima el usar y tirar, pero también les procuraba el sueño de bienestar y la sensación de ser valorados. Se trata de un mundo tecnológico, indiferente al individuo, a sus necesidades y situaciones particulares. Deshumanizado, definido por su ausencia de sentimientos y emociones. Quizá eso le haga parecer cruel, sin embargo solo es eso: inhumando (perdidas, beneficios, burocracia, máquinas o tecnología no son atributos humanos). Algunas de sus máximas resuenan en un “trabaja, gana dinero; gástalo y disfruta del consumo mientras seas sujeto activo”. Pero, ¿y si ya no lo eres, o no sientes serlo como le sucede a José? Entonces, ¿qué?
El despido de doscientos trabajadores de un astillero precipita el drama cotidiano que se observa en Los lunes al sol, una tragicomedia (el film y la vida se encarga de aunar comedia y drama, y a veces tragedia) en la que el desempleo y la imposibilidad de reengancharse al mundo laboral merma la resistencia de esos amigos que sobrellevan sus días al sol intentando no perder la dignidad ni la esperanza, aunque sea en la desesperanza, porque ambas quizá sean lo único que todavía poseen. En el film de Fernando León de Aranoa no hay baile y aplausos a lo Full Monty (Peter Cattaneo, 1997), no hay victoria pírrica que solucione el momento. Su humor no es optimista como el que domina la película de Cattaneo, es más acorde a la negrura de un presente sombrío que cala en sus protagonistas, personas que ya no se sienten valorados como humanos, aunque su humanidad desborde y se exteriorice en dudas y miedos, como los que distancian a José de Ana (Nieve de Medina), en la dignidad que empuja a Santa a lanzar la piedra a la farola o en la amistad que les ayuda a mantenerse a flote.
jueves, 22 de septiembre de 2022
El buen patrón (2021)
En las películas protagonizadas por un empresario, que tampoco recuerdo demasiadas, este suele aparecer o como un emprendedor soñador tipo Tucker, un hombre y su sueño (Tucker, The Man and His Dream, Francis Ford Coppola, 1988) —el enigma Charles Foster Kane, de Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941), entra en la categoría qué se esconde tras el mito— o como un explotador amoral (con o sin piel de cordero), como podría ser el jefe de El buen patrón (Fernando León de Aranoa, 2021). Se presentan en polos opuestos. Ambos son reflejos cinematográficos de la realidad. El primero, visto como un héroe, en el caso de Tucker, porque remite a como se ve así mismo el propio Coppola en un determinado momento de su trayectoria profesional; y el segundo asoma entre el caciquismo y el despotismo, obligado a controlar el descontrol que se apodera de su tranquila cotidianidad. Son idealización y caricatura, por momentos simpática. Pero si tomásemos prestada la doctrina aristotélica del justo medio —que viene a decir que la virtud se encuentra en el medio de dos extremos— y la flexibilizamos para que la mitad sea un entorno amplio, quizá nos topásemos con un reflejo más cercano al patrón tipo Julio Blanco (Javier Bardem), que al empresario emprendedor tipo Tucker. No sería todo entrega, ilusión, generosidad, integridad, heroísmo; ni todo manipulación, hipocresía, mentiras y trapos sucios. Probablemente, habría un poco de todo lo dicho.
El presidente y dueño de empresas Blanco es la manipulación personificada a beneficio propio, pues ¿a quién beneficiar, si no? En la presentación del personaje de Bardem, Fernando Aranoa hace que su cámara gire 360 grados alrededor de su protagonista mientras este ofrece su discurso de despedida a tres becarias. En el instante que la cámara detiene su movimiento, se ha cumplido el objetivo de indicar que todo gira sobre él. Poco importa que allí hable de que él y sus empleados son una familia (y vuelva a hacerlo más adelante). Se trata de un discurso heredado y aprendido de su padre, aunque personalizado y adaptado a los nuevos tiempos, y a la situación de siempre: el patrón manda y el trabajador acata. Para Blanco, sus empleados no son familia, son siervos. Es una especie de actualización del amo del pasado, que también se ocupaba de sus esclavos, aunque solo fuera por el coste de reemplazar la mano de obra. Mientras le sirven o producen, este empresario, obsesionado con su idea de equilibrio, los conserva; en el momento que dejan de serle útiles y productivos, les sucede como a José (Óscar de la Fuente), el hombre despedido al inicio del film. No hay protestas, salvo las del nuevo parado, pero, como individuo aislado, Jose no podrá vencer al patrón, que emplea recursos varios para mantener su orden empresarial y personal. Siente el caos, y se siente a punto de perder el control, de ahí que todo acto de rebeldía lo “frene” cuando se espera que estalle. Así, nada cambia la cotidianidad laboral, que seguirá siendo la misma que conduce desde que heredó la empresa; y seguirá siendo la misma en la que se aprovecha de la pasividad y desunión que definen a sus trabajadores, sumisos y sometidos al trabajo (dicho de otro modo, al dinero) que mantenga su ritmo de vida. De ahí que las protestas solo sean las de un individuo solitario —a pesar de la compañía de su hija e hijo—, que de no haber sido despedido, callaría como hace el resto.
Quizá en otro momento, la molestia que le genera el despedido, sería menor, pero la situación amenaza la estabilidad durante una semana crucial para el prestigio de Blanco, que debe lidiar con problemas que no esperaba, aparte de silenciar al despedido. Debe ocuparse de tranquilizar a Miralles (Manolo Solo), su mano derecha, o deshacerse de Liliana (Almudena Amor), la nueva becaria que ha seducido para no romper su tradicional “cana al aire”. Blanco es el lado opuesto de los protagonistas de Los lunes al sol (2002), más allá de ser una especie de reverso de Santa, también interpretado por Bardem. Donde en aquella los trabajadores en paro sufrían en unión las consecuencias de la ausencia de empleo y su desesperada espera; en esta sátira negra, el patrón debe arreglárselas sin ayuda, aferrado a su absolutismo, disfrazado de sonrisas y buenas palabras, el que potencia que veamos en él a un hipócrita de tono y lomo, un yo primero y después yo. Su verborrea y su aparente unión con el personal que trabaja para él forma parte de su careta, pero sus usos, que habitualmente le funcionan, como apunta su seguridad en el discurso que le presenta al inicio del film, de nada parece servirle esa semana durante la cual sus palabras no impiden el descontrol en “su familia”, mientras la preocupación y la tensión crecen hasta el punto de amenazar la estabilidad, el premio y el bienestar a los que no piensa renunciar.