jueves, 30 de julio de 2020

Il Boom (1963)


Podría escribir un libro sobre Vittorio De Sica y Cesare Zavattini y hablar sobre sus películas comunes o de las que realizaron por separado. Podría referirme a sus caminos profesionales, de celuloide y vidas; podría decir y comentar, como si creyese conocerles. Pero sé que no es así, que solo conozco ese algo suyo que han dejado impreso en planos, secuencias y diálogos de películas que todavía retengo en la memoria. Ese algo se descubre al acompañarles por una milagrosa barriada milanesa o por la eterna Roma de la posguerra o aquella que sufre el desarrollo económico satirizado en Il Boom (1963). Arriba, dije que podría escribir sobre Zavattini y De Sica, pero también puedo referirme durante medio día, y parte de la mitad restante, a Alberto Sordi y a su variopinta gama de anónimos pisoteados que no se atreven a exigir que dejen de pisarles. Callan o murmuran ante el temor a perder su nivel de vida, lo poco que tienen o lo mucho que esperan conseguir. Su actitud los convierte en caricaturas de lo que nunca llegarán a ser. Nunca llagarán a ser dueños de sus vidas, solo les resta apañarse y lo hacen con picaresca y cobardía. Pero sus miedos no les impiden sacar pecho en público, frente a quienes pueden hincharlo sin peligro, aunque pronto los descubrimos adulando, a quien consideran por encima, o bajando la cabeza cuando alguien les grita. En la distancia se quejan de sus miserias o, cuando creen que nadie les observa, susurran o gritan un <<cornuto>> u otras expresiones que denotan frustración y contrariedad. Son desahogos estériles, insuficientes para espantar la creciente sensación de impotencia que cargan a cuestas. Al recordar a estos personajes, muchos de los cuales son pequeñoburgueses o aspirantes millonarios como Giovanni Alberti, el protagonista de Il Boom, parece quedar claro que engañan a los demás, y a sí mismos, porque el engaño es inherente a su entorno, donde todo es apariencia (de riqueza, de amistad, de familia, de moral) y los antihéroes de Sordi abrazan la imagen para engañar al resto o para evitar ser engañados, aunque, más pronto que tarde, lo acaben siendo. Hay sufrimiento detrás de estos comportamientos, una aflicción que callan y guardan para sí. Pero, sobre todo, en ellos late el anhelo de dejar de temer en un mundo que les asusta, uno que utiliza, oprime y encadena, un mundo que no se detiene ni se compadece, uno donde se pisotea por deporte o para dejar de ser pisoteado o, de manera literal en Giovanni, uno que obliga a pagar un ojo de la cara para mantener el bienestar ficticio, puesto que solo lo es en apariencia. Buscan en lugares diferentes, pretenden dinero, ascenso social o escurrir el bulto, buscan su felicidad y su comodidad. Son hedonistas frustrados, puesto que sus búsquedas suelen resultar infructuosas e incluso pueden costarles mucho o todo. En realidad, no les reportan placer, acaso un breve espejismo de placer. Nunca olvidaré a sus dos soldados en La gran Guerra (La Grande Guerra; Mario Monicelli, 1959) y Todos a casa (Tutti a Casa; Luigi Comencini, 1960), a su americano de Roma, a sus trepas y maestros en el arte de apañarse, entre otros pequeños burgueses que, cual Giovanni, dicen y se desdicen, intentan vender y acaban comprando y sonríen, cuando les gustaría llorar o salir corriendo. Nunca he visto mejor caricatura del eterno aspirante a levantarse y a sobrevivir que la de Sordi, ni recuerdo a ningún otro actor capaz de crear el patetismo y la necesidad de dejar de sentirse patético que se descubre en estos personajes que, como pueden, soportan la realidad de la que intentan evadirse formando parte, pues son los "héroes" de su tiempo y de la sociedad que los ha hecho tal cual son.




La disparidad de matices que aporta Sordi enriquecen a su personaje, a quien De Sica atrapa y sigue por un ambiente de lujo, de imagen y de consumo donde el milagro económico y el bienestar (no así su promesa) son para una minoría de la que Giovanni queda fuera, cuestión que comprende cuando, sin blanca, nadie le presta dinero. Y sin dinero, teme perder a Silvia (Gianna Maria Canale); de modo que el amor, el matrimonio y la familia limitan sus opciones. Se encuentra atrapado en un país libre y democrático, como sabrá avanzado el metraje. Pero, al inicio, todavía inocente, apenas sabe de que va el juego e ignora ser esclavo del lujo, del dinero, de la imagen social, mismamente del pastel del que nunca ha comido más que sobras o migajas. Esto con suerte, ya que sus reproches apuntan (se queja de que lo hayan dejado fuera de los grandes negocios) a que las más de las veces no encuentra más recompensa que la de ver a otros comiéndose el pastel. Los personajes de Il Boom viven la "dolce vita", viven en el Desarrollo que devora a Giovanni sin el menor miramiento. Lo atrapa, lo mastica, lo aprovecha y, ya sin liras que consumir, escupe los restos. Aunque no se detenga en ello, Il Boom insinúa especulación, corrupción, chanchullos en la construcción o dinero que pasa de mano en mano, para caer en las manos de siempre. De Sica, SordiZavattini se ríen de esto, se ríen de la Italia del "boom" económico, pero, tras sus risas, son críticos y temen la pérdida de libertades humanas. Las imágenes, cómicas y criticas, también advierten la deshumanización y el control ejercido por el dinero, por quienes lo poseen y representan un nuevo orden que no deja de ser el de siempre: el de unos pocos arriba y la mayoría, los muchos entre los que se cuenta Giovanni, deseando trepar o aspirando al muy publicitado bienestar. ¿Quién no? Pero él es poca cosa, solo alguien que acepta el juego, pero que no pone las reglas, aunque, en algún momento, se engañe creyendo que sí. Su presentación, firmando pagarés e intentando salir de la lista de morosos, confirma que peligra el nivel de vida al que se ha acostumbrado. Sus amigos no le ayudan, su mujer no sabe nada de su situación económica, los gastos no disminuyen y el comprende que sus cartas no son buenas. Tampoco sabe ir de farol, ni comprende que donde él pretende aprovecharse, otros se aprovechan antes y, además, se aprovechan de él (como se verá mediada la película). La única realidad que conoce Giovanni Alberti es que ya no puede mantener el tren de vida al que Silvia y él están acostumbrados. Ahora se da cuenta de que todo se reduce a que necesita dinero para seguir gastando, pues necesita gastar para mantener el lujo, necesita el lujo para recuperar a Silvia y necesita a Silvia porque está enamorado. Esta cadena de necesidades corrobora que no puede escapar; lo sabe y por eso acaba aceptando la oferta que matrimonio Bausetti le hace por su ojo. Pero su problema no es solo decir sí o no al ofrecimiento, que resolvería sus problemas económicos, es si está dispuesto a seguir viviendo en la necesidad de placer y consumo que le obliga a vender su ojo para retener a Silvia a su lado, manteniendo su lujoso ático, el coche más rápido, la cuota de socio de cualquier club elitista, los abrigos de pieles o las veladas nocturnas durante las cuales las risas, los rozamientos bajo la mesa, los bailes y la falsa camaradería le confirman que, en su ambiente, el placer y el dinero son los nuevos valores, los auténticos han sido devorados por ese boom depredador que, una vez entre su garras, ya no suelta a su presa.

miércoles, 29 de julio de 2020

Doña Bárbara (1943)

