lunes, 30 de noviembre de 2020

El barrio contra mí (1958)


Después de que Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994) le inspirase sus pasos de baile, Elvis Presley se convirtió en estrella de Rock. En realidad, se convirtió en el Rey del Rock tras alcanzar el número uno de las listas con su primer álbum. Elvis no desaprovechó el momento y asentó su reinado gracias a las emisoras de radio estadounidenses y a la televisión que emitían sus canciones. Su ritmo, su música y sus movimientos causaban furor. El Rey apuntaba a fenómeno musical nunca visto, quizá el más vendible hasta entonces, puede que incluso el más revolucionario —si tenemos en cuenta como sus canciones sonaban a todo volumen en los tocadiscos de adolescentes y jóvenes que, con mucho ritmo y un amago de rebeldía, martirizaban los oídos de sus padres, miembros de una generación que distaba de la juventud de posguerra un trecho y tres cuartas partes de otro. Lo dicho, Elvis fue un fenómeno arrollador y un icono tan rentable que Hal B. Wallis no quiso quedarse sin su parte del negocio y le ofreció un contrato por siete años. El cantante vio con buenos ojos la promoción mundial y los dólares que le ofrecía el famoso productor de Casablanca (Michael Curtiz, 1942), así que firmado el contrato, Wallis lo cedió para que protagonizase Love Me Tender (Richard B. Webb, 1956). La mayoría de los films que protagonizó desde aquel primer momento carecen de interés o solo tienen el interés de ser películas con o de Elvis Presley. No obstante, El barrio contra mí (King Creole, 1958) es mucho más que la imagen y las canciones de la estrella, puesto que Michael Curtiz, que volvía a trabajar con Wallis, encontró la forma de equilibrar melodrama, violencia, rebeldía juvenil, choque generacional y dosis del Elvis ídolo musical, introduciendo al músico y a las canciones dentro de la historia y en el entorno, y no al revés.

Junto Estrella de fuego (Flaming Star, Don Siegel, 1960), El barrio contra mí es la mejor interpretación del cantante, que da vida a un adolescente conflictivo, aunque más que conflictivo se trata de alguien que no quiere ser pisoteado por la sociedad o el entorno donde su padre (Dean Jagger) sufre humillaciones y derrota. Danny Fisher, su personaje, está emparentado con otros adolescentes de celuloide que muestran su rechazo o su malestar mediante indisciplina, bandas y violencia callejera. Curtiz sigue la estela de Nicholas Ray en Rebelde sin causa (Rebel without Case, 1955) y de Richard Brooks en Semilla de maldad (The Blackboard Jungle, 1955), en la que Rock y juventud se juntaban para mostrar malestar y la incomunicación entre generaciones separadas por una guerra mundial. Pero también el peligro que eso supone o que se le atribuye en la pantalla, puesto que esa imposibilidad agudiza la violencia con la que se enfrentan al día a día, aunque en el caso de Danny esa violencia le busca a él cuando salva a Ronnie (Caroline Jones) de una más que probable agresión por parte de uno de sus acompañantes masculinos. Este encuentro determina la relación más interesante y más intensa del film, la que se produce entre el joven y la chica, atrapada en una situación de la que no puede escapar. Ronnie es una mujer sin posibilidad de escape, no se pertenece a sí misma, pertenece al gánster interpretado por Walter Matthau, que también es el dueño del local donde Danny trabaja como chico de la limpieza.

Inevitablemente habrá colisión y víctimas, pero, aparte, El barrio contra mí plantea otras cuestiones y relaciones, quizá menos interesantes, aunque necesarias para dotar de mayor complejidad y conflicto al protagonista: la que mantiene con Nellie (Dolores Hart), la enamoradiza empleada de la tienda que Danny ayuda a robar, o la paternal-filial con su padre, derrotado, honesto e ingenuo, y empeñado en que su hijo tenga un futuro lejos de las calles y de los locales nocturnos como el King Creole donde Danny empieza a ser una estrella de rock.

domingo, 29 de noviembre de 2020

Alice (1990)



Las ideas que pueblan el cine de Woody Allen son sencillas y cercanas. No son complejas o él no las hace complejas, puesto que su cine no es el de ningún existencialista heredero de Kirkegaard o Sartre. Su pensamiento es el de un neoyorquino de clase media, de educación media y de cultura media, que creció entre programas de radio, anuncios publicitarios y el cine estadounidense (clásico): musicales, cine negro o comedias como las de los hermanos Marx. Posteriormente descubriría la televisión y a cineastas como Fellini o Bergman, que influyeron en diferentes etapas creativas de su carrera artística. Y de la mezcla de numerosas influencias nació la originalidad propia de ese tipo cercano que, en ocasiones, asoma en la pantalla neurótico e ingenioso; no obstante, en Alice (1990) ese rol lo hereda el personaje interpretado por Mia Farrow, quien aparte de la herencia alleniana también asume una imagen romántica y soñadora atrapada en una monotonía que corta las alas de su fantasía, aunque esta, herida de gravedad por una cotidianidad que la relega al cuarto oscuro, logra echar a volar.


El pensamiento de
Allen es común al de muchos mortales, al menos sus preocupaciones vitales, de ahí que conecte con un amplio sector del público medio, viva en Manhattan, París, Roma, Barcelona o a la vuelta de cualquier esquina urbana. Los temas que plantea en sus películas se repiten, porque son cuestiones que no tienen fin, o uno que contente a todos. Asoman en forma de dudas, de azares, de la ausencia de certezas, salvo la de la muerte, y de cuestiones que no encuentran explicación en el psicoanálisis —o en las frases que puedan encontrarse en el interior de unas galletas chinas—. Alice, como otras de sus películas, también presenta deseos e insatisfacciones, previstos e imprevistos. Uno de sus temas favoritos, por decirlo de alguna modo, son las relaciones de pareja o matrimoniales que mantienen personajes como Alice, al tiempo reales e irreales, quizá en el límite entre existir y desistir. Ella es la protagonista absoluta de la película, aunque no lo es de su vida, de esposa, madre y ama de casa. En su día a día, silencia su aburrimiento, su insatisfacción, su necesidad de vivir, de arriesgarse y sentirse realizada. Hasta su despertar a la fantasía, con la que pretende evadirse, vive, más que engañada, engañándose: es fiel a su marido, pero infiel a sus emociones y a sus sentimientos; más adelante será infiel al matrimonio y fiel a sí misma. Cansada de su vida aburrida, de su matrimonio aburrido, de ser la mujer florero de un hombre de éxito que la valora del mismo modo que a su traje favorito u otro objeto al que se haya acostumbrado. Apenas le queda si no soñar con escapar, mas se empeña en acallar esa parte de sí que desea rebelarse y que se rebela a raíz de su visita a la consulta del doctor Jong. Su vía de escape es la tentación de la infidelidad y el querer hacer algo distinto: estudiar o escribir, por ejemplo; sentir que vale para algo más que para ser la esposa de y la madre de o el pilar femenino de una familia de clase acomodada. <<Emociones no tienen lógica, donde no hay pensamiento racional, puede haber mucho romance, pero también mucho sufrimiento>>, le dice el doctor Jong a Alice, que lo visita en busca de respuestas y soluciones a esa vida apática en la que se presenta la tentación, un fantasma que posiblemente halla sido enviado por su subconsciente y la fantasía como puertas a un mundo nuevo donde encontrarse

sábado, 28 de noviembre de 2020

El príncipe de los zorros (1949)

