sábado, 31 de octubre de 2020

1917 (2019)


Ni de lejos me planteo si es o no pretencioso, simplista, efectista o de una capacidad de síntesis extraordinaria titular a una película 1917 (2019), que fueron 365 días, y reducir el año a poco más de una jornada (6 y 7 de abril), a un soldado y a unos pocos kilómetros del frente occidental, aunque al protagonista le parezcan cientos o miles. Tampoco tengo intención de preguntarme por qué no titularla “1600 hombres”, “Salvar al Segundo Batallón Devons”, o uno más largo, del estilo “Ey, tío, ¿te has enterado? Es 1917. George V visita Flandes, Pétain sustituye a Nivelle al frente de las tropas francesas, el 6 de abril los estadounidenses declaran la guerra a Alemania y vendrán a Francia, Ludendorff saluda esperanzado el paso del tren que transporta a Lenin y su Terror Rojo, las bajas ya se cuentan por millones, los soldados y los civiles a duras penas logran sobrevivir a un conflicto que no es suyo y el mariscal Haig prepara barbacoa en tierras belgas”, o “La Gran Guerra“ —sin parecido razonable a la magistral película de Monicelli— o cualquier otro título que hiciese referencia a la época. Desconozco los motivos que, más allá del impacto y de la facilidad de retener esos cuatro dígitos en la memoria, han llevado a titular de tal modo a una película que se ubica en un momento puntual de la Primera Guerra Mundial, el día 6 de abril, señalado junto al 1917 del título, que se abre ante nosotros para mostrarnos a los dos cabos británicos elegidos para impedir que el Segundo de Devons lance la ofensiva que conduciría a sus mil seiscientos hombres a la trampa mortal preparada por el ejército alemán. Claro está, aunque no se diga en voz alta, en la película hay héroes, concretamente estos dos soldados encargados de hacer llegar al coronel Mackenzie (Benedict Cumberbatch) la orden del general Erinmore (Colín Firth), en la que este manda abortar el ataque.


En su acabado técnico y formal, 1917 roza la perfección, pero de tal manera que su forma semeja tan calculada que le resta veracidad, pasión, sentimiento. Cierto que en sus dos horas de superar obstáculos, hasta alcanzar la meta, poco hay de reprochable en su apariencia —su despliegue de medios, la espectacularidad de algunos momentos, la fotografía de Roger Deakins o los movimientos de la cámara, calculados al milímetro, que siguen, rodean o envuelven a los personajes—. Es una decisión que supongo asumida de manera consciente y que Sam Mendes lleva hasta sus últimas consecuencias lógicas, pues resulta evidente que prima las formas y la minuciosa planificación de cada uno de los plano-secuencia que forman el todo que vemos en la pantalla. Pero ahí reside el mayor lastre; su excesivo cálculo y su artificiosidad se dejan notar todo el tiempo, sobre todo para quienes hayan visto otros films ambientados en la Primera Guerra Mundial, desde Corazones del mundo (David Wark Griffith, 1918) y Yo acuso (Abel Gance, 1919) hasta la fecha, pasando por los bélicos silentes de Vidor, WalshWellmanFord o Dovzhenko—respectivamente, El gran desfile (1925), El precio de la gloria (1926), Alas (1927), Cuatro hijos (1928) y Arsenal (1929)— los primeros largos sonoros de Milestone, Sin novedad en el frente (1930), o Pabst, Cuatro de infantería (1930), u otros realizados con posterioridad, pongamos Adiós a las armasLas cruces de madera, La gran ilusiónSenderos de Gloria, Rey y patria, Las Águilas Azules, Johnny cogió su fusilGallipoli, Capitán Conan, Regeneración,... La impagable lista de imprescindibles bélicos y antibélicos satura mi memoria y provoca que vea en 1917 algo que no me creo, ni me genera reacciones ni emociones. Mi mirada ha perdido su inocencia, al menos respecto al cine, de modo que sus varios planos secuencia, que pasan por uno, aunque me quedo con dos, pues en medio hay un fundido en negro, a estas alturas cinematográficas ni me sorprenden ni condicionan mi elección, tampoco me resulta algo novedoso. Por momentos, su apariencia de aventura bélica, en la que el cabo Schofield (George Mackay) sortea obstáculos para alcanzar la siguiente fase, podría pasar por un film influido por Steven Spielberg, en su tono infantil, heroico y simple, con su héroe y su cometido de ensalzar el sacrificio y la (inexistente) épica de la guerra. Se ha hablado mucho de esta película de Sam Mendes, incluso que reflejaba el conflicto bélico y humano que el cineasta británico reduce a esa jornada (y parte de la siguiente) y a un solo hombre, lo cual tampoco importaría demasiado si llegase a transmitir algún tipo de sensación que no semejase artificial, premeditada o estudiada de antemano —por ejemplo, así me lo parece la sucesión: granja abandonada, leche fresca, cantimplora, pueblo destruido por las bombas, mujer que carece de leche materna para alimentar al bebé que encontró, pero que, gracias a su encuentro con el protagonista, logra el alimento que precisa—. Supongo que la vida está llena de coincidencias del estilo y también supongo que decir que 1917 es una gran película bélica tendrá varias explicaciones, y todas ellas tan razonables como las que me llevan a pensar que estoy ante un film regular que puntualiza un hecho y una jornada, pero no uno de los años más complejos, brutales y determinantes de la Historia.

viernes, 30 de octubre de 2020

Suez (1938)


Existen individuos que sueñan grandeza y, en su intento de realizar sus sueños, son quienes arrastran al resto hacia adelante o hacia el abismo, al progreso o a la barbarie. Son aquellos soñadores quienes, empujados por su ambición e ilusión, persiguen y materializan las ideas y visiones mas inverosímiles que, una vez alcanzadas, engrandecen al conjunto o provocan la pesadilla que a pocos o a muchos les toca sufrir. Ferdinand de Lesseps (Tyrone Power) fue de los primeros, soñó acortar espacios y quiso comunicar el Mediterráneo con el Océano Índico, abriendo un canal en tierra que uniese el mar de los antiguos romanos con el Mar Rojo. Más adelante, iniciaría otro proyecto de similar envergadura: el Canal de Panamá, pero esa es otra historia y no tiene cabida en esta biografía cinematográfica realizada por Allan Dwan.

Común a tantos biopic realizados en Hollywood en la década de 1930, en los que se dramatizan situaciones y se presta atención a una historia de amor, pero también de superación, sacrificio y logros, Suez (1938) ensalza la figura del personaje biografiado, algo que Dwan hace a la perfección y añade algo más: su atención a la época. Se acerca al momento, nos da una idea general —disturbios civiles, cierre de la Asamblea, proclamación del Segundo Imperio, Luis Napoleón, de presidente de la República a emperador, o Victor Hugo y Los miserables (publicada en 1862)—, pero también concreta ambiciones, intereses y las diferencias sociales que afectan a su trío protagonista.

