martes, 13 de octubre de 2020

Acción ejecutiva (1973)



Existía malestar, decepción, sospecha. Había desengaño y enfado. Abundaba todo eso y más en la sociedad estadounidense de la década de 1970. Cierto que estas sensaciones no eran exclusivas de los setenta ni del país norteamericano, pero sí desbordaron al unísono. Hasta entonces, había prevalecido el cuento y pocos prestaban atención a las distintas realidades y complejidades que venían prolongándose en el tiempo. 
Espectáculos y hechos históricos, como pisar la Luna por primera vez, sirvieron para retrasar el shock, pero no pudieron frenarlo. La desilusión, el cansancio social, la pérdida de la inocencia se dejaron notar, a veces en forma de protestas cívicas, otras en arrebatos de ira. Fue el malestar que el policíaco y el thriller de los años setenta intentó expresar en la pantalla, con la contundencia del policía de ficción que limpia a golpe y porrazo las calles de la ciudad o denuncia la corrupción de las instituciones que se supone incorruptas. Eran los antihéroes solitarios: los Harry y los Serpico, pero también hubo otros personajes y películas que señalaron la decepción acumulada a lo largo de los años previos. Es importante el contexto histórico para comprender que la situación no se produjo de la noche a la mañana, aunque sí se agudizó hacia finales de los sesenta, cuando definitivamente se produjo el despertar del bienestar prometido y soñado tras la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos se convirtió en la primera potencia mundial. Del sueño se pasó a la pesadilla: la de una realidad o realidades que empezaron a gestarse hacia la segunda mitad de la década de 1950. Eran realidades políticas, internas, internacionales, sociales, intereses económicos y estratégicos, conflictos silenciados durante años, pero que estaban ahí, a punto, a la espera de la gota que colmase el vaso. El thriller de los setenta intentó reflejar ese malestar que la sociedad ya no calla, la inestabilidad que agudiza la violencia en las calles, la sensación de sentirse traicionados por aquellos en quienes habían depositado su confianza. Aparece el narcotráfico en The French Connection (William Friedkin, 1972), las teorías conspirativas en Acción ejecutiva (Executive Action; David Miller, 1973), el conflicto racial En calor de la noche (In the Heat of the Night; Norman Jewison, 1967), la corrupción policial en Serpico (Sidney Lumet, 1975), la podredumbre en las calles de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) o los abusos e ilegalidades de las distintas instituciones gubernamentales en Todos los hombres del presidente (All the President Men; Alan J. Pakula, 1976). Los títulos nombrados son punteros del thriller de la década que marcó una antes y un después cinematográfico en Hollywood, pero también señaló su momento histórico, el de un país retratado en estos y otros films igual de contundentes, críticos y pesimistas.


La pérdida de confianza en las autoridades, más que en el sistema, la crispación generalizada, la ambigüedad o ausencia de claridad institucional respecto a Vietnam y Cuba, la supuesta amenaza soviética, los derechos civiles de una parte de la población, derechos hasta entonces inexistentes o pisoteados, los asesinatos de los hermanos Kennedy y de líderes negros como Malcolm X o Martin Luther King, el petróleo, el intervencionismo en diversos puntos del globo terráqueo, la administración Nixon..., depararon el fin del sueño, el malestar del despertar y las dudas sobre las versiones oficiales. De ese modo, surgieron hipótesis alternativas a la oficial y algunos thriller de los setenta hicieron eco de ellas en sus historias, secas, expeditivas, para nada complacientes, como la desarrollada por David Miller en Acción ejecutiva. Su narración no precisa personajes histriónicos, ni simpáticos, no hay lugar para héroes ni villanos, ni para supuestos discursos que chillen lo evidente. Miller toma de su presente, mirando el pasado inmediato, para decir que algo estaba sucediendo, que algo no encajaba o no funcionaba. Esa disfunción es la señalada por este tipo de cine en general, y cada película en particular muestra su inconformismo y no esconde su disgusto, ni sus dudas. Por ejemplo, Acción ejecutiva detalla sin ningún tipo de adorno una hipotética conspiración. Lo hace puntillosa, a modo de crónica, y golpea de lleno; si en el lugar correcto o incorrecto, esa sería otra cuestión. Su pegada era inusual en Hollywood y en el cine comercial, donde las más de las veces se abrazaba (y abraza) la versión oficial y el escapismo, socio y aliado de la industria del entretenimiento cinematográfico, de cualquier industria relacionada con el espectáculo.


Pero, a veces, aparecen películas como la de Miller, quien, aprovechando el guion de Dalton Trumbo, abordó temas, supuestos y realidades de un pasado reciente. Desvelando los supuestos movimientos de un grupo minoritario, sí, de esos que suelen mover los hilos entre bastidores, quizá los únicos marionetistas con el poder y los medios para llevar a cabo el asesinato de un presidente. Los intereses en la sombra mueven a los personajes de Acción ejecutiva -posiblemente la primera ficción que detalla de manera exhaustiva una posible conspiración en el asesinato de J. F. K.- y, en un sentido inverso, las sombras también ponen en marcha a otras películas contemporáneas, sin ir más lejos a los periodistas de la indispensable Todos los hombres del presidente. Más allá de la argumental, la diferencia entre ambas estriba en que la segunda es una crónica de la realidad, con héroes que vencen al villano, mientras que en la primera se desarrolla un alternativa a la realidad oficial, sin ningún personaje que pueda simpatizar con el espectador, ya que todos son ambiguos y persiguen fines que escapan a los pretendidos por los individuos que, como la mayoría de nosotros, nada saben de las sombras.

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