miércoles, 4 de noviembre de 2020

El viaje de los malditos (1976)



 Un hecho pasado se olvida o rememora, se imagina —cuando no se vive y se desconocen las emociones que genera— se altera o se reconstruye a partir de datos y testimonios. Menos en el olvido, que condena a la desaparición, en el resto de los casos aparecen las interpretaciones, las reproducciones o las recreaciones de los sucesos reales e históricos que el cine narrativo lleva a su terreno, donde prioriza el cuento y la narración. Allí, su desarrollo y su desenlace serán felices, dramáticos o terroríficos dependiendo del hecho expuesto, pero, en ese espacio cinematográfico, que la recreación sea notable o irregular ya no depende de la realidad a reproducir, sino de los encargados de llevarla a la pantalla.


Conscientes de que las distintas realidades que se citan en un instante son imposibles de atrapar por una cámara, se capturan imágenes y reflejos que, fuera del tiempo concreto de los hechos, dan pie a las diversas interpretaciones del momento proyectado en la pantalla. Ahora vemos una alteración de lo vivido, aunque no por ello pierda veracidad o lo expuesto se aleje de la esencia original. No obstante, como vengo apuntando desde el inicio del comentario, la realidad es imposible de atrapar, e igual lo es para el cine-ojo que para una película neorrealista, para el cine-verdad o el documental, porque, lejos del hecho y del instante en el que viven sus protagonistas de carne y hueso, cualquier film basado en hechos reales o cualquier realidad hecha película son proyecciones del momento y de las personas referidas. Ausentes de su referencia concreta, (instante, protagonistas y hechos precisos), entramos en terreno de la especulación y de la memoria. Entramos en la Historia, en el recuerdo o en la ficción, y la ficción es una de las perspectivas comunes a la hora de trasladar a la pantalla hechos reales. El problema aparece cuando se intenta transformar la realidad en ficción dramática; con “problema” me refiero a que a veces la representación se convierte en la necesidad de forzar el dramatismo de hechos ya de por sí dramáticos, como los que inspiraron El viaje de los malditos (The Voyage of the Dammed, 1976). Este empeño de tocar la fibra y de rellenar espacios que no precisan ser rellenados con diálogos enlatados o recursos engañosos, conlleva el riesgo de restar veracidad a los hechos reproducidos en las imágenes.


El film de Stuart Rosenberg es un ejemplo de película que, teniendo mucho a su favor, acaba siendo irregular porque no logra equilibrar sus numerosos personajes con la historia ni con los diversos dramas individuales que cuenta, no consigue veracidad ni nervio en las actuaciones, en las sensaciones y emociones que representa y que pretende trasmitir, o que intenta provocar. No logra comunicarlas porque no consigue expresarlas con la naturalidad necesaria y, como consecuencia, las situaciones se desnaturalizan y surgen forzadas o sin fuerza. Lo dicho también podrían aplicarse a las composiciones de los actores y actrices, en su mayoría, no logran hacernos olvidar que actúan, ni que sus palabras y sus gestos o comportamientos forman parte de un guion y no del padecimiento, la pasión y el calvario que viven antes, durante y después de su partida. Apenas confieren vida, sangre, corazón y vísceras, a los hombres y mujeres que representan, o pretenden hacerlo y no lo logran, más que nada porque no pueden desarrollarlos, ya que son comparsas en el desfile de rostros y nombres conocidos que sirven de reclamo para atraer al público.


El viaje cinematográfico —basado en el real que tuvo lugar entre mayo y junio de 1939— se inicia en Hamburgo, donde más de novecientos judíos y judías son embarcados rumbo a ninguna parte, porque nadie les acepta. Esto lo descubrirán al llegar a La Habana, nosotros lo sabemos antes, gracias a los dos espacios en los que Rosenberg divide la acción. De este modo somos testigos del drama que viven y del odio del que son víctimas, aquel cuyo origen se encuentra en la Alemania nazi, y del rechazo que sufren por parte de la comunidad internacional, más preocupada en velar por sus intereses económicos y políticos que por la humanidad que viaja en un barco que, además de la travesía atlántica, navega por un limbo de dudas, esperanzas, terror, odio, amor, desesperación y espera. Esa falta de preocupación internacional por el casi millar de exiliados es el segundo frente expuesto por Rosenberg, donde expone superficialmente los intereses que impiden el desembarco del pasaje en Cuba o, sin entrar en detalles, introduce la secuencia del guardacostas estadounidense, que advierte que Estados Unidos no permitirá el desembarco de casi mil seres humanos condenados sin más culpa que la de ser víctimas del odio racial y de intereses que El viaje de los malditos no llega a profundizar.

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