Como todo sueño, materializarlo conlleva trabas y sacrificios. No es gratuito, es costoso y conlleva pérdida. <<Has ganado>> le dice Eugenia (Loretta Young) cuando condecora a Ferdinand. <<Sí, he ganado... y he perdido cuanto más quería>>, responde el constructor del Canal. <<Tal vez la fama exige ese este precio>>, apunta la emperatriz consorte, consciente de que ella ha ganado un trono, pero también ha perdido —al cambiar el amor por la corona. No obstante, el protagonista de Suez no paga el precio de la fama, sino el del visionario condenado a perseguir su visión hasta verla materializada o verse derrotado por algo más grande de lo que puede abarcar. De hecho, en varios momentos del film, Ferdinand está apunto de rendirse, sobre todo, cuando Luis Napoleón (Leon Ames) le utiliza para deshacerse de sus oponentes y proclamar en Imperio. En ese instante de desengaño y dolor, pues pierde amistades, a su padre (Henry Stephenson) y su reputación, el protagonista ya no quiere saber nada del canal que pretendía construir desde Port Said a Suez, atravesando 163 kilómetros de desierto.

jueves, 29 de octubre de 2020

Ya nos veremos (después, un vaso de whisky lleno de té)

 

(Previamente: Informe sobre Diez dedos sin uñas y Cuando crezcan)

Pensé que el paso atrás era una pérdida de tiempo, pero solo fue un instante de duda, hasta que aquel cangrejo se cruzó en mi camino. Me miró con sus ojos en órbita y, con pronunciación pausada y acento costero, dijo que volver atrás puede dar frutos más adelante.

—Por cierto, no sé bailar, ni viajar en el tiempo, ambas escapan a mis posibilidades. Además, suelo marearme o crujir cuando me pisan en una pista de baile o en la calle del berberecho, a la altura del bar Pèpè. Bien, tengo que irme. Ya nos veremos —comentó antes de continuar su sentido, contrario al mío.

Cuando hablo del paso atrás, me refiero a algo más sencillo que un salto temporal o esquivar el ritmo de los Fred Astaire y Ginger Rogers de los locales de último turno. Aunque haya a quien le resulte complicado o aburrido, a mí me divierte estudiar los sucesos de lo sucedido o los que se dan por supuestos inamovibles, hasta que se mueven para mayor contrariedad o disgusto de absolutos y fijos. Repasar el abecedario, los números y los hechos, puede ayudarme. A veces me descubre algo que he pasado por alto. Después de desayunar era mi esperanza, pero cuando llegué a Archivo, salí de allí por la puerta de atrás, después de consultar algunos titulares de prensa y la letra pequeña —habrá quien prescinda de esta, y a mí me cuesta, pero me persigue e insiste en leerla—, y no sin antes preguntar a un par de figuras frías y silenciosas como estatuas de mármol.

—En fin, menos da un piedra —me dijo una de ellas, tras negar con la cabeza.

—Al menos somos de carne y hueso —comentó la otra, quizá supiese de mi encuentro con el extraño crustáceo.

—Vaya, pues no sabéis la suerte que tenéis.

—Adiós, visitante 73.451. Muy agradecidas por su visita y, a la salida, puede dejar una impresión feliz que valore nuestro trabajo —expresaron al unísono.

—Qué os den, y mucho —correspondí sus palabras, el buen trato y aquellas sonrisas que me advertían que no eran culpables de mi frustración ni de mi falta de nombre.

Por la mañana, a primera hora, había ingerido dos pastillas de vitaminas y una dosis de setas. Estaba cansado y desanimado, así que no fue hasta mediodía, dos horas después de salir de Archivo, cuando me reactivé y decidí acercarme al “Luces rojas. Empanadas y bocadillos, también para llevar”. Lo hice a esa hora, no porque quisiera regalarme uno de sus sabrosos bocadillos de chorizo casero al whisky, un poco picante, tal vez por la malta en el embutido. Sabía que el local estaría concurrido, los tres o cuatrocientos comensales de costumbre, esa multitud que me cuesta el buen humor, si alguna vez lo tengo. Pero era la mejor opción; en realidad, fue la única que me vino a la mente y la acepté, consciente de la contradicción que implicaba sentarme en aquella bocatería, abarrotada y con lista de espera, donde poco después de desocupar una mesa a punta de navaja me mordí los labios y pensé <<necesito otro tipo de luces, y necesito que los de la mesa de al lado no salten ni griten más veces que tienen el dispositivo ultimo modelo>>.

Fue entonces cuando la escuché. No muy lejos de donde estaba sentado, una voz femenina preguntaba por el mismo sujeto de mi investigación. Intenté acercarme a ella, pero apenas pude avanzar cinco centímetros. Varios clientes, no exageraría si digo medio centenar, corrían hacia mí en competición suicida. Querían ocupar el vacío que apenas había dejado. Me embistieron y arrastraron. Metieron sus manos en mis bolsillos y varios bocados a mi bocadillo. Alguien, no puedo precisar quién, encontró mi cartera. Para recuperarla, tuve que amputar una nariz y dos dedos, aunque antes de operar me volvieron a sentar en el mismo lugar que yo pretendía abandonar y ellos ocupar. Como pude, me dejé caer bajo la mesa y, lentamente, sorteé varias piernas y patas. Me arrastré hasta la barra y, una vez allí, no encontré sonrisas, ni vítores ni aplausos, sino una suela del número 45. Tardé diez minutos o más en poder deshacerme del pie que había tomado mi espalda como parte del mobiliario. De nuevo eché mano a mi navaja de afeitar, uno nunca sabe cuándo debe estar presentable, y raje la bota, después hice lo propio con la planta del avasallador o avasalladora de barra. Finalmente, pude pagar la cuenta y me colgué a la espalda de un gorila que salía del local.

Caminé calle abajo y lo vi a lo lejos. En sentido inverso, retrocedía y avanzaba el cangrejo, lo reconocí por su espalda. No me sorprendió que se aproximase, puesto que cuando anda para atrás, lo hace hacia adelante. Entonces, comprendí que me había mentido. Lo deduje al pensar que si atrás era adelante y adelante, atrás, aquel decápodo poseía la facultad de viajar a destiempo.

—Volvemos a vernos —me saludó moviendo una de sus pinzas y rascando el suelo con una de sus patas traseras, aunque, según su caminar, bien podría ser delantera. —Me recuerdas a un viejo amigo, bastante solitario él y quizá un poco ido. Siempre de aquí para allá, buscando y hablando. Recuerdo que un día me dijo, <<oye, cangrejo, ¿alguna vez te he dicho que el hombre es el más valiente de los animales?>> Cada día, le contesté, y añadí que me sabía de memoria su cantinela “de la visión y el enigma”. Se fue cabizbajo y no lo he vuelto a ver desde entonces. Le estará hablando a los pájaros, y estos estarán qué trinan. Escucha, quizá te sirva...