Veinticuatro años después de filmar Romola (1924), Henry King volvió a rodar en Italia, lo hizo con una historia ambientada en el Renacimiento, y con el protagonismo de Tyrone Power —actor a quien dirigió en once películas— y con el antagonismo de Orson Welles, que dio vida a César Borgia, uno de los políticos más destacados de su momento. Maquiavelo, que estuvo a su servicio, lo escogió como uno de los modelos de El príncipe, donde escribe que <<reunidas, pues, todas las acciones del duque, nada encuentro en ellas digno de represión. Al contrario, creo poder proponerlo, como he hecho, como modelo a cuantos por fortuna o con la ayuda de fuerzas extranjeras llegan al poder>>. Pero si Borgia encaja en el modelo del político que el florentino propone como ejemplo de alcanzar el poder mediante armas y fortunas ajenas —<<ni encontrará ejemplos más vivos que los hechos del duque quien quiera, en su nuevo principado, prevenirse contra enemigos, ganarse amigos, vencer por la fuerza o por el engaño, hacerse amar y temer por los pueblos, ser seguido y reverenciado por los soldados, eliminar a quienes pueden o quieren oponerse a ti, renovar las antiguas leyes, ser severo y bondadoso, magnánimo y liberal, acabar con un ejército desleal y crearse uno nuevo...>>—, el arribista que interpreta Tyrone Power no le anda a la zaga, puesto que, para alcanzar fortuna y su ascenso político-social, asume como principio motor <<el fin justifica los medios>> 

Los escenarios reales, siempre que fue posible, procuran mayor profundidad de campo y realismo a la aventura renacentista de Henry King, aunque, siendo exactos, no estamos ante un film de aventuras, al menos en el sentido épico del género. El príncipe de los zorros (Prince of Foxes, 1949) intenta o abre varios frentes que transitar —romance, melodrama, cine histórico, etc.— y se posiciona a medio camino, en la encrucijada donde también se dan cita el clasicismo y la modernidad. King se decanta por una narrativa clásica, intenta dotar de subjetividad a los personajes y aprovecha los espacios reales, que convierte en parte imprescindible de la historia. Desaparece el cartón-piedra, ya no se trata de construir un decorado que evoque o sueñe ser Venecia, por ejemplo. La Venecia donde Andrea Orsini (Tyrone Power) conoce a Camila Varano (Wanda Hendrix) nada tiene que ver con los canales construidos en estudio para rodajes como los de Sombrero de copa (Top Hat, Mark Sandrich, 1934) o Las aventuras de Marco Polo (The Adventures of Marco Polo, Archie Mayo, 1938). No, en el film de Henry King los espacios son reales y realistas, y esto resulta positivo para la credibilidad de los distintos momentos y enfrentamientos que se producen en la pantalla, sobre todo, el de dos hombres que inicialmente coinciden en pensamiento y comportamiento, o así nos lo quiere hacer creer el realizador. No obstante, no tardamos en comprobar que uno es un político total y el otro no. Cesar Borgia (Orson Welles) es un hombre hecho por y para la política, entregado a ella en cuerpo y alma, entregado a la consecución del poder y de unificar los estados italianos bajo su dominio; de ahí que, como político profesional, no se rija por la ética y los valores comunes a quienes son ajenos al oficio de la política. Por contra, Orsini es un romántico que acalla su romanticismo, y no está por encima de la ética, aunque sea un zorro que se gana la vida mintiendo y engañando (también engañándose) para escalar desde lo más bajo a lo más alto de la sociedad renacentista. El fin de Orsini es su ascenso social y económico; pretende alcanzar la buena vida y, para conseguirlo, decide rebelarse contra el orden establecido —que no le permite como campesino abandonar la base piramidal. Posiblemente, sus pinturas fueron el primer medio empleado para sus fines, pero la falta de éxito le llevarían a asumir otros caminos para llegar a vivir bien mientras viva. De modo que opta por emular a Odiseo y valerse de cualquier ventaja y treta, sin importar el número de víctimas que vaya dejando por el camino. Sin embargo, su amoralidad es una fachada, puesto que, al contrario que Borgia, el poder no es su principio y fin, Orsini posee valores que ha estado acallando o que despiertan tras su encuentro con el conde Varano (Felix Aylmer) y su joven esposa Camila. Al inicio, César y Andrea pueden parecerse e igualarse en su amoralidad, aunque solo es una apariencia momentánea, puesto que el primero es lo que aparenta ser y el segundo aparenta ser lo que no es. Desde el encuentro del protagonista con su madre o su contacto con Camila tanto su pensamiento como su comportamiento se transforma, aunque más que una transformación se trata de una liberación de su verdadero yo, un yo que, por naturaleza, resulta opuesto al político maquiavélico representado por Borgia.

Pero, más que una aventura, un melodrama o una recreación renacentista, El príncipe de los zorros es una historia de amores que enlazan a los personajes, los pone a prueba y los enfrenta. Son el amor materno-filial de Orsini y su madre (Katina Paxinou), el paterno-filial en el matrimonio Varano, el platónico entre Camila y Andrea (posteriormente será un amor sensible y carnal), la amistad entre Orsini y Belli (Everest Sloane), y la pasión de Borgia por el poder, que le corresponde porque —como hombre de Estado y Estado hecho hombre— él se entrega a su conquista.

viernes, 27 de noviembre de 2020

A veces, insiste, pero...


A veces, insiste, pero sencillamente no me llega la luz, solo veo oscuridad que iluminar. Así de claro, así de sencillo; e igual de fácil me resulta comprender que si quiero claridad, necesito encontrar un hueco por donde uno de los dos se cuele y gatee al encuentro del otro. Quizá ella no pueda llegar o yo no sepa moverme, o puede que en algún momento nos encontremos y ella me desvele parte del entorno que ilumina, pero, a oscuras, no hago más que darme golpes. No es masoquismo, ni necedad, ni falta de infrarrojos, ni desgana. Es más simple. No puedo ver en la noche, mis ojos carecen de visión nocturna y aunque encuentre el acceso a la realidad iluminada, sospecho que será limitada y no evitará que siga dándome golpes.

A veces, insiste, pero donde hay luz también me engañan los reflejos, las chispas que saltan y los destellos cegadores que me obligan a cerrar los ojos. La claridad trae consigo sombras antes inexistentes, por imposibles de distinguir en la negrura donde he vivido de espaldas o de cara a la pared. Entonces, me pregunta ¿qué, cuánto y hasta dónde puedo ver? Su interrogante no es tontería ni un acertijo que deba resolver en un futuro que, por su naturaleza y por la mía, está condenado a desmentirse y aceptar que su certeza es su imposible, salvo en un tiempo ya pasado de un pasado anterior.

A veces, insiste, pero apenas salgo del cuarto oscuro, quizá lo haga de cuando en cuando, aunque no importa cuántas veces. No se trata de miedo, pues cualquiera se acostumbra a temer a la oscuridad. Es la negativa a salir del lugar donde babeo y donde, poco a poco y para nada platónico, un haz luminoso se cuela sin invitación y me da en la espalda. Después lo hace en un perfil y así, lentamente, hasta que lo siento en la nariz. Me despierto sin sobresalto, froto los ojos y bostezo. A lo lejos apenas distingo ideas que caminan sin rumbo, carentes de sentido u orientación. Tardo en comprender que vienen a mi encuentro, que son para mí, aunque podrían ser para cualquiera. En ese instante lo ignoro todo, salvo que ahora ignoro lo que sé. Es una ventaja que no niego, y es un inconveniente que afirmo en su negación, puesto que no hay otro mejor que me empuje y me anime a responder cuáles son los motivos, a qué y a quién obedecen o por qué no abandono el dulce goteo que humedece mi almohada.

