va de vagos - cine
martes, 6 de junio de 2023
Alma de Dios (1941)
domingo, 4 de junio de 2023
Vidas cruzadas (1993)
Si bien Altman parte de Carver para exponer sus historias, hay otras influencias o ideas parejas en su visión del espacio humano que muestra en pantalla. En Corre, Conejo, John Updike radiografía esa clase media que no da mayor opción que la de ser rechazada por su protagonista, que abandona familia, hogar, trabajo, que siente como cadenas que inmovilizan o atan corto. Así que rompe con esos tres pilares sociales sobre los que se sostiene cualquier sistema, hasta que se demuestre lo contrario, sea o no de consumo, y se lanza a ciegas en busca opciones que tampoco harán de él alguien feliz. En todo caso, Conejo es al tiempo víctima y victimario de sí mismo y de su relación con el espacio humano al que no desea pertenecer. Es un tipo egoísta que no desentonaría en el film de Altman, salvo que él es consciente de su prisión, mientras que los personajes de Vidas cruzadas, igual de ciegos y sordos a las necesidades ajenas que los personajes de Updike, viven en ella sin prestarle atención, como si ya nada importase fuera de su minúsculo universo de lo cotidiano. Son insensibles al dolor ajeno, y viven el propio negándolo, incluso confundiéndolo o dejándose arrastrar por egoísmos y por su huida de la realidad, encerrándose en sus cada vez más reducidos espacios. Allí, aislados, viven sin vivir o creyendo que viven. No hay posibilidad de final feliz, aparte de que en la vida no haya más final que uno. Lo que hay es el permanecer el mismo sitio para unos, la pérdida para el matrimonio que ha visto morir a su hijo o el cambiar a otra cotidianidad similar; y en casos extremos, optar por el suicidio. Sin olvidar cierto grado de comicidad, pues, de lo contrario, el visionado y la sensación generada por sus imágenes, personajes y situaciones, apuntarían falsedad en aquello que Altman va desvelando (y en cierta medida, caricaturizando) a lo largo de las tres horas de Vidas cruzadas: abusos, incomunicación, sexo, egoísmos, aislamiento, soledades, infidelidades, insatisfacción, imposibilidad, violencia, locura, cansancio ante la rutina que pesa y afecta, al tiempo que genera la duda de si son las propias personas las que pesan y se ahogan en la indiferencia o en la imposibilidad, según quien, sin siquiera plantearse el origen de un “mal” que ya parece endémico…
viernes, 2 de junio de 2023
Gernika (2016)
<<Más desde aquí, más tarde,
desde el punto de vista de esta tierra,
desde el suelo al que fluye el bien satánico,
se ve la gran batalla de Guernica.
¡Lid a priori, fuera de la cuenta,
lid en paz, lid de las almas débiles
contra los cuerpos débiles, lid en que el niño pega,
sin que le diga nadie que pegara,
bajo su atroz diptongo
y bajo su habilísimo pañal,
y en que la madre pega con su grito, con el dorso de una lagrima
y en el que el enfermo pega con su mal, con su pastilla y su hijo
y en que el anciano pega
con sus canas, sus siglos y su palo
y en que pega el presbítero con dios!
¡Tácitos defensores de Guernica!
¡Oh débiles!
¡Oh suaves ofendidos
que os eleváis, crecéis y llenáis de poderosos débiles el mundo!
En Madrid, Bilbao, en Santander,
los cementerios fueron bombardeados,
y los muertos inmortales,
de vigilantes huesos y hombro eterno, de las tumbas,
los muertos inmortales, de sentir, de ver, de oír
tan bajo el mal, tan muertos a los viles agresores,
reanudaron entonces sus penas inconclusas,
acabaron de llorar, acabaron
de sufrir, acabaron de vivir,
acabaron, en fin, de ser mortales!>> (1)
Los versos arriba escritos son el poeta peruano César Vallejo, de su poemario España, aparta de mí este cáliz en el que canta el dolor, la lucha y la irracionalidad de una tierra en la que la muerte parece haber ganado la partida a la vida. Vallejo recuerda Guernica, lo hizo de corazón, con palabras que le salían del alma. Como también salían las últimas que pronunció en su lecho de muerte, que pedían que le devolviesen a España. El cine también ha recordado aquel fatídico día 26 de abril de 1937: el cortometraje Guernica (Alain Resnais y Robert Hessens, 1951), Morir en Madrid (Mourir a Madrid, Frédéric Rossif, 1963) o Gernika (Koldo Serra, 2016), la cual, al contrario de las anteriores, es un film de ficción y, como tal, crea un drama bélico sin voz propia, construido a partir de situaciones vistas con anterioridad, pero situadas en en el contexto de la guerra civil, y que Serra (y sus guionistas) ubica en Bilbao (y alrededores) para centrarse en el romance de Henry (James D’Arcy), un periodista estadounidense venido a menos —ha perdido la fe en su profesión y en sí mismo—, y Teresa (Maria Valverde), la censora bilbaína y demócrata que le devuelve la ilusión. Alrededor de ellos giran Vasyl (Jack Davenport), un asesor soviético enamorado de Teresa y con un hermano en el gulag, a quien pretende salvar acusando de espía al periodista, a quien asume su rival, Márta (Ingrid García Jonsson), la intrépida fotógrafa de guerra a lo Gerda Taro, mítica reportera que fallecía ese mismo 1937 en Brunete (Madrid), y Marco (Álex García), el periodista portugués que colabora con los “facciosos”. Y sobre ellos, dos representantes de las potencias extranjeras que se enfrentan en España: el teniente coronel von Richthofen (Joachim Assboeck), comandante de la “Legión Cóndor”, y el cónsul soviético (Burn Gorman), en quien recae la función de principal villano. Sin salir de lo convencional y adaptándose a las exigencias de la época, es decir, a las de la imagen, Serra juega la baza del romance, del triángulo amoroso, y de una intriga forzada, para recrear los días previos al ataque aéreo a la localidad vizcaína y el bombardeo que se cobró numerosas vidas. Respecto al número, los historiadores no logran ponerse de acuerdo o no hay más acuerdo que situar el número de muertos entre los ciento veintiséis y los dos mil…
(1) Cesar Vallejo: Poemas en prosa. Poemas humanos. España, aparta de mí este cáliz (edición de Julio Vélez). Cátedra, Madrid, 1988.