<<Pero el hombre es el más valeroso de los animales: por ello los ha vencido a todos. A tambor batiente ha vencido incluso todos los dolores: pero el dolor por el hombre es el más profundo de todos los dolores. El valor mata incluso al vértigo, en el borde del abismo. ¡Y en qué lugar no estaría el hombre al borde del abismo! ¿Acaso el mismo mirar no es un - mirar abismos? El valor es el mejor matador: hasta a la compasión mata. Y la compasión es el más profundo de los abismos. Cuanto más hasta el fondo mire el hombre la vida, tanto más hasta el fondo verá el sufrimiento. Pero el valor es el mejor matador, el valor que ataca. Mata la muerte misma, pues dice: ¿Esto era la vida? ¡Bien! ¡Volvamos a comenzar! En estas palabras hay, empero, mucho tambor batiente. Quien tenga oídos, que oiga.>>

Lo recitó de carrerilla, y no tuve oídos para oír, pero sí memoria para retener sus palabras y, de precisarlo, volver a ellas cuando pueda o sepa escucharlas.

Informe del inspector ~ A cuatro meses para que acabe el año bisolar.

P.D: He localizado y conseguido las señas de la chica. El amigo del cangrejo se apellidaba Nietzsche y eternamente le repetía ese fragmento de Así habló Zarathustra.

Continúa en Un vaso de whisky lleno de té

miércoles, 28 de octubre de 2020

La cueva de los sueños olvidados (2011)


Acompañar a Werner Herzog en su viaje a la prehistoria es un lujo que acepté sin pensarlo dos veces. Y no me arrepiento de haber descendido a la Cueva de Chauvet, en Francia, guiado por las imágenes y la voz de un cineasta que no solo ve estalactitas, estalagmitas, huesos o pinturas rupestres en las sombras iluminadas por las luces de sus linternas. Ve atrás en el tiempo y observa al humano de hace unos 35.000 años. Intenta hacerse una idea de quién fue aquel antepasado que habitaba ese lugar donde el Arte se hizo Arte quizá por primera vez, donde las figuras cobran movimiento y la sensación de expresar vida entre claroscuros similares a los del pasado que se ha conservado inmaculado para alcanzar nuestro presente y, quizá, decirnos que la sensibilidad artística humana poco ha cambiado, porque dicha sensibilidad nace de nuestra comprensión e incomprensión de la naturaleza, de la que nos rodea y de la interior donde surgen los misterios que forman parte de nuestra realidad e irrealidad desde los albores de la especie.

Desaparecieron, también aquellos animales pintados en la roca, animales que, como el rinoceronte lanudo, el mamut o el oso y el león cavernario dejaron su lugar en la prehistoria. Nunca alcanzaron la Historia, tampoco nosotros somos capaces de situarnos en el tiempo de los moradores de la cueva de los sueños olvidados, por lo que solo podemos conjeturar y evocar fantasmas y, tal vez, verlos entre nosotros. Pero la cueva es una especie de puente <<donde espacio y tiempo pierde su significado>>. Herzog es un poeta, quizá uno de los últimos románticos, un aventurero y un cineasta diferente, con inquietudes distintas, fruto de sus propios sueños y de su modo de entender la vida. Su viaje al pasado le permite borrar límites, se adentra en la cueva con un pequeño equipo y con la certeza de que <<nada es real. Nada es seguro>>, como dice en el epílogo, consciente de que el tiempo y la naturaleza son cambiantes, alteran, se alteran y nos alteran. Es consciente que sabemos muy poco de nuestros antepasados cavernarios, y que lo que creemos saber podría ser erróneo o inexacto, fruto de especulaciones y de minuciosos estudios de los restos que, poco a poco, hemos podido recuperar gracias a cápsulas temporales como esa hermosa gruta natural descubierta en 1994 por Jean-Marie Chauvet, Élitte Brunel y Christian Hullaire, a quienes el cineasta alemán dedica su fascinante documental...

martes, 27 de octubre de 2020

Argel (1938)






El sueño imposible del delincuente interpretado por Jean Gabin llamó la atención de Walter Wanger, que se hizo con los derechos de Pèpè le Moko (1936) y produjo su versión estadounidense, sin Julien Duvivier ni Gabin, con Charles Boyer de protagonista y John Cromwell a cargo de la realización. Hasta aquí nada que objetar, pero, una vez vistas ambas películas, se tiene la sensación o la certeza de que en ningún momento Argel (Algiers, 1938) supera a la original francesa y, salvo en su final, calca las escenas filmadas por Duvivier, pero sin la magia de este. ¿Qué sucede? John Cromwell lo hizo igual, pero diferente. Algo parece quedar claro: que ni Boyer es Gabin, ni Cromwell se cree la poética pesimista que nunca abandona el film de Duvivier, la cual alcanza su clímax en las escena final, cuando Pèpè logra su ansiada liberación. Son dos versiones de la misma obra, con dos presencias protagonistas tan distintas que marcan distancias insalvables, pues no es lo mismo acompañar por la Casbah al Pèpè le Moko de Gabin, peligroso, amenazante, humano, condenado, triste, esperanzado, que al Pèpè de Boyer, todo fachada y sin el halo pesimista de aquel que se libera de su carga y de su encierro en un final antológico, mientras que en Argel se desvirtúa en un final que rompe cualquier posibilidad catártica. Duvivier dijo que se había inspirado en Scarface (Howard Hawks, 1932) para su adaptación de la novela de Henri La Barthe, e hizo algo diferente a Hawks. Por su parte, John Cromwell —y el guionista John Howard Lawson— se basó directamente en el film de Duvivier e hizo algo igual pero muy distinto al cineasta francés. Son dos versiones de la misma historia, como hemos dicho, y con dos actores que solo tienen en común el personaje y su nacionalidad. Argel se abre del mismo modo que Pèpè Le Moko, incluso toma las mismas imágenes para presentar la Casbah donde se desarrolla la historia, el mismo laberinto que atrapa al protagonista, pero, la magia, el encanto y la imposibilidad generados por Duvivier brillan por su ausencia en esta primera versión estadounidense (mucho mejor película que la siguiente adaptación). El problema del film de Cromwell reside precisamente en pretender ser igual que el original francés, del que copia planos y situaciones (incluso diálogos), lo que repercute en la personalidad de una película que, posiblemente, habría ganado de tomar la versión gala como una referencia, y no como imagen a imitar.

lunes, 26 de octubre de 2020

Sin novedad en el frente (1979)

Simplificando y viajando en el tiempo, veo a Sócrates —si el Sócrates que conocemos lo fue, o fue la imagen que quisieron otros— en la plaza del pueblo rodeado de sus discípulos, a quienes plantea cuestiones que les lleva a asentir y a concluir con un “convengo en ello, maestro”. Él pregunta y, como quien no quiere, guía las respuestas de los jóvenes. Es un buen método, mejorable, eso sí, como cualquier método. Lo importante es que el profesor trata de enseñar a pensar, a plantear interrogantes, a dudar, incluso de lo aprendido, aunque quizá no de cuanto él da por hecho. En definitiva, para sus alumnos es más provechoso que les muestre u ofrezca opciones, variables, preguntas, que afirmaciones discutibles, en todo caso.