A veces, insiste, pero sin alcanzar el brillo absoluto, tan cegador como la oscuridad más totalitaria. Ambas son opuestas y en su forma extrema dejan de ser dos para ser la misma ausencia. A ninguna podría adaptarme, ni querría, ni lo soportaría, pues tal sería la intensidad de ambas que, en sus garras, fuese noche o día, solo me restaría enloquecer...

—Hola, soy tu realidad de las seis y doce. Disculpa el retraso. —La voz sonriente nos sorprende a Alx escribiendo en una servilleta y a mí leyendo sus “a veces“—. Bueno, espero no equivocarme de persona. ¿Eres tú?

—Depende. Según quién y cómo se pregunte también puedo ser ella e incluso yo.

—¡Bravo, una bromista! O quizá seas una investigadora que se las da de chistosa, o ninguna de las dos


—No conozco a ninguna, pero si quieres siéntate —ofrece sin apenas fijarse en que la mujer posa sus manos sobre la mesa—. ¿Quieres uno? —señala el vaso de whisky.

—No, gracias. No bebo después de las siete de la tarde. Prefiero las fiestas matutinas.

Alx sonríe, lo noto en la ligera elevación del encuadre.

—¿Qué te hace tanta gracia? ¿Qué no quiera beber ahora o que haya llegado tarde?

—No, no... Creo que has pensado que esto es whisky. Es té. Lo tomo en uno de estos —muestra el vaso de cristal— por una broma que repetí tantas veces que me he acostumbrado. A veces pienso que todo lo es. Me refiero a costumbre y broma.


Para saber qué le contó a Alx durante la entrevista que mantuvieron en la cafetería y en la mesa de siempre, léase el informe correspondiente en Fragmentos de M y el anexo que sigue:

Cuando los agentes de la policía se presentaron, M dio sus datos y contó lo poco que sabía. Dijo que le habían asaltado. Hasta ahí todo iba bien, pero sintió vergüenza cuando informó que lo único que echaba en falta era su libreta de fragmentos. Los policías intercambiaron miradas y la observaron. Ella supuso que quizá incrédulos o burlones, para el caso era lo mismo, pensó. Aquella situación la incomodó y, después de varios minutos recorriendo y revolviendo las habitaciones y los aseos, uno de los agentes, el que se había presentado como 4.5, le pidió que firmase la denuncia, no sin antes decirle que la mantendrían informada.

Pasadas dos semanas, M no había tenido noticia alguna, ni otro percance similar. Aún así, se notaba intranquila y decidió cambiar las cerraduras de la casa de su madre y de la suya. Pero tal era su inseguridad, que no estaba segura e ideó un sistema de seguridad casero para su hogar. Recordó una serie televisiva, trazó un esbozo de lo que pretendía y empleó los recursos de los que pudo echar mano. El sistema era sencillo, quizá no demasiado práctico y, sin duda, nada original. Consistía en dejar un chicle sobre la alfombra y un hilo en el pomo de la puerta, lo demás era cuestión de esperar.

Con frecuencia descendente, todavía recordaba el hecho y lo extraño del mismo. Pero la sensación que la golpeaba con mayor intensidad era la curiosidad. Quería conocer el por qué, el para qué y el qué tenían de importante, para alguien que no fuese ella, aquellas hojas anilladas y repletas de fragmentos. No sabía qué responder y quería responderse, de modo que enumeró posibilidades y fue entonces cuando, buscando noticias del agente 4.5, descubrió que este no trabajaba en el gremio y que aquí, donde yo estoy ahora, no habíamos tenido la menor noticia del robo de la libreta ni de la agresión.

—Bueno, así, de pronto, no sabría qué decirte —duda Alx—. Ya, ya sé, no te digo algo que ignores, pero tu historia tiene lagunas. Cierto —dice, leyendo la mirada de su oyente—. Te golpearon a traición y no pudiste ver nada. ¿Pero por qué no esperó a que te hubieras ido? ¿Y por qué tenía interés en esa libreta, si es que en realidad tenía interés en ella?

—Si no tenía interés, ¿por qué se la llevó?

Alx encoge los hombros para señalar su ignorancia. No tiene respuesta, desvía su mirada hacia el servilletero, toma una servilleta más y escribe <<a veces, insiste, pero...>>


Inspector ~. Informe extraído de la grabación 567 y del Anexo 45.34


P. D: En nuestro primer encuentro, le recomendé buscar ayuda profesional en el sector privado.

jueves, 26 de noviembre de 2020

John Cassavetes. Emociones a contracorriente



En su faceta de cineasta, John Cassavetes comprendió, o se vio forzado a comprender, que dentro de la industria cinematográfica de Hollywood no encontraría la libertad necesaria para hacer el tipo de cine que pretendía realizar. Fue un descubrimiento que implicó decepción, mas no derrota. Cassavetes había debutado en la dirección con Sombras (Shadows, 1958), un film independiente que llamó la atención por su aparente espontaneidad, aunque nada de lo expuesto en la pantalla obedecía a la improvisación, sino a ideas concebidas antes de su puesta en escena. Sombras llamó la atención por su atipicidad, por su contacto con seres reales en espacios reales, pero sus dos siguientes trabajos —Too Late Blues (1961) y Ángeles sin paraíso (A Child Is Waiting, 1962)—, realizados dentro del sistema, fueron experiencias que le convencieron para desmarcarse de los estudios y de los productores. Su decisión no fue un gesto gratuito, ni de desprecio, obedecía a su necesidad creativa, al artista que busca realizar su trabajo sin interferencias que trastoquen aquello que deseaba expresar. <<Se puede afirmar que una de las esencias del trabajo de Cassavetes consiste en crear la impresión artística de que empuja a los personajes y a los espectadores hacia un mundo en presente en el que aparentemente cualquier cosa puede ocurrirle a cualquiera y en cualquier momento. Cada uno de sus films, en su particular manera, ofrecen la visión de la libertad y posibilidad del ser humano, lo cual, según él, puede lograrse únicamente rompiendo con los sistemas, modelos y categorías de comportamiento y conocimientos prefabricados>>.1 Así, con escasos recursos y junto a su grupo de amigos, con quienes formó una especie de familia, pudo hacer su cine, uno a contracorriente, que se desmarca de modas para centrarse en la cotidianidad de personas en conflicto, que nada tenía que ver con el enfrentamiento hollywoodiense entre el bien y el mal.


El cine de Cassavetes naturaliza las emociones y los sentimientos de personajes a los que dan vida actores y actrices a quienes el realizador concede toda su confianza. De esta manera, se transforma en un cine humano, de individuos creíbles, sin héroes ni heroínas, de hombres y mujeres bajo la influencia de sus propias existencias. Lejos de la intervención de Hollywood, las películas de Cassavetes retratan personas en un momento durante el cual se accede a su intimidad. De ahí que pueda decirse que sus películas son instantes humanos que profundizan en las relaciones, en las sensaciones de sus protagonistas, en sus contradicciones e imperfecciones. La mirada de Cassavetes cineasta es honesta, su estilo directo, entre austero y casi documental, sin cabida para artificios ni giros argumentales que apunten trampa. A pesar de sus dos títulos dentro de la industria hollywoodiense, nunca perdió de vista sus intenciones, ni sus intereses creativos, tampoco su independencia artística, quizá, por ello, sus films fuesen mejor valorados en Europa que en su propio país, donde más allá de Hollywood parece que el cine no existe.


