viernes, 10 de julio de 2020

Los malditos (1947)



El artículo sobre René Clément que José María Latorre escribió para el monográfico que la revista Nosferatu dedicó al cine francés, de entre 1945 y 1958, se inicia con las declaraciones de cineastas que revindican la figura del responsable de Juegos prohibidos (Jeux interdits, 1952) y de otros realizadores ninguneados por la crítica cahierista, que minusvaloraba a la mayoría de directores galos de posguerra con críticas condicionadas por intereses y gustos personales. Había opiniones, ideas, desplantes y quizá criterios que el publico podía apreciar, entender, discutir y/o rechazar. Atendiendo al pasado, vemos que la crítica forma su historia de aciertos y errores, e incluso de injusticias todavía ignoradas o ya reconocidas. Algunos cahieristas como Claude Chabrol asumieron el error que supuso apuntar defectos y olvidarse de las virtudes de los cineastas a quienes estaban dispuestos a evidenciar, quizá porque tenían más presente su intención de debutar en la dirección que la de expresar una crítica lo más profesional posible. Aquellos jóvenes críticos buscaban hacerse un nombre, pensaban su salto al cine, de hecho, no tardaron en dar el paso e irrumpieron con fuerza renovadora, pero algunas de sus películas, impactantes entonces, me atraen menos que Los malditos (Les maudits, 1947) y otros films de la época. No necesito más que recordar el travelling que presenta los distintos compartimentos del submarino o cualquier otra escena en espacios cerrados, sea en el interior del sumergible donde se desarrolla la práctica totalidad de Los malditos, en la oscuridad del hogar del doctor Guilbert (Henri Vidal) o en el almacén donde Willy Morus (Michael Auclair) se esconde de Forster (Joe Dest), su amo y señor, para comprender la maestría de un cineasta que aprovecha el encierro para dotar a su intriga de la opresiva y alucinada atmósfera que la hace tan especial. Esta y otras películas nada tienen que envidiar a muchas de las realizadas por esos críticos (apasionados por el cine de HawksHitchcock, LangRosselliniVigo) que debutaron hacia finales de la década de 1950. Algunos films de los miembros de la llamada nouvelle vague lucen hoy con menos brillo que otros de Yves Allegret, Henri-Georges ClouzotAutant-Lara o Clément, pero la publicidad o la propaganda jugó su función, fundamental tanto en éxitos del momento como a la hora de mitificar, y se olvidó de títulos que todavía invitan a disfrutar de un espléndido instante cinematográfico.



Lo que escribo a continuación es relleno. Explicado esto, continúo y asumo que, al contrario que en Italia, que salía de una dictadura de dos décadas, el público francés de posguerra prefería la evasión al realismo, quizá porque este pudiese herir sensibilidades o recordar colaboraciones o silencios. Lo que las personas buscaban era olvidar el trauma bélico, aún reciente, y, para hacerlo, las películas de ficción eran idóneas. No obstante, durante y posterior a la ocupación alemana, la industria cinematográfica francesa agonizaba bajo mínimos. Necesitaba reconstruirse y, para conseguirlo, precisaba cineastas, ayudas económicas estatales y leyes de protección —ante la amenaza de la invasión de los productos hechos en Hollywood—, nuevas infraestructuras y que el espectador acudiese a las salas. En ese instante, un tipo de cine como el que sería posible quince años después, era una quimera, incluso lo era dotar a las película de un realismo como el italiano, como corrobora el fracaso comercial de La batalla del raíl (Bataille du rail, 1945), en la que René Clément mostraba la lucha de los ferroviarios desde una perspectiva casi documental. Había que encontrar otras opciones, de ahí que Marcel Carné volviese a su cine prebélico, que Bresson iniciase su distanciamiento y se convirtiese en un faro cinematográfico o que Jacques Becker se acercase a la realidad en comedias tan logradas como La mudanza de Françoise (Rue de l’Estrapade, 1952) o Se escapó la suerte (Antoine et Antoinette, 1947). Todos ellos habían contactado con el cine antes de la guerra, lo mismo que Cluzot, que sería apartado de los platós durante un par de años —señalado por rodar durante la contienda— o Clément, quien había debutado tras las cámaras en 1935, y a él se le deben la ya nombrada La batalla del rail, puede que la primera película de posguerra, y este film ambientado en el interior de un submarino alemán, en los últimos días de la II Guerra Mundial.


Los hechos que observamos en la pantalla ya han sucedido. Lo sabemos gracias al pensamiento de Guilbert, el narrador que escribe sus experiencias abordo de la nave donde posiblemente vivió las horas más intensas, extrañas y peligrosas de la guerra. Relata que su destino estaba lejos, en manos de desconocidos, en esa nave sumergible a la que nosotros accedemos antes que él. Su pensamiento continúa hablando, atrapado en alguno instante del pasado. Recuerda aquel momento en el que creía regresar a la normalidad, pero su suerte se estaba decidiendo en una base de submarinos alemanes en Oslo. Pero, por un instante, asoma la sospecha de que el narrador cuenta la historia que desea contar, puesto que explica hechos y circunstancias que no ha presenciado (ni nadie parece haberle contado). Quizá se oculta y no es quien dice ser, cuando se produce su encuentro con los aliados, sino uno de los criminales que viajan abordo de ese submarino donde se desatan miedos, traiciones y violencias. Pero regresemos a la senda establecida, donde podemos asumir que Guilbert es quien dice ser y no, por ejemplo, Forster... El nazi colaborador y mano derecha de Himmler, y la imagen de la sinrazón y del totalitarismo que está siendo derrotado mientras el submarino se dirige a Sudamérica, donde varios tripulantes deben llevar a cabo una misión que jamás será realizada. Foster es la amenaza, es el dictador que controla y manipula, pero también es un hombre y, como tal, es celoso de lo que supone suyo. Y así domina a Willy, su perrito faldero y amante por interés. Las miradas de deseo no son exclusiva del nazi, también de la esposa (Florence Marly) que, aun en presencia del marido (Fosco Giachetti) que sufre de desamor, no duda en mostrar la pasión que siente hacia el general del ejército alemán que para ella representa la seducción del régimen: uniforme, poder y elitismo. Volviendo al doctor, él es quien pone titulo a sus recuerdos, los llama los malditos, aludiendo a todos y cada uno de los hombres y las mujeres que viajan en ese sumergible que nunca llegará a puerto, una nave donde el terror se propaga en forma de miedo al contagio de una enfermedad irreal y de otra real, pero que no es física: la locura fruto de sinsentido que encuentra su mayor exponente en Forster... Ese nombre y ese hombre que el doctor no se cansa de repetir mientras escribe y escribe los hechos que recuerda incluso sin estar en el buque, quizá alguien se los haya contado o sencillamente volvamos al inicio y a las dudas de que pueda ser alguien que no dice ser. 

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