¿Exagero si digo que hubo una doña y dueña de la pantalla mexicana durante la época dorada? Puede, y quizá me equivoque, pero quien haya visto a María Félix en los melodramas de Emilio "Indio" Fernández o en esta adaptación cinematográfica de la novela de Rómulo Gallegos, posiblemente, coincidirá en que <<María es toda una estampa imposible de olvidar; no importa qué tanta verdad haya en su personaje ni en sus parlamentos, no importa que esté comportándose de acuerdo con un estereotipo; lo que nos impresiona y nos cala es su asombroso porte, su gesto, su presencia constante. Doña Bárbara es tan María que María será para siempre la Doña>>.1 Su imponente y dominante presencia en Doña Bárbara (1943) no solo la encumbró a lo más alto de la pantalla azteca, sino que la mitificó, mitificó esa figura que se impone sobre el resto de los mortales que le salen al paso, y que ella se merienda sin compasión. No puede sentirla, puesto que apenas siente más allá de su odio por los hombres, a quienes destruye o utiliza porque ni puede olvidar ni perdonar. No importa con quien comparta escena, María se impone e impone. La cámara parece amar su cuerpo, su rostro, su voz, su mirada; confunde actriz y personaje, los une, los hace uno: la "Doña", la mujer que se prohíbe sentir cualquier emoción que no sea su misandria. La agresión sufrida en su juventud, el asesinato de su enamorado, la promesa que siguió al dolor, su imparable conquista de un mundo hasta entonces masculino, hicieron de la muchacha inocente la "devoradora de hombres" que ya nunca tuvo tiempo para ser joven, ni ha podido perdonar ni volver amar. No olvida aquel momento de su juventud, el amor perdido y el daño sufrido entonces, cuando fue violada por marinos, más bien piratas, que se jugaron su virginidad a los dados. Ella no olvida el asesinato de su amado, ni la brutalidad de los rufianes que le robaron la inocencia y la ilusión. Así, tras mostrar las imágenes del infortunio de la joven, Fernando de Fuentes introduce a su protagonista años después, cuando ya transita sembrando su odio y riéndose de sus víctimas. Mezcla de melodrama y western, Doña Bárbara enfrenta opuestos, condenados a la atracción y al rechazo en "El llano", el espacio abierto, pero claustrofóbico, a donde accedemos después de los primeros minutos, que muestran y no muestran la juventud violada. De naturaleza primitiva, no puede achacarse al espacio las supersticiones, la corrupción, la violencia y la sangre que dominan los territorios de la Doña y sus límites, adonde llega el doctor Santos Luzardo (Julián Soler), heredero de Altamira y hombre civilizado que pretende transformar sus dominios, quizá modernizarlos y, a su imagen, civilizarlo, de ahí que enseñe a Marisela (María Elena Marqués), hija de la protagonista, a hablar con corrección. <<Ese hombre me pertenece>>, dice el ama a la joven a quien nunca ha querido ni tratado como hija, a quien arrojó al barro y a quien negó el amor materno de una mujer que no puede amar, puesto que ha congelado su corazón para vengarse. Pero ese recién llegado le evoca al único que le importó. Entre ambas figuras masculinas han transcurrido años y más hombres, que solo eran objetos que ella utilizó y tiró según su conveniencia, como fue el caso de Lorenzo Barquero, el padre de Marisela y, en el presente, la imagen ruinosa de quien fue antes de caer en las garras de la "devoradora". Ella logró su propósito, se adueño de las tierras y de los hombres, pero el recién llegado es diferente al resto: habla claro y no cae rendido ante ella. Así que, para dominarlo, Doña Bárbara necesita emplear sus artes ocultas, brujería creen en la zona, pero estas no son efectivas, puesto que no son más que supersticiones que no impiden comprender que la auténtica valía de la dueña de "El llano" reside en su inteligencia y en su osadía, pero también en la ausencia de escrúpulos, en su odio al género masculino, porque abusó de ella y le robó vida, y en su afán de dominio y nunca más ser dominada.

1.Paco Ignacio Taibo I: María Félix. 47 pasos por el cine. Ediciones B, Barcelona, 2008

lunes, 27 de julio de 2020

Una de miedo (1935)

<<Para realizar una película de miedo lo primero que hay que hacer es esperar a que se haga de noche y después ir y coger un campo y echarle encima mucha agua, para fastidiar a los señores que pasen por él. Por ejemplo, vemos este coche...>>, explica el narrador que introduce Una de miedo (1935) al tiempo que desvela los secretos mejor guardados de <<un film bufo de Eduardo G. Maroto>>. En apenas veinte minutos <<y con permiso de ustedes>>, Maroto desarrolla un estudio sobre los films de terror. Lo hace con pocos medios, incluso algún graciosillo robará la cámara para impedir que el rodaje se prolongue, pero el equipo no desespera y aprovecha la desaparición para saborear su bocadillo de chorizo. Con gracia y descaro, este irreverente pionero de la parodia cinematográfica en España desvela las pautas y los trucos que hay detrás de una historia de terror, de esas que hicieron famoso a Boris Karloff, presente en El casero de las sombras (1932) y ausente en El hombre invisible (The Invisible Man, 1933), cuya invisibilidad corrió a cargo del gran Claude Rains. Entre otras, estas películas de James Whale son parodiadas por Maroto en su segunda entrega de la serie Una de..., que se completa con Una de fieras (1934), Y, ahora, una de ladrones (1936) y, ya en forma de largometraje, el episódico Tres eran tres (1954). Su película de miedo y los clásicos del género que asusta, cuando y como puede, todavía perduran en la memoria cinematográfica, sobre todo las segundas, o hacia eso apunta que las llamen clásicos de terror. Esta etiqueta bien vale para Karloff, que pasó a la historia del celuloide como icono del periodo de esplendor de la Universal, pero el Boris Karloff (Erasmo Pascual) que asoma en el cortometraje de García Maroto no ha pasado a ninguna parte, solo a ser parte de una burla que, salvo para unos pocos aficionados al cine, ha caído en el olvido. Este villano <<cien por cien nacional>>, dice el narrador, no hace más daño que liderar <<la secta venenosa titulada los carniceritos de Honolulu>>, nombre terrorífico, casi tan terrorífico como ser víctima del pasodoble con el que el malvado atemoriza a los protagonistas y víctimas de las malas artes musicales de <<los carniceritos>>. El terror exhibido por Maroto no se queda ahí, prefiere partirse de risa, caricaturizar situaciones comunes al terror cinematográfico, y desvelar trucos como los efectos especiales que crean la tormenta que obliga a la pareja protagonista a refugiarse en un caserón, misterioso y aislado, que casualmente se levantó por allí. De tal modo, muestra que estamos en una película, por si a algún despistado no había escuchado la voz del narrador de esta impagable charlotada metacinematográfica, que se desarrolla en la terrorífica nocturnidad y riéndose de sí misma, del misterio, del género terrorífico y del infortunio de Jimmi (Paquito Melgares) y Mary (Elena Weight), la pareja que, como mandan los cánones, se ve obligada a enamorarse y a esperar a que el amanecer les libere del Karloff de turno, y a nosotros de su afición musical.

sábado, 25 de julio de 2020

El resplandor (1980)