El docente interpretado por Donald Pleasence en la versión televisiva de Sin novedad en el frente (All Quiet in the Western Front, 1979) no hace preguntas, ni tiene en cuenta a sus alumnos. No les respeta como mentes, solo como depositarios de su doctrina, de ahí que sea quien, hablando de hombría, deber, gloria y patria, indique a sus alumnos el camino que han de seguir. Lo hace sin exponer razones, dudas, pros, contras, causas u otros posibles. Les arenga con palabras e ideas, con el tradicional militarismo prusiano, que conducen a sus alumnos a la oficina de alistamiento; después, al centro de entrenamiento; de ahí, al frente y, finalmente, a la muerte. Como en la magistral novela de Erich Maria Remarque, en las versiones de Sin novedad en el frente, tanto en el film que Lewis Milestone dirigió en 1930 como en la versión televisiva a cargo de Delbert Mann, la figura del maestro resulta fundamental en el devenir de sus alumnos. El profesor Kantorek les habla de la “madre patria” (expresión que tiene como fin condicionar a los jóvenes, en su maternidad y paternidad), pero también en los hogares los padres comentan sobre la guerra y la victoria, para mayor gloria de la nación y del káiser Guillermo. La figura que sustituye al docente y a la familia es la del cabo instructor Himmelstooss (Ian Holm), vengativo, inseguro de sí mismo e intransigente. Tampoco él conoce la guerra, solo sabe obligar a los muchachos a sufrir en el barro del centro de reclutas. Esta imagen autoritaria nada les aporta, salvo rechazo. Más adelante, a su llegada al frente, los adolescentes se encuentran con la única figura adulta con conocimiento real de la guerra. También es el único que se plantea el por qué luchan, y el para quién. Ha visto el día a día, lo ha sobrevivido y continúa haciéndolo. Se trata de Kat (Ernest Borgnine), el veterano que intenta que los muchachos tengan su oportunidad, aunque sea mínima. Esos soldados forman una de tantas compañías, forman una familia, y acabarán comprendiendo el engaño: descubren que solo son carne de cañón con sobrada experiencia en matar y morir en una guerra que, inicialmente, aceptan cual borregos en su cita con el matarife.


Son tres etapas en las vidas de los jóvenes que la voz de Paul Baumer (Richard Thomas) presenta en las trincheras, al inicio de esta multipremiada superproducción televisiva de Mann. Su propuesta permanece siempre pareja al libro de Remarque y retrocede en el tiempo para descubrirnos la última jornada en el colegio, donde el maestro habla a la promoción de 1916 del deber y de la gloria de la patria. En ese instante, les dicta sus ideas, de las que no duda ni permite que duden sus alumnos: esos muchachos que corren felices a alistarse, pensando que todos ellos serán héroes y harán más grande a la nación y al káiser, pero, tiempo después, cuando observen al emperador condecorando a varios soldados, los supervivientes comprende que han perdido su juventud, y quizá su mañana, matando y muriendo por los caprichos e intereses de unos pocos que les exigen sacrificio y sangre a cambio de hambre, ratas, barro, metralla, gas y hojalata.



domingo, 25 de octubre de 2020

Cuando crezcan (luego, ya nos veremos)

<<Cuando crezcan seré libre.

Cuando crezcan podré volar.

Cuando crezcan iré a tu lado.

Cuando crezcan, mañana.

Hoy, eres un instante,

un deseo constante,

un reflejo pasajero, 

una idea peregrina.

Hoy, eres eso y más,

bajo cielo gris,

sobre piedra mojada...>>

—primera secuela de Informe sobre Diez dedos sin uñas

Aquellos versos incompletos que encontré y leí en la puerta de la celda donde pasó sus últimos días, me hicieron pensar en varias opciones. Me pregunté si se refería a alguien en particular y, de ser así, quién sería. También pensé si los habría escrito él y si hablaban figurado o aludían a un concreto como las uñas, las vides o las alas. Aunque lo dudo. Dudo que a humano nacido de mujer le puedan crecer alas, salvo en sentido figurado. Por suerte o desgracia, no somos aves y de serlo, posiblemente, seríamos avestruces, esconderíamos la cabeza y mantendríamos las patas en el suelo, quizá por miedo a volar o por falta de ganas. ¿O seríamos gallinas, buscando provecho y picoteando entre nuestra inmundicia? ¿Tuvo miedo? ¿Y qué, si lo tuvo? ¿Cambiaría algo, ser avestruz o gallina?

 <<Desde el adiós del último humano libre de condicionamientos económicos, morales, políticos y sociales, hemos vivido diferentes épocas y circunstancias, pero en todas ellas coincide que un gran número acepta su papel sin mostrar inquietudes que trastoquen ideas y búsquedas, ya sean de seguridad y placer, en unos, o de subsistencia y supervivencia, en otros. No hay necesidad de tenerlas, se han perdido o se han eliminado, quizá nunca hayan existido, o puede que unos pocos todavía las tengan o sueñen tenerlas. Por eso no me sorprende que hoy aceptemos la estupidez no reconocida, pero que existe y se extiende, a riesgo de condenar al destierro a quien no la acepte y la asuma. Eso, en el mejor de los casos. La pérdida de identidad e incluso de la vida pueden ser otras penas impuestas por un orden que silencia su deshumanización con seducción y dormideras. Pero su corrección moral impuesta y su control disimulado son inmorales, tanto en su imposición como en su afán de culpabilizar o, como ha sido mi caso, convertirme en culpable solo por haber osado contradecir y contradecirme. Por no asentir, soy señalado y veo amenazado mi derecho a disentir, a no querer ser un memo o a serlo a mi manera...>>

Resulta ingrato indagar cuando sabes que apenas encontrarás nada. No tengo opciones, las pruebas, si alguna vez las hubo, han desaparecido. Este fragmento es lo único que logré recuperar de la trituradora del juzgado el día después de la sentencia. Eso y un trozo de cartílago, supongo que de una oreja humana, posiblemente de hombre adulto, aunque ignoro a quién pertenecía. Quizá a un despistado o puede que a un desgraciado que cayó en manos equivocadas, sobre todo para él. Puede que fuese ambos, puede que fuese el idiota que pagó por una curiosidad que creía gratuita. La verdad, no me importa. Yo tengo las mías en su sitio. Lo que me preocupa y molesta son los meses que llevo sin avanzar. Ya son veinte este año de setecientos treinta días, y solo faltan cuatro para que concluya el curso y mi salud se agote. Otros en mi situación, perderían el tiempo con disyuntivas o preparando una excusa plausible. Yo no puedo, carezco de inventiva. Mi única oportunidad es seguir dando tumbos hasta que me golpee por última vez o encuentre algún hueco por donde colarme y seguir. Pero adónde me llevará, lo ignoro. También ignoro por qué no me permitieron presenciar las sesiones del juicio, salvo la primera, cuando citó aquello de <<Vivimos y morimos racional y productivamente. Sabemos que la destrucción es el precio del progreso, como la muerte es el precio de la vida, que la renuncia y el esfuerzo son los prerrequisitos para la gratificación y el placer, que los negocios deben ir adelante y que las alternativas son utópicas. Esa ideología pertenece al aparato social establecido; es un requisito para su continuo funcionamiento y es parte de su racionalidad>> ¿Qué quiso decir con eso?