martes, 30 de mayo de 2023
La calumnia (1961)
sábado, 27 de mayo de 2023
Moscú no cree en lágrimas (1979)
Rudyk (Yuriy Vasilev), el camarógrafo de televisión que reaparece en la vida de Katia (Vera Alentova), la protagonista de Moscú no creen en lágrimas (Moskva slezam ne verit, 1979), años después de que la abandone por considerarla poca cosa para él, probablemente alentado por su madre —cuya altivez de clase se confirma en su comportamiento—, conoce a Aleksandra (Natalya Vavilova), su hija y la de Katia, y le habla de la televisión. Es una conversación de relleno, que se escucha mientras otra silenciosa se produce: la que afecta a Katya y a Gosha (Aleksey Batalov) —cuando este descubre que ella es directora de una fábrica y se siente engañado, además de herido en su orgullo, pues una de sus máxima de tener mayor sueldo que la mujer con la que se case—. Pero resulta interesante escucharle decir que la televisión cambiará la vida de la gente (cuando ya lo había hecho décadas atrás) y que en veinte años sustituirá a los libros, los diarios, el cine y el teatro. O sea, que el personaje vaticina para el 2000 un presente televisivo, pero se equivoca. Nadie es capaz de prever el futuro, quizá sí apuntar circunstancias que pueden llegar a ser desde lo que es en el presente. Por ejemplo, Rudyk no ha podido prever la irrupción y el éxito a nivel planetario de internet y de la tecnología móvil, tampoco lo que estará por llegar… Pero entonces, hacia finales de los 70 e inicios de los 80, el cine todavía vive en las salas de barrios y calles principales de los pueblos y de las ciudades. Es uno de los medios de entretenimiento al que se entrega la gente, como parece confirmar la multitud, entre las que se encuentran Katia y su amiga Lyudmila (Irina Muravyova), que acude a la puerta de un preestreno a admirar a sus ídolos.
El estreno arriba aludido se produce durante la primera parte de Moscú no cree en lágrimas, película que logró el Oscar al mejor film de habla no inglesa, quizá más por circunstancias de la época que por su calidad. La tiene, aunque en ciertos momentos resulte una película cansada, que necesita recuperarse. Y lo hace regresando a un tono cómico, juvenil, soñador, que desaparece durante la segunda mitad, cuando el paso del tiempo parece haber hecho mella en las ilusiones y el romanticismo de la juventud de las protagonistas; pero reaparece tras el encuentro casual de Katia y Gosha. Es el instante en el que ella, todavía sin ser consciente, recupera la ilusión. Siente curiosidad, siente como el amor que lleva largo tiempo anhelando, y con el que apenas ya se atreve a soñar, nace en ella y en Gosha, ese desconocido a quien conoce en el tren urbano. En él descubre el príncipe azul que en su juventud creyó ver en Rudyk. Y gracias a él recupera la alegría de vivir de sus primeros días en Moscú, cuando, al inicio del film, y a pesar de haber suspendido su examen de ingreso en la facultad de ingeniería química, la juventud y las ilusiones de Katia están intactas o casi, pues debe seguir en su mal pagado puesto en la fábrica. En ese primer momento, comparte habitación en la residencia de los trabajadores con dos amigas, distintas a ella y distintas entre sí, pero las tres tienen sueños y vitalidad juvenil. Lyudmila, la más vivaz de las tres, tiene la idea de que entre sus iguales proletarios no encontrarán un príncipe azul, así que convence a Katia para hacerse pasar por las hijas de un prestigioso profesor y estudiantes universitarias. De ese modo, las tomarán por intelectuales y tendrán acceso a otro tipo de hombres, que Lyudmila asume se interesarán por ellas por su cerebro. Sin embargo pronto saldrá de su engaño. Quienes empiezan a merodear las quieren su sexo. Katia se enamora de Rudyk, una cámara de televisión que se desentiende de ella cuando descubre que solo es una chica proletaria. Embarazada, la joven asume tener a su hija y salir adelante sin ayuda del padre ni de la altiva madre, imagen aburguesada de un sistema igualmente aburguesado. Tras la celebración del nacimiento de Aleksandra, Vladimir Manshov avanza su película varios años, cuando la niña ya es adolescente y la madre mujer independiente que ha alcanzado el éxito laboral, es directora de un fabrica en la que trabajan tres mil obreros, pero que todavía siente el vacío sentimental que Gosha llenará con su presencia y con su sencillo modo de entender la vida; encuentra su felicidad en el amor: ama su trabajo por que con él empieza todo, ama a sus amigos y a Katia.
