viernes, 9 de octubre de 2020

Madre! (2017)



La vida mezcla caos, orden y desorden, salvo que a veces el primero engaña y asume la apariencia del segundo. En ese momento engaña porque parecen decir que nada alterará el instante que, de repente, vuelve patas arriba. Cuando sucede, hay destrucción en la creación o en la creación hay destrucción, un viceversa que confirmaría sucesos y ciclos que se repiten sin posibilidad de alteración. Por lo tanto, el caos igualaría o acercaría orden y desorden. Lo dicho solo son palabras, puede que memeces, como tantas otras dichas y por decir sobre la existencia, creación-destrucción, física, divina y humana. Pero hay quien lo expresa mediante metáforas audiovisuales y Madre! (Mother!, 2017) no deja de ser eso: una metáfora cinematográfica más entre tantas. Como tal, exige la interpretación de sus imágenes y de su atmósfera, que primero nos llegan pausadas y después se transforman en perturbadoras y alucinadas, angustiosas y desesperadas. Remiten al caos, al derrumbe de un mundo que pretende ser propio y de una sociedad que, en ciclo sin fin, se devora y lo devora, violenta y autodestructiva, por momentos sumisa o entregada a 
las deidades humanas y a los ídolos que crea, glorifica y abraza, mientras se lanza frenética al canibalismo simbólico que se dispara en la parte final del film. No hay creación sin destrucción, ni destrucción sin creación, es un proceso sin fin que se repite en las películas de Darren Aronofski desde su primer largometraje, aunque en esta ocasión el conflicto se desdobla en él (Javier Bardem) y en ella (Jennifer Lawrence). Ella es la musa de él, es la musa del caos, como anteriormente lo había sido la bailarina interpretada por Natalie Portman en El cisne negro (Black Swan, 2010) -o incluso el Noé a quien dio vida Russell Crowe-, y, por tanto, se convierte en el objeto de la eterna lucha entre el orden y el desorden. Pensemos en el caos como un instante que conecta destrucción y creación como dos polos opuestos que se necesitan y se buscan. Si tomamos esto como válido, el caos es omnipresente en nuestras vidas y Aronofsky así lo asume en sus películas, en las que sus personajes viven en ese momento que, más que enfrentar, acerca orden y desorden. Forman parte de la naturaleza de los protagonistas, también forman parte de sus obsesiones, de sus búsquedas existenciales del paraíso perdido que desean construir. Ella pretende dar forma a su nueva casa, pero ella también es la madre que lleva en sus entrañas vida y muerte; es la mujer en la que habita el principio y el fin que en la pantalla se simboliza en su hogar, un espacio al que se aspira,  pero que nunca termina de arreglarse o de cobrar la forma perfecta. Los dos miembros de la pareja podrían ser las dos caras de un dios creador y destructor, y el hogar un supuesto e imperfecto paraíso en continua contrucción-destrucción, un paraje que busca ser idílico pero donde el desorden llama a la puerta en forma de un hombre (Ed Harris) y una mujer (Michelle Pfeiffer), y poco después los dos hijos de estos, trasunto de Caín (Domhall Gleeson) y Abel (Brian Gleeson). Con su presencia, el ambiente se enrarece, apunta alucinado, y el desvarío se confirma cuando la idea paradisíaca se sustituye por la imagen del campo de batalla donde se produce una primera invasión de personajes tras la muerte del hijo de esa especie de Adán y Eva y, transcurridos los minutos, la de una multitud desquiciada que desean poseer, en este caso, acariciar y tocar la divinidad del escritor-creador, seducido por la fama y por la atención que sus admiradores le brindan, una atención tan destructiva como la gloria que asume, y en la que no tiene cabida la mujer con quien inicialmente comparte un mundo que inevitablemente se encuentra condenado a reducirse a cenizas y renacer...

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