viernes, 8 de diciembre de 2023

Yo soy la revolución (1966)

En los temas desarrollados por Damiano Damiani en Yo soy la revolución (Quién sabe?, 1966) se deja notar la mano de Franco Solinas, un escritor cuyo currículum cinematográfico resalta su postura ideológica y política, la cual también asoma en este spaghetti western interpretado por Gian Maria Volonté, Klaus Kinski, Lou Castel y Martine Beswick. Damiani, que parte del guion de Salvatore Laureani y de la adaptación y diálogos de Solinas, ubica su historia durante la revolución mexicana y, como en toda revolución, asoman la ambigüedad, la violencia, los intereses mercantiles y tipos como Chuncho (Gian Maria Volonté), que quiere vender las armas robadas al general revolucionario Emiliano, o el “niño” (Lou Castel), el mercenario estadounidense que llega a México esperando sacar tajada de la situación por la que atraviesa el país: el enfrentamiento entre opresor y oprimido. En este aspecto, el “gringo” resulta un antecedente al mercenario inglés que Marlon Brando interpretaría un par de años después en Queimada (Gillo Pontecorvo, 1969), la última colaboración de Solinas y Pontecorvo, en la que también se desarrolla una revolución, aunque en este último film se profundiza en el colonialismo y los usos del mercantilismo. Nada de eso asoma en la visibilidad de la película de Damiani, aunque existan quienes muevan los hilos y las marionetas. El interés del film recae en esos dos personajes que establecen la amistad que, fomentada por su amor al dinero, se convierte en uno de los ejes de la película. Los otros intereses son la relación de Chuncho con su hermano “el santo” (Klaus Kinski) y con la propia revolución a la que dice servir pero a la que utiliza para llenarse los bolsillos. En Yo soy la revolución no hay héroes, hay materialismo e idealismo, los representados por los dos medio hermanos, hijos de la misma madre, la revolución, pero de distinto padre, el dinero y el ideal…



jueves, 7 de diciembre de 2023

Franco Solinas, guionista combativo

Los mejores títulos en los que participó Franco Solinas (1927-1982) tienen en común que el escritor pudo introducir en sus guiones sus ideas, compartidas con cineastas como Joseph Losey, Costa-Gavras o Gillo Pontecorvo, con quien colaboró en mayor número de ocasiones, y realizar un cine comprometido —en el que las más de las veces, asoman situaciones de abuso de poder y la lucha entre opresores y oprimidos— que no esconde su postura de intelectual combativo ni sus simpatías comunistas. Su encuentro con Pontecorvo en el cortometraje Giovanna (1955) resultó fundamental en la carrera de ambos y, salvo Operación Ogro (1979), dio como fruto las mejores películas del cineasta: Prisionero del mar (La grande strada azzurra, 1957), en la que Solinas adaptaba su novela, Kapò (1960), La batalla de Argel (La battaglia de Algeri, 1965) y Queimada (1969). Pero, como queda apuntado arriba, el guionista trabajó junto a otros directores, entre los que también destacan Nicolas Ray, en Los dientes del diablo (The Savage Innocents, 1960), o Francesco Rosi, con quien colaboró en la ya mítica Salvatore Giuliano (1961), y también junto a otros escritores cinematográficos como Ennio de Concini. Incluso en sus títulos aparentemente menos comprometidos, los spaghetti-western que co-escribió entre 1967 y 1969, también asoman constantes de su cine y su acercamiento a los opresores y a los oprimidos que se revelan en busca de su libertad, personajes que no son héroes ni villanos, son individuos de varias clases, los hay que, como “el niño” en Yo soy la revolución (Quién sabe?, 1967) o William Walker en Queimada, intentan sacaba tajada sirviendo al opresor o aquellas otras que se rebelan y que le sirven para exponer el padecimiento y su lucha contra el colonialismo/imperialismo, por ejemplo en Estado de sitio (État de siège, 1972) o víctimas del terror de Estado, tal como El otro señor Klein (Mr. Klein, 1976)…


Filmografía


1. Mujeres prohibidas (Persiane chiuse, Luigi Comencini, 1951)


2. Di qua, di là del Piave (Guido Leoni, 1954)


3. Bella non piangare (David Carbonari, 1955)


4. La mujer más guapa del mundo (La donna più bella del mondo, Norman Z. Leonard, 1955)


5. Giovanna (Gillo Pontecorvo, 1955) cortometraje


6. Los novios de la muerte (I fidanzati della morte, Romolo Marcellini, 1957)


7. Die Windrose (episodio Giovanna) (1957)


8. Prisionero del mar (La grande strada azzurra, Gillo Pontecorvo, 1957)


9. Diana (La ragaza del palio, Luigi Zampa, 1957)


10. Los dientes del diablo (The Savage Innocents, Nicholas Ray, 1960)


11. Kapò (Gillo Pontecorvo, 1960)


12. Vanina Vanini (Roberto Rossellini, 1961)


13. Madame Sans-Gene (Madame Sans Gene, Christian-Jacque, 1961)


14. Salvatore Giuliano (Francesco Rosi, 1961)


15. Una vida violenta (Una vita violenta, Paolo Heusch y Brunello Rondi, 1962)


16. La soldabessa (Valerio Zurlini, 1965)


17. La batalla de Argel (La battaglia de Algeri, Gillo Pontecorvo, 1965)


18. Yo soy la revolución (Quién sabe?, Damiano Damiani, 1967)


19. El halcón y la presa (La resa dei conti, Sergio Sollima, 1967)


20. Salario para matar (Il mercenario, Sergio Corbucci, 1968)


21. Tepepa… Viva la revolución (Tepepa, Giulio Petroni, 1969)


22. Queimada (Gillo Pontecorvo, 1969)


23. El asesinato de Trotsky (The Assessination of Trotsky, Joseph Losey, 1972) (sin acreditar)


24. Estado de sitio (État de siège, Costa-Gavras, 1972)


25. Il sospetto (Francesco Maselli, 1975)


26. El otro señor Klein (Mr. Klein, Joseph Losey, 1976)


27. Hannah K. (Costa-Gavras, 1983)

miércoles, 6 de diciembre de 2023

Tira a mamá del tren (1987)