jueves, 25 de mayo de 2023
Tierra de todos (1961)
Como ya he apuntado con anterioridad, el bélico de la década de 1960 rodado en España pretendía un acercamiento no ya de posturas ideológicas, visto que una de las características de las ideologías no es aceptar otras, sino que se buscaba una reconciliación nacional de las gentes, a todas luces difícil de llevar a cabo, pues seguía existiendo la misma dictadura militar (y sus adeptos), una oposición comunista en el exilio y en la sombra (y los suyos) y el resto de la población española, que vendría a ser algo así como la mayoría silenciosa, la ideológicamente ajena a los extremos y posiblemente la que abrazó con mayor alegría y buena disposición el regreso de la democracia. Intentos de aproximación cinematográfica fueron Posición avanzada (Pedro Lazaga, 1960), que se centraba en un grupo de soldados “nacionales” en el Jarama, donde, en una escena de pesca, se acercan los soldados de ambas orillas, o Tierra de todos (Antonio Isasi-Isasmendi, 1961), cuyo intento quizá fuese el más osado hasta entonces. <<Era una bonita historia que brindaba una oportunidad única: tratar por primera vez con cierta valentía el tema de la reconciliación nacional teniendo como héroe de la película, cosa insólita hasta entonces, a un soldado rojo>>, recordaba Isasi-Isasmendi. (1)
La historia bonita se inicia con dos patrullas, una “republicana” y otra “nacional” que se adentran por el mismo bosque. La alternancia de planos de unos y otros indica lo inevitable, que se producirá un enfrentamiento. Y así es. Entre la maleza, silban las balas y estallan las granadas: los soldados se mueven con precaución o sin ella. Da igual, van cayendo uno tras otro, salvo tres que sobreviven: dos de un bando y uno del otro. La lluvia arrecia, las condiciones meteorológicas dificultan el paso del río donde uno de los dos compañeros republicanos es abatido por un avión que resulta ser de los suyos. Ya solo quedan uno y uno. La lluvia aumenta su intensidad, el río continúa su crecida e impide que Juan y su prisionero, herido en una pierna, puedan atravesarlo; obligándoles a refugiarse en una casa aislada, habitada por tres mujeres de diferentes edades y con un cuarto personaje oculto en el desván. La intención de Isasi-Isasmendi es clara, consiste en acercar posturas, en demostrar que el título escogido, Tierra de todos, se posiciona e intenta acercar igualando en humanidad e imposibilidad a uno y otro soldado, que representan dos posturas beligerantes, que no de sus líderes, pues poco tiene la gente común con quienes deciden el destino de todos ellos; mismamente de quienes intentan que no les alcance: tal cual don Eusebio, el hombre que se oculta, o el de las tres mujeres que lo único que quieren es que las dejen en paz. <<La guerra es una maldición>> afirma Teresa, viuda y embarazada, estado que apurará la suerte de los protagonistas y posibilitará el mensaje final de Isasi-Isasmendi, el mismo que insinúa a lo largo del metraje de una película espectral, condicionada por el espacio acotado donde se desarrolla y por la inclemencia meteorológica que simboliza otra inclemencia: la de la guerra, que cerca, atrapa y obliga…
A pesar de que el guion de Tierra de todos, inicialmente El valle de todos, logrará el Premio Nacional no fue sencillo llevar a cabo el rodaje, ni obtuvo ayuda del Ejército, que era el responsable de aprobar cualquier película que tratase su parcela. Esto provocó carencias logísticas y que fueran suplidas con ingenio; también obligo a que se volviera a rodar la escena que inicia el film, en la que se muestra a la oficialidad “republicana” comentando la necesidad de conseguir un prisionero a quien interrogar sobre las posiciones enemigas. Originalmente, los uniformes de los oficiales eran los del ejército, precisamente porque pertenecían al ejército y no a ninguna milicia, pero Isasi-Isasmendi recibió la orden de cambiarles la vestimenta por ropa ajada y ofrecerles un aspecto desaliñado que acercase a los personajes a la imagen que había arraigado en el imaginario del Régimen. Al cineasta no le quedaba otra, si quería estrenar su película; de las suyas, una de las más queridas, también una por la que recibió de ambos lados: <<Es arriesgado querer separar a dos que se pegan. Recibes en los dos lados de la cara. Los pocos que llegaron a ver la película, proclives a simpatizar con unas ideas políticas determinadas, cuando se trataba de hablar de elogios y críticas encontraron que, por un lado, me había pasado y, al propio tiempo, me había quedado corto. Los otros, los antagonistas, opinaron lo mismo, pero al revés, decían que me había pasado. Ante esa complicada tesitura, tomé para mi futuro, la firme decisión de optar por la precipitada huida siempre que viera a dos discutir.>> (2)
(1) (2) Antonio Isasi-Isasmendi: Memorias tras la cámara. Cincuenta años de Un cine español. Ocho y Medio, Libros de Cine, Madrid, 2004.