Puede que ni siquiera esté escribiendo esto, y piense que sí lo hago. Pero el cerebro me dice que sí, que mis palabras se suceden con algún sentido y, sin embargo, alguien que las lea, quizá vea en ellas su ausencia. Me digo que existen realidades físicas y emocionales, las hay tangibles e intangibles, algunas las siento falsas, o no del todo verdaderas, otras no las conozco o no quiero saber de ellas. Las hirientes pueden llegar a ser terroríficas y, en sus diversas formas, pueden existir sin forma o con tantas variantes como mentes observen y reflexionen sobre esto o aquello. No se trata de dar un discurso sobre el cerebro y las imágenes que en él se generan, ni de juzgar donde se encuentra el límite entre supuestas locuras y corduras. Lo que pretendo es hablar de cine y de las diferentes sensaciones que me llevan a considerar una película vulgar, mediocre, buena o genial. Tanto el cine como el resto de las artes generan impresiones, algunas más fuertes que otras, emociones y sentimientos. Son conexiones que se establecen y establecen comunión o rechazo con la película o con la obra de arte en cuestión. Cierto que existen caminos que facilitan la creatividad, pero también existen espacios vírgenes a la espera de ser transitados por alguien que se arriesgue y abandone la seguridad del vial conocido. Stanley Kubrick fue uno de esos artistas que quiso y supo liberarse de las cadenas de producción y, una vez libre de intromisiones, explorar espacios audiovisuales que pocos, quizá muy pocos o ninguno, habían recorrido con anterioridad. Disfruto tanto Atraco perfecto (The Killing, 1955) como Senderos de gloria (Path of Glory, 1957), de igual modo, pero distinto, lo hago con ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Dr. Strangelove or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, 1964) o con la estancia de los reclutas en el infernal reino del sargento instructor de La chaqueta metálica (Full Metal Jacket, 1987). Son muestras del mejor Kubrick, o del que prefiero y con el que no desespero. Pero hay otro Kubrick que me frustra y otro a quien me habría gustado decirle que la perfección a la que aspira Barry Lyndon (1974) toca la gloria de su cine, pero es una gloria efímera que no tarda en transformarse en arte forzado y frío, uno que atenta contra aquello que mejor define el arte y a nosotros mismos: la imperfección, mezcla inexplicable de belleza y fealdad humana. Con el Kubrick de El resplandor (The Shining, 1980) desaparece mi simpatía hacia el cineasta, puesto que su propuesta me deje tan helado como el personaje que se adentra en un laberinto sin salida, sin una para él. Este Kubrick me resulta tramposo, me asusta su exageración más que cualquier escena, plano o secuencia de la adaptación de la novela de Stephen King, libro que no he leído y dudo que lea. Dicha sensación provoca que las imágenes que se suceden en El resplandor me lleven de la sonrisa a la espera nerviosa, deteniéndose en varios puntos de aburrimiento o de avance, sigiloso, por un estrecho sendero de sospecha. ¿Cuál? ¿Si bajo el volumen, y la música se apaga, descubriré la trampa? ¿Será la misma película o las sensaciones que genera la combinación imagen y fondo musical me descubrirá otro mundo, otra realidad? No hace falta que responda, al detenerme en una nueva sospecha, la de si Jack Nicholson ha podido alguna vez con sus tics, con esos gestos que repite a lo largo de su filmografía. Su histrionismo acude algunas veces al rescate y otras con exageración cargante; aquí acierta en las escaleras, mientras da un paso y luego otro, hablando a Wendy (Shelley Duvall), que, aterrorizada, sujeta en su mano un bate de madera. Aplaudo esta escena, otras no me convencen o no me transmiten. Pero la causa de mi desconexión con El resplandor no creo que sea provocada por Nicholson, ni por el resto del reparto, sino por mi interpretación de lo que veo: la manipulación practicada y el efectismo que persigue el otra hora genial autor de 2001, una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), otra de las que estimo en su maravillosa armonía alcanzada entre la imagen, el sonido, la emoción contenida de Hal, la toma de conciencia de los simios, la artificialidad humana y la danza espacial al compás de Danubio azul. Prefiero con los ojos cerrados al Kubrick de Eyes Wide Shut (1999), su machacada despedida, a la que yo mismo puse peros en su estreno comercial, que al realizador de la tan mitificada (por tantos amantes del terror cinematográfico) El resplandor. ¿Qué es terror? ¿Qué nos asusta? ¿Unas imágenes de dos niñas gemelas? ¿Los silencios de la nada que un niño transita en su triciclo? ¿O un padre y una madre que caen en el abismo de la soledad que se hace insoportable? ¿Quizá la soledad de una relación matrimonial que hace aguas desde tiempo atrás, mucho antes de que un automóvil recorra la carretera montañosa que le llevará al hotel donde vivirán su encierro en el infierno? Supongo que cada cual conoce o cierra los ojos ante sus miedos. Sospecho que en este último caso, será complicado reconocerlos o reconocer que no hay nada malo en ellos. Tanto la locura como el miedo nace en nosotros, pero la locura en la que cae Torrance la siento impostada, ajena a su mente, de igual modo que siento que Kubrick quiere generarnos inquietud, desasosiego, quizá miedo, pero parece olvidarse que todo eso nace en nosotros, que forma parte de nuestra naturaleza. Quizá por eso mismo me aterra más la deshumanización cultural y social que amenaza en cualquier esquina que una película que me pierde o en la que yo me pierdo, puesto que en ningún momento siento más sensación que la chirriante que potencia su banda sonora, para enfatizar ¿qué? La locura llega silenciosa, sin avisar, aunque no en el caso de Jack, puesto que se anuncia en los primeros compases del film, quizá porque habita en él, o es natural a él (y a nosotros), aunque, en su caso, esa locura quizá natural le supera y lo convierte en un peligro para sí y para Wendy, Danny (Danny Lloyd) y su inseparable Tom, el invisible colega de resplandor...

viernes, 24 de julio de 2020

Richard Jewell (2019)

Cual John Ford en parte de sus películas, Clint Eastwood, en otras tantas de las suyas, recorre la historia estadounidense, deteniéndose más en antihéroes que en héroes, desmontando la leyenda a partir de pequeñas historias que forjaron los mitos que desmitifica en Sin perdón (Unforgiven, 1992) o que no tienen cabida en Un mundo perfecto (A Perfect World, 1993), salvo en la infantil ingenuidad del niño protagonista. Prácticamente al inicio de su carrera como director, Eastwood dio la espalda al típico héroe norteamericano, lo hizo con gran acierto en El fuera de la ley (The Outlaw Josey Wales, 1976), western donde no hay lugar para héroes o heroínas, ni para pensamientos incuestionables y totalitarios que insisten en salvar el mundo de villanos, a pesar de que el mundo no necesite ser salvado de un supuesto mal por un bien impuesto. El mundo antihéroico y violento que nos descubre El fuera de la ley necesita aceptar y aprender de su diversidad, de la humanidad imperfecta, de la carnalidad y de la riqueza emotiva que habla en silencios. Habla de comprensión, tolerancia y convivencia, de relacionar individuos que juntos forman un grupo heterogéneo que no precisa palabras para comprender, aunque se hayan visto forzados a ello, y aceptar que la frustración, el dolor, la superación o la alegría son comunes a todos ellos, que son parte de las vueltas y más vueltas sobre el eje que giran sus vidas, desde el primer hasta el último día.