Era el primer largometraje que Danny de Vito dirigía para el cine —con anterioridad, había dirigido cortometrajes, episodios y películas para televisión— y apostó fuerte por el humor negro que encuentra su punto de partida en la idea que establece los lazos entre los dos personajes centrales de Extraños en un tren (Strangers on a Train, 1951). Dicha idea, la de intercambiar crímenes, hace que Tira a mamá del tren (Throw Momma from the Train, 1987) tuviera todas las papeletas para ser la versión cómica del film de Hitchcock, con Danny De Vito y Billy Crystal en los papeles que en su día interpretaron Robert Walker y Farley Granger. Pero ni De Vito, director de la película, ni el guionista Stu Silver son Hitchcock ni Patricia Highsmith, la autora del libro en el que se basó el guion de Raymond Chandler, Whitfield Cook y Czenzi Ormonde. De modo que cualquier parecido razonable entre ambos films es fruto de la admiración e influencia que los responsables del segundo hayan recibido del primero, el cual, sin duda, es un gran ejemplo de cine negro y de la “retorcida” ironía de Hitchcock, a quien se alude como influencia para el crimen perfecto que planea Owen (De Vito), cuando acude al cine a buscar inspiración y allí escucha la propuesta que Robert Walker le hace a Farley Granger. En ese instante comprende que dicha propuesta también es la solución para sus males. Un cruce; un intercambio. Nadie sospechará y, sin temor a ser descubierto, podrá deshacerse de su madre (Anne Ramsey). Más que una mujer controladora que somete y humilla constantemente a su hijo, la madre es un ser feroz y grotesco que bien pudiera ser la caricatura de las que asoman a lo largo de la filmografía del director de Psicosis (Psycho, 1960). Los personajes de Crystal y De Vito son niños grandes, o eso se deduce de su comportamiento. Fantasiosos y con problemas, pero sin saber cómo enfrentarse a la realidad que les impide avanzar y resolver sus preocupaciones, encarar sus miedos y sus frenos —el bloqueo en el escritor interpretado por Billy Crystal, a quien su ex mujer (Kate Mulgrew) le ha robado su novela, que resulta ser un éxito editorial—. Así, ninguno de ellos logra la plenitud, más bien se encuentran atrapados en un punto de sus existencias del que no pueden alejarse hasta que su encuentro les proporciona la oportunidad para liberarse. Del rechazo a la amistad, la relación de Larry y Owen va sustituyendo la posible intriga, la cual solo es la excusa para el homenaje y el desarrollo del humor negro con el que De Vito parece disfrutar como realizador, un humor que llevaría al matrimonio de La guerra de los Roses (The War of the Roses, 1989), su siguiente película tras las cámaras.



martes, 5 de diciembre de 2023

La estructura del cristal (1969)

Por nacimiento, Krzysztof Zanussi (1939) pertenece a la generación de directores polacos nacidos durante la Segunda Guerra Mundial, aunque prácticamente es de la edad de Jerzy Skolimowski (1938), a quien se incluye en la tercera generación, la nacida en la década de 1930. Aunque empezó a coquetear con el cine hacia finales de los años cincuenta, el primer largometraje de Zanussi se hizo esperar más que los de Skolimowski o Roman Polanski (1933), de quienes se distancia ya no por generación, sino por sus intenciones cinematográficas, más cercanas a las de Zabrowski, Zulawski y otros “jóvenes” que a finales de los años sesenta y primeros setenta empiezan a dar forma a una obra cinematográfica más influenciada por la filosofía, por la búsqueda del individuo, que da pie a un cine de “inquietud moral” que se distancia de la “inquietud histórica” de la heterogénea Escuela de Cine Polaco de Andrzej Munk (1921-1961), Andrzej Wajda (1926-2016), Jerzy Kawalerowicz (1922-2007), Kazimierz Kutz (1929-2018) y Wojciech J. Has (1925-2000). Tras una veintena de cortometrajes y dos películas para televisión, su primer largometraje para el cine fue La estructura del cristal (Struktura Krysztalu, 1969), pero  ¿cómo es tal estructura? ¿Ordenada? ¿Sólida? ¿Repetitiva? ¿Compacta? ¿Cómo la de un film hermético que encierra a sus tres personajes como si no hubiera lugar para exteriorizar sus pensamientos, sus dudas, sus emociones, salvo en la intimidad en la que comparten ideas, comuniones, disensiones o reflexiones sobre las elecciones que les han llevado hasta ese instante? En 1969 el deshielo había concluido y Polonia (y el resto de países del Este) parecía volver a enfriarse, quizá por ello, el primer largometraje de Zanussi se abra y desarrolle en un espacio helado donde el matrimonio formado por Anna (Barbara Wrzesinska) y Jan (Jan Myslowicz) recibe al amigo de la juventud de este último, a quien el meteorólogo no ve desde hace años. Como él, también es un científico, pero Marek (Andrzej Zanecki) ha tenido mayor éxito académico, ha recorrido mundo y no comprende porqué su amigo se ha exiliado (o quizá se haya visto obligado a exiliarse) a un paraje donde la nieve, el frío y el encierro, aunque sea en el exterior y entre gente, dominan el ambiente… La sensación térmica e invernal parece heredarla La estructura del cristal, una película que resume el cine de los primeros años de Zanussi en el medio cinematográfico, un espacio para filosofar y reflexionar distintas realidades, como la de los dos amigos que se reencuentran tras años sin saber el uno del otro. Se trata de un cine intelectual y en apariencia frio, pero inquieto, que cuestiona y pregunta. ¿Cuáles eran las ilusiones del trío? ¿Se han cumplido sus expectativas? Quizá la respuesta no esté en los personajes ni en la película; y haya que buscarla en el pensamiento existencialista y en la realidad del momento, en ese final de la década de 1960, en el que las ilusiones se enfriaban tras un periodo de renacer y liberación…



lunes, 4 de diciembre de 2023

Queimada (1969)

El colonialismo es práctica antigua. A grandes rasgos, consiste en asentarse en un territorio con anterioridad ocupado por otros pueblos y dominarles para mayor beneficio económico del recién llegado, que busca materias primas para su industria, mano de obra barata y ampliar su mercado y comercio. En buena medida gracias a su mayor desarrollo tecnológico, militar y organizativo, el colonizador es más “poderoso” que el colonizado y, aunque disfrace sus intenciones con palabras tan bien sonantes como “cultura”, “libertad”, “civilización”, “progreso”,… su finalidad es el lucro, el dominio económico. De eso va Queimada (1969), de colonialismo y neocolonialismo, de cómo este sustituye a aquel para que todo continúe igual para el explotado. Solo cambia el rostro del explotador, pero no la finalidad perseguida. Esto lo expone Gillo Pontecorvo en su espléndida película, cuyo guion corrió a cargo de Franco Solinas y Giorgio Arlorio. Pero el film no tuvo suerte comercial, a pesar de contar con la presencia estelar de Marlon Brando, que recordaba su interpretación como la mejor de toda su carrera; y quizá no anduviese desencaminado.