Informe del inspector ~. Extracto del memorándum “Día, sí, y otro también, la investigación no va bien“.


P.D: Volver sobre pasos dados, quizá haya pasado algo por alto. Disyuntiva con la que otros perderían el tiempo: yo tomaré el whisky en el “Luces rojas” y buscaré una vez más en Archivo. Investigué la autoría de la cita. Es de Herbert Marcuse, de su obra El hombre unidimensional, aunque todavía no comprendo cuál es su significado, si tiene uno, varios o ninguno.

Continúa en Ya nos veremos

sábado, 24 de octubre de 2020

El festín de Babette (1987)



Hay diferentes maneras de disfrutar El festín de Babette (Babettes gæstebud, 1987), pero la más fácil, por evidente, consiste en dejarse llevar y saborear las situaciones y los personajes que Gabriel Axel pone sobre el celuloide. El veterano cineasta danés adapta un cuento de Karen Blixen, la misma escritora que evocó su granja en África, donde es probable que llevase consigo platos que habría saboreado en su tierra de origen, puesto que cada zona geográfica tiene comidas que forman parte de la identidad cultural de sus habitantes. Mayormente, suelen ser quienes los elaboran y consumen, pero, a veces, algunos platos traspasan fronteras y se convierten en embajadores culturales y, según su elaboración e innovación o la habilidad para crear algo diferente, único, podríamos hablar de Arte. La elaboración artística, la que escapa al plato típico que cada día se sirve en la casa donde le dieron asilo, distingue a Babette (Stéphane Audran) cuando elabora sus codornices en sarcófago. En ese instante, gracias a la inestimable guía del general Löwenhielm (Jarl Kulle), se comprende que hay platos que trascienden el ámbito de la cultura popular y se convierten en obras de arte. Ella, la eficaz sirvienta durante los últimos catorce años, es una artista y su arte culinario hace feliz a quienes son obsequiados con él.


Babette es el ingrediente que Axel pone en un entorno frío y gris para hornear este delicioso manjar de ignorancia, austeridad, temor, puritanismo, magníficos vinos y arte culinario que alcanza su armonía en la cocina y en los platos de esa mujer que, tras más de una década de exilio en las lejanas costas de Jutlandia, lejanas para ella y para quienes no vivan allí, desea expresar su gratitud a sus benefactoras y regalarles una obra maestra de sabor, textura, generosidad y pasión. Además, para Babette resulta liberador sentir que de nuevo crea en la cocina, lo hace cocinando una auténtica cena francesa que le permite poner a prueba su don artístico, hasta entonces oculto, en una serie de platos elaborados de forma nunca vista por esos lares donde los sentidos de los comensales despiertan a sabores, texturas, sensaciones y olores que desafían su austeridad, su silencio y la rigidez de sus costumbres.


En la pequeña comunidad todo cambio en su cotidianidad genera recelo, ya que se trata de una alteración del orden conocido. Ante esta posibilidad, la congregación se siente amenazada, pues temen el desorden en sus vidas, temen lo imprevisto, el color —predomina el gris y otros tonos apagados— y cualquier pasión liberada. El banquete que prepara la cocinera francesa es una alteración y, como tal, genera la desconfianza y el nerviosismo en las dos hermanas, que aceptan la petición de Babette porque no pueden negarse. Sospechan que pueda tratarse de un akelarre y solicitan a sus iguales que guarden silencio respecto a los platos y los vinos que se sirvan en la mesa. Los comensales cumplirán su promesa, pero también darán buena cuenta de la cena, una que recupera y libera la pasión y la creatividad de la cheff, que hasta entonces habían permanecido ocultas —quizá también exiliadas, como la propia comunera— en la cotidianidad del pueblo donde Filippa (Bodil Kjer) y Martine (Birgitte Federspiel) la aceptaron como sirvienta años atrás. La historia se inicia en el presente, con Babette y las hermanas ya ancianas, pero la narradora nos devuelve a un pretérito donde la primera todavía se encuentra ausente, en su Francia natal, mucho antes de unirse a la Comuna de París, y las segundas son dos jóvenes hermosas entregadas a las labores inculcadas por su padre, el pastor. Ambas tienen deseos que reprimen, de igual modo que atrofian sus sentidos y sus pasiones por miedo quizá a pecar o a sentir sensaciones mundanas y carnales que puedan apartarlas de su espiritualidad, ya que ellas (y el resto de la congregación) atienden el espíritu y ningunean el cuerpo, sus necesidades. Ese pasado es importante para comprender el presente del festín. Lo es porque en ese momento de su juventud, las hermanas se decantan por el silencio, las oraciones, el pescado hervido y las buenas acciones, pero sus vidas existen en ausencia, en represión y en la ordenada espera a una supuesta felicidad celestial.

jueves, 22 de octubre de 2020

Ready Player One (2018)


Hay quien encuentra diversión en mirar una pared en blanco, pues es un muro a pintar, y hay a quien le resulta imposible encontrar entretenimiento en películas que apenas sufren variaciones respecto a tantas otras historias de personajes y situaciones que parecen cortados por el mismo patrón. Son fruto de una industria que juega sobre seguro, aunque en ocasiones salte la sorpresa y pierda una fortuna. También puede suceder que escape de la norma y nos ofrezca magníficas películas, pero no considero que este sea el caso de Ready Player One (2018), un producto destinado a un amplio sector de consumidores que pueden encontrarlo entretenido. Lo celebro, pero tras la apariencia ¿qué queda? ¿Dos horas de intentar rellenar un vacío con tópicos y efectos especiales? Como cualquiera, me gusta el engaño de la irrealidad o fantasía prometida por el cine, pero no simpatizo con la ausencia que se esconde detrás de artificios, envolturas, superficialidad y moda. ¿Necesitamos volver una y otra vez sobre el mismo esquema de entretenimiento? Eso parece. La población de los centros comerciales lo busca, los productores lo ofrecen y películas como Ready Player One lo dan a cambio de unas monedas, quizá una ofrezca vida extra o sorprenda con una gran película.