Todo es intermitente, reflexionó un despistado frente a un semáforo en ámbar. Se da a cuentagotas o a regañadientes, porque todavía vivimos en una primera infancia, caprichosa y ciega. Nos aferramos a vivir en pañales y, mirando atrás, la historia se burla y se ríe de lo poco que hemos aprendido. Se ríe de nuestra madurez impostada, se troncha de nuestra presunción de inteligencia y de nuestros logros. Duda de nuestro pírrico progreso, aunque nos defendamos con "ahora volamos al espacio", "somos más libres y muchos somos democráticos, pero apoyamos la nuestra y no la vuestra" o "nos relacionamos en redes impersonales donde la exhibición se hace pasar por sensibilidad y sentimiento". De niños, luchamos por vivir nuestras existencias lo más ligeras posibles, lógico, e incluso obligamos a los compañeros de guardería a aceptar nuestra postura babeante; si no, amenazamos con un "te pedorrearemos desde la cuna". La historia comenta que en algún momento existieron contrarios sin baberos, que hubo enfrentamientos e intentos de abrir caminos hacia cierta madurez humana. Josey Wales la acaricia cuando acepta las responsabilidades de las que ha estado huyendo desde la muerte de su familia o, mismamente, "Schofield Kid" encuentra su oportunidad de despertar cuando comprende que la leyenda difiere de la realidad. Crear héroes, creer en ellos, confiar en ellos, que resuelvan nuestros problemas, o acaso sentir la ilusión de que uno mismo es el héroe son situaciones naturales y beneficiosas en la infancia. Se desarrollan en juegos, fantasías y otras experiencias creativas que pueden ayudar a potenciar capacidades que formarán parte de nuestra complejidad. Pero, a medida que las desarrollamos, maduramos. Al menos, eso decimos, y mientras tanto asumimos que esa figura heroica e infantil ya no es necesaria para protegernos (como sucede con la protección materna y paterna). Finalmente, aunque lo hagamos a regañadientes, algunos nos deshacemos o prescindimos de ídolos y de imágenes infalibles que insisten en que están ahí para librar al mundo de amenazas y para salvaguardarlo de quienes no comulguen con él. Desde Firefox (1982) dudo que en la filmografía de Eastwood el héroe asome como tal, puesto que, salvo ese piloto reaganiano, fruto de la guerra fría y de la propaganda, ningún otro personaje suyo lo es. Solo son hombres con pasado, a veces queriendo huir de él, con presentes inciertos, algunos sin futuro e incluso los hay que, como los astronautas de Space Cowboys (2000), están de vuelta de todo.



La desaparición del héroe suele producirse en la edad adulta, supuestamente cuando se comprende que lo idealizado en la infancia solo es ideal y (a la vez) posible durante ese breve periodo de nuestra existencia. Esto no quiere decir que no haya hechos extraordinarios o imprevistos que requieran intervenciones especiales, que suelen ser reacciones reflejas ante una causa inesperada que desestabiliza lo ordinario; como le sucede a Sully cuando debe tomar la decisión de posar el avión sobre el Hudson, o a los tres amigos que recorren Europa para divertirse y se ven en la tesitura de arrojarse contra un desconocido armado, o a los soldados que, lejos de su hogar, colocan la primera y la segunda bandera estadounidense en Iwo Jima. Cualquiera de estos personajes corrobora la inexistencia del héroe y confirma al hombre corriente que, por un breve instante, deja de serlo. Esto nos lleva a la existencia del momento heroico, que existe tanto en nuestra realidad como en las ficciones de Eastwood. En sus películas cualquiera podría fallar, mirar hacia otro lado, dudar o actuar sin pensar, pero Richard Jewell o Sully escogen actuar conscientes de no ser héroes, actúan porque el momento les exige dar el paso y asumir responsabilidades. Sin embargo, la complejidad estadounidense (que se ha extendido más allá de sus fronteras) necesita crear la fantasía del héroe, que sustituyen por otra similar cuando la anterior ya no vende o cuando se crean nuevas imágenes que renueven la ilusión que tranquiliza conciencias, o quizá las sede. Puede que todo esto sea fruto de una contradicción innata o de una madurez inmadura, acaso del infantilismo que ha colonizado otros lares gracias a, entre otros medios, el cine, la televisión y el mito del gran "héroe americano". Dicho infantilismo concede suma importancia a la existencia de ese héroe, ese alguien a quien admirar y a quien destacar por encima del resto de los mortales. Da igual que no exista, puesto que, como hacen los pequeños de la guardería, héroes y heroínas se pueden inventar y creer que son reales. Puede que se deba a la necesidad de sentir seguridad, de que todo está controlado o de que alguien vela por el modo de vida con el que les han arropado desde la cuna. Es como si llegado el momento de peligro, ese alguien les salvará de cualquier brusco despertar. La ilusión de seguridad, la de confiar en que todo será igual que ayer, que alguien les sacan las castañas del fuego, forma parte del infantilismo sobre el cual gira la existencia de Hollywood, pero no la del cine de Clint Eastwood, que, una vez más, nos habla de todo ello en la excepcional Richard Jewell (2019).



Aunque ya lo había hecho en anteriores producciones, de hecho, creo que lleva haciéndolo desde prácticamente el inicio de su carrera detrás de las cámaras y, si me apuro, también delante: ¿Harry el sucio es o no el típico héroe estadounidense? ¿Vive en un mundo idílico o asume que su postura de fuerza ayuda a crear esa sensación de seguridad que demanda el ciudadano, aunque de cara a la galería la mujer y el hombre de la calle censuren su violencia? Harry no es un héroe, ni quiere serlo, es un tipo duro en un entorno que lo endurece o le exige estar a la altura de su ferocidad. Esa inexistencia del héroe y el estar a la altura de las exigencias de un determinado momento se agudizan en sus últimas películas, quizá porque Eastwood se inspira o se basa en sucesos reales que le sirven para realizar un estudio más complejo sobre el héroe y el heroísmo en Estados Unidos. Si lo primero resulta inexistente, lo segundo existe en un momento determinado que demanda ese comportamiento fuera de lo corriente, que sirva a un bien común: Sully (2016) o los tres excursionistas de 15:17 Tren a París (The 15:18 to Paris, 2018). El piloto debe decidir en pocos segundos y el trío de amigos actúa movido por un instinto que les lleva a la heroicidad, que también se observa en otros pasajeros, puesto que la heroicidad no deja de ser un acto "reflejo" frente a ese momento determinado que lo causa (o que podría haber causado una parálisis, ya que, ante dos situaciones idénticas, no se actúa exactamente de igual forma).



Richard Jewell (Paul Walter Hauser), de 33 años y ex-policía, vive con su madre (Kathy Bates) y trabaja de guardia de seguridad en los conciertos y eventos que se celebran en Atlanta durante los Juegos Olímpicos de 1996. A pesar de su apariencia infantil, se toma en serio su trabajo, quizá tanto que algunos no le toman en serio, pero, en un instante, todo cambia. Algo llama su atención, sospecha, ve la mochila abandonada y da la voz de alarma. Quizá alentado por su imaginación, por los programas de televisión o por su deseo de servir a su país y a sus ciudadanos, sospecha que dentro hay una bomba. Gracias a su intuición, la carga estalla con menor coste de vidas y de heridos. Su intervención minimiza la tragedia, la prensa ensalza el hecho y vitorea al héroe: ¡Viva, Jewell! Su rostro aparece en los medios, aunque Richard es el mismo de siempre. No obstante, los demás lo ven diferente -en realidad, lo ven por primer vez-. Los hay que, como el representante de una editorial, lo contemplan con ojos de dólar, conscientes de que el negocio es el único héroe real en el país de los héroes. El empresario lo sabe, como sabe que un momento así se aprovecha, de ahí que piense en la viabilidad comercial de la autobiografía de Jewell, en el dinero que le reportará la historia de ese don nadie que escapa del anonimato para vivir su suspiro de gloria. Pero Richard no lo ve así. Lo interpreta como parte de su labor y la de los compañeros que estuvieron allí, al pie del cañón, colaborando cuando hubo que arrimar el hombro. Esa es la heroicidad, el actuar y el colaborar cuando la situación lo demanda para un beneficio común. Lo demás, como se verá a partir de entonces, es circo mediático, paranoias y ambiciones personales como las perseguidas por la periodista que publica el artículo que pone en entredicho a Richard, quien, tras ser aplaudido como héroe, se ve acosado por el FBI. Si el periodismo de Kathy Scruggs (Olivia Wilde) es de juzgado de guardia, la investigación de los agentes especiales es abusiva, puede que demencial, aunque Richard aguanta el tipo y, con ayuda de su madre y de su abogado (Sam Rockwell), resiste y se aferra a su sencilla interpretación de la vida, a su modestia y a la sinceridad de la que se sospecha, quizá porque si se cree en la existencia de héroes, también se cree en la de los villanos, como parecen aferrarse los agentes que acosan al protagonista porque no comprenden que un acto heroico nace sin previo aviso, nace en un momento extraordinario que exige actuar fuera de lo ordinario.