El actor decía que  <<Aparte de Elia Kazan y de a Bernardo Bertolucci, el mejor director con el que he trabajado es Gillo Pontecorvo, aunque estuvimos a punto de matarnos. En 1968 dirigió una película que prácticamente nadie vio. Originalmente se titulaba Queimada pero en los Estados Unidos se estrenó con el título de Burn! Yo interpretaba el papel de un espía inglés, sir William Walker, que simboliza todos los males perpetrados por los poderes europeos en sus colonias durante el siglo XIX. Establecía muchos paralelismos con Vietnam, y describía el tema universal de los poderosos que explotan a los débiles. Creo que en dicha película hice la mejor de todas mis interpretaciones, pero la vieron muy pocas personas.>> (1) No hay nada extraño en que una película como Queimada apenas fuese vista, pues ni a la industria cinematográfica ni al público occidental iba a interesarle un film comprometido que mira lúcido y feroz al colonialismo que, con otras formas distintas al decimonónico, todavía imperaba a finales de la década de 1960. Hoy, dicho colonialismo forma parte de la cotidianidad (publicidad, grandes superficies, medios de comunicación, globalización…) y son pocos quienes se plantean que hayan sido colonizados por el capital y el comercio de las grandes empresas. Por ejemplo, Pontecorvo expone dos tipos de colonialismo en su película: el portugués y el británico, que sería ejemplo de neocolonialismo. Quedan perfectamente señaladas las diferencias entre ambos y también los intereses económicos y mercantiles que se esconden detrás de la supuesta ayuda que sir William Walker lleva a la isla. El personaje, que asume el nombre del mercenario estadounidense que se convirtió en el sexto presidente de Nicaragua, es un agente de la corona inglesa (más adelante de la empresa azucarera que controla la economía de la isla), enviado con el objetivo de sublevar al pueblo contra el dominio portugués.

Anticolonialista, como ya lo era el anterior trabajo de Pontecorvo y Solinas La batalla de Argel (La battaglia di Algeri, 1966), en Queimada se habla de liberación y de libertad (abolir la esclavitud), pero solo hay un cambio de rostro en el “amo” del lugar. Walker lo sabe y se muestra ambiguo en su relación con José Dolores (Evaristo Márquez), el líder de los campesinos. Explica lo que quiere Inglaterra: <<Libertad de comercio y el fin de la dominación extranjera en América Latina>>, pero resulta evidente que al decir “extranjera” no se refiere a la inglesa, presencia que será dominante (mediante sus empresas) a partir de entonces. E igualmente, “libertad de comercio” es una expresión que no implica “libertad” para José y el resto, sino el liberalismo económico en manos de las empresas y los mercados británicos. Walker es el agente enviado por Inglaterra para crear al José Dolores líder revolucionario, el que asume las enseñanzas, las reflexiona, las hace suyas y guía a los suyos en la lucha contra la opresión y la tiranía, venga esta del colonialismo portugués o de los intereses del capital inglés; cuando choca con estos, <<Inglaterra lo elimina>>, dice el personaje de Brando. Esa es la ambigua política que representa el mercenario, que regresa a Queimada tras diez años de ausencia. Durante esta década de gobierno de Teddy Souza (Renato Salvarori), el presidente títere de la compañía azucarera británica, no ha habido mejora social. Lo abusos han continuado y los beneficios han sido para la azucarera. Esto precipita una nueva revuelta también liderada por José, ahora sin la manipulación de la que había sido víctima. Así que la empresa contrata a Walker para poner fin a la rebelión. El personaje de Brando es la imagen de la ambigüedad del capitalismo inglés, ambiguo porque asume dar la libertad, al provocar la primera revuelta para acabar con el gobierno portugués de la isla, y la quita, controlando la producción, el comercio y sofocando la segunda rebelión. Por ello, José comprende que ni con unos  europeos ni con otros, el pueblo de Queimada ha sido libre. <<Mientras haya quien te dé la libertad, esa no es tal libertad. La verdadera libertad nadie puede dártela. Tienes que tomártela tú mismo. Tú solo>>, dice José al soldado que le conduce a prisión. <<¿Comprendes? Pronto comprenderás porque tú ya has empezado a pensar>>. En esa capacidad de plantearse el mundo y a sí mismo, y las distintas relaciones que se establecen entre los individuos y el sistema, reside la vía hacia la libertad de Dolores… El fin del colonialismo ibérico (España y Portugal) fue sustituido por el inglés, más adelante por el estadounidense, pero, aunque en apariencia estos dos últimos eran diferentes al español y al portugués, en el fondo, no eran tan distantes. Solo eran acordes a sus tiempos, pues cada época tiene sus formas y sus maneras, las de imponer y velar los intereses que se repiten a lo largo de la historia para perpetuar el tema universal aludido por Brando en sus memorias.


(1) Marlon Brando (con la colaboración de Robert Lindsey): Las canciones que mi madre me enseñó (traducción de Elsa Mateo). Editorial Anagrama, Barcelona, 1994.

domingo, 3 de diciembre de 2023

El viento se levanta (2013)

La que iba ser la última película de Hayao Miyazaki, El viento se levanta (2013), finalmente no lo fue, tampoco fue el primer film producido por Studio Ghibli que se alejaba de la fantasía. Tal honor recae en el film de su hijo Goro, La colina de las amapolas (2010), pero sí fue la primera biografía animada del estudio y un film que supuso un nuevo paso en la carrera del popular maestro de la animación japonesa, que escogió la historia biográfica de Jiro Horikoshi, el diseñador del caza japonés conocido como Zero. Sin duda, se trataba de su película menos infantil, no solo por carecer de elementos fantásticos, sino por la complejidad que suponía centrarse en la biografía animada del diseñador del caza Mitsubishi A6M Zero que la aviación japonesa empleó durante la Segunda Guerra Mundial. Dudó en hacerla, recordó su productor Toshio Suzuki, pero, finalmente, se decidió y llevó a cabo el proyecto que iba a ser su despedida. Miyazaki explicaba sus intenciones de la siguiente manera: <<Quiero retratar a una persona dedicada que persigue su sueño sin rodeos Los sueños poseen un elemento de locura, y tal veneno no se debe ocultar. Anhelar algo demasiado bello puede arruinarle a uno. Oscilar hacia la belleza no es gratis. Jiro será maltratado y derrotado, su carrera de diseñador se interrumpirá. Sin embargo, Jiro fue un individuo de originalidad sublime y talento. Esto es lo que trataremos de representar en la película>>. (1) Y las llevó a cabo mezclando datos históricos y ficción para dar como resultado la historia de un sueño y de un soñador, la de un amor y la de una amistad en tiempos del militarismo y expansionismo que llevó a Japón a invadir parte del continente asiático, creando el estado títere de Manchukuo en 1931 y entrando en guerra con China en 1937.

