Lola (1961)
Una de las Lolas cinematográficas más atrayentes y atractivas resulta que se llama Cécile (Anouk Aimée), vive en Nantes, trabaja en un local nocturno y es madre soltera. En el cabaret donde la descubrimos la conocen por su nombre artístico y, salvo Michel y Roland,
el resto se refiere a ella por el Lola que Jacques Demy escogió para dar título a su primer largometraje. No voy a enredarme y a hablar de la nouvelle vague, “movimiento” al que inicialmente se adscribe o adscriben el cineasta, aunque no tanto por intereses y rasgos cinematográficos comunes, como por el contacto y la cercanía espacio-temporal. Pasaré de largo la nueva ola, al menos aquí y ahora, porque Demy no fue un “olista”, ni vanguardista, ni pretendía romper con el cine previo, ni había sido crítico cinematográfico. Como tantos otros realizadores franceses de la época, Demy está influenciado por el cine hollywoodiense y por algunos cineastas franceses como Renoir, Ophüls o Bresson. Mira ese esplendoroso pasado cinematográfico con la ilusión de un niño, algo que también hace el resto, pero él no asume que cambiará el cine para siempre. Decide ser y es nostálgico. No lo disimula, tampoco quiere ser el más grande; le basta con rodar sus gustos e influencias, ser un poco cursi —en sus musicales lo será sin el “apenas un poco”— y trabajar sus ideas, elaborar su magia. Así contempla a su Lola con ilusión y ternura, en la imposibilidad y la resignación, en su espera y en la esperanza de recuperar el amor, que está ahí fuera, buscándola, recorriendo la ciudad en un descapotable blanco, sin que a nosotros nos importe demasiado. Pero a ella, sí. Lo ama, y lo hace en apariencia sin límites, aunque carnalmente no le guarde ausencia, puesto que las relaciones sexuales que mantiene con el marinero estadounidense, o con otros hombres, y el ideal, al que se aferra cuando se produce su encuentro con Roland, difieren en su significado.
La heroína de Demy no es una Lola devora
hombres como el personaje de Marlene Dietrich en El ángel azul (Josef von Sternberg, 1931) ni devorada por los hombres, como pueda serlo Lola Montes (Max Ophüls, 1955). Sencillamente es la Lola enamorada, la que espera, la madre que vive en una zona intermedia y que ve en su hijo el recuerdo del hombre idealizado. El personaje interpretado por la inolvidable Anouk Aimeé es la cabaretera fiel e inocente,
que no ingenua, la amante sensible y sincera que puede entregar su cuerpo, pero no su corazón. Lola vive entre la
esperanza y la desesperanza de volver a ver a su primer y único amor. Y Lola (1961) es el primer largometraje de Jacques
Demy, pero no el de un debutante, si no el de un cineasta que apunta sus temas: la importancia del amor, los
encuentros casuales, la musicalidad y la casualidad que depara la rueda que, quizá
en homenaje a Max Ophüls, a quien dedica el film, acerca y distancia
a los personajes. Los muestra buscando el calor y la compañía,
pero casi siempre parece estar solos, aunque la heroína no lo está; ella tiene el recuerdo y la esperanza, tiene la ternura de Demy.
Lola precede en sugestivo blanco y negro, de la fotografía de Raoul Coultard, los amoríos más
alegres y coloristas de Las señoritas de Rochefort
(1967) y grises melancólicos y bucólicos de Los paraguas de Cherburgo (1964). Sin embargo, el primer largo de Demy no es un musical, al
menos no a simple vista o propiamente dicho, pero sí posee la musicalidad y la fantasía del realizador francés, un enamorado del cine cuyo imaginario fílmico vive entre la modernidad y el clasicismo.
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