miércoles, 22 de julio de 2020

Opening Night (1977)


Noche de estreno

(Patio de butacas; minutos antes del primer acto)

Los espectadores entran en el teatro, solos, acompañados o en tropel. Hay bullicio y no queda claro si los desconocidos caminan cual el ser y la nada, el uno y el universo o lo hacen cual sucia docena. El respetable, en su conjunto, toma asiento. Lo mismo hacen los simios que se individualizan elevando sus gruñidos, y las cabras que, subidas a sus butacas, saludan con sus pezuñas. Más sosegados, humanos, cabras y chimpancés aguardan al inicio. Uno de los simpáticos monos rasca en jardines secretos, dejémosle tranquilo en su intimidad; los más, de los humanos y de las cabras, aprovechan para decir las últimas palabras antes de que se abra el telón. Hay una montesa de fino pelaje que resume al vecino parduzco y de gran cornamenta lo que verán a continuación, aunque no tenga ni idea del argumento ni de si sería mejor tirar "pal monte". Eso es lo de menos para el cabrío, que no tiene la menor intención de regresar a casa antes de la conclusión. Más interesante les resulta la chica del trapecio rojo, que nombra a los actores y a las actrices. Mismamente, alguien alude al autor, de quien aquella señora, la del retrato de grupo, dice ser seguidora. Será que lo persigue como el barbas de tres amaneceres persigue al acomodador, mientras insiste en que le indique donde está el último de la fila. En otra parte del patio, una frase escapa anónima de la boca que menta a la madre que parió al tipo de delante, el alto que no para quieto o quieto no para. Por hablar, habla hasta el apuntador, que necesita afinar el tono. Se escucha un "he dejado a los niños babeando frente a la tele". Alguien le contesta "los míos quedaron delante del ordenador, influyendo a otros idiotas". "Nosotros no tenemos, ni queremos tenerlos". "La humanidad en peligro". "La nuestra quería que nos quedásemos con el nieto". "Prefiero el cine" -dice uno que presume de antiguo ayudante de Griffith. "Yo me quedo con el teatro" -afirma el tataranieto del tataranieto de Esquilo. "A mí me valen ambos" -media un descendiente indirecto de Welles. "¡Tú calla! -exclama Intolerancia. "El otro día comí..." "¡Bien se nota que hoy también!" "¡Ya estamos!" "Sí, y a tiempo". "¡En cuanto termine la función, correré tras su autógrafo!". "Ten cuidado, ahí fuera el tráfico lo dirige Jacques Tati" Los temas son variados, que importen al oyente también es cuestión de gustos y, en ocasiones, de solidaridad forzada. Todo vale para los buenos pacientes, incluso la exageración, la ostentación, la cámara del móvil y la pedantería, pero solo hasta que se levanta el telón y empieza la función. Silencio, expectación. El protagonismo ya es para los artistas profesionales que actuarán mejor o peor que los aficionados que, en sus asientos, no saben si aplaudir, pegar el chicle en la parte inferior de su butaca o abuchear el retraso. Actores y actrices son vidas y voces, también suma de preocupaciones, alegrías, dolores de cabeza, engaños y estómagos que llenar. Son existencias acaso similares, más que distintas, a las del público que a veces se impacienta, pero con el que establecen una relación que solo puede darse en ese instante de actuación, pasión y entrega. ¿Pero qué ha pasado instantes antes? ¿Qué sucede entre bastidores? ¿Cómo se han preparado esos talentos de la interpretación? ¿Les afecta ser otros y otras, durante el tiempo que se prolongue la representación? ¿Viven una mentira? ¿O las emociones de sus personajes son verdaderas? Si bien conocemos la experiencia del público, del que la mayoría hemos formado parte, muchos ignoramos las sensaciones que están viviendo esos hombres y mujeres que se entregan en voz, cuerpo y quizá en alma, a los papeles que asumen sobre el escenario.



Opening Night

Sobre el escenario, tras bambalinas y fuera del teatro (la calle, un bar, el hogar de una admiradora fallecida,...) son los espacios escogidos por John Cassavetes para adentrarse en la intimidad laboral y personal que desconocemos, lo hace de la mano del grupo que pone en marcha La otra mujer, pero, sobre todo, lo hace de la mano de Myrtle Gordon (Gena Rowlands), la protagonista de la obra y el personaje principal de Opening Night (1977). La relación entre cine y teatro ha sido compleja desde los orígenes del primero, sobre todo a la hora de marcar distancias con una expresión artística a todas luces diferente, aunque existan paralelismos que no pueden ser negados. La diferencia responde a cuestiones de lenguaje, también temporales, técnicas, logísticas y de la comunicación que ambos medios establecen con el público. Pero el cine y el teatro han mantenido otro tipo de relaciones menos tensas. Me refiero a las películas que se desarrollan en el ámbito teatral, aunque el teatro solo sea la excusa ambiental para desarrollar temas e intereses. Hay muchas y muy buenas muestras de dicho acercamiento, pero ahora me gustaría detenerme en Opening Night, quizá la película que mejor refleja la realidad de la mujer-actriz que trabaja sobre las tablas. Magistral, como suele ser en sus interpretaciones, Gena Rowlands hace creíbles, e incluso parece sentir, los miedos y las situaciones a las que se enfrenta su personaje, Myrtle, cuando esta otra recrea a otro personaje y busca su conexión con él o poner distancias entre ambas. No obstante, el film de Cassavetes no trata teatro, al menos no es el eje, trata de la actriz y, sobre todo, de la mujer que existe detrás de la imagen, la mujer frente a sí misma, frente a su reflejo y su realidad, frente al personaje y la crisis que estalla tras ser testigo de un atropello. Ha sido testigo de la muerte de una admiradora, ha visto la muerte que llama sin avisar, pero también ha rechazado verse en el espejo, rechaza ver el paso del tiempo en su rostro. Ambas circunstancias la persiguen durante las representaciones de la dramática La otra mujer, lo cual la afecta y la lleva al límite, de igual modo que lleva al límite la inquietud del resto de los participantes en la obra. ¿Qué sucede con Myrtle mientras actúa como Virginia? Como público se ve al personaje, pero ¿Qué sucede con la mujer? ¿Tiene un buen o un mal día? ¿Es infeliz? ¿Ha visto morir a alguien? ¿Lucha contra los fantasmas que ella misma crea? Nada se sabe de quien actúa, excepto lo que se ve sobre el escenario. El público no se lo plantea, ¿por qué habría de hacerlo? No tendría sentido acudir a una representación para pensar en las distintas realidades que afectan al elenco y al resto del equipo artístico: las visibles y las invisibles. Cassavetes sí se las plantea en Opening Night, se plantea qué hay detrás de la representación que se inicia en New Heaven y concluye la noche de su estreno en Broadway. Entremedias, descubrimos entresijos y problemas relacionados con el ámbito teatral, pero, en realidad, quien importa es la mujer que actúa y la otra, la Myrtle real, no la estrella que la gente acosa por un autógrafo o a quien aplauden tras la representación. Se trata de una mujer que comprende, aunque no logra aceptar, su madurez, los primeros indicios de que la vejez se aproxima y, con ella, la soledad se acentúa y el encasillamiento amenaza. Es la mujer madura y la actriz, es Virginia, su personaje, que se debate entre el final de la juventud, que envidia y proyecta en el espectro de la admiradora atropellada, y la veteranía que contempla en el rostro ajado de la autora de la obra. ¿A quién ve cuando se mira en el espejo? ¿Cuál es su reflejo? ¿La mujer que sufre? ¿La diva caprichosa? ¿La otra mujer? ¿La alcohólica y destructiva? ¿La emocional, solitaria e insegura? Ve a todas y a ninguna, ve a Myrtle Gordon al límite, o más allá de cualquier límite entre la ficción y la realidad; quizá, debido a la ausencia de fronteras entre mujer, actriz y personaje, sea la gran estrella a quien el auditorio -cuadrúpedos y bípedos- ovaciona agradecido.

martes, 21 de julio de 2020

Las aventuras del barón Münchhausen (1942)



Por un camino esponjoso y ondulado paseo en compañía de un Murnau imaginario. Es un tipo simpático y agradable que me habla en gallego de sus películas. Me alegro, pues no entiendo el alemán, de hecho, se lo agradezco con un "danke". Me mira, sonríe, pero no tarda en elevar su vista sobre mi derecha.  