Como cineasta, asumió riesgos y su compromiso con el cine como medio para transmitir sentimientos, contradicciones, humanidad. Como actor aceptó participar en proyectos ajenos porque eran necesarios para poder mantener la independencia artística de sus películas. En su faceta actoral, se dejó ver por primera vez en la pantalla en 14 horas (14 Hours; Henry Hathaway, 1951). Fue una intervención mínima, tanto, que no aparece acreditado. Pero, a medida que transcurría la década, sus personajes ganaron importancia —en series televisivas y en la gran pantalla— y en 1956, dirigido por Don Siegel, protagonizó Crimen en las calles (Crime in the Streets). En esta producción es un joven delincuente, incomprendido y rebelde, marcado por el espacio donde radicaliza su condición marginal. Esa misma imagen rebelde —que igual no distaba de la real— y violenta la repetiría en posteriores producciones, por ejemplo, el western Más rápido que el viento (Robert Parrish, 1958); aunque sus interpretaciones más recordadas son las de Doce del patíbulo (The Dirty Dozen; Robert Aldrich, 1967) y La semilla del diablo (Rosemary Baby; Roman Polansky, 1967).


Pero la huella de Cassavetes en el cine no reside en los personajes que interpretó para otros, sino en aquellos que creó detrás de la pantalla: los hombres y mujeres que dan cuerpo y rostro a su visión humana y cinematográfica en películas como Faces (1968), Maridos (Husbands, 1970), Una mujer bajo la influencia (A Woman under the Influence, 1974), El asesinato de un corredor de apuestas chino (The Killing of a Chinese Bookie, 1976) o Noche de estreno (Opening Night, 1977). En ellas quedan reflejadas sus intenciones creativas, aquellas que en un primer momento, tras ser rechazado su ingreso en el Actor's Studio, lleva a Cassavetes a crear su propio estudio interpretativo, al lado de Burt Cane. Allí fue donde empezó a dar forma a Sombras (Shadows, 1958), su primera película como director y un punto y aparte en el cine independiente estadounidense. Fue su primera aventura tras las cámaras, en la que parte de la financiación se consiguió mediante donaciones particulares y tuvo como productor asociado a Seymour Cassel, uno de los nombres propios y de los rostros habituales de sus películas. Cassel, Peter Falk, Ben Gazzara, Val Avery y, más que nadie, Gena Rowlands se dejaron ver a lo largo de la filmografía de Cassavetes. <<Trabajo con amigos, con la gente que quiero, y nos entendemos porque tenemos los mismos fines. Lo que buscamos es expresar sentimientos, emociones>>.1 Rodearse de amigos y expresar el lado humano de los personajes eran prioridades en su cine, un cine en el que Rowlands, con quien se casó en 1954, jugó un papel vital al dar vida a mujeres reales, que podrían encontrarse en cualquier lugar de la geografía estadounidense e incluso podrían ser ella misma. La actriz trabajó en siete de los doce largometrajes dirigidos por su marido; siendo la primera colaboración Ángeles sin paraíso (A Child Is Waiting, 1963) y la última Corrientes de amor (Love Streams, 1984), entre medias Así habla el amor (Minnie and Moskowitz, 1971), Una mujer bajo la influencia (A Woman under the Influence, 1974) o Gloria (1980). Cassavetes fue un cineasta diferente, a contracorriente de su época, un director que implicó un cambio en el cine independiente estadounidense, lo dignificó y lo sacó a la luz. Tomando prestado el ambiguo término cahierista, fue un autor, un creador personal a quien se reconoce en cada una de sus películas, un cineasta cuyo cine encuentra su sentido en las relaciones que establecen los actores y las actrices en cada una de sus películas, consciente de que para él, <<lo importante es convencer al público y a ti mismo de que lo que hay en la pantalla sucede de verdad>>.2 Aunque aceptaba papeles dentro de la industria, lo hacía para conseguir dinero con el que financiar sus proyectos cinematográficos, que dieron como resultado películas que influyeron en las siguientes generaciones de cineastas estadounidenses.

1.Carney, Ray: El cine artístico y narrativo americano (1949-1979). Publicado en Historia General del Cine. Vol XI: Nuevos cines (años 60). Cátedra, Madrid, 1995. 
2,3. Extraído de la entrevista realizada por Michel Ciment en octubre de 1975. Publicada en Ciment, Michel: Pequeño planeta cinematográfico. Ediciones Akal, Madrid, 2007

miércoles, 25 de noviembre de 2020

Sigamos la flota (1936)

Supongo que apenas importa, marina, ejército de tierra o aviación, pues lo significativo de Sigamos la flota (Follow the Fleet, 1936), si tiene algún significado, reside en que la realidad no importa o, mejor, que no tiene cabida en el espectáculo. Y eso nos lleva a la fantasía, a la irrealidad de un musical que, siguiendo la fórmula de La alegre divorciada (The Gay Divorce, 1934) y Sombrero de copa (Tap Hat, 1935), da rienda suelta a las imágenes donde vemos a Fred Astaire y Ginger Rogers haciendo aquello que les dio fama. Y “aquello“ es su capacidad para fugarse de los espacios reales y de los personajes transcendentes, con ritmo, música y gracia. Da igual la rama militar a la que pertenece su personaje o que, como actor, Astaire carezca de registros dramáticos o sean limitados. Tampoco importa que Rogers, ante todo, sea actriz, y no una bailarina, aunque se deja guiar (muy bien, por cierto) por su pareja de baile. La trama es lo de menos, además de ser típica y tópica, es tan imposible como falsos sus dos enredos románticos. Es hortera y todo lo que se quiera, pero el asunto, es que no hay asunto que reprochar. Lo que de verdad importa y engrandece a Sigamos la flota es su apuesta por lo insustancial y no sentir vergüenza por ello. Es lo que es, y esto que parece y no deja de ser una obviedad, resulta una decisión acertada por parte de los responsables del film, que saben cuáles son sus cartas, no las ocultan y las juegan. Así, el musical vive de su apariencia, lo que vemos y escuchamos en la pantalla es principio y fin, tras eso no hay nada, porque, como le dice Sherry (Ginger Rogers) a su hermana Connie (Harriet Nelson), <<hoy en día prima la superficialidad>>, para, segundos después, concluir con <<y recuerda la apariencia lo es todo>>. Y eso es el film de Mark Sandrich, superficialidad y apariencia, lujo y ensueño. Pero hay algo más, y ese algo más determina el curso del film y que la travesía sea agradable y llegue a buen puerto. Y ese plus es múltiple: el baile final de la pareja protagonista, Connie, único personaje que parece sentir y soñar, la música de Irving Berlin y la elegancia de Sandrich, un cineasta que ridiculiza el ridículo y logra que el conjunto, por muy increíble que resulte, funcione a pesar de altibajos en el ritmo y el compás.

martes, 24 de noviembre de 2020

Las aventuras de Marco Polo (1938)

 