El viento se levanta se inicia con Jiro niño, soñando con los aviones y con el diseñador italiano que admira y con quien establece una relación onírica en sueños que permiten a Miyazaki escapar del realismo y de la Historia. No obstante, nunca pierde de vista la realidad histórica en la que vive su héroe, de hecho es su única película en la que le presta atención, puesto que su protagonista forma parte de ella. Como tantos biopics, la trama avanza en el tiempo y muestra a Jiro en su etapa de estudiante de ingeniería. Viaja en un tren y se produce su primer encuentro con Nahoko. Igual que sucede en otras películas de Miyazaki es amor a primera vista, aunque se ve interrumpido por el Gran terremoto de Kantô en 1923, que devasta Tokio. Pasan los años, la Gran Depresión económica afecta al mundo, Japón invade Manchuria, en Alemania los nazis alcanzan el poder y el joven Jiro trabaja en Mitsubishi, empresa en horas bajas en la que había entrado a trabajar en 1927. Allí coincide con su amigo Honjo, que también es ingeniero aeronáutico. Ambos son enviados a Alemania como parte de la colaboración entre los dos países. Esta relación es una de las principales del film, la otra de peso es la historia de amor que se reinicia cuando, en un hotel de montaña, se produce su reencuentro con la mujer que ama. No cabe duda que en El viento se levanta Miyazaki puso el corazón, su pasión por la aeronáutica y el mensaje de toda su obra. Lo inserta en el título, se pronuncia en varias ocasiones —<<el viento se levanta, hay que intentar vivir>>— y lo confirma verbalmente por mediación de Nahoko, cuando ella afirma a Jiro que <<estar vivo es maravilloso>>; y eso es lo que los personajes del animador japonés desean y sienten, incluso en los momentos más difíciles y dolorosos, o más si cabe cuando el tiempo juega en su contra, como le sucede a Naoko o al protagonista de Vivir (Ikiru, Akira Kurosawa, 1952). Ese parece ser el mensaje que Miyazaki quería para este film cuyo protagonista vive dos amores y dos sueños…

(1) Hayao Miyazaki, citado por Toshio Suzuki: Ghibli. Una historia de amor (traducción de Laura Olvera). Confluencias, Almería, 2023.

sábado, 2 de diciembre de 2023

Montgomery Clift, vidas en conflicto

Su primer gran papel fue enfrentarse a John Wayne en el magistral western Rio Rojo (Red River, Howard Hawks, 1948) y no salir sin cuatro dientes menos, con un ojo hinchado y una bala en el pecho. Aunque se estrenó primero Los ángeles perdidos (The Search, Fred Zinnemann, 1948), la película de Hawks supuso su debut en el cine y, desde entonces, Montgomery Clift se convirtió en el actor del método más talentoso de Hollywood, posición que solo se vio amenazada por la brevedad de James Dean y con la irrupción en la escena hollywoodiense de Marlon Brando, con quien compartiría cabeza de cartel en El baile de los malditos (The Young Lions, Edward Dmytryk, 1958), pero en la que no tenían escenas comunes. Estrella indiscutible durante la primera mitad de la década de 1950, como buen intérprete “metodista”, lo suyo era crear interioridades más que personajes, que eran suma de conflictos, complejos, contradicciones, deseos, frustraciones, sufrimientos. Un buen ejemplo, el sacerdote de Yo confieso (I Confess, Alfred Hitchcock, 1952), en la que Hitchcock lo atormentaba con el conflicto interior generado por el conocer y no poder desvelar la verdad; contradicción que también sufrió en su vida fuera de las pantallas. “Monty”, como era conocido por sus amistades y colegas de profesión, tuvo una carrera fulgurante, plagada de éxitos, de grandes papeles en películas que forman parte de la historia del cine. Pero su vida profesional no resultó un cuento de hadas, tampoco la personal, ni su estancia en Hollywood parecía llenarle. Algunos opinaban que era un engreído, inseguro, acomplejado; otros opinaban de forma bien distinta; como fue el caso de Elizabeth Taylor. Por su parte, Olivia de Havilland tuvo <<la sensación de que solo pensaba en sí mismo>>. (1) Decía que su pareja en La heredera (The Heiress, William Wyler, 1949) se encerraba y no hablaba con nadie, salvo con su entrenador. Como otros grandes divos de la pantalla, Clift era un actor difícil con el que trabajar, pero a William Wyler no le tosían sus intérpretes; ni siquiera Bette Davis pudo con él. Si alguien tosía en el plató era con su consentimiento. Así que a Wyler no le costaba lidiar con mocosos caprichosos, ni estrellitas de celuloide ni con el joven actor cuyos celos hacia De Havilland, e incluso hacia Miriam Hopkins, asomaron en varios momentos del rodaje. Era un cúmulo de inseguridades, tal vez; pero el muchacho que se encerraba en su camerino y no hablaba con nadie llevaba las de perder ante un cineasta de la vieja escuela: pero también las de ganar al ser dirigido por alguien tan perfeccionista como lo era el director de Ben-Hur (1959). El resultado artístico de aquel encuentro fue magnífico y la carrera de Clift salió reforzada.

Era un actor en alza y así siguió hasta De aquí a la eternidad (From Here to Eternity, Fred Zinnemann, 1953), durante cuyo rodaje se corrió unas cuantas juergas con Frank Sinatra y cuyo éxito lo encumbró todavía más alto. Sin embargo, no llegaba a encontrarse y decidió alejarse de la gran pantalla. Regresó al teatro, que eran sus orígenes escénicos, tras el rodaje de The Berlin Blaze (Robert Siodmak, 1954), y se mantuvo apartado de las pantallas hasta que su amiga Elizabeth Taylor, con quien había entablado amistad durante el rodaje de Un lugar en el sol (A Place in the Sun, George Stevens, 1951), quiso contar con él para El árbol de la vida (Raintree County, Edward Dmytryk, 1957). Esta película marcaría el resto de su vida, pues, durante el rodaje, sufrió el accidente automovilístico cuyas secuelas físicas generaron las psicológicas que acabarían por (auto)destruirle. <<Tenía una cantidad terrible de problemas psíquicos>>, (2) recordaba Elia Kazan. <<A veces no podías ni mirarle de tanto como sufría>>, comentó el director de Río salvaje (Wild River, 1960) sobre su actor principal en esta película, de quien también dijo que <<no quería contratarle porque no pensaba que tuviese la fuerza de interpretar este papel>>. Pero no solo era ese el motivo, Kazan quería a Brando, porque este era su actor favorito y porque Clift tenía problemas con el alcohol. Sin embargo, la suya resultó una interpretación más que convincente, quizá porque la adapta a su propio estado personal.

