viernes, 3 de julio de 2020

La ciudad perdida (1955)


Dentro y fuera de España, muchas españolas y españoles aguardaban la derrota de Alemania en la II Guerra Mundial (1939-1945), pues suponían que el fin del nacionalsocialismo también sería el final del franquismo. Pero esos muchos y muchas se equivocaron, quizá porque desconocían que el mundo no lo deciden mayorías, sino minorías e incluso singulares tan poderosos como Churchill, Stalin y Truman... No era ningún secreto que el político británico sentía antipatía por el comunismo, ni que, cuando quería, podía ser un analista sagaz, capaz de intuir lo que otros ya sabían. Churchill era consciente de que finalizada la Segunda Guerra Mundial, el mundo iniciaría un nuevo orden, que habría más conflictos y enfrentamientos, aunque quizá distintos a los anteriores. Tampoco ignoraba que ese nuevo orden no era novedoso, que había asomado en el pasado, en enfrentamientos que ya formaban parte de la Historia: la Revolución de 1917, la Guerra Civil Española (1936-1939) o los continuos altercados que se produjeron en la Alemania de entreguerras, previo al ascenso de los nazis. El miedo de las grandes fortunas alemanas a sus paisanos menos ricos y más comunistas, ya no digamos a los que gobernaban la roja Rusia, les convenció para, con su dinero, apoyar a Hitler, a quien suponían ideal para frenar la amenaza a sus bolsillos. Tras la Segunda Guerra Mundial, con Alemania derrotada, los aliados, representados por sus jefazos, se reunieron en la prusiana Postdam. Allí, entre otros temas, trataron el qué hacer con Franco y su dictadura. Si dejarlo estar o darle la patada, que muchos deseaban propinarle. Claro está, Stalin quería cargárselo, pero, finalmente, fue Churchill, representante de un país democrático que presumía de su democracia y de su caballerosidad, quien ganó la partida y logró que el dictador español permaneciese en su trono feudal. Más complejo que el de la oca, el juego de Churchill consistía en dejar a España en manos de Franco, ya que, más adelante, podrían utilizarle de defensa anticomunista. El antiguo Lord del Almirantazgo, criticado por el desastre de Galipolli y admirado por su resistencia durante los primeros tiempos de la II Guerra Mundial, no dudaba de que el mundo estaba condenado a dividirse en dos grandes bloques. En definitiva, era consciente de la proximidad de un nuevo conflicto a escala planetaria. El miedo que las democracias sentían hacia al "terror rojo" fue clave para la supervivencia de la dictadura franquista, una dictadura que, para más inri, no había escondido sus simpatías nacionalsocialistas. En fin, cosas más extrañas se han visto en la Historia que la decisión de los aliados de dejar a Franco al mando de España, y muchas otras veremos y se verán. Churchill no se equivocó en una cosa, en el anticomunismo franquista, el cual cobró nuevos bríos cuando comprendió que, para él, todo seguiría igual después de Postdam y que tenía vía libre para hacer y deshacer, así como para perseguir cualquier oposición interna. La posguerra española se alargó más de la cuenta, digamos que toda la década de 1940 no llegó para que el país se recuperara de los estragos del conflicto civil, pero la vida seguía y el cine también, aunque la realidad no asomaba por la pantalla. Lo que sí se vio fue un brote de cine bélico al inicio de los cuarenta, aunque los géneros predominantes fueron el melodrama y la comedia -avanzado el decenio, se pusieron de moda el cine histórico y el religioso-. Ya en la década de 1950, la Guerra Fría se confirmaba como una realidad a largo plazo y en algunas cinematografías, entre ellas la española, ese conflicto no tardó en asomar en la pantalla.



Murió hace quince años (Rafael Gil, 1954) y Rapsodia de sangre (Antonio Isasi-Isamendi, 1957) quizá sean los títulos más (re)conocidos del cine anticomunista realizado en España durante la década de 1950, pero entre ambos se cuela La ciudad perdida (1955), otro título que podría inscribirse dentro de la propaganda. Pero, a diferencia de los films de Gil y de Isasi-Isamendi, el segundo largometraje de Margarita Alexandre y Rafael María Torrecilla apunta ambigüedad al humanizar al fugitivo comunista y transformarlo en el personaje más honesto del film, quizá porque asume su cansancio, su imposibilidad y su desilusión con la dignidad que observa la chica a quien secuestra para poder huir. El inicio, nocturno, en una carretera por donde circula un automóvil en cuyo interior viajan cuatro individuos armados, apunta cine negro, negrura que se agudiza cuando en esa misma carretera se descubre el control policial que los aguarda. Alguien los ha delatado, aunque ya no importa cuando se produce el tiroteo donde dos agentes y tres ocupantes del coche mueren. Solo sobrevive uno de los fuera de la ley, del que nada sabemos salvo que es un fugitivo, quizá un delincuente común o político, que no tardará en caer. <<Ese no puede ir muy lejos. Ya caerá>>, asume, tranquilo, el inspector (Félix Defauce). El arranque es atractivo, contundente, violento y cercano al cine negro estadounidense, pero el dúo Alexandre-Torrecilla opta por la ambigüedad que apunta propaganda, pero, al tiempo, denota cierta amargura contra esa España totalitaria donde no hay cabida para el idealismo que Rafael (Fausto Tozzi) ya habría perdido antes de su entrada clandestina en el país con esos tres compañeros con los que viaja, al inicio, por una carretera oscura. En el interior del vehículo, semejan criminales, sospecha que parece confirmarse con un primer plano de las manos del copiloto, que saca una pistola. Poco después sucede el altercado y el policíaco, de tintes negros, se traslada a Madrid. Allí el fugitivo deambula por las calles, sin dinero, recordando su pasado, aguardando la solución de su presente. El tono del film cambia e introduce ciertas dosis de propaganda anticomunista en la figura de los padres del clandestino, pero los realizadores no quiere insistir en ello, puesto que están de parte del perdido, de quien ha perdido la ilusión. Así que, finalmente, se decanta por el drama de dos fugitivos, Rafael y la mujer que secuestra para poder huir, un drama y un imposible con pinceladas cómicas, en el papel de Manolo Morán, e influencias del realismo poético francés, en su parte final, en la noche y en la soledad de un paseo que concluye en una estación abandonada donde ambos esperan el amanecer. 

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