Si la ficción cinematográfica concediese demasiada importancia a la realidad, dejaría de ser ficción y sería otra tipo de cine. En la ficción prevalece la invención o la adulteración de hechos cotidianos o históricos, y lo mismo valdría para los personajes. Por otro lado, da igual que el espacio exista, se invente o se recree, incluso que no nos movamos de los decorados de un estudio. Y es indiferente porque la magia de cine se encarga de trasladarnos a lugares como la Venecia de decorado de Las aventuras de Marco Polo (The Adventures of Marco Polo, 1938) o a la China de cartón piedra y madera a donde llega el comerciante veneciano. Nos da igual porque las imágenes nos engañan y nosotros aceptamos viajar desde nuestro asiento y acompañar a un Marco Polo ajeno al real. El que vemos es un supuesto aventurero y un héroe que, en apariencia, responde a las características de Gary Cooper, de hecho es más Cooper que Polo. Siempre es a la estrella a quien vemos, pero, en esta ocasión, la vemos sin brillo, perdido en un papel y en una película que no sabe a qué juega y que carece de cualquier rasgo de personalidad. Cierto que está el protagonista de Marruecos (MoroccoJosef von Sternberg, 1930), pero aquel sueño marroquí rebosaba clase, carnalidad, peligro y fuego pasional. Mientras que en esta ficción, que se aleja a años luz de la realidad (fuera la que fuera), no hay sensaciones y las emociones brillan por su ausencia. Ni realidad ni ficción encuentran su equilibrio, ya que en Las aventuras de Marco Polo todos sus responsables están perdidos y nada de lo que observamos en la pantalla cumple con la aventura, ni con el exotismo ni con expectativas apenas exigentes.

 Los papeles de héroe están hechos a la medida de Cooper, no lo dudo, pero este le sienta flojo y no le permite lucir en plenitud su carisma cinematográfico, ya que el viajero resulta tan acartonado y anodino como la trama, el romance o el villano interpretado por Basil Rathbone. Si Marco Polo falla en la medida de Cooper, o este no puede con el personaje, la película tampoco es de las destacadas de Samuel Goldwyn, su productor, que no escatimó en gastos y puso su arsenal de medios al servicio de Archie L. Mayo —primero los había puesto en manos de John Cromwell, que abandonó el film a los cinco días de iniciar el rodaje—, pero el resultado fue un desastre comercial y una mala caricatura. La película contradice a su propio título, pues carece de aventura y le falta ilusión, fantasía y nervio. Más que nada hay aburrimiento y por funcionar ni funciona el montaje en paralelo del asalto al castillo del Khan (George Barbier) y el enlace no consumado de Ahmed (Basil Rathbone) y la princesa (Sigrid Gurie). No existe pulsión, ni comunica emoción. Mayo, cineasta que, como la mayoría de la época de esplendor de los estudios, conocía su oficio y sabía lo que se esperaba de él dentro de la jerarquía establecida (por detrás del productor y de la estrella), no logro la efectividad y los buenos resultados que sí obtuvo en otros de sus films, por ejemplo El bosque petrificado (The Petrified Forest, 1936).

lunes, 23 de noviembre de 2020

Cuerpos celestes. Discusión en la galaxia

 


Después de la última supernova, los ánimos estaban bastante caldeados en esta parte de la galaxia. Me cuesta creer que la discusión, que llevaba más de mil años centrada sobre el mismo punto, fuese consecuencia de tres satélites que llamaron insensible a un pequeño planeta de las inmediaciones de la mediana naranja a cuatro años luz cuesta abajo; aunque aquí, con tanto giro, espiral y espacio vacío, nadie sabe dónde cae arriba y dónde sube abajo. Lo amenazaron de gravedad, con no dejar de girar a su alrededor, por tener mayor radio y distinta opinión. Más o menos ese fue el comienzo de toda esta farsa. Pero seamos serios, por favor. Si solo dijo <<que hay astros luminosos que comparten su luz mientras otros la exhiben. Su luminosidad es una pose. Exhibicionismo y poco más. Son fantasmas en el espacio y en el tiempo>>. ¿Qué hubo de malo? No lo comprendo, si es un hecho probado que las estrellas, salvo las fugaces, que su impaciencia las consume, no entran en colapso por que un planeta sin agua —ausencia que explicaría su falta de riego— diga que muchas se han apagado y ya solo les queda llamar la atención recordando su esplendor.

No sin parte de razón, la asociación de asteroides ha expresado que todas ellas, desde las supergigantes hasta las subenanas, se consumen en vidas ardientes. Si mal no recuerdo, permítanme que lo compruebe... Sí, aquí las tengo. Hay varias declaraciones de enanas amarillas que lo confirman. En una, ídem dice, cito: <<Incluso las más cercanas, sufrimos ardores y ardemos en vidas solitarias, y por falta de compañía suspiramos destellos que acaban en la distancia>>. Los datos de los expertos corroboran que viven bastante alejadas entre sí y que al final se apagan, cierto, pero eso lleva su tiempo. Los estudiosos también desvelan que las estrellas consiguen luz propia, esplendor, calidez abrasiva y... Y en su momento de intensidad lumínica no experimentan la certeza de que hoy son y mañana dejarán de serlo, quizá porque su mañana se presente entre tres mil y diez mil millones de años después.

Nadie niega que sufran lo suyo, ¿cuál de nosotros no sufriría consumiendo, milenio tras milenio, hidrógeno y helio? ¿O acumulando gases en el interior y cambiando de color cada miles de millones de años? También a las medianas les ocurre, pero, y entrecomillo el “pero”, pido que no se las tenga en cuenta, puesto que algunas mantienen idilios con los cuerpos sin luz propia que se ponen a tiro. Aunque no es cuestión de airear, aquí y ahora, una realidad ni helada ni bochornosa, bien sabemos que la relación es posible y plausible, enérgica, natural y física, si ambos guardan la distancia adecuada para que ni se enfríe ni se hornee en extremo; en ese punto, ni unas vacaciones tras aquella nebulosa evitaría el fin de la agradable atmósfera que ha envuelto el idílico romance. Dicho esto, solo me queda concluir, pero no sin antes decir que no seamos cuerpos celestes hipócritas, que ninguno desconoce esto, eso y aquello, salvo aquel cometa que habló por hablar y se fue sin apenas dejar constancia de su paso —como corroboran las imágenes captadas por la cámara de vigilancia del punto cuatro del cuadrante 23. Cierto que por un tiempo, la cizaña sembrada por el cometa trajo cola y que la amenaza de aquel agujero negro oscureció un poco el ambiente. Hubo alguna queja, algo de polvo estelar y varios giros discordantes, como el de la enana amarilla que, en una explosión de ira, enrojeció y aumentó el volumen de su núcleo antes de iluminar un cegador <<¡Yo soy Solete y protesto, y vuelvo a protestar, y lo haré de nuevo y muchas veces más!>> Y continuó protestando hasta que su fuego juvenil dio paso a un ardor más pausado.

<<Era una estrella que había dejado tras de sí las ardientes extravagancias de su juventud, había recorrido los violetas y azules y verdes del espectro en unos cuantos fugaces miles de millones de años, y se había instalado ahora en una pacífica madurez de inimaginable duración. Todo cuanto había sucedido antes no era ni una milésima de lo que estaba por venir; la historia de esta estrella apenas había comenzado.>>1



Inspector ~ Escena de Cuerpos celestes. Discusión en la galaxia. Episodio MMDCCCLVI, primera parte.


P. D: Dos mil episodios atrás parecía que el asunto de la galaxia estaba resuelto, que ya no daba más de sí, pero entonces contrataron a C y revolucionó la serie, que continuó dando bastante menos. Y eso gustó tanto que le ha sobrevivido y nada parece indicar que su final sea cercano.