Los años que siguieron a su accidente fueron un tormento para el actor, que fallecía en julio de 1966, de un fallo cardíaco. El mismo año de su muerte había protagonizado un film en Europa y, tras cuatro años desde su última película en Hollywood, pensaba regresar al cine hollywoodiense interpretando al mayor Perdenton en Reflejos en un ojo dorado (Reflections in a Golden Eye, John Huston, 1967), film que finalmente interpretó Brando y que iba a significar su reencuentro profesional con su amiga Elizabeth Taylor —quien de nuevo intervenía a su favor— y con John Huston, para quien había rodado Vidas rebeldes (The Misfits, 1961) y Freud, pasión secreta (Freud, 1962). Este biopic sobre el padre del psicoanálisis resultó un rodaje complicado tanto para el actor como para Huston, pues el primero no hacía más que olvidarse de sus diálogos y el segundo actuaba en consecuencia. <<Monty tenía dificultad para memorizar su papel […] Su conducta petulante y obstinada era un intento de ocultarme a mí y a los demás —y probablemente a sí mismo— que ya no era capaz de actuar.>> (3) Elizabeth Taylor fue su mayor amistad en Hollywood. Le demostró lealtad y cariño en numerosas ocasiones, e insistió en que protagonizase a su lado De repente, el último verano (Suddenly, Last Summer, Joseph L. Mankiewicz, 1959). Gore Vidal, que había adaptado el texto de Tennesse Williams en el que se basa la película, fue bastante claro al decir que <<Había olvidado lo hermosa que era Elizabeth Taylor y lo destrozado que estaba Montgomery Clift. Un lado de la cara estaba paralizado a causa de un accidente de tráfico. Aún así, Taylor insistió en que hiciese el papel. Entre la bebida y los analgésicos solo podía trabajar por la mañana. […] Después de todo, era mejor que la mayoría de actores incluso en ese estado.>> (4) Y aunque para el productor Sam Spiegel y para Mankiewicz resultase un lastre, Clift acabó dando vida al neurocirujano que intenta solucionar los problemas psicológicos de dos mujeres, las interpretadas por Katharine Hepburn y la actriz que más lloró su muerte: <<lo adoraba. Monty era mi amigo más querido. Era mi hermano.>> (5)


Filmografía


Río Rojo (Red River, Howard Hawks, 1948)


Los ángeles perdidos (The Search, Fred Zinnemann, 1948)


La heredera (The Heiress, William Wyler, 1949)


Sitiados (The Big Lift, George Seaton, 1950)


Un lugar en el sol (A Place in the Sun, George Stevens, 1951)


Yo confieso (I Confess, Alfred Hitchcock, 1953)


Estación Termini (Stazione Termini, Vittorio de Sica, 1953)


De aquí a la eternidad (From Here to Eternity, Fred Zinnemann, 1953)


The Berlin Blaze (Robert Siodmak, 1954)


El árbol de la vida (Raintree County, Edward Dmytryk, 1957)


El baile de los malditos (The Young Lions, Edward Dmytryk, 1958)


Corazones solitarios (Lonelyhearts, Vincent J. Donehue, 1958)


De repente, el último verano (Suddenly, Last Summer, Joseph L. Mankiewicz, 1959)


Río salvaje (Wild River, Elia Kazan, 1960)


Vencedores o vencidos (Judgment at Nuremberg, Stanley Kramer, 1961)


Vidas rebeldes (The Misfits, John Huston, 1961)


Freud, pasión secreta (Freud, John Huston, 1962)


El desertor (L’espion, Raoul Lévy, 1966)


(1) Olivia de Havilland, citada por Ángel Comas: William Wyler. T&B Editores, Madrid, 2004


(2) Elia Kazan, entrevista con Michel Ciment: Elia Kazan por Elia Kazan (traducción de Marisa Fontanet). Editorial Fundamentos, Madrid, 1998.


(3) John Huston: A libro abierto (traducción de  Maribel de Juan). Espasa-Calpe, Madrid, 1986.


(4) Gore Vidal, citado por Christian Aguilera: Joseph L. Mankiewicz. Un renacentista en Hollywood. T&B Editores, Madrid, 2009.


(5) Elizabeth Taylor, citada por Cristina Morató: Diosas de Hollywood. DeBolsillo, Barcelona, 2020.

viernes, 1 de diciembre de 2023

Reflejos en un ojo dorado (1967)

A John Huston le gustaba experimentar con la textura y los tonos de sus películas en color. Moulin Rouge (1952), Moby Dick (1956) y Reflejos en un ojo dorado (Reflections in a Golden Eye, 1967) son los mejores ejemplos. De ahí que fuese insistente en ese punto y algo “dejado” en otros —no se preocupaba demasiado en indicar a los actores y actrices qué esperaba de sus actuaciones, cómo actuar o crear sus personajes; les dejaba libertad para improvisar—. Era un tipo peculiar, de eso no cabe duda, tampoco la hay respecto a que era un cineasta de primera, con un sentido visual innato, osado, dispuesto al reto, como lo pudo ser llevar a la gran pantalla el libro Reflejos en un ojo dorado y lograr una película perturbadora, cuyo tono dorado apagado y su marco físico —un fuerte militar en el sur de los Estados Unidos— elevan la sensación represiva y la carga psicológica que pesa sobre los personajes. A pesar de que ese espacio les reúne, no hay comunión ni posibilidad de establecerla. Se trata de un film más que de personajes, de soledades, represión y aislamiento, cuyo ejemplo más claro puede ser el mayor a quien da vida Marlon Brando, que aceptó el papel que iba a ser interpretado por Montgomery Clift, pues el actor que había trabajado para Huston en Vidas rebeldes (The Misfits, 1961) y Freud (1962) fallecía poco antes de iniciarse el rodaje. Brando interpreta a Penderton, un oficial casado y aquejado de convencionalismo, de la moralidad represiva de un entorno masculino, marcial y machista, de no poder expresar sus emociones, sus sentimientos, sus pensamientos ni el deseo que le despierta uno de sus soldados (Robert Forster). Vive en el aislamiento, en un matrimonio de incomunicación y rechazo, en el encierro de su homosexualidad, sexualidad intolerable en el ámbito castrense y condenada por la sociedad a la que pertenece, una conservadora, represiva y temerosa de cuanto escapa a su comprensión; es decir, a su orden, que es el propio de la época en la que se ambienta el film y la novela homónima de la escritora Carson McCullers en la que se basa el guion. Un primer borrador corrió a cargo de Francis Ford Coppola, pero Huston lo desestimó y contrató a Christopher Isherwood, pero tampoco resultó como él quería. Así que convenció al escocés Chapman Mortiner para que lo escribiera. Le gustó y, finalmente, ese guion sería retocado por Gladys Hill y el propio Huston, que no aparece acreditado como guionista.