miércoles, 24 de mayo de 2023
¡A mí la legión! (1942)
Vista hoy, ¡A mí la legión! (1942) me resulta cómica, pero no por Curro (Miguel Pozanco), el legionario andaluz en quien Juan de Orduña encuentra su personaje cómico, el que aporta la supuesta comicidad a este film de exaltación ideológica, sino en la desfasada y exagerada propaganda de la que presume y vuelve a presumir tan insistente como beben los peces en el río. Su alabanza legionaria se gusta a sí misma, sin disimulo. Lo mismo podría decirse de los tópicos que dan forma a la mezcla genérica cuya suma cae de lleno en lo ridículo. ¿Pero quién de entonces se atrevería a ridiculizar a viva voz o por escrito un film de propaganda franquista? No dudo que hubiese alguien capaz de apuntar en un susurro el cúmulo de clichés y de vivas de ¡A mí la legión!, o quien descubriese en ella un popurrí bochornoso cuya finalidad es la exaltación, pero en ningún caso le resultaría del grotesco que viste ahora cuando, incluso, llega a ser una película que te saca unas carcajadas; si uno la desnuda de su ideología, se desprejuicia y la ve como una farsa de opereta desarrollada en un Marruecos de estudio y en un país de érase una vez. O tal vez, como la fantasía de alguien de cuatro, cinco, seis, siete años en quien la idea de la muerte y de la vida todavía son dos conceptos que se le escapan. Dicha fuga de una realidad más compleja le posibilita vivir en el país de nunca jamás, el de las imágenes mentales simples, a la espera inconsciente del desarrollo de ideas abstractas que inician y condicionarán su madurez. De forma consciente, el film de Orduña vive en ese estado infantil, en la exaltación y en la exageración que aun sabiéndose ridículas, no disminuyen. Al contrario, no hacen más que crecer a medida que la propuesta avanza. Por mucho despropósito que sea, al film no le salen los colores, quizá porque su fotografía sea en blanco y negro o porque su propaganda va de la más alucinada aventura colonial, sin atractivo ni épica, hasta la opereta, pasando por el cine de suspense. Pero no se detiene en nada que no sean esas frases cara la galería y para la posteridad. Tipo, van dos delante y el suboficial le dice al capitán: <<Van alegres los soldados>>. <<Como siempre. Desconocen el miedo>>, responde el oficial. Pues sí, da que pensar. Porque si desconocen el miedo, ¿acaso no serían enajenados? Las sentencias no dejan de generar la sensación de estar ante la falsedad misma de cualquier adoctrinamiento. Para igualarme en insistencia a la película, otra muestra. La escena se produce poco antes de que Mauro (Luis Peña), uno de los protagonistas se aliste, el oficial encargado del registro le pregunta a uno de los reclutas <<¿Tú sabes a que vienes aquí?>> y la rotunda respuesta del imberbe no se hace esperar: <<¡A morir por la Legión!>>. ¿A qué se deben esas ganas de morir, si apenas ha empezado a vivir? Pero Orduña insiste, pues insistamos…
Todo es maravilloso. Los legionarios se quieren y disfrutan de la amistad, del vinazo y del champán. Pero el exceso del alcohol provoca que Mauro se pelee con el hombre que poco antes discutía con un “moro” al que exigía que le pagase la deuda. Las luces se apagan, se observa una sombra y al regresar la claridad el hombre yace muerto y Mauro dormido, hasta que lo despierta su amigo “el Grajo” (Alfredo Mayo), quien le salvará del presidio al descubrir al verdadero asesino. El misterio se resuelve sin el menor esfuerzo; de hecho, no importa ni la investigación ni nada que no sea avanzar en la loa y en refrendar ese “A mí la legión” que suena en varios momentos de la película. Por ejemplo, cuando el comandante recibe la petición de que licencie a Mauro, reclamado por su país, le dice a su ex-soldado: <<Este puñado de hombres que en un rincón de los montes de África son el baluarte de una patria y el símbolo de una raza. A ellos, está usted unido para siempre, porque siempre vivirá en los corazones aquel lema del credo heroico que dice: a la voz de A mí la legión, sea donde sea, acudirán todos, y con razón o sin ella, defenderán al legionario que pida auxilio>>. Ojo. <<Con razón o sin ella>> quiere decir que da igual; según se deduce de las palabras del comandante, ser legionario legitima cualquier acción que lleven a cabo, siempre que se excusen en que se trata de defender al legionario (y generalizando, al cuerpo entero; y más todavía, al ejército). Pero eso no es nada, pues resulta que el silencio que Mauro ha mantenido respecto a su pasado y su origen tiene una explicación de cuento de hadas. Así, tal cual suena. Al contrario que tantos legionarios que huían por sus delitos o por ser perseguidos, él lo hace por una mujer. Hasta ahí tampoco habría nada que llamase la atención, pero resulta que se trata de un príncipe heredero de un país imaginario que recuerda a alguno de Ernst Lubitsch o de René Clair, pues el Freedonia de los hermanos Marx no podría ser. De ese modo, A mí la legión riza el rizo y abraza definitivamente el ridículo en un final de opereta que incluye anarquistas, el reencuentro entre el Grajo y Mauro, ya príncipe Oswaldo, efusividad, alegría del volver a verse y el exclamar <<¡Viva España! ¡Viva la Legión!>> Para concluir su fantasía legionaria, Orduña lleva la historia a julio de 1936, al día que los militares se sublevan. Como consecuencia, Grajo se despide de su amigo, a quien dice que, como <<caballero legionario>>, ha de volver a España. Bien podría ser, pero, una vez en la legión, se le ve cabizbajo, ajeno al discurso marcial y mortal del comandante. Grajo no puede apartar de su mente a su príncipe y, como por arte de magia, la del cine, el principesco legionario se presenta con la “quinta bandera”. Y colorín colorado, ambos marchan juntos por la guerra, en imágenes sobreimpresionadas, con un porte colofón de lo ridículo.