1. Arthur C. Clarke. 2001. Una odisea espacial.

domingo, 22 de noviembre de 2020

De Mayerling a Sarajevo (1940)

 

El imperio alemán vio nacer a Max Ophüls, pero el cineasta encontró mayor atractivo en la irrealidad espectral de la imperial Austria-Hungría  que en la Alemania de marcialidad prusiana. Ni armas ni desfiles militares interesan en su cine, que se decanta por la elegancia y la armonía de melodramas como De Mayerling a Sarajevo (De Mayerling à Sarajevo, 1939) o Carta de una desconocida (Letter from a Unknown Woman, 1946). La fantasía ophulsiana del imperio de Austria-Hungría nace en la ensoñación de un director que armoniza imágenes y movimiento en sueños cinematográficos que brillan y se apagan, condenados a desparecer debido a su propia naturaleza onírica —y a la imposibilidad de que el sueño sobreviva en su enfrentamiento a la realidad de la que, por un instante, los protagonistas escapan amando—, pero que perviven en su forma de celuloide.

En sus películas, el cineasta atrapa a sus protagonistas en el amor, en su ilusión de amor, y les obliga a sentir el peso de amar. Fue un maestro de los detalles y de la planificación, del uso de los espacios y de la cámara, en definitiva, un maestro de un tipo de cine ahora igual de inexistente que el momento recreado en la pantalla. Consciente de su intención, la de ir más allá de la realidad y crear un espacio melodramático y romántico, el autor de Lola Montes (1952) advierte antes de iniciar De Mayerling a Sarajevo que no tiene la pretensión de mostrar la realidad histórica tal como podría impartirse en un aula académica, aunque no por ello deje de indagar en el período que muestra en la pantalla. De hecho, la fuga de la realidad mundana, si así puedo llamar al amor que une hasta en la muerte a la pareja protagonista, no impide encontrar parte de la verdad del momento que les toca vivir, incluso uno que permite a Ophüls hacer visible la nostalgia y, en su parte final, señalar y advertir el peligro que se cierne sobre su presente de 1939. De ahí que este título no solo exponga el final de una época lejana en el tiempo, sino el fin de una época para el propio cineasta, quien no tardaría en abandonar Francia, forzado a ello como consecuencia de la ocupación alemana.

En de Mayerling a Sarajevo asistimos a un instante de amor que se inicia y se prolonga durante el derrumbe de un mundo condenado a desaparecer por el enfrentamiento de clases, de identidades nacionales y de la disputa entre el autoritarismo absolutista del emperador Francisco José (Jean Worms), apoyado por Montenuovo (Aimé Clariond), y la modernidad pretendida por el archiduque (John Lodge) heredero al trono, a quien se le impone que ni la mujer con quien se casa ni sus hijos puedan reclamar ningún privilegio imperial. Su amor y su talante progresista, le llevan a rechazar que su matrimonio sea morganático, el único aprobado por el emperador, que de esa forma denigra y desprecia a la condesa Sofia Chotek (Edwige Feuillère), sobre todo a su condición social y su pertenencia a la nobleza checa, que el Habsburgo considera por debajo de su origen e inferior a la aristocracia austriaca. Pero la generosidad y el amor de la condesa convencen Francisco Fernando para aceptar lo que sin duda es un afrenta, al ningunear a quien se convierte en su esposa, pero a quien se le niega un reconocimiento que enturbia las relaciones entre el emperador y el heredero.

sábado, 21 de noviembre de 2020

Lola (1961)



Una de las Lolas cinematográficas más atrayentes y atractivas resulta que se llama Cécile (Anouk Aimée), vive en Nantes, trabaja en un local nocturno y es madre soltera. En el cabaret donde la descubrimos la conocen por su nombre artístico y, salvo Michel y Roland, el resto se refiere a ella por el Lola que Jacques Demy escogió para dar título a su primer largometraje. No voy a
 enredarme y a hablar de la nouvelle vague, “movimiento” al que inicialmente se adscribe o adscriben el cineasta, aunque no tanto por intereses y rasgos cinematográficos comunes, como por el contacto y la cercanía espacio-temporal. Pasaré de largo la nueva ola, al menos aquí y ahora, porque Demy no fue un “olista”, ni vanguardista, ni pretendía romper con el cine previo, ni había sido crítico cinematográfico. Como tantos otros realizadores franceses de la época, Demy está influenciado por el cine hollywoodiense y por algunos cineastas franceses como Renoir, Ophüls o Bresson. Mira ese esplendoroso pasado cinematográfico con la ilusión de un niño, algo que también hace el resto, pero él no asume que cambiará el cine para siempre. Decide ser y es nostálgico. No lo disimula, tampoco quiere ser el más grande; le basta con rodar sus gustos e influencias, ser un poco cursi —en sus musicales lo será sin el “apenas un poco”— y trabajar sus ideas, elaborar su magia. Así contempla a su Lola con ilusión y ternura, en la imposibilidad y la resignación, en su espera y en la esperanza de recuperar el amor, que está ahí fuera, buscándola, recorriendo la ciudad en un descapotable blanco, sin que a nosotros nos importe demasiado. Pero a ella, sí. Lo ama, y lo hace en apariencia sin límites, aunque carnalmente no le guarde ausencia, puesto que las relaciones sexuales que mantiene con el marinero estadounidense, o con otros hombres, y el ideal, al que se aferra cuando se produce su encuentro con Roland, difieren en su significado.


La heroína de Demy no es una Lola devora hombres como el personaje de Marlene Dietrich en El ángel azul (Josef von Sternberg, 1931) ni devorada por los hombres, como pueda serlo Lola Montes (Max Ophüls, 1955). Sencillamente es la Lola enamorada, la que espera, la madre que vive en una zona intermedia y que ve en su hijo el recuerdo del hombre idealizado. El personaje interpretado por la inolvidable Anouk Aimeé es la cabaretera fiel e inocente, que no ingenua, la amante sensible y sincera que puede entregar su cuerpo, pero no su corazón. Lola vive entre la esperanza y la desesperanza de volver a ver a su primer y único amor. Y Lola (1961) es el primer largometraje de Jacques Demy, pero no el de un debutante, si no el de un cineasta que apunta sus temas: la importancia del amor, los encuentros casuales, la musicalidad y la casualidad que depara la rueda que, quizá en homenaje a Max Ophüls, a quien dedica el film, acerca y distancia a los personajes. Los muestra buscando el calor y la compañía, pero casi siempre parece estar solos, aunque la heroína no lo está; ella tiene el recuerdo y la esperanza, tiene la ternura de Demy.


