Como Frank Capra, Howard Hawks o Alfred Hitchcock, John Carpenter es el nombre delante del título, el nombre que indica a quien pertenece lo que se verá a continuación. Como el de aquellos, el cine de Carpenter se reconoce al instante. Posee sus características y sus peculiaridades. Siempre da rienda suelta a sus gustos y a su deambular genérico, entre el western, el fantástico y el terror.
Aparte de la mezcolanza de géneros y de las diversas influencias que puedan apreciarse en sus películas, y que Carpenter no disimula, sino que presume de ellas -en Halloween, la televisión emite El enigma de otro mundo (The Thing; Christian Nyby y Howard Hawks, 1951) y Planeta Prohibido (Forbbiden Planet; Fred Wilcox, 1956)-, prima su descaro y su honradez narrativa. El realizador de La noche de Halloween (Halloween, 1978) no se las da de divo, no necesita ser un tipo serio, ni alguien que cree que sus películas transcenderán y ayudarán a cambiar el mundo. No, él no pretende transcendencia, juega en otra liga, en la de los cineastas que van al grano y prefieren entretener que aleccionar. Pero que esto no lleve a engaño, no se trata de un autor sin contenido. Lo tiene, pero no lo prioriza sobre la acción.
En La noche de Halloween, Carpenter realiza un tenso paseo por una localidad de casas iguales y de personas que apenas difieren, que encuentran una jornada distinta, al resto del año, en la noche de difuntos, durante la cual se disfrazan, juegan al “truco o trato“ y dan rienda suelta a quienes no son, ni serán. Es una típica población estadounidense, con sus adosados idénticos, con su clase media y con matrimonios que dejan a sus hijos e hijas en manos de canguros que se dedican a hablar por teléfono o a explorar su sexualidad con chicos que no podrán salvarse ni salvarlas.
En ciertos aspectos, similar al de Hitchcock en Psicosis (Pyscho, 1960), el suspense de Carpenter en Halloween es la obra de un bromista algo macabro -el villano es un niño cabreado por no tener su canguro y la víctima de mayor entidad la interpreta Jamie Lee Curtis, hija de Janet Leigh, a su vez la famosa víctima de Norman Bates-, pero también de un rebelde que, como los arriba señalados, no pretende un cine elitista. Quiere hacer (y lo consigue) un cine popular, que no mediocre, que llegue a un amplio sector, que entretenga, aunque lo haga a base de sustos planificados al milímetro. Carpenter se adentra en el género de terror, un género que por otra parte puede asustar o sobresaltar, pero no generar miedo (que nace y crece en la mente del individuo), y lo hace mostrando el pasado, en un plano subjetivo de un niño de seis años que acecha en la oscuridad de la noche de difuntos. La cámara es Michael, vemos lo que él. Ve a su hermana y a su ligue, observa que suben las escaleras que conducen a la habitación. El niño busca y encuentra un cuchillo, lo empuña y asesta repetidos golpes en el cuerpo de la joven y, claro está, lo encierran en el psiquiátrico de donde quince años después escapa. El resto ya es historia del cine de terror juvenil: el nacimiento de un personaje incónico, cuyas posteriores apariciones en pantalla se antojan innecesarias (salvo por su valor económico), la imagen de Jaime Lee Curtis heroína de acción, el asentamiento de tópicos genéricos, la típica estampa de la medianía a la que (sin saberlo todavía) aspiran los adolescentes protagonistas o la banda sonora compuesta por el propio Carpenter...
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