martes, 23 de mayo de 2023
Antes llega la muerte (1964)
Previo a los créditos iniciales, Bob (Paul Piaget) es puesto en libertad, introducción/presentación que parece apuntar su protagonismo en Antes llega la muerte (1964). Y así es, Bob es el protagonista de este western dirigido por Joaquín Luis Romero Marchent, pero no es el único personaje de peso, ni en quien recae mayor interés, ya que se trata de un western coral cuyo recorrido por espacios abiertos y hostiles exige la colaboración grupal. Colaborar es el único medio de alcanzar la meta que se ha propuesto Clifflord (Jesús Puente), que vende sus posesiones para poder contratar hombres que le ayuden a atravesar territorio indio y llevar a María (Gloria Milland) a Laredo, población en la frontera mexicana en la que Clifford pone sus últimas esperanzas para salvar a su mujer, pues cabe la remota posibilidad de que un cirujano la operare del tumor que ella ignora —para evitarle la verdad, el doctor le ha dicho que está embarazada— y salvarle la vida. Este es el punto dramático de la historia escrita por Romero Marchent, Federico de Urrutia y Manuel Sebates, y cuya partitura de Riz Ortolani evoca los espacios abiertos de los grandes westerns estadounidenses de los que la película de Romero Marchent es espléndida deudora. Pero más allá de la tragedia de María, existe el deseo la venganza perseguida por Ringo (Robert Hundar), quien, obsesionado con vengar las muertes de sus hermanos, se convierte en la sombra de Bob. Su obsesión no se ve mitigada por la circunstancia de que Bob los matase en defensa propia. Tampoco este puede elegir; continúa enamorado de María y, debido a ese sentimiento, decide emprender la épica travesía que Antes llega la muerte desarrolla con soltura, siguiendo las pautas genéricas reconocibles: la venganza como motor, un recorrido repleto de peligros que pone a prueba a los viajeros, un grupo heterogéneo y, como tal, sus miembros persiguen fines distintos al pretendido por Clifford, lo cual conlleva el inevitable enfrentamiento, el ataque de los indios, la falta de agua en los tramos desérticos e incluso dosis de humor en Lin Chu (Gregory Wu), el cocinero chino que remite a su compatriota de Caravana de mujeres (Westward the Women, William A. Wellman, 1951), y en la pícara pareja de amigos de Bob: Scometti (Fernando Sancho) y Dan (Beni Deus).
lunes, 22 de mayo de 2023
Pasodoble (1988)
Acompañando a las imágenes y al esperpento de Pasodoble (1988), suena a lo largo de la película de José Luis García Sánchez el pasodoble Rafael Azcona, compuesto por Carmelo Alonso Bernaola. Es una composición musical festiva, popular, que invita a rebelarse contra el aburrimiento que no tiene cabida en una comedia “antirrepresiva”, como esta de la que aquí se habla, en la que José Luis Garcia Sánchez lo apuesta todo a la rebeldía, al absurdo, a la anarquía y a la fiesta, porque vista y disfrutada eso es Pasadoble: una fiesta humorística que se destapa contra la corrección y contra cualquier orden hipócrita y represivo; o dicho de otro modo, García Sanchez apuesta por poner en escena un desorden festivo y gana. Aparte de ser una de sus mejores comedias, Pasodoble también es una gran oportunidad para comprobar el universo de Rafael Azcona en su esplendor humorístico, aunque lejos de la negrura y de lo kafkiano de sus mejores colaboraciones con Berlanga y Ferreri, los dos cineastas a quienes suele asociarse de primeras. La relación profesional del guionista riojano con García Sánchez es otra de las que dieron alegría y caricatura al cine español, por ejemplo en La corte del faraón (1985), la película que inicia sus catorce colaboraciones, o Suspiros de España (y Portugal) (1995), pero es en esta divertida sátira coral donde su colaboración alcanza mayor absurdo y esplendor. La broma se inicia con la llegada de Makren (Caroline Grimm) a Córdoba. Busca a su padre, y se encuentra con que tiene un hermano (Juan Diego) que se enamora de ella. A don Nuño (Fernando Rey) le preocupa, no vaya a ser que Juan Luis supere su problema de eyaculación precoz y cometa incesto. Pero otro problema llama a la puerta del noble caballero andaluz, se trata de una familia que ha ocupado el museo que dirigen Velázquez y doña Carmen. Allí, la familia de María (Antoñita Colomé) se hace fuerte mientras, en la calle, un policía municipal fascista, el matrimonio cuidador del museo, Don Nuño e hijo elevan su caricatura sin saber qué hacer, salvo que la cosa no trastienda a la prensa, pues el caballero y el conservador han vendido y falsificado varios cuadros.
