jueves, 19 de noviembre de 2020

Al borde del lago

 

Cantaban las ardillas una alegre melodía, saltaban los pájaros de árbol en árbol, el bosque abría sus claros a la luz de un nuevo día. Y caminando entre el verdor de aquel cómodo sendero, de repente, me encontré al borde de un lago. Fue inesperado, pero las indicaciones de la ruta señalaban el camino. Está bien —me dije—, y me adentré por aquella estrechez con la idea de que el sendero se ensancharía un poco más adelante. Fue algo extraño, no sabría calcular cuánto, pero diré que bastante. Ya no había rastro de vegetación a mi alrededor, ni roedores cantores ni aves saltadoras. Cuando el verde desapareció, sentí algo que no logro describir. No era frío ni cálido, ni alegre ni triste, en realidad, era nada y todo. De nuevo, eché un vistazo al letrero que parecía seguirme y leí que la dificultad de la ruta era sencilla, quizá sí para una hormiga —pensé—, pero no para un metro noventa y sus kilos de relleno. El letrero se detuvo y claramente vi un punto rojo sobre el cual alguien había escrito <<usted se encuentra aquí>>. Repetí la lectura un par de veces, como si dudase o desease dudar de que estaba <<aquí>>, pero allí estaba y decidí seguir la senda que ascendía, y acallar mis sospechas.

Paso a paso, mi cuerpo sudaba y temblaba, mientras, el sendero adelgazaba. Tanto, que llegó un momento que el camino se convirtió en hilo de apenas milímetros de tierra y un par de guijarros donde apoyar los pies. Primero caminé de perfil, luego de medio lado, a la pata coja, pronto de puntillas y al final sobre el dedo meñique del pie izquierdo, el más próximo a la pared opuesta al precipicio. Por falta de espacio, allí mismo pegué el morro y, en cuanto pude, abrí la boca e hinqué el diente al primer saliente que apuntaba al horizonte, al que yo daba la espalda. Mi dentadura presionaba mientras mis brazos intentaban encontrar algún otro asidero natural. Por error, miré donde no debía y vi el fondo, que no el vacío bajo mis pies, disfrazando su peligroso atractivo de olas, rocas, espuma, un patito de goma y varias bolsas de plástico. No quise mirar más, no quería perder la razón menguante, ni la fuerza que me restaba para seguir arriba. No sé si fue en ese preciso instante cuando apareció la gaviota. O quizá no fue ahí cuando se lanzó en su discurso precipitado y emocional. Tampoco recuerdo con nitidez cómo logré resistir su segunda y su tercera declamación o si sentí vértigo, o si tuve un contacto posterior con la oradora de alas quizá sucias, quizá prístinas. Después, dudo si mucho o poco, no puedo precisarlo, nada se detuvo ni se aceleró, salvo mi ritmo cardíaco. Lo escuchaba en la sien, en la roca y en las olas golpeando la parte baja del acantilado. Era el mismo sonido, arriba, en medio y abajo, y eso me extrañó, aunque menos que el silencio de la gaviota. Aún siento el compás y la presencia de la altura bajo mis pies y sobre mi cabeza. Veo las imágenes pétreas y los pensamientos graníticos que llegaron antes del miedo, incluso de mí mismo, pues aquellas imágenes asomaban en mi mente en obsesión ascendente. Les era indiferente que no las quisiera, no buscaban ni obedecían ningún tipo de orden. Había perdido la capacidad de espantarlas. Solo tuve un momento lúcido, quizá la obsesión se tomó su pausa de media mañana. A su regreso, continuó sonriendo con su cara de caos, ni la más fea ni la más hermosa, solo una más de tantas posibles, una que desencadenó el pánico, o quizá fuese a la inversa. En aquel instante de lucidez, comprendí que estaba bajo el dominio de un temor doble, uno irracional, libre de cualquier sentido, y el otro con sentidos contrarios que se opusieron para quedar en tablas.

No logro ver cómo salí de allí. Quizá me sacó la gaviota, quizá fuese un ave madrina, o regresé siguiendo el hilo hasta encontrar la salida. Hoy, aquella sensación remite, apenas la siento cuando no la siento. No era ningún terror al abismo, ni a la oscuridad e inexistencia, donde ya no sería. No. Desde entonces he reflexionado sobre la gaviota, también la he recordado en una función benéfica, y comprendí que ella no hablaba sin sentido, repetía <<Soy una gaviota... No es esto>>

 ¿Fui yo, fue mi pensamiento, o realmente fue ella? Concluí que fueron mis fantasmas perversos y benévolos, los espectros con los que convivo y vivo desde ayer, los que no tengo que vencer, aunque quizá pueda y deba superar. De hecho, me alejo y ellos se alejan de mí. Ahora, nuestra distancia es suficiente, ahí reímos y nos reconocemos, al borde del lago donde la gaviota repitió las palabras de Nina y Trepliov:

<<Nina: Soy una gaviota. No, no es esto... ¿Recuerda que mató una gaviota? Casualmente llegó un hombre, la vio y por no tener qué hacer, la sacrificó..: Tema para un relato breve... No es esto... [...] Ahora sé, ahora comprendo, Kostia, que en nuestro hacer —da lo mismo que actuemos en la escena o que escribamos— lo importante no es la fama, no es el brillo, no es aquello con que yo soñaba, sino saber sufrir. Aprende a llevar tu cruz y a creer. Yo creo y siento tanto dolor; cuando pienso en mi vocación no tengo miedo a la vida.

Trepliov (tristemente): Usted ha encontrado su camino, usted sabe adónde va; en cambio yo sigo errando todavía en un caos de sueños e imágenes sin saber para qué ni para quién es esto necesario. No tengo fe ni sé cuál es mi verdadera vocación.>>


Inspector ~. Transcripción del sueño 25/765


P. D: Tengo la sospecha de que no fue un sueño; pero me contraría no poder demostrarlo, lo que me lleva a decantarme por la hipótesis onírica. Intentar aclarar este punto. Y gracias a Chéjov, por la aparición estelar de La gaviota, a la que pertenece el entrecomillado que cierra la pesadilla al borde del lago.

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