Lola precede en sugestivo blanco y negro, de la fotografía de Raoul Coultard, los amoríos más alegres y coloristas de Las señoritas de Rochefort (1967) y grises melancólicos y bucólicos de Los paraguas de Cherburgo (1964). Sin embargo, el primer largo de Demy no es un musical, al menos no a simple vista o propiamente dicho, pero sí posee la musicalidad y la fantasía del realizador francés, un enamorado del cine cuyo imaginario fílmico vive entre la modernidad y el clasicismo.



viernes, 20 de noviembre de 2020

Cena a las ocho (1933)

 

Cena a las ocho (Dinner at Eight, 1933) supuso para la carrera de George Cukor un salto de prestigio, no solo por rodar en la MGM, por aquel entonces el estudio más poderoso, ni por contar con un espléndido elenco de actores y de actrices, sino por su dominio de la puesta en escena. Ni exprime los recursos del medio cinematográfico ni abusa del lujo habitual en el estudio del león. No lo precisa, de hecho sería contraproducente en un film cuyo eje son los personajes. Sobre ellos gira cuanto sucede y Cukor así parece comprenderlo. Entiende sus peculiaridades y sus intimidades, que son las que dan forma a un film de historias entrelazadas y ambientadas en la alta sociedad neoyorquina. En apariencia, la película tiene todos los ingredientes para ser una producción por y para mayor gloria de sus estrellas y de la Metro, algo así como Grand Hotel (Edmund Goulding, 1932), pero la naturaleza del film, de mayor complejidad que el desfile de astros producido por Irving Thalbert y rodado por Goulding, exige que el lujo y las imágenes glamurosas se supediten a circunstancias menos brillantes y agradables. De nuevo bajo la producción de David O. Selznick (también era su primer trabajo para MGM), Cukor saca lo mejor de un reparto de renombre compuesto por actrices de la talla de Marie Dressler, que dio vida a una famosa actriz retirada y arruinada, y Jean Harlow, la esposa infiel que desea codearse con la “aristocracia” neoyorquina, o de grandes actores como los hermanos John y Lionel Barrymore, el primero interpreta a una estrella del cine mudo, alcoholizada para no enfrentarse a su ocaso, y el segundo, a un magnate naviero, cansado, enfermo y a punto de perder su compañía. Con la ayuda imprescindible de todas esos rostros de celuloide, que confieren humanidad a la intimidad de sus respectivos personajes, a sus problemas y a las diferentes situaciones que finalmente confluyen en esa reunión aludida en el título, el gran logro de Cukor en Cena a las ocho reside en su capacidad para equilibrar las diferentes historias, el melodrama y la comedia, y lograr la sensación de conjunto, de que todas viven, existen y desarrollan en un mismo tiempo, lo cual ayuda a la credibilidad a cuanto sucede en la pantalla.

jueves, 19 de noviembre de 2020

Al borde del lago

 

Cantaban las ardillas una alegre melodía, saltaban los pájaros de árbol en árbol, el bosque abría sus claros a la luz de un nuevo día. Y caminando entre el verdor de aquel cómodo sendero, de repente, me encontré al borde de un lago. Fue inesperado, pero las indicaciones de la ruta señalaban el camino. Está bien —me dije—, y me adentré por aquella estrechez con la idea de que el sendero se ensancharía un poco más adelante. Fue algo extraño, no sabría calcular cuánto, pero diré que bastante. Ya no había rastro de vegetación a mi alrededor, ni roedores cantores ni aves saltadoras. Cuando el verde desapareció, sentí algo que no logro describir. No era frío ni cálido, ni alegre ni triste, en realidad, era nada y todo. De nuevo, eché un vistazo al letrero que parecía seguirme y leí que la dificultad de la ruta era sencilla, quizá sí para una hormiga —pensé—, pero no para un metro noventa y sus kilos de relleno. El letrero se detuvo y claramente vi un punto rojo sobre el cual alguien había escrito <<usted se encuentra aquí>>. Repetí la lectura un par de veces, como si dudase o desease dudar de que estaba <<aquí>>, pero allí estaba y decidí seguir la senda que ascendía, y acallar mis sospechas.

Paso a paso, mi cuerpo sudaba y temblaba, mientras, el sendero adelgazaba. Tanto, que llegó un momento que el camino se convirtió en hilo de apenas milímetros de tierra y un par de guijarros donde apoyar los pies. Primero caminé de perfil, luego de medio lado, a la pata coja, pronto de puntillas y al final sobre el dedo meñique del pie izquierdo, el más próximo a la pared opuesta al precipicio. Por falta de espacio, allí mismo pegué el morro y, en cuanto pude, abrí la boca e hinqué el diente al primer saliente que apuntaba al horizonte, al que yo daba la espalda. Mi dentadura presionaba mientras mis brazos intentaban encontrar algún otro asidero natural. Por error, miré donde no debía y vi el fondo, que no el vacío bajo mis pies, disfrazando su peligroso atractivo de olas, rocas, espuma, un patito de goma y varias bolsas de plástico. No quise mirar más, no quería perder la razón menguante, ni la fuerza que me restaba para seguir arriba. No sé si fue en ese preciso instante cuando apareció la gaviota. O quizá no fue ahí cuando se lanzó en su discurso precipitado y emocional. Tampoco recuerdo con nitidez cómo logré resistir su segunda y su tercera declamación o si sentí vértigo, o si tuve un contacto posterior con la oradora de alas quizá sucias, quizá prístinas. Después, dudo si mucho o poco, no puedo precisarlo, nada se detuvo ni se aceleró, salvo mi ritmo cardíaco. Lo escuchaba en la sien, en la roca y en las olas golpeando la parte baja del acantilado. Era el mismo sonido, arriba, en medio y abajo, y eso me extrañó, aunque menos que el silencio de la gaviota. Aún siento el compás y la presencia de la altura bajo mis pies y sobre mi cabeza. Veo las imágenes pétreas y los pensamientos graníticos que llegaron antes del miedo, incluso de mí mismo, pues aquellas imágenes asomaban en mi mente en obsesión ascendente. Les era indiferente que no las quisiera, no buscaban ni obedecían ningún tipo de orden. Había perdido la capacidad de espantarlas. Solo tuve un momento lúcido, quizá la obsesión se tomó su pausa de media mañana. A su regreso, continuó sonriendo con su cara de caos, ni la más fea ni la más hermosa, solo una más de tantas posibles, una que desencadenó el pánico, o quizá fuese a la inversa. En aquel instante de lucidez, comprendí que estaba bajo el dominio de un temor doble, uno irracional, libre de cualquier sentido, y el otro con sentidos contrarios que se opusieron para quedar en tablas.

No logro ver cómo salí de allí. Quizá me sacó la gaviota, quizá fuese un ave madrina, o regresé siguiendo el hilo hasta encontrar la salida. Hoy, aquella sensación remite, apenas la siento cuando no la siento. No era ningún terror al abismo, ni a la oscuridad e inexistencia, donde ya no sería. No. Desde entonces he reflexionado sobre la gaviota, también la he recordado en una función benéfica, y comprendí que ella no hablaba sin sentido, repetía <<Soy una gaviota... No es esto>>

 ¿Fui yo, fue mi pensamiento, o realmente fue ella? Concluí que fueron mis fantasmas perversos y benévolos, los espectros con los que convivo y vivo desde ayer, los que no tengo que vencer, aunque quizá pueda y deba superar. De hecho, me alejo y ellos se alejan de mí. Ahora, nuestra distancia es suficiente, ahí reímos y nos reconocemos, al borde del lago donde la gaviota repitió las palabras de Nina y Trepliov:

<<Nina: Soy una gaviota. No, no es esto... ¿Recuerda que mató una gaviota? Casualmente llegó un hombre, la vio y por no tener qué hacer, la sacrificó..: Tema para un relato breve... No es esto... [...] Ahora sé, ahora comprendo, Kostia, que en nuestro hacer —da lo mismo que actuemos en la escena o que escribamos— lo importante no es la fama, no es el brillo, no es aquello con que yo soñaba, sino saber sufrir. Aprende a llevar tu cruz y a creer. Yo creo y siento tanto dolor; cuando pienso en mi vocación no tengo miedo a la vida.