domingo, 21 de mayo de 2023
El fácil triunfo (1965)
viernes, 19 de mayo de 2023
Marco, de los Apeninos a un cine en revolución continua
Érase una vez una entrevistadora y un cineasta del todo peculiar, de quien su cine me cae genial. Además, me gusta su estilo y como expresa su pensamiento; quizá solo sea eso, sin más, el motivo por el cual me gustan sus películas y sus respuestas. A veces no sé porqué me cae bien alguien o porqué me gusta algo. Así, de primeras, podría aventurar que hay pensamientos y gustos afines; y otros ajenos y distantes (estos también pueden ser propios) que, al cobrar la expresividad que los comunica, se me atragantan o, ya masticados, me dan ardor de estómago. Pero a veces resulta que las obras de esos pensamientos me parecen para chuparse los dedos. Más fino hubiera sido escribir “exquisitas”, un término que suena a que no ensucia, pero las exquisiteces son relativas y la suciedad hay que limpiarla o dejar que se acumule. Las exquisiteces obedecen al gusto, al paladar o a como se haya educado, a la oferta y la demanda; también es probable que a la tontería. ¿Hay algo más exquisito que un tonto y una tonta en pleno uso de su tontería? He de suponer que sí. Las mías, ya dudo si me refiero a exquisiteces o a tonterías, no son de alta cuna. Se formaron entre trapos de cocina y el asfalto de la calle donde, tras cada batalla contra algún barrio vecino, hacia mil diabluras y mil más habría hecho si cada día tuviese doce horas que sumar a las veinticuatro que se consumen a diario. En todo caso, nada de lo dicho hasta ahora quiere decir que llegado el momento rechazase una buena mariscada o, ya apuntando a tierras de Tarkovski, un poquito de caviar, que nunca he probado, negación que elimina de un porrazo mi capacidad para valorarlo. A lo que iba. Mi predilección es la que es. La que suele saborear con mayor gusto un plato servido por Ozu, Monicelli, Keaton, Chaplin, Ford, Mackendrick, Capra, Wilder, Tourneur, Walsh, Buñuel, Fellini, Hitchcock, Kozintsev, Berlanga, Renoir o los dos Ray, Nicholas y Satyajit, que uno de Eisenstein, Bresson, Bergman, Welles, Visconti, Kubrick, Rohmer, Antonioni, Ôshima o Paradjanov; y los de estos, antes que uno de Angelopoulos, Saura, Akerman, Tarr o Godard. Con lo escrito, no quiero decir que los últimos cocinen menos rico que los primeros; solo que no son platos que devore con las mismas ansias y la misma alegría. Y esa predilección es la que siento por Marco Ferreri. Mi sintonía con el italiano viene de lejos, de cuando lo descubrí en El pisito y El cochecito y exclamé ¡qué diminutivos tan grandes! A lo que añadí: ¡tanto como el aumentativo de La gran comilona! Pantagruélico y “lambón”, que atracón hedonista y suicida el de esos cuatro fantásticos actores que en No tocar la mujer blanca juegan a indios y vaqueros. Mi simpatía por Ferreri y por su cine nacen de su relación con Rafael Azcona, pero continúa después de que guionista y director siguiesen sus caminos por separado. Afinidad la tengo con ambos, igual que con otros tantos, con su modo de hablar, sin aparentar ni ocultar su postura, de cine y también de algo más allá del cine, el cual, al fin y al cabo, no deja de ser una parte minúscula de ese algo mayúsculo llamado vida, aunque haya quien, cara la galería, presuma lo contrario; quizá callando o tal vez ignorando que sin vida no habría cine. La historia que que sigue no es una historia, es una entrevista y ya ella irá contando:
Marco Ferreri: Yo creo que sí. El cine de Chaplin, por ejemplo, es un cine de calidad que da dinero. Pero, acerca de la calidad, en el cine, como en todas las expresiones artísticas, ¿quién determina lo que tiene o no calidad? ¿Y en función de qué? ¿Por qué la calidad de los grupos, de las minorías intelectuales, tiene que ser la calidad con mayúscula? Todo es relativo. Los pintores del periodo de Stalin eran malos pintores, según se ha dicho. Pues bien, ahora podrían muy bien ser clasificados como hiperrealistas y formar parte de esta reciente escuela norteamericana… Si se quiere cambiar algo, en el cine, hay que empezar por negar la autoridad de quienes pretenden determinar lo que está bien y lo que está mal.
M. T.: Entonces, en el cine, ¿todo puede ser bueno y todo puede ser malo?
M. F.: Para mí, en estos momentos, es malo todo, porque todo nace en la misma matriz, como producto de una sociedad que se ha de cambiar para que pueda haber cambios en el arte.
M. T.: Usted, como la mayor parte de los directores italianos, ha estado influido por el neorrealismo. ¿Puede explicar qué significó esta corriente cinematográfica, qué importancia ha tenido en el cine, en el lenguaje cinematográfico, en la forma de analizar la vida y de narrarla?
M. F.: El neorrealismo fue un momento importante del cine. Pero la suya no ha sido otra importancia diferente ni superior a la que supusieron, por ejemplo, los filmes de Lubitsch. En cierto modo fue un eslogan, una mera fórmula, como luego ha habido otras, la “comedia a la italiana”, los “westerns italianos”, etc.
M. T.: Desde entonces, ¿se ha producido algún movimiento renovador?
M. F.: No, ninguno. Y ello no es malo. Vivimos en un mundo de fórmulas estereotipadas con “ismo”. Si no aparece ninguna novedad, puede creerse que el cine está en crisis, que no evoluciona. Y, sin embargo, no es verdad: ninguna fórmula puede cambiar el cine si no se revoluciona la realidad en la que tiene su origen.
M. T.: Sin embargo, hay un cine de autor…
M. F.: Sí. Todo está viciado por esas teorías acerca del cine de autor. Se trata de otra fórmula, un eslogan que se inventaron los señores de Cahiers du Cinéma y que otros muchos críticos difundieron. Una fórmula bastante eficaz, desde luego, y que ha prevalecido durante un periodo. Mas, para mí, no pasa de ser una definición técnica inventada por una revista técnica y adoptada por esa minoría de público que acostumbra seguir este tipo de modas, de corrientes cinematográficas.