Pero Reflejos en un ojo dorado también es un film vouyerista, de mirada más acechadora, opresiva e incómoda que la asumida por Alfred Hitchcock en La ventana indiscreta (The Rear Window, 1954), una elección que, si bien la eleva por encima de otros films sobre el matrimonio, el aislamiento, la homosexualidad latente, la neurosis y los convencionalismos, la distancia del público general, lo que supuso que resultase un fracaso en la taquilla a pesar de contar con la presencia estelar de Elizabeth Taylor, que venía de recibir numerosos reconocimientos y premios por su papel de Martha en ¿Quién teme a Virginia Woolf? (Who Afraid to Virgia Woolf?, Mike Nichols, 1966) y Marlon Brando. El actor recordaba que Huston les dejaba improvisar; textualmente, que <<John dejaba a los actores en paz. No nos daba ninguna instrucción. Contrataba buenos actores, confiaba en ellos y dejaba que improvisaran, pero nunca ayudó a formar un personaje, como hacía Kazan>>, (1) algo típico de este gran cineasta que consideraba que sus intérpretes tenían que conocer su trabajo. Le preocupaban otras cuestiones, la historia y cómo contarla. En este drama psicológico se decanta por el uso del ambarino apagado que domina en la fotografía de Oswald Morris —que no aparece acreditado—; ese tono genera una sensación opresiva, al observar a todos sus personajes —incluso el soldado mirón es a su vez mirado, sea por el público o por el mayor Penderton—, los cuales viven encerrados, atrapados, condenados,… Quizá la infidelidad logre conceder un respiro de sus respectivos matrimonios a Leonora (Elizabeth Taylor) y al coronel (Brian Keith), pero solo es otro de los reflejos del film. Al reparto podría sorprenderle que Huston les dejase a su aire, que improvisasen y buscasen a sus personajes, pero es que el cineasta no era alguien que pensase el cine como la dirección de actores; para él, no era lo importante. Huston era un cineasta visual, cinematográfico, que posteriormente ya encontraría en el montaje las actuaciones deseadas, las que más le convendrían para el conjunto homogéneo que es toda película concluida, editada y preparada para su estreno. En el caso de Reflejos en un ojo dorado no resultó atractivo para el público, probablemente porque era un film de una complejidad y de una temática que discordes al gusto popular; pero, para Huston, fue diferente. Se sentía orgulloso de haberla rodado: <<Me gusta Reflejos en un ojo dorado. Creo que es de mis mejores películas. Todos los actores —Marlon Brando, Elizabeth Taylor, Brian Keith, Julie Harris, Robert Forster y Zorro David— hicieron una interpretación maravillosa, incluso mejor de lo que yo hubiera esperado. Y Reflejos es una película bien construida. Escena por escena —en mi humilde opinión— es bastante difícil ponerle peros.>> (2)

(1) Marlon Brando y Robert Lindsey: Las canciones que mi madre me enseñó (traducción de Elsa Mateo). Editorial Anagrama, Barcelona, 1994.

(2) John Huston: A libro abierto (traducción de Maribel de Juan). Espasa-Calpe, Madrid, 1986.

jueves, 30 de noviembre de 2023

El caso 880 (1950)

Siguiendo la estela del cine policiaco desarrollado, entre otros, por Henry Hathaway en la segunda mitad de la década de 1940, El caso 880 (Mister 880, Edmund Goulding, 1950) emplea un tono semidocumental, mezcla realismo y ficción, para resultar una película diferente y entretenida que en apariencia alaba la eficacia del servicio secreto en su lucha contra la falsificación de divisas. Pero esa es la excusa que permite a Edmund Goulding acercarse a la realidad humana del falsificador de billetes de un dólar a quien los agentes del tesoro persiguen sin éxito desde diez años atrás. Este fracaso se debe a la idea preconcebida de los agentes, que suponen que el perseguido ha de responder a la idea de criminal o delincuente establecida por el sistema que custodian y representan. En un intento de dar nuevas perspectivas a la investigación, se le encarga al agente Steve Buchanan (Burt Lancaster) que lleve el caso, que da pie a dos vías de interés: el romance entre el agente secreto, que de secreto no tiene ni el número de teléfono de la oficina, y Ann Winslow (Dorothy Macguire), su única pista; y la cotidianidad de Skipper (Edmund Gwenn), un hombre tranquilo, amable y sincero, ya con bastantes años a sus espaldas, en un mundo acelerado y mercantil donde solo el dinero y lo práctico parecen acaparar la atención y los deseos. El utilitarismo sitúa al viejo falsificador al borde de la exclusión social; y la sombra de esta le empuja a conseguir el dinero para pagar al casero o comprar alimentos. Lo hace al margen de la ley, sin la menor ambición ni ánimo de lucro y sin pretender hacer daño a nadie; nunca entrega más de un dólar, con la excepción del casero que le amenaza. Pero quizá dañe al Estado, que ve en otro dinero en circulación un rival para la moneda a la que concede legalidad, que sería algo así como la sangre que circula por su aparato económico. Si no hubiera una moneda de curso legal, todas lo serían y quien sufriría pérdidas no sería el usuario corriente, sino el Capital que hasta entonces hubiese controlado los mercados y la economía mundial. De ahí, la importancia de perseguir incluso a alguien tan insignificante (criminalmente hablando) como Skipper…

Basada en un hecho real que St. Clair McKelway describió en su artículo publicado en The New Yorker, Robert Riskin realizó el guion que Goulding llevó a la pantalla con el acierto de acercarse al hombre marginado por el sistema mercantil en el que no encaja. El personaje de Skipper se basa en el real Emerich Juettner, a quien finalmente atraparon y condenaron a un año y un día de presidio, cumpliendo cuatro meses de condena. Desde su primera aparición en la pantalla, queda claro que Skipper no es un criminal, aunque infrinja la ley; sino que se trata de alguien que no encaja, alguien que valora los objetos que otros tiran a la basura, alguien que se detiene para contemplar su alrededor o para bromear y sonreír a los niños del barrio. Podría decirse que Skipper es un buen hombre y que su mayor delito (dentro del orden establecido) es no tener prisa ni dinero, que son las dos características que de algún modo condicionan el día a día. En esta cotidianidad, los objetos que el anciano aprecia y le permiten mal vivir son considerados chatarra y trastos inútiles. Pocos como Ann, que le da cinco dólares por la miniatura de una rueca que utilizará para adornar su chimenea, y él le devuelve dos. Pero la imagen que prevalece no es la de la chica, sino la de quienes niegan válido al producto de Skipper (ni el Juettner); lo que obliga al pobre hombre a recurrir al “primo Henry”, la máquina de falsificar billetes de un dólar que se reconocen porque donde debería poner “Washington” pone “Wahsington”. Lo hace en casos extremos, por ejemplo cuando el casero le exige los veinte dólares que le debe de alquiler mientras le amenaza con acudir a su abogado si no paga. Al falsificador le disgusta hacer billetes, como demuestra en varias ocasiones, una de ellas es consecuencia de la anterior: al tener cinco dólares en el bolsillo, solo falsifica quince; lo que suma el total de su deuda… Por momentos, El caso 880 resulta cómica, incluso tierna, pero también sorprende la situación que plantea. Por una parte, resulta curioso que el gasto (dinero público) en perseguirlo sea muy superior al dinero falsificado; también que logra escapar de los agentes profesionales durante una década, ni siquiera es consciente de ser perseguido, y por otra, mirando la realidad de Emerich Juettner, que uno pueda pasar del olvido al primera plana (y viceversa). Respecto a esto, el personaje real debió sorprenderse cuando tuvo algo útil entre las manos: una historia que vender. Tras cumplir su condena, el anciano ya tenía algo que el sistema consideraba de valor para el mercado; es decir, que daría dinero. Hollywood compró su historia y el “chatarrero” consiguió más dinero por ella que en diez años de “fechorías”…