—Oye, mira —me dice, ahora en castellano— ahí vuela otro cuerpo inexistente sobre una bala de acero, parece Thomas Ince. Los pocos que le recuerdan dicen que sufre el olvido. Le pasa a muchos colegas; a mí un poco menos, gracias a que todavía hay quienes, igual que tú, hablan de mis películas.

Me encojo de hombros mientras mi acompañante hace señas al cuerpo que se acerca y salta de la bala. Rebota una, dos, tres... diez veces.

—¿Puedes parar de una vez, so saltimbanqui? —pregunto medio cabreado, y con mi cabeza siguiendo su arriba y abajo—. Esto cansa, ¿sabes?

—Hello, boys! —saluda mientras ajusta la frecuencia de su traductor de bolsillo, un Ince diminuto que cuelga en su chaleco de sheriff.

Poco después, los tres nos movemos con paso esponjoso hacia una sala celestial donde las luces no tardan en apagarse.

—Abajo están en 1942 —afirma Ince, en un cantonés que el mini él traduce al instante— si estuviese ahí, lucharía contra los nazis y sus aliados japoneses, esos que nos pillaron dormidos una mañana en Pearl Harbor. Los míos hace meses que entraron en guerra, pero yo estoy aquí, con vosotros dos. La verdad, no tengo buena suerte, podría estar formando parte del equipo de Frank Capra o él formaría parte del mío.

La pantalla se ilumina y, antes de que leamos el título Las aventuras de el barón Münchhausen (Münchhausen, 1942), el Murnau de mi fantasía le dice en mandarín al supuesto Ince que el cine alemán ha vivido días más felices, cuando expresaba con formas disformes el malestar y el pesimismo social. No se trata que le disguste la película que estamos viendo, sencillamente, mi idealización del espectro de quien realizó la magistral El último (Der Letzte Mann, 1924) ha perdido el interés por el film de Josef von Baky. A pesar de todo, continuamos viéndola, mientras, Murnau murmura en gallego, con acento alemán, que Baky abusa del chiste fácil, de la teatralidad de los personajes y de los efectos especiales.

—¿Sin motivo? —le pregunto.

—No —responde sin dudar—. Lo hace porque es su estilo, así lo corroboran sus películas anteriores, pero también se empeña en potenciar la evasión y presumir de la grandeza de la UFA, aunque el esplendor de la productora carece del brillo de mi época.

Así, escuchando sus palabras, comprendí que él y otros como él fueron la UFA, fueron quienes le dieron el prestigio internacional durante la década de 1920. Pero, en 1942, con los nazis al frente de Alemania, ya nada podía ser igual. Aquel año, el tercero de la guerra, se cumplía el 25 aniversario de la creación de la empresa, en ese instante en manos del Ministerio de Propaganda.

—Esta UFA no parece aquella en la que trabajaron Fritz Lang, Robert Wiene Murnau, tú no, macho, —dice Ince en navajo al otro personaje salido de mi chistera, que, sonriente, se señalaba-, el real, el tío de Amanecer (Sunrise, 1927).


Como parte de la celebración del vigésimo quinto cumpleaños de la productora, se decidió tirar la casa por la ventana y realizar Las aventuras del barón Münchhausen con todo el lujo posible y en color. El resultado fue la producción estrella del año, un derroche de efectos especiales destinados a potenciar la ensoñación del relato que Münchhausen (Hans Albert) narra a dos invitados a su fiesta. Les cuenta su propia historia, que es la del barón que recibió de Cagliostro (Ferdinand Marian) el don de vivir en la eterna juventud, y la del amante de Catalina II, la Grande del imperio ruso, también la de aquel que se encontró con Casanova, con el Gran Turco o con la pareja de selenitas, cuyos cuerpos no ponen reparos a vivir separados de sus cabezas. ¿O es a la inversa?

—Paparruchas —me interrumpe Murnau—. Si quieres fantasía, ver a ver mi Fausto (Faust, 1926) o Los nibelungos (Die Nibelungen, 1924), de Lang...

—Esas las vi, pero tenéis películas mejores. Casi muero de emoción cuando vi Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922). Me quedé como sin sangre. No sé si me entiendes.

Murnau me hace un gesto, como diciendo que no haga caso a las palabras del traductor de nuestro amigo, y me indica que continúe.

 A pesar de lo que se pueda creer, no todo el cine rodado en la Alemania nazi tenía un mensaje propagandístico o antisemita, también había producciones que, como esta de Baky, solo buscaba evasión, quizá con la finalidad de todo evasión: escapar de la realidad, de la propia y de la circundante...

—¡Ahí le has dao, pringao! —rima como puede quien se presenta como el proyeccionista.

—No te preocupes por ese, siempre hay alguien que interrumpe, que sería de la vida sin interruptores. Nadie podría decir apaga y vamos -ríe Ince.

 Sospecho que algo se pierde en la traducción, pero me guardo la sospecha y me despido de mis fantasmas con un hasta otras, ha sido un instante evasivo, de lujosa factura y de apariencia fantástica, de aventura y decorados que sueñan ser Venecia, San Petersburgo, Constantinopla o la Luna, pero, más allá, no descubro nada. Adiós, a lo lejos, Dylan canta, dice que está oscureciendo mucho, demasiado, que siente como si estuviese tocando la puerta del cielo...



lunes, 20 de julio de 2020

La caída de la dinastía Romanov (1927)


La amplia experiencia de Esfir Shub en el montaje de más de un centenar de películas extranjeras, para su estreno en las salas de su país, le sirvió (y mucho) a la hora de utilizar fotogramas, planos, secuencias de archivo y crear la novedosa La caída de la dinastía Romanov (Padenye dinastii Romanovykh, 1927), su primer largometraje, el primer documental histórico realizado en la Unión Soviética y la primera pieza del tríptico que se completa con El gran camino (Veliky Put, 1927) y La Rusia de Nicolás II y Tolstoi (Rossiya Nikolaya II i Lev Tolstoi, 1928).