M. T.: Coincidió con el auge de la “Nouvelle Vague” del “free cinema”…
M. F.: Etiquetas, nada más que etiquetas… Para mí, todos los que hacen cine son autores. Me molesta el término aplicado solo a la élite. Todos los realizadores que hacen películas son eso, autores. Es hora ya de terminar con este tipo de clasificaciones intelectualistas…
M. T.: Entonces, ¿qué es el director?
M. F.: Es el que fabrica las imágenes. El que fabrica la película, junto con el operador, con el guionista, con el ambientador, con los actores… El es quien perfecciona y coordina un poco todos esos elementos.
M. T.: La técnica cinematográfica, ¿es importante a la hora de rodar? ¿O a veces puede resultar más conveniente olvidarse de las normas?
M. F.: Es importante, no hay duda. La técnica forma parte del trabajo. No hay trabajo sin técnica. Si se prescinde de algunas normas fijas se han de inventar otras, porque no se puede romper con las cuestiones técnicas. Que estas sean rudimentarias o refinadas ya es otra cuestión; en última instancia, depende del filme de que se trate. Aunque, claro, lo más importante es no se solo un técnico, porque entonces se elabora un producto frío.
M. T.: El guion, ¿es importante? ¿Hay que ceñirse rigurosamente a él?
M. F.: No es muy determinante. Puede ser un punto de partida. Depende del director. Es un método de trabajo. Hay directores que tienen bastante con un simple punto de partida; otros lo necesitan más elaborado.
M. T.: El cine, ¿ha conseguido sacudirse el lastre de la literatura?
M. F.: Hay de todo. Tal como están las cosas, puede haber de todo: desde el que hace un filme basándose en un libro leído, hasta el que piensa el filme directamente; pero incluso este, como proyecta hacer su películas, ¿acaso no lo hace en función de un libro imaginario que está solo en su cabeza?
M. T.: El director, decidido como el coordinador de la labor de los restantes elementos de un filme, ¿puede ser un elemento sustituible? En otras palabras, ¿qué opina del cine de grupo actualmente en desarrollo?
M. F.: Me parece que si se pretende hacer cine de grupo, el resultado será un cine anónimo. ¿O acaso es posible expresar el talento en grupo?
M. T.: Hablemos un poco de cine “underground”…
M. F.: Otra vez las etiquetas, las marcas. Hubo un cine underground, surgido en los Estados Unidos en cierto momento, pero hoy se ha convertido en un cine inground, encajado por completo en el sistema, distribuido por los canales normales. Andy Warhol, Paul Morrisey,…, lo que quería era hacer cine y registraron una marca afortunada, una nueva marca. Actualmente trabajan todos dentro del sistema.
M. T.: Sigamos con las etiquetas. ¿Cree en la edicacia la del cine didáctico?
M. F.: Si esta bien hecho, sí. He visto algunas cosas interesantes en Norteamérica.
M. T.: ¿Y en la del cine político?
M. F.: ¿Qué es el cine político? ¿Cómo va a hacerse cine político dentro del sistema?
M. T.: Sin embargo, es evidente que hay cine político dentro del sistema, solo que es de derechas, conservador…
M. F.: Desde luego. Lo que yo digo es que el cine político de izquierdas no se puede hacer. Porque un cine de izquierdas, si no es un cine revolucionario, es un cine triste. Y el cine revolucionario solo puede hacerse si existe la revolución.
M. T.: Un cine como el cubano, como el de después de la revolución, ¿puede ser válido?
M. F.: ¿Por qué válido? He visto esas películas y no les he encontrado valores revolucionarios. Además, ¿qué quiere decir eso de “después de la revolución”? La idea de que esta acaba, de que tiene un final, de que dura un periodo de tiempo determinado, dos horas o dos años, es errónea. La verdadera revolución ha de ser permanente. Si no es así, ¿qué es?
M. T.: Hay un cine seudopolítico, un cine de denuncia absolutamente impotente, que sin embargo, tiene mucho éxito, sobre todo en Italia. ¿Por qué? ¿Por el masoquismo del público?
M. F.: Tiene éxito porque está bien hecho, porque tiene un valor espectacular. La gente va al cine si hay espectáculo; de lo contrario, no va.
M. T.: ¿Por qué va el público al cine?
M. F.: Antes es preciso considerar: ¿qué es el público? ¿Qué es lo que se pretende cuando se dice “el público” en general, las masas? Su composición es muy heterogénea. Hay quien va al cine a ver el espectáculo, el circo; hay minorías que acuden por una cuestión de moda o interés por un elemento determinado; hay quien va en busca de una evasión personal… En cualquier caso, se trata de devoradores de sombras.
M. T.: Se dice que el espectador es un “voyeur” para quien una película es una ventana abierta a la intimidad de los demás.
M. F.: Sí, todos somos vouyeurs que espiamos, pero el hecho de espiar en cine no nos impide espiar también en la vida real.