miércoles, 29 de noviembre de 2023

El mago de Oz (1925)

Conocido en la España de la época como Tomasín y, más adelante, ya en la posguerra, en la reposición de sus cortometrajes, como Jaimito, Larry Semon fue uno de los cómicos más exitosos del slapstick. Hombre orquesta de sus películas, guionista, gagman, actor, productor y director, fue el responsable de una versión de El maravilloso mago de Oz que apuesta fuerte por el gag cómico. Dicha versión fue la segunda película y el primer largometraje que adaptaba el cuento infantil de L. Frank Baum, publicado en 1900, cuyo enorme éxito precipitó una adaptación musical de Broadway, estrenada en 1902, y una primera adaptación a la gran pantalla en 1910. La de Semon se abre con el rótulo en el que expresa sus intenciones y su deseo: <<En el léxico de la vida no hay palabra más dulce que niñez, sus libros y sus recuerdos, y traer esos recuerdos y agregar, tal vez, una sonrisa o dos en puro entretenimiento es mi deseo.>>. En su particular versión de El mago de Oz, se reserva el papel de uno de los granjeros antagónicos enamorados de Dorothy (Dorothy Dawn), el otro lo interpreta Oliver Hardy, a quien vemos todavía sin su “flaco”. Semon y Hardy llegarán a Oz junto a Dorothy y, para huir del dictador, allí se disfrazan de espantapájaros y hombre de hojalata. Con ellos, también viaja el “león cobarde”, a quien dio vida Spencer Bell. Años después, en 1939, afianzado el cine sonoro, se realizaría la versión del cuento más popular hasta la fecha, la firmada por Victor Fleming, cuya adaptación musical, también fue de otros cineastas y de una legión de guionistas sin acreditar. El Mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939), producida por la MGM sin reparar en gastos, es colorista y bobalicona, más que infantil, para nada aventurera y fantasiosa solo porque así te lo dicen; y claro, llevar la contraria no es de recibo. Lo cierto es que supuso el estrellato para Judy Garland, quien, por entonces, tenía dieciséis años y Hollywood a sus pies; aunque, lejos del mundo de fantasía, en la cara oculta de la realidad, ya se sabe lo que puede costar y durar la admiración hollywoodiense, el mismo tiempo que la del respetable.

La adaptación realizada por Semon me resulta más simpática; no por mejor, aunque así la considere, sino por menos empalagosa, aburrida, frívola y tonta que la exitosa versión MGM. El cómico se deja de caramelos, de moralismo y aislacionismo —el de <<se está mejor en casa que en ningún sitio>>—, prioriza el slapstick, cuyos trucos y recursos conoce sobradamente, y emplea gags y efectos especiales —los que había por entonces— para combinar comedia y fantasía; el musical cinematográfico, el kitsch y el exceso de sensiblería todavía quedaban lejanos en el tiempo. El mago de Oz (The Wizard of Oz, 1925), o Tomasín en en el reino de Oz en su estreno español, abre su aventura con un abuelo juguetero (Larry Semon) que lee el cuento a su nieta (Jean Johnston) —recurso que Rob Reiner utilizaría en su popular cuanto de La princesa prometida (The Princess Bride, 1987), adaptación cinematográfica de la novela homónima de William Goldman—. Así, mediante las páginas de un libro, medio eficaz para viajar en la ilusión y la fantasía, el cómico traslada la acción a Oz y muestra al Primer Ministro Kruel (Josef Swickard), erigido en dictador, en una reunión en la que se ve presionado por el príncipe Kynd (Bryant Washburn), el favorito del pueblo, para que encuentre a la legítima reina y la siente en el trono que le corresponde; el que en ese instante ocupa el usurpador. Para ganar tiempo, Kruel hace llamar al mago (Charles Murray) y le encarga que encuentre a la heredera de la corona, consciente de que el ilusionista es un charlatán que carece de magia ni hará nada para hallar a la muchacha; que no es otra que Dorothy, la chica de Kansas que llegará a Oz superada la mitad de la película…



martes, 28 de noviembre de 2023

Dr. Pyckle y Mr. Pride (1925)


En lo que a la comedia muda hollywoodiense se refiere, hubo varios grandes, entre los que se cuentan Mack Sennett, Charles Chaplin, Stan Laurel, Buster Keaton y Harold Lloyd, en solitario o en comunión con Hal Roach. Hubo más, por supuesto, pero estos evolucionan el género (y el cine) aportando su creatividad y su personalidad a la comedia muda, desde el gag más elaborado al más veloz. En el caso de Chaplin y Laurel su procedencia y sus orígenes profesionales son ingleses, lo que marca una diferencia cultural, de ritmo y de sentido del humor, respecto a Sennett, Keaton y Lloyd, que son estadounidenses, pero la comicidad de estos y de aquellos acaba por estimularse y combinarse en el slapstick y hacen de la comedia de golpe y porrazo algo mucho más grande, más elaborado y equilibrado que el chiste visual. Añaden su tono y su perspectiva, dominan la acción y el ritmo, crean ambos, según las características de cada uno de estos artistas del humor, y logran crear el arte cinematográfico de la risa; el cual encuentra en el francés Max Linder a uno de sus primeros genios… Salvo Sennett, los nombrados también desarrollaron un personaje que les hizo populares entre el público de su época; con el tiempo, icónicos, leyendas del cine. Pero antes de dar forma a esos reconocibles tuvieron que probar otros diferentes; incluso imitando y a veces parodiando. A Stan Laurel se le recuerda mayoritariamente por dar vida al “flaco” que creó a partir de su matrimonio artístico con Oliver Hardy, pero ya era un consumado cómico antes de establecer la relación que todavía hoy se recuerda y disfruta. Uno de sus papeles previos fue doblemente paródico en Dr. Pickle & Mr. Pride (Scott Pembroke, 1925), en la que brome la dualidad de un científico inglés, parodia del Jekyll/Hyde interpretado por John Barrymore en Dr. Jekyll and Mr. Hyde (John S. Robertson, 1920).