Las revoluciones y su después nos han demostrado que no transforman el fondo de las sociedades que pretenden y dicen cambiar. Tarde o temprano (pueden prescindir del "Tarde" y del "o"), la práctica desvela errores similares y vicios parecidos a los que se condenan previo a dar el paso. Cierto que, una vez impuesto el nuevo régimen, dichos vicios dejan de serlo. Se sustituyen los significantes y se renombran los significados. Se escuchan nuevas voces que hacen de los vicios pasados virtudes de los protagonistas que se incorporan al juego de la historia, quizá el juego idóneo para trampear, trepar y asentarse en el poder. De lo que se trata es de disfrazar las ambiciones, que no distan de las perseguidas por las cabezas depuestas, de incumplir las promesas con las que arrastran a las masas que (en su sacrificio, con sus estómagos vacíos y con su violencia) las hacen posibles, aunque no sepan qué hacen o para quién lo hacen. Ninguna revolución ha pretendido emancipar al conjunto, ni posibilitar a sus miembros una educación libre de adoctrinamiento, una que podría liberarles y deparar el progreso humano y social que, aunque pueda asomar tras la revuelta, pronto se comprende mínimo o, en ocasiones, nulo. A principios del siglo XX, Rusia contaba con una población que sobrepasaba los 120 millones de habitantes. La mayoría eran campesinos y descendientes de aquellas almas esclavas que, vivas o muertas, una generación atrás se contaban entre las posesiones de amos y señores. En teoría, la confirmada por las leyes, los hombres y las mujeres que se deslomaban en el campo, a doble jornada y también en fiestas de guardar, se habían emancipado, aunque, en la práctica, continuaban sin saber leer, con una esperanza de vida comparable al suspiro y sometidos a la caprichosa autoridad de terratenientes y nobles. A estos señores no les quitaba el sueño las condiciones de vida de sus asalariados, si es que les pagaban algo más que la posibilidad de trabajar la tierra que nunca les pertenecería (tampoco después les perteneció). Les interesaba que rindiesen igual que siempre, y en condiciones laborales similares a las de siempre. En ese primer momento de siglo, con la supuesta libertad adquirida, la nueva generación campesina podía abandonar los campos y trasladarse a la ciudad sin pedir permiso. Algo es algo, gritó el más atento de los mudos en un mundo de sordos que se aferraba a la mentira de poder ver. Los hubo que creyeron que quizás allí mejorasen su calidad de vida y, de entre ellos, los más osados, que suelen serlo porque también son los más necesitados y los más pisoteados, migraron a las ciudades donde las fábricas aguardaban con las puertas abiertas, las máquinas quizá engrasadas, las chimeneas humeantes y los sueldos a ras de suelo. -Mira, en aquel rincón tienes tu moneda-. Es decir, salvo de ubicación, apenas hubo cambios para quienes abandonaron el campo y engrosaron el proletario de una industria que empezaba a hacer su primera semana de agosto; el mes completo estaba reservado para las potencias más desarrolladas de Europa (Inglaterra, Francia y Alemania).


En este punto de la lectura, llegamos a 1905 y se descubre que nada ha cambiado para rusos y rusas, sobre todo para la masa campesina y para la reconvertida en obrera. Su miseria continua sin afectar a los aristócratas, que siguen a lo suyo, incapaces de ver en el horizonte los nubarrones que amenazan tormenta, y de las gordas. Juguemos a la guerra -se dicen algunos prohombres-, quizá así calmemos los ánimos, aunque seguro que nuestra llamada al patriotismo, no llenará los estómagos de la población. El zar Nicolás II y sus generales llaman a las armas y se las dan de abusones, pero calculan mal, y los japoneses les dan una soberana paliza. Así, de sopetón o de golpe y porrazo, Rusia comprende que no es un gigante, salvo en su extensión, también se sospecha que el zar estaría mejor ejerciendo otro tipo de trabajo, ¿pero qué heredero digno de sus padres rechaza ser la máxima autoridad de un imperio? No pretendo engañar a nadie, perder la guerra contra Japón es un mazazo en toda regla para un país que ese mismo año llora el asesinato de la multitud pacífica que un domingo se manifiesta frente al palacio de invierno en San Petersburgo o ve a la marinería del acorazado Potemkin amotinándose -años después, Sergei M. Eisenstein recreará el motín en una de sus grandes obras cinematográficas. Mas no todo son pésimas noticias, ya que, apurado por los hechos, el monarca acepta a regañadientes la primera Duma, un parlamento de pega sin más poder que el de sentarse en la sala y ejercer de marionetas. Rusia todavía vive en el pasado de clases en el que la figura imperial es la autoridad absoluta y paternal de un pueblo formado en su mayoría por gentes iletradas con las que nadie cuenta, porque apenas alteran o preocupan a la aristocracia y a su mundo de bailes, festines, glamour, alcobas y privilegios; visto así parece un mundo filmado por StroheimLubitsch. Abandonemos este año que marcó un antes y un después: un principio del fin de la dinastía que llevaba trescientos años reinando, aunque sin preocuparse de mejorar las condiciones de vida de la población (tampoco lo haría la dictadura leninista que sustituyó a la monárquica). Nicolás II (algún ilustrado podría decir que segundas partes nunca fueron buenas) no supo enfrentarse a esa situación, en realidad, no se enfrentó a ella, prefirió creerse el cuento de la realeza divina y de su comunión con el pueblo que, sin apenas sustento, llevaba siglos sometido a los abusos de aristócratas, terratenientes y, más adelante, industriales. Tarde supo el monarca que no había nada de divino en que un hombre sometiese al resto, ni que gran parte de la totalidad dominada se viera condenada a la hambruna o a la servidumbre cercana a la esclavitud. Obviamente, el pueblo deseaba comer, más que liberarse de una autoridad u otra, y, para saciar su hambre, habría seguido a cualquiera que le ofreciese la promesa de estómagos llenos, menos apremiantes eran las promesas de libertad e igualdad (que tampoco se cumplirían). Los hechos que siguieron al ascenso al trono del último zar eran inevitables e imparables, ya que respondían a los movimientos y las transformaciones históricas (políticas, sociales y económicas) que, rota la fantasía alienante de la divinidad imperial, avanzaban a velocidad de vértigo para confirmar que el tiempo de los Romanov había pasado y que Nicolás lucía cual reliquia del pasado que no tardaría en ser borrado. Ese final fue el que quiso retratar la montadora y documentalista Esfir Shub en La caída de la dinastía Romanov, por entonces un film único en su género, que recopilaba imágenes de archivo y caseras (algunas habían sido rodadas por los siervos de la familia real) para realizar el primer documental histórico soviético. El resultado es un film dinámico, que muestra una época, pero consciente de que se encuentra en otra que le exige posicionarse, más si cabe al tratarse de uno de los encargos cinematográficos que conmemoraban el décimo aniversario de la Revolución de octubre de 1917.