Pero no es el caso de esta distopía de Steven Spielberg, que apuesta por la tecnología y la cercanía con el presente —un entorno conectado que ha perdido el contacto y su conexión con el espacio real— para dar forma a sus dos mundos, el físico y el virtual. El realizador desarrolla, sin salirse de los límites de lo ya transitado por él y por otros, la historia de buenos y malos, el sota, caballo, rey en el que los primeros luchan por la libertad de su Oasis. ¿Pero de qué libertad me habla Spielberg? ¿Y de qué vergel en medio de qué desierto? En realidad, la película quiere ser moderna volviendo su mirada hacia el pasado, pero solo consigue ver el mito de una cultura de consumo que el propio director ayudó a asentar. Lo prioritario de este tipo de película es que sea un éxito de taquilla, pues alguien como Steven Spielberg necesita seguir siendo rentable, para así poder embarcarse en proyectos más sustanciales, como El puente de los espías (Bridge of Spies, 2015) o Los archivos del Pentágono (The Post, 2017). Spielberg borda este tipo de cine infantil y juvenil o cine destinado al público infantil de cualquier edad. Parece que enciende el motor, pisa el acelerador de partículas de flujo y deja que la acción se traslade a una vía muerta, transitada con anterioridad, una que todos conocemos y que a algunos puede cansar recorrer. ¿Le cansa también a él? Lo ignoro, pero lo que propone provoca reacciones dispares, según el tipo de público: conexión y ritmo, para quien la descubra novedosa; y aburrimiento, para quien encuentre repetición, doble ración de tópicos y las mismas pautas que se descubren en tantas películas que emplean los efectos especiales para ofrecer un atractivo inexistente en tramas y personajes.


Seguramente, Ready Player One haga las delicias de niños y niñas de once años; agrade é incluso fascine a forofos ochenteros y a fanáticos del cine más comercial de aquella época. Quizá todos encuentre entretenimiento, puede que incluso haya quien vislumbre el no va más o innovación en la ciencia-ficción cinematográfica. Pero solo es tecnológica, en cuanto a contenido es una apuesta segura, una más entre tantas, una que no sale de la línea “soy un héroe sin buscarlo y pongo fin a los malos aunque no tenga los recursos, pero tengo colegas que serán mis mejores aliados...“ No puedo negar que su inicio conecta con mi yo de ayer. El Jump de Van Halen me conquista y llena mis oídos, pero eso es todo amigos! Puesto que estamos en 2045 y el mundo está controlado por una gran corporación. Las diferencias sociales son las que son en tantas películas de ciencia ficción y en la realidad mundana. El héroe y la heroína son dos adolescentes, tienen amigos de todos los gustos y colores, y juntos recorren un nuevo Oz sin h y sin martillo, pero con un dictador que desea todo para él...

miércoles, 21 de octubre de 2020

Informe sobre Diez dedos sin uñas (precuela de cuando crezcan)


Ahora que, como ayer, la libertad de cualquier tamaño, tipo y expresión igual suena utópica que a chiste (borrar del informe oficial), me viene a mi memoria fotográfica el discurso que L promulgó ante tres personas. Era lo esperado, un vacío casi absoluto, pero a L la ausencia de audiencia no le desanimó, todo lo contrario. Tomó entre sus manos su trompeta y sopló hasta que el sonido del instrumento provocó que dos de los presentes tapasen sus oídos. Pero a él apenas le importó, llevaba puestos sus tapones de cera y había conseguido el efecto deseado, contundente y molesto.

—K tuvo un sueño, yo tengo una pesadilla en la que Z dice A, y X piensa B, propina una patada a D y C le salta encima a H, que es muda. Salvo esta que no puede, el resto se pronuncian en los tres o cuatro insultos que se dicen en hogares, casas, pisos franco, fiestas de pijamas, en un debate televisado o en las redes, según el día, la hora y la variación de la alucinación. —La voz de L era poderosa, su tono seductor y sonaba natural—. Siempre cruzo los dedos, para que no llegue la sangre al abecedario, y entonces despierto sobresaltado, empapado en sudor, y me digo que se nos ha ido de las manos; que en lugar de relajar el tono y entablar diálogo, algo que apenas se ha hecho hasta el momento, combinamos letras, presumimos de faltas ortográficas y gritamos al tiempo que pataleamos y asumimos que el criterio de muchos, si coincide con el nuestro, es la única verdad posible.

—¡Fueraaaa! —le invitó uno de los asistentes. 

—Vale, esto es humano —quitó hierro L.

—¡También el absolutismo! —exclamó quien se dejó las uñas largas para rebanar pescuezos. 

Pero aquel otro, el tercero, se comió las suyas al observar una involución vertiginosa que le llevó a comentar que <<tarde o temprano, tocará fondo>>.

—Que colisione catastrófico o suave y razonable aún depende de varios factores —dijo bien claro, pero lo siguiente lo susurró en arameo.

Soy consciente de correr el riesgo de perder parte de la información, menos me importa no encontrar el tono dramático y poético, de modo que disculpen sus señorías las posibles limitaciones de mi traducción o interpretación del original. Expresado esto, recuerdo que logré leer sus labios desde la distancia. Me encontraba encerrado en una cabina, de tamaño reducido y camuflada detrás de una barra de bar, donde no vestía traje, ni camiseta, ni pantalón... Lo cierto es que allí dentro hacía un calor infernal y no puedo asegurar que los movimientos labiales formasen estas frases que, por gracia o desgracia de la memoria fotográfica selectiva y de mi versatilidad lingüística, transcribo tal cual llegaron a mis ojos.

<<En nuestro día a día, en nuestros pequeños mundos y en la suma de uno más grande dudo de los absolutos ideológicos y categóricos; de las ideas perfectas y de quienes las proclaman únicas. Además, en nuestras relaciones cotidianas aún tenemos margen para no ser entes que asumen y presumen inteligencia cuando, las más de las veces, resultan violentos e irracionales en su presunción de racionalidad>>.

Tiempo después, cuando le vi consumirse en la hoguera, supe que no lo expresó a viva voz porque era consciente de que nada de lo que dijese sería escuchado o, de serlo, lo sería para buscar el error en sus palabras. Eran prejuicios, los suyos, cierto, ¿pero quién puede juzgarlo por ello? Lo suyo era permanecer en la sombra, escribiendo monólogos y discursos para otros, como era el caso. En realidad, callaba más de lo que decía L, pensador en sus ratos libres y orador el resto del tiempo. “Diez dedos sin uñas” sospechaba que la mayoría de los discursos, también los escritos por él, eran iguales, aunque quisieran pasar por distintos. A él todo le sonaba a clichés adquiridos a granel, posiblemente en un mercadillo o comedor universitario, quizá asumidos de los consejos maternos y paternos o en aquel cursillo intensivo que M había impartido a niños, niñas y adultos a quienes les salían sarpullidos de solo pensar en leer una oración compuesta.