Parodiar un éxito de cine no era novedad, Keaton ya lo había hecho en Tres edades (Three Ages, 1923), cuya fuente de inspiración y de burla era Intolerancia (Intolerance, David Wark Griffith, 1916). Esta intención burlesca no da un resultado chabacano, sino festivo —años después, la parodia cinematográfica caería con frecuencia en la burla enlatada, la que se repite sin apenas variaciones, abusando de la caricatura y del chiste fácil y vulgar—. La diversión propuesta por Laurel le permite transformar su personaje incial, un científico elegante y comedido, en mister Pride, un niño-adulto cuya villanía consiste en rondar las calles londinenses —se aprovecharon los decorados de El jorobado de Notre Dame (Hunchback of Notre Dame, Wallace Worsley, 1923)— para robar helados, disparar pequeños proyectiles por un tubo cilíndrico a otros “mocosos” o asustar con un matasuegras o con una bolsa llena de aire, la que explota a una mujer desprevenida. <<¡Boooom!>> No, que es silente. Como se puede apreciar, Pride resulta ser un monstruo sin igual, pues la pócima elaborada por Pyckle desata a un adulto travieso e infantil, con ganas de divertirse, sin el condicionamiento de las normas de conducta adultas. Todavía no ha sido socializado ni adulterado. Su irracionalidad está relacionada con su infantilismo, de tal manera que la versión de Mr. Hyde creada por Stan Laurel no deja de ser un niño grande como pueda serlo su “flaco”, aunque este no es travieso, solo un “buenazo” portador de caos.



lunes, 27 de noviembre de 2023

Garras humanas (1927)


<<Así, las apariencias exteriores pueden ser menos de lo que son: el mundo siempre se engaña con el ornamento.>>


William Shakespeare: “El mercader de Venecia”


Interioridad e imagen externa asoman en la pantalla con la fuerza de Lon Chaney, que era un esperto en mostrar ambas, además de ser uno de esos pocos actores cuyas películas, en su protagonismo, parecen un género en sí. Es decir, el público reconoce en ellas características comunes: temáticas similares que encuentran en el actor una presencia y una capacidad portentosas para trasmitir las pasiones, deseos y emociones de sus personajes sin que medie la palabra. Sus interpretaciones generan la doble y contradictoria sensación de estar ante algo reconocible y a la vez diferente: el ser humano en su complejidad. Esto se agudiza en sus múltiples colaboraciones con Tod Browning, sin ir más lejos en Maldad encubierta (The Black Bird, 1925) y en Garras humanas (The Unknown, 1927), dos de los grandes títulos comunes de esta extraordinaria pareja artística —trío, de incluir al guionista Waldemar Young— en los que el actor se desdobla en esencia y apariencia, en la verdad que esconde y la mentira que muestra. En la primera el ambiente se sitúa en los bajos fondos londinenses; en la segunda se escoge otro marco europeo. En ambos casos son ambientes donde realidad y apariencia se confunden y se funden. Esto se observa en plenitud en Garras humanas, que se abre con el rótulo que explica que <<Esta es una historia popular en el viejo Madrid… Una historia que dicen verdadera>>, pero, en el cine de Browing, verdad y mentira van unidas, a menudo sin posibilidad de distinguirlas. A continuación, la imagen se abre al circo gitano donde, salvo la estancia de Alonzo en la clínica donde le operan, se desarrolla la totalidad de la trama. El circo asoma en diferentes momentos de la obra de Browning, es uno de los marcos recurrentes de este genial y obsesivo cineasta. También es un escenario idóneo para Chaney, que se siente como pez en el agua, por ejemplo, brillando en la pista que Victor Sjöström crea en la magistral El que recibe el bofetón (He Who Gets Slapped, 1924), la primera película producida por la productora nacida de la fusión de los estudios Metro, Goldwyn y Mayer.

Él, el personaje de Chaney en el film de Sjöström, es un clown triste que hace reír al público, apelando al sadismo del respetable. Se deja atizar de lo lindo por el resto de payasos y eso genera la carcajada. No lo hace por dinero, sino porque se trata de un individuo que se siente derrotado, traicionado, humillado, y que solo empieza a recomponer su corazón roto cuando se enamora de una de sus compañeras circenses. Alonzo también trabaja en el circo, el cual también le permite huir y ocultarse bajo el disfraz, aunque el suyo no es de clown. Ejerce de lanzador de cuchillos en el espectáculo de Antonio Zanzi (Nick de Ruiz). Dicha fachada le permite escapar de la ley que ha infringido. Y como Él, también se enamora, en su caso, de Nanon (Joan Crawford), la hija del jefe y también su ayudanta en su peligroso número de tiro al blanco. Los descubrimos a ambos en la pista realizando un número cuya particularidad no es la puntería del artista, sino que dispara los revólveres y lanza los cuchillos con los pies. Carece de brazos o eso es lo que todos piensa, excepto Cojo (John George), su criado, quien conoce la verdad y le advierte que Nanon lo odiará si descubre el engaño que ya para el propio embaucador se confunde con la realidad: en un determinado momento, en el que está fumando con los pies, se olvida de que tiene manos y brazos. El personaje de Chaney es el de mayor complejidad de la trama. No es villano ni monstruo, aunque lo busquen por robo y mate con sus pripias manos, no es tan simplista, es alguien que oculta que tiene brazos para escapar y alguien capaz de amputárselos por conseguir a Nanon, para que ella no descubra nunca que la ha engañado. Es un ser pasional, ni bueno ni malo, aunque pueda tener gestos de ambos polos de una dualidad que no existe por separado. Cuanto planea, lo hace sin plantearse que su amor pueda ser la obsesión de alcanzar y poseer su sueño, la chica. En este sentido, Alonzo es un iluso. Se ilusiona y se obsesiona porque la joven le dice que todos los hombres son unos animales y que odia sus manos porque las emplean para tocarla. Los rechaza y les teme, salvo a Alonzo, pues cree que carece de extremidades superiores. Esa idea es la que genera la certeza en el protagonista, la que le lleva a prometerse que será suya y, para eliminar a su rival, a engañar a Malabar (Norman Kerry), el forzudo circense también enamorado de Nanon, aunque ella lo rechaza. Esa negativa convence definitivamente al personaje central; lo lleva a tomar su decisión extrema y lleva al límite esta magistral película psicológica y física que juega con la doble imagen de un personaje de varias caras que pueden resumirse en la visible y la oculta tras la apariencia o, dicho de otro modo, la ficticia circense y la real que Chaney exterioriza en la intimidad, solo o en compañía de Cojo…