Una de las grandes ventajas de la democracia frente a cualquier absolutismo (monarquía, autocracia o dictadura), sea individual u oligárquico, reside en que la incompetencia y las malas artes de los gobernantes elegidos en elecciones libres pueden cambiarse por otras, transcurrido el periodo legal de mandato, mientras que en las autocracias, necedades y abusos duran la vida de los dictadores o de los monarcas y sus sucesivos herederos dinásticos. Frívolamente, se podría decir que el destino de los súbditos depende de la suerte: que uno de los totalitarios sea menos obtuso, sádico o inútil que su antecesor o sucesor. Pero este no fue el caso de Nicolás II, cuyo pensamiento se reducía a ver un mundo inexistente, quizá solo vivo en la ideología reaccionaria paterna, en retratos y en el nombre Romanov, la familia que llevaba tres siglos al frente del imperio, desde que en 1613 Miguel I recibió la corona. El ascenso al trono de Nicolás se produjo en 1894, cuando la muerte de su padre Alejandro III. El nuevo monarca contaba con veintiséis años de edad y, más que obtuso, era un incompetente, además de ser una persona de extrema timidez y de voluntad tan adaptable como la camaleónica de Zelig (Woody Allen, 1983). Lo suyo no era gobernar, quizás en este aspecto el destino fue injusto con él, ya que posiblemente habría preferido ser alguien diferente, alguien a quien no le obligasen a soportar el peso de ser zar del imperio Ruso y el encargado de velar por la continuidad de la dinastía Romanov. Nicolás no pudo con la corona, menos aún con la Historia, que pesa lo suyo, y se desentendió de la realidad que se vivía en su presente; prefirió asumir que su tiempo era similar al pasado. Fue coronado, y le fue concedido el poder absoluto. Lo recibió sin ánimo de renovar un país que, en realidad, era un polvorín. Mientras, el zar y la zarina Alejandra abrazaban el lujo, a sus cuatro hijas y a su hijo Alexei, a la bendita ignorancia y al cómodo continuismo, año a año, se iban sumando a la fiesta más crisis, más vacíos estomacales y más revueltas y nuevas ausencias de soluciones regias para un pueblo real y a punto de estallar. La hambruna que atacaba y mermaba a millones de hogares campesinos y urbanos en los albores del siglo XX, el anarquismo en su versión más explosiva, el comunismo (dictatorial, el bolchevique; democrático, el menchevique), los desastres evitables (la guerra ruso-japonesa, el Domingo sangriento, la revolución de 1905, las purgas de un estado policial, obra de Alejandro III, el antisemitismo, la Paz Armada, el gasto armamentístico, la Primera Guerra Mundial, el baile de ministros mientras Alejandra asumió el gobierno) fueron leña para el fuego revolucionario de 1917 y su posterior Guerra Civil. Más allá de la presencia e influencia de políticos o de advenedizos como Rasputin pudiesen tener en la pareja imperial, el alejamiento de los Romanov de las necesidades políticas (una reforma constitucional y una democracia), económicas (un elevado porcentaje de la población carecía de alimentos básicos, de tierras que trabajar o de puestos de trabajo) y sociales fueron fruto de sus creencias de clase. Eso fue lo que deparó el final de los Romanov, los propios Romanov, que, al contrario que la corona británica, por citar una monarquía parlamentaria, no supo interpretar los tiempos, negándose a formar parte de los cambios del siglo XX, cambios que apuntaban el fin de cualquier monarquía absolutista, otra cuestión sería el absolutismo sin corona, aquel que se puso de moda tras la revolución rusa que también tiene cabida en este documental en el que Esfir Shub no filmó un solo fotograma y, aún así, creó una obra novedosa y personal.



sábado, 18 de julio de 2020

Fiebre del sábado noche (1977)


Hay películas que sin pretenderlo son reflejos de las distintas realidades sociales de su época. No nacen para realizar un análisis sociológico del momento, sino que surgen como parte del propio instante en el que se vive. Son films que solo a posteriori se pueden analizar considerando los rasgos y características que los definen y diferencian su entonces de otros anteriores y posteriores. Pero cuáles fueron las intenciones de los autores es una pregunta que no puedo responder, porque sencillamente no son obras mías. Lo que a mí me corresponde, como a cada espectador, es aburrirse, divertirse, bostezar, reír o sacar conclusiones. Por ejemplo, películas de la década de 1960 reflejan nihilismo, miedo, enfrentamiento, violencia, consecuencia del momento, de las protestas, del pánico a un hipotético conflicto nuclear, de la decepción que podía sentirse en varios puntos del globo terráqueo. Pero a mediados de la década siguiente, el cine sufre su enésima transformación porque la sociedad también cambia: se potencia la fuga de la realidad, no solo juvenil, y se agudiza el consumismo, la publicidad y la superficialidad que encuentro en Fiebre del sábado noche (Saturday Night Feaver, 1977). Poco me importa que fuese un fenómeno social y un éxito comercial o que la imagen de Tony Manero (John Travolta) se convirtiese en un icono cinematográfico de finales de los setenta, o que John Badham emplease la steadicam —desarrollada por Garrett Brown—, como habían hecho con anterioridad (y con mayor acierto, opino) Hal Ashby en Esta tierra es mía (Bound for Glory, 1976), John G. Avildsen en Rocky (1976) o John Schlesinger en Marathon Man (1976). No me importa porque me parece una película mediocre que se ajusta a un cine mediocre que alcanzaría su cota popular más hortera en Grease (Randal Kleiser, 1978), otro film con Travolta de protagonista. La primera vez que la vi, allá por la década de 1980, no encontré nada que me hiciese pensar que Fiebre del sábado noche valiese dos horas de mi vida adolescente, pues lo único que descubrí fueron los pasos chulescos de Tony, al ritmo de la música de los hermanos Gibb, las coreografías discotequeras, que apuntaban cierta tendencia a la homogeneidad, a liberación sexual o, aunque minoritarios, a la irrupción de ritmos latinos en pistas de baile que los Maneros neoyorquinos asumían como escenarios vitales, donde el escapismo de una realidad hiriente (como cualquier realidad y época lo es para minorías marginales y la masa obrera) sustituía al difunto sueño americano. Aquella falta de conexión con el film de Badham todavía existe, y nada ha cambiado. No conecto con ella, pero la considero muy superior a Flashdance (Adrian Lyne, 1983), Footloose (Herbert Ross, 1984) o Dirty Dancing (Emile Ardolino, 1987), películas que encuentran en la música y en el baile excusas que no logran ocultar su falta de ideas o la falsa rebeldía de una generación que no pisa con fuerza, simplemente creía que bailaba a contracorriente.


El paso del tiempo me ha hecho más benévolo y paciente; miento. Me ha hecho más gilipollas y más de espacios al aire libre que de discotecas, pero ¿tanto como para volver a ver el film de 
John Badham? Eso parece, pues no hace mucho volví a ella, aunque esta vez era del todo consciente de su banda sonora, de la simpleza de la trama y de su crítica social, y del vacío a llenar por ese bailarín hortera y patético, víctima de la moda y de la sociedad en la que vive y que amenaza con arrebatarle sus ilusiones, un personaje made in Hollywood (de los 70 y 80) en busca de sí mismo, al que dio vida Travolta. Ninguno de estos tres factores, que conectaron con el público de la época —por entonces, en su mayoría, tan jóvenes como el protagonista y tan necesitados de demostrar su carnalidad y el rechazo a sus "viejos" en las pistas de baile—, resultan insuficientes para que hoy opine diferente a ayer. Me gusta la diversión como al que más, pero, por mucho que los personajes busquen divertirse, ni me divierten ni entretienen. En realidad, no creo que solo salgan a divertirse, algunos buscan o intenta disfrazar su conformismo, su falta de expectativas y de sueños, sus ausencias, similares a las que se descubren en gran parte del cine hollywoodiense que se estaba imponiendo hacia finales de la década. No obstante, Badham pretende transcender (aunque dudo que lo lograse) y para ello habla de la emoción de ser joven, también de la dificultad que implica o de la negativa a plantearse un futuro, quizá porque Manero y demás bailones y bailonas no desean que llegue ese algún día, no muy lejano, en el que ellos mismos acaben siendo la imagen de la derrota que en el presente observan en sus padres. De ahí que el baile y la disco sean vías de escape para Tony, puesto que le posibilitan huir de la realidad familiar y laboral y le permiten sentirse especial, sentirse el número uno en algo, aunque ese algo sea tan insignificante (o para él tan vital) como gastar suela en la pista donde suena el discotequero falsete de los Bee Gees o la manipulación electrónica de la Quinta de Bethoveen. Así pues, el héroe de la disco es un joven de diecinueve años que asume una vitalidad que se sabe efímera, mientras intenta sobrevivir como puede a la precaria economía familiar —padre (Val Bisoglio), desempleado; madre (Julie Bovasso), ama de casa, su hermano Frank (Martin Shakar), acaba de colgar los hábitos, y la abuela (Nina Hansen) posiblemente carezca de pensión—, a su trabajo en la droguería donde aguarda la paga semanal para gastar en la disco o en una camisa que le favorezca (o no), a sus amistades o a bailes, celos, frustraciones y atracciones/rechazos sexuales con Stephanie (Karen Lynn Gorney) y Annette (Donne Pescow).