—A continuación os diré algo que pensé anoche —informó L, más adelante supe que otro lo había pensado antes que él—. <<Las personas reflexivas percibieron que, cuando la sociedad es el tirano (la sociedad colectivamente, más allá de los individuos aislados que la componen) sus medios de tiranizar no se limitan a los actos que pueden llevar a cabo mediante sus funcionarios políticos. La sociedad puede ejecutar, y lo hace, sus propios mandatos; y si dicta mandatos errados en lugar de razonables, o mandatos que se entrometen en cosas en las que no debería mezclarse, lleva a la práctica una tiranía social más formidable que muchas clases de opresión política, porque, si bien no se apoya en sanciones tan excesivas, deja mucha menos vías de escape, penetra mucho más en los pormenores de la vida y llega a esclavizar incluso el alma>>1

Aunque me gustaría, no pienso rascarme la pierna, lo que deseo es aclarar que aquel extraño de dedos sin uñas escribió en la arena que los concurrentes y el público desde sus casas no eran inocentes; aunque fueran víctimas, en ocasiones también eran victimarios. En ese instante, pensé que se trataba de un subversivo y que algunos, más de los que imaginaba, asumían ser la espada del pensamiento, de la cultura, de la libertad, ¿pero en qué se diferencian de los más justos e intolerantes?

Quienes no dudan suelen serlo, me digo al recordar la imagen y la voz de L (omitir en el informe final). Lo veo haciendo aspavientos, típicos en las reuniones y masificaciones, y exclamando a los cuatro vientos que el ser humano rechaza la injusticia. Observé que su oyente sin uñas reía, aunque solo yo percibí su risa. Supuse que temía ser linchado en la plaza del pueblo, o allí mismo, en el interior de la carpa que los operarios del ayuntamiento habían levantado por orden de la antigua comisión de fiestas, en aquel momento renombrada “de guardar para más adelante“.

“Diez dedos sin uñas” comentó a su igual/desigual más cercano que sospechaba de la propia humanidad, de nuestra supuesta capacidad racional. Escuché visualmente como le decía que la racionalidad puede ser irracional, y lo irracional puede pasar por racional. De hecho, añadió que eso conllevaba la posibilidad de ser injusto y justo al mismo tiempo y en una acción determinada, que plantearía la duda de si se es o no consciente de cuál de las dos opciones se asume, con quién y a quién afecta de un modo u otro...

—Lo humano —retomó su pensamiento, ignoro si donde lo había dejado— transita por el mundo sometiendo y dejándose someter. Existe en grupo y en sus pocos ermitaños, en Quijotes, ilusos y locos, pero nadie escapa a las garras de nuestras limitaciones como individuos y conjunto, que corre el peligro de acabar en masa.

—¡Estoy aquí para hablaros de vuestra miseria! —exclamó L, cuando acabo de leer los apuntes que ocultaba entre sus fotos promocionales— ¡He venido a guiaros! ¡He llegado hasta aquí para recordaros vuestro malestar! ¡Y que desaparezca o no desaparezca, está en vuestras manos y en las mías, si me dejáis señalaros el camino! ¡Vengo a vosotros con los brazos abiertos! ¡Para plantearos vuestra libertad e invitaros a bailar conmigo!

Cuando tuve ocasión de echar un vistazo a su diario, supe que “Diez dedos sin uñas” no se fiaba de curanderos ni de guías, ni de bailones ni de héroes unidimensionales y luminosos. Los más le disgustaban <<porque no dudan y si no dudan no se plantean alternativas ni ideas que difieran de las que les mueve, que suelen coincidir con las establecidas, con las suyas, con su moral y su “políticamente correcto“, al que se suman gustosos porque encaja dentro de su gusto>>. <<Si lo hacen inconscientes o de manera deliberada, lo ignoro>>, así lo dejó escrito en la décima página de su libreta. En la quinta, aparece lo siguiente: <<pienso que todo salvador y salvadora cree estar en posesión de verdades absolutas, lo cual los vuelve intransigentes, e incapaces de sentir más alla de su limitada capacidad emocional, puesto que sin (re)plantearse a sí mismo, y el por qué de imponer su intención redentora, cae en el sinsentido, pierde la contradicción que lo humaniza y elimina aquella parte de sí que podría ayudarle a conocerse y a conocer parte de lo mucho que ignora>>.

Finalmente, después de intentar descifrar las palabras que había bajo varios tachones y manchas de sangre, desistí, no sin antes grabar en mi memoria que <<negarse a oír una opinión porque se está seguro de que es falsa es presuponer que la propia certeza es absoluta>>2 y <<esto imposibilita el desarrollo de un abecedario plural que combine y evolucione, que no se deje arrastrar por estereotipos, dictadores o personajes que se convierten en abanderados de un impuesto perfecto del que conviene recelar y huir...>>


Informe del Inspector ~. Extracto del borrador de la entrada 3.71, de la jornada octava del mes vigésimo del año después del anterior.


P.D: Los de Archivo no encuentran el dossier sobre el juicio de “Diez dedos sin uñas”. Nadie sabe o quiere responder por qué “Diez dedos...” aceptó trabajar para el actual “gran bailón” (suprimir en el informe oficial). Revisar las opiniones personales y omitir alusiones directas que puedan ser malinterpretadas. Y, para que conste en acta, los entrecomillados señalados con subíndices 1 y 2 pertenecen a la obra De la libertad, de John Stuart Mill.


Continúa en Cuando crezcan

martes, 20 de octubre de 2020

Me enamoré de una bruja (1958)


El plano secuencia que introduce los créditos de Me enamoré de una bruja (Bell, Book and Candle, 1958) define al cineasta que hay detrás: detallista, sutil, elegante, irónico, uno que no duda en minimizar su figura respecto a las máscaras que presentan los nombres de los actores y actrices principales, a la figura del guionista Daniel Taradash, a los bongós que corresponden al compositor George Duning y a la más voluminosa imagen que relaciona al productor Julian Blaustein. En esa apertura, Richard Quine hace magia, no solo por poner su nombre sobre el icono más pequeño de los encuadrados por la cámara, sino que los objetos, ídolos, tótems y los nombres forman parte del mundo mágico, la propia película, donde el realizador conjura un hechizo cinematográfico que comparte con brujas, brujos y cualquier cómplice que no sepa responder el interrogante <<¿quién puede explicar la magia?>>. No hay palabras que la expliquen, se siente o no, o se desea sentir. De ser explicada, ya no sería magia, puesto que cualquier explicación lógica implicaría que la parte misteriosa e irracional que transforma la vida de Shep (James Stewart), de anodina a fantasiosa, recuperase su lógica y la monotonía de la que escapa cuando se produce su encuentro con Gil (Kim Novak).