Trepliov (tristemente): Usted ha encontrado su camino, usted sabe adónde va; en cambio yo sigo errando todavía en un caos de sueños e imágenes sin saber para qué ni para quién es esto necesario. No tengo fe ni sé cuál es mi verdadera vocación.>>


Inspector ~. Transcripción del sueño 25/765


P. D: Tengo la sospecha de que no fue un sueño; pero me contraría no poder demostrarlo, lo que me lleva a decantarme por la hipótesis onírica. Intentar aclarar este punto. Y gracias a Chéjov, por la aparición estelar de La gaviota, a la que pertenece el entrecomillado que cierra la pesadilla al borde del lago.

miércoles, 18 de noviembre de 2020

Una relación en estado vegetativo


Flor está tumbada sobre la cama de su habitación, iluminada por una luz mortecina y leyendo Madre noche. Col se encuentra en la sala de estar, sin apenas pestañear ante la pantalla de televisión, pero su mirada no se detiene en las imágenes. Se congela en algún punto al que no tengo acceso. Quizá piense en el frío que le rodea, en la médium o en la pasión de antes.

—¿Para qué, si el tiempo de piedra, papel, tijera pasó a mejor vida? —le pregunta al televisor. —Ahora solo nos queda el <<buenos días>>, al levantarnos; el qué tal el trabajo, al regresar a casa; el no tengo ganas de jugar, ni yo lo necesito; o el ¿sabes que a B o a C le ha sucedido esto o aquello? No lo asume. Se niega el reconocer que no piensa en mí con la emoción de antes; de hecho, la mía camina hacia la puerta de salida y amenaza con dar portazo.

El canal emite una película en blanco y negro en la que se habla de un mismo crimen desde perspectivas distintas, que se contradicen en mentiras, intereses e interpretaciones subjetivas; en el decir esto y el ocultar aquello. ¿Es así su vida? ¿La de todos? ¿Medias verdades y mentiras que ocultan deseos, miedos, contradicciones y frustraciones? ¿Pero medias mentiras y verdades que definen nuestras relaciones y a nosotros mismos, haciéndonos ser un todo incompleto? ¿Qué sé yo, si no soy más que un rompehuesos? No dudaría en irrumpir en su soledad y hacerles una demostración. Es lo único que me han ensañado, a dar palizas y a pasar horas, días y años observando a otros, quizá deseando ser ellos o deseando nunca serlo. Carezco de respuestas y no pretendo profundizar y buscar soluciones, como tampoco lo intenta él en su relación con Flor. Se queda ahí, susurrando a imágenes que no le pueden ni ver ni escuchar, aunque yo sí puedo, pero decido prestar atención a la pantalla. Alguien del más allá habla por mediación de un alguien vivo. Descarto esa posibilidad. No quiero escuchar a los muertos, quizá tampoco a los vivos, aunque comprendo el porqué de la presencia de ultratumba en la película.


—Ahora siempre me responde intentando mostrar o imponer su superioridad, que por otro lado me trae sin cuidado, puesto que todos y nadie son superiores a mí. Pero no quiero discutir —murmura Col al tribunal del film—. Una réplica solo me conduciría a un lío mayor y a un enfrentamiento en el que tendría que cerrar el pico y escuchar, o cacarear y dar picotazos, y ya no habría vuelta atrás.


Quizá Col viva en un mundo distinto al de Flor, con otros quizás e idiomas que difieran, donde las palabras se vuelvan incomprensibles o su mutua incomprensión busque cuerpo en palabras que solo cobraran forma en sus mentes. Ella también susurra en su habitación, las existencias están repletas de susurros que al tiempo quieren y no quieren ser oídos. Ella dice que está harta, que necesita escapar de su compañía. Y concluye su suspiro con un <<lo nuestro desiste, cuando en otro tiempo, tal vez ayer, era insistente>>.


La película finaliza y me entran varias dudas, entre ellas si me escucharán aplaudir. ¿Somos fantasmas? ¿Qué nos separa y qué nos une? ¿La mentira? ¿Quién nos condena y nos libera? Siento la necesidad de la cercanía y del calor de mundos más próximos. Puede que Col sienta algo parecido, si no, ¿por qué acude a la cama donde Flor cierra las tapas de Madre noche?



He tenido acceso a unas grabaciones de varios meses atrás, que completan los archivos que copié en el inexistente estudio de Alx. <<Flor me ha pedido que siga a Col>>. En un aparte, escribió <<Justifica su petición en la sospechaba de que la engañaba con otra u otro>>. Eso no lo sabía y eso era lo que le pedía a su amiga que descubriese. Para sorpresa de la investigadora, el sospechoso de infidelidad se presentó algunas jornadas después; y exactamente, pero en sentido inverso, pretendía lo mismo. Quería que siguiera a Flor porque sospechaba que lo engañaba con otra u otro. Aquello resultaba surrealista para Alx, y por ello prefirió no buscarle sentido. Así que, palmeando la espalda de su amigo, le repitió lo que ya le había dicho a Flor:

—¿Sabes cuál es el lema invisible de mi empresa? Conocer es al tiempo una bendición y una putada. Y tomando prestada la frase de aquel, no seré yo quien os bendiga u os putee. 

Por separado, cada miembro de la pareja continuó insistiendo, pero los resultados no dieron más fruto que el <<nos vemos el día de mi cumpleaños, mejete o majeta (según fuera el caso)>>. En la soledad y en presencia de un cenicero, la detective reflexionó sobre aquellos dos encuentros y concluyó que sus amigos le estaban gastando una broma, pero aún duda si de buen o mal gusto.

Por aquel entonces, Alx tenía el encargo de encontrar un perro extraviado, que había desaparecido mientras su dueño orinaba en el mismo árbol donde poco antes su fiel amigo canino había hecho lo propio. Siguiendo aquella pista mojada en su momento y ya seca en aquel otro, como quien no quiere la cosa, la detective descubrió a Col en compañía de una mujer que no era ninguna Flor. Determinó que su edad era similar a la de alguien. Su figura, elegante, o quizá debería decir discreta —así lo apuntó en su informe—, y de paso seguro sobre altos tacones, pero no tanto como puedan estar calculando. Observó que caminaban rozándose la mano, lo cual era indicio de algo, pero, consciente de que todo puede ser indicio de algo o de nada, y de que las apariencias no son pruebas concluyentes, y que lo que parecer ser puede llevar al dilema del príncipe danés, decidió evitar conclusiones precipitadas y entretenerse con la edición malaya de una novela de Pío Baroja.

<<El arte es un mullido lecho para los que nos sentimos vagos de profesión. Cuando uno comprende esta verdad, se proclama a sí mismo solemnemente artista, escritor o pintor, músico o poeta.
Luego, los demás, empezando por la familia y por los amigos, no aceptan casi nunca esta solemne proclamación individual que les parece subterfugio, un buen pretexto para no trabajar.
Pasado el tiempo, si el vago por casualidad resultara un artista estimable, la vagancia no se toma en cuenta, es, en algunos casos, una belleza más, un gracioso lunar; en cambio, si el supuesto artista no produce nada que valga la pena, entonces su vagancia se pone al descubierto y se convierte ante los ojos de sus conocidos en algo criminal, desagradable y repelente.
En esto, como en todo, el éxito establece la ley>>


Inspector ~. Extracto de la vigilancia de Col y Flor; y reconstrucción de parte de los archivos quemados de Alx

P. D: Descubrí que Madre noche es un libro de Kurt Vonnegut y también que Alx no sabe malayo, ni tiene diccionario, por lo es probable que aparezcan errores en la traducción del fragmento de La vida es ansí.