De la entrevista de Maruja Torres a Marco Ferreri: El cine, arte e industria. Salvat Editores, Barcelona, 1973.
jueves, 18 de mayo de 2023
Ebro, de la cuna a la batalla (2016)
Alguien dijo que aburrir en cine es pecado, no sabría qué decir al respecto, salvo que dudo del pecado, y dudo que todos nos aburramos igual. Personalmente, me aburro a mi manera y nunca he masticado el aburrimiento de otro mortal. El efectismo, la repetición, el ruido, un acabado bonito, pero hueco o lleno de “buenas intenciones”, me dejan indiferente. Y esa indiferencia suele presentarse a los pocos minutos de metraje de una película que pretende, al menos en apariencia, acercar al público la vida (cinematográfica) en las trincheras. Las situaciones se repiten de un film a otro, pero en pocos casos se llega a captar el ambiente que condiciona los estados emocionales de quienes lo viven y lo desvelan en comportamientos y pensamientos —algo que sí creo lograron Pabst, Wellman, Ichikawa, Monicelli o Coppola—. Y ese todo envolvente, donde lo propio y lo ajeno se confunden igual que la razón y la sinrazón, que habita dentro y fuera de los soldados en el frente es determinante para la verosimilitud de lo expuesto en la pantalla. Eso no lo encuentro en films de pirotecnia de videojuego tal 1917 (Sam Mendes, 2019) o de los que buscan desesperadamente remarcar su postura y una grandeza emocional que resulta de menor tamaño, cual Sin novedad en el frente (Im Westen nichts Neues, Edward Berger, 2022); tampoco en la televisiva Ebro, de la cuna a la batalla (Román Parrado, 2016), que es un bélico de buen acabado, pero… La escena en la que las tropas del Ejército Popular cruzan el río Ebro en barcas bebe sin disimulo del desembarco filmado por Steven Spielberg en Salvar al soldado Ryan (Saving Prívate Ryan, 1998). A todas luces un momento de impacto y estruendo cinematográfico que llamó la atención tanto a cineastas, un veterano como Ridley Scott no lo disimula en su Robin Hood (2010), como al público, entre el que se encuentran los futuros cineastas, guionistas y demás profesionales del cine. De modo que no se trata de algo inusual descubrir influencias de aquel desembarco, como tampoco considero exagerado decir que el cine bélico posterior se ha visto condicionado por el film de Spielberg, pues, la mayoría de películas del género, busca y prima espectáculo, el efecto e impacto en los momentos de batalla —cierto que antes ya se buscaban, quizá a partir de El día más largo (The Longest Day, 1962)—, aunque los disfrace de intenciones transcendentes, a la reflexión y contemplación que, por ejemplo, Terrence Malick exhibe en todo momento de La delgada línea roja (The Red Thin Line, 1998).
Por otra parte, están los despachos donde los políticos mantienen su propia batalla, un ejemplo reciente e internacionalmente exitoso, y posterior a Ebro, de la cuna a la batalla, podría ser la “guerra” de Churchill en La hora más oscura (Darknest Hour, Joe Wright, 2017). Esa guerra lejos del frente también necesita las diferentes tonalidades, tanto exteriores como interiores, del personaje y de su entorno. En el caso del film de Román Parrado se trata de Manuel Azaña (Manuel Morón), el último presidente de la República, cuya figura cinematográfica había asomado con anterioridad en la pantalla, sin ir más lejos en el film de Santiago San Miguel Azaña, cuatro días de julio (2008). Parrado se limita a mostrar la imagen del conflicto humano que anida en Azaña, pero dudo que profundice en él, ni siquiera en su personalidad intelectual y política, siendo el autor de La velada en Benicarló más de lo primero que de lo segundo. En todo caso, es un hombre que sufre aislamiento y soledad, la del derrotado, que no del mando, pues apenas manda desde el día del alzamiento militar allá por el 16 de julio de 1936, cuando uno de los sublevados se adelantó en la ejecución del plan. Han pasado casi dos años desde entonces, y la herida de Azaña, el “último” republicano, el político burgués, el liberal que se ha visto entre dos fuegos, el rebelde y el revolucionario, se ha ensanchado. El presidente se desangra al comprender que todo está perdido, que España sufre, que el sueño de España muere, sea cual sea el resultado de la guerra.
Ambientada durante el segundo año del conflicto español, pero también internacional, en Ebro, de la cuna a la batalla el último presidente de la República es centro de atención de uno de los dos escenarios principales escogidos por Parrado y el guionista Eduard Sola para hablar de aquellos días del 38, cuando en los despachos y en el frente del Ebro los republicanos jugaban sus últimas bazas y se depositaban las esperanzas. A ese frente fluvial y montañoso llegan los otros protagonistas de la película: los jóvenes de 17 y 18 que han sido movilizados para formar parte de la ofensiva gubernamental. La película está cargada de buenas intenciones, que deparan una película de enfrentamientos: el fratricida, que se fuerza evidente en la trágica casualidad de los hermanos Quintana, el inocente Pere Puig contra Pere Puig (Oriol Pla) obligado a madurar y a cerrar su periplo bélico en una situación que pretende aprovechar el efecto de la primera imagen al lado de su abuelo, la república contra el fascismo, el político por la paz contra el político por la guerra, los intereses internos y los intereses internacionales, la espera y la desespera; pero, en ningún caso, se llega a desarrolla uno de ellos más allá de lo aparente, de lo mil veces visto, leído u oído. Parrado enfrenta a Manuel Azaña y Juan Negrín (Adolfo Fernández), dos hombres, dos ideas y un destino, enfrentamiento que intercala con el que se produce en el Ebro, donde el ejército popular quema sus últimas esperanzas frente a las tropas sublevadas que consiguen frenar la ofensiva ordenada por Negrín, el presidente del gobierno. <<Al final, ni su guerra ni mi paz. Solamente una batalla>>, le dirá Azaña al final de Ebro, de la cuna a la batalla.