<<Nosotras no podemos enamorarnos>>, dice la protagonista a su alocada tía (Elsa Lanchester), pero sí pueden provocar que se enamoren de ellas. Alguien con el encanto mágico de Gill puede lograr que el más racional de los hombres pierda la cabeza y entregue su corazón. Esto le sucede a su vecino, después de que un magnífico primer plano parezca fundir en un solo ser a la bruja y a su gato. Hasta el momento del encuentro, Shep es un editor de libros que carece de inventiva para ser escritor. Tiene los pies en el suelo, de hecho, su lógica y su realismo descartan cualquier posibilidad mágica, salvo los libros de ese impagable autor (Ernie Kovacs) que insiste en darle a la botella y en hablar de un mundo de brujas y brujos, tal como su nuevo socio (Jack Lemmon), dentro de la cotidianidad de los humanos corrientes como el protagonista masculino. No obstante, aunque sea un tipo racional, Shep no podría explicar qué le sucede, salvo que se ha enamorado de Gil porque ella es diferente, es auténtica. Mientras, ella encuentra deseable la normalidad del editor. De tal manera, el uno encuentra en la otra lo que no poseen y así forman un todo donde magia y racionalidad, se besan en lo alto del edificio donde los dos amantes aparecen por arte del cine y del hechizo de un director brillante y de buen gusto que, entrada la década de 1960, perdería parte de su magia cinematográfica.



lunes, 19 de octubre de 2020

The Space Children (1958)



Por un paisaje desértico que corre junto al mar descubrimos el automóvil en el que viajan los Brewster, una típica familia de clase media estadounidense. El padre (Adam Williams), ingeniero, y la madre (Peggy Webber), ama de casa, junto sus dos hijos, Bud (Michael Ray) y Ken (Johnny Crawford), se dirigen a la base militar donde se prepara el lanzamiento del cohete que pondrá en órbita el Thundered. El padre ha sido enviado para que colabore en los últimos preparativos, pero antes los acomodan en su nueva casa y les presentan a sus nuevos vecinos. Allí, viven en caravanas no muy diferentes, salvo por el tamaño, a las casas prefabricadas de los barrios residenciales donde habrían vivido antes de instalarse en esa franja costera donde todo es idílico, salvo que no lo es. Algo extraño pasa. Los niños han visto una luz en el cielo y un objeto que los ha transformado. Ahora parecen dominados por algo o alguien que controla sus cerebros y que les utiliza para sus fines. ¿Cuáles?

Con una especie de cerebro luminoso, en realidad son varios de distintos tamaños (para generar la sensación de poder y crecimiento continuo), Jack Arnold ya tiene los efectos especiales necesarios para realizar su film de ciencia-ficción. Lo demás, lo más importante, corre a cargo de su pericia narrativa y de su capacidad para generar atmósferas inquietantes con el apoyo del fondo musical, del medio árido y costero donde desarrolla la trama de The Space Children (1958) y la quietud de los niños a los que hace referencia el título. Arnold es un experto en economía de medios. Sabe, a fuerza de experiencia en la serie B, que no por mucho gastar se hacen mejores películas. Ahí están El increíble hombre menguante (The Incredible Shrinking Man, 1957) y La mujer y el monstruo (Creature from the Black Lagoon, 1954) para constatar que no necesita millones para entretener e incluso plantear cuestiones existenciales y circunstancias preocupantes en su época, como las planteadas en este film. El contexto histórico es fundamental para la gestación de la película, puesto que queda determinada por la guerra fría, con su carrera armamentística y espacial. Por aquellos años, finales de los cincuenta, se mantenía el equilibrio inestable entre las dos superpotencias que competían por imponer su control y sus economía. También jugaban al desarrollo de arsenales nucleares y satélites de posible uso militar, la conquista de la Luna se haría esperar una década, y el temor era una de las fichas a mover. El miedo, por otra parte justificado en la realidad sufrida por Hiroshima y Nagasaki en 1945, generó varias posturas, tanto en las artes, como en la política o en la vida cotidiana.

Arnold se decantó por la coexistencia pacífica y advirtió del peligro que suponían las armas de destrucción masiva. Lo hizo en poco más de una hora, a través de esos niños y del cerebro alienígena que llega a la tierra para evitar el lanzamiento del satélite con ojivas nucleares. Se trata de un arma disuasoria, para asustar al enemigo e impedir que haga cualquier movimiento en falso, pero los alíen y los niños parecen preguntarse quién mantiene a raya a la potencia que pretende disuadir. La cuestión se resuelve dejando que los niños, con la colaboración telepática y energética del extraterrestre, actúen lejos del control paterno, puesto que sus mayores son los responsables del ahora; ellos lo son del mañana que pretenden salvar...

domingo, 18 de octubre de 2020

Un profesor singular (1979)



Resistente en su disconformidad, el cine de Marco Ferreri centró su discurso en individuo/sociedad, en la alienación y la imposibilidad, en la ruptura no consumada del uno con el medio donde el orden establecido atenta contra la libre elección. En sus películas, no existe libertad para sus protagonistas, se descubren atrapados y, en vida, no hay posibilidad de escape. Sus films son ante todo humanos, en su deformación, de ahí que haya comedia, drama, vida y muerte. Un profesor singular (Chiedo asilo, 1979) no deja de ser tan humano como su responsable o como su protagonista: Roberto (Roberto Benigni), un maestro de parvulario, aunque no uno cualquiera, sino uno que pide asilo, clama amparo y protección, sueña humanidad y libertad. Roberto es subversivo, transgresor, diferente. Quiso cambiar el mundo, pero no lo ha logrado. Como la mayoría de las derrotas, la suya conlleva desilusión y, en su particular, cierto aire taciturno, melancólico, romántico. No cabe duda de que fue y es un soñador que, como tal, ve el mundo a su manera. Pero en el presente, en el que se desarrolla su ausencia de la historia, empieza una nueva etapa y pretende adaptar el colegio infantil a su revolución: la de ofrecer a las niñas y niños del jardín de infancia libertad y diversión. Les contagia su máxima <<ahora y siempre, resistencia>>. En el aula, Roberto tiene acceso a los únicos individuos que todavía no han sido corrompidos ni manipulados por el orden del que prescinde para que los pequeños sean felices en su libre albedrío. Los anima con sus excentricidades, con su alejamiento de lo establecido, aunque le resulta triste comprender que nada cambiará y que los niños prefieren ver la televisión que jugar con el burro que lleva al centro.


Con Roberto, los personajes de Ferreri adquieren otro tono, puede que debido a la ausencia de Rafael Azcona en el guion o, sencillamente, porque Ferreri lleve hasta el límite el subjetivo del individuo atrapado que protagoniza su obra. Sin embargo, en su visión, el personaje interpretado por Benigni resulta liberador para los niños y niñas, a pesar de ser un hombre triste que no puede aspirar a un lugar dentro de un entorno que se lo impide. Lo sabe, incluso en la relación, supuestamente liberadora, con Isabella (Dominique Laffin); lo sabe en todo momento, pero lo silencia y la sensación de derrota aumenta, sobre todo en su relación con Gianluigi, el niño ingresado en el hospital, el niño que ni come ni habla, el niño en quien se ve reflejado y a quien intenta ayudar. Ambos presentan aspectos comunes: no saben nadar, tienen pijamas idénticos y viven el mismo instante en la playa, tierno y simbólico, un momento final que devuelve a Roberto y al solitario Gianluigi al vientre materno mientras el lloro de un recién nacido anuncia que el orden, aquel dentro del cual el profesor no encuentra cabida, ha sido restablecido.