jueves, 30 de julio de 2020

Il Boom (1963)


Podría escribir un libro sobre Vittorio De Sica y Cesare Zavattini y hablar sobre sus películas comunes o de las que realizaron por separado. Podría referirme a sus caminos profesionales, de celuloide y vidas; podría decir y comentar, como si creyese conocerles. Pero sé que no es así, que solo conozco ese algo suyo que han dejado impreso en planos, secuencias y diálogos de películas que todavía retengo en la memoria. Ese algo se descubre al acompañarles por una milagrosa barriada milanesa o por la eterna Roma de la posguerra o aquella que sufre el desarrollo económico satirizado en Il Boom (1963). Arriba, dije que podría escribir sobre Zavattini y De Sica, pero también puedo referirme durante medio día, y parte de la mitad restante, a Alberto Sordi y a su variopinta gama de anónimos pisoteados que no se atreven a exigir que dejen de pisarles. Callan o murmuran ante el temor a perder su nivel de vida, lo poco que tienen o lo mucho que esperan conseguir. Su actitud los convierte en caricaturas de lo que nunca llegarán a ser. Nunca llagarán a ser dueños de sus vidas, solo les resta apañarse y lo hacen con picaresca y cobardía. Pero sus miedos no les impiden sacar pecho en público, frente a quienes pueden hincharlo sin peligro, aunque pronto los descubrimos adulando, a quien consideran por encima, o bajando la cabeza cuando alguien les grita. En la distancia se quejan de sus miserias o, cuando creen que nadie les observa, susurran o gritan un <<cornuto>> u otras expresiones que denotan frustración y contrariedad. Son desahogos estériles, insuficientes para espantar la creciente sensación de impotencia que cargan a cuestas. Al recordar a estos personajes, muchos de los cuales son pequeñoburgueses o aspirantes millonarios como Giovanni Alberti, el protagonista de Il Boom, parece quedar claro que engañan a los demás, y a sí mismos, porque el engaño es inherente a su entorno, donde todo es apariencia (de riqueza, de amistad, de familia, de moral) y los antihéroes de Sordi abrazan la imagen para engañar al resto o para evitar ser engañados, aunque, más pronto que tarde, lo acaben siendo. Hay sufrimiento detrás de estos comportamientos, una aflicción que callan y guardan para sí. Pero, sobre todo, en ellos late el anhelo de dejar de temer en un mundo que les asusta, uno que utiliza, oprime y encadena, un mundo que no se detiene ni se compadece, uno donde se pisotea por deporte o para dejar de ser pisoteado o, de manera literal en Giovanni, uno que obliga a pagar un ojo de la cara para mantener el bienestar ficticio, puesto que solo lo es en apariencia. Buscan en lugares diferentes, pretenden dinero, ascenso social o escurrir el bulto, buscan su felicidad y su comodidad. Son hedonistas frustrados, puesto que sus búsquedas suelen resultar infructuosas e incluso pueden costarles mucho o todo. En realidad, no les reportan placer, acaso un breve espejismo de placer. Nunca olvidaré a sus dos soldados en La gran Guerra (La Grande Guerra; Mario Monicelli, 1959) y Todos a casa (Tutti a Casa; Luigi Comencini, 1960), a su americano de Roma, a sus trepas y maestros en el arte de apañarse, entre otros pequeños burgueses que, cual Giovanni, dicen y se desdicen, intentan vender y acaban comprando y sonríen, cuando les gustaría llorar o salir corriendo. Nunca he visto mejor caricatura del eterno aspirante a levantarse y a sobrevivir que la de Sordi, ni recuerdo a ningún otro actor capaz de crear el patetismo y la necesidad de dejar de sentirse patético que se descubre en estos personajes que, como pueden, soportan la realidad de la que intentan evadirse formando parte, pues son los "héroes" de su tiempo y de la sociedad que los ha hecho tal cual son.




La disparidad de matices que aporta Sordi enriquecen a su personaje, a quien De Sica atrapa y sigue por un ambiente de lujo, de imagen y de consumo donde el milagro económico y el bienestar (no así su promesa) son para una minoría de la que Giovanni queda fuera, cuestión que comprende cuando, sin blanca, nadie le presta dinero. Y sin dinero, teme perder a Silvia (Gianna Maria Canale); de modo que el amor, el matrimonio y la familia limitan sus opciones. Se encuentra atrapado en un país libre y democrático, como sabrá avanzado el metraje. Pero, al inicio, todavía inocente, apenas sabe de que va el juego e ignora ser esclavo del lujo, del dinero, de la imagen social, mismamente del pastel del que nunca ha comido más que sobras o migajas. Esto con suerte, ya que sus reproches apuntan (se queja de que lo hayan dejado fuera de los grandes negocios) a que las más de las veces no encuentra más recompensa que la de ver a otros comiéndose el pastel. Los personajes de Il Boom viven la "dolce vita", viven en el Desarrollo que devora a Giovanni sin el menor miramiento. Lo atrapa, lo mastica, lo aprovecha y, ya sin liras que consumir, escupe los restos. Aunque no se detenga en ello, Il Boom insinúa especulación, corrupción, chanchullos en la construcción o dinero que pasa de mano en mano, para caer en las manos de siempre. De Sica, SordiZavattini se ríen de esto, se ríen de la Italia del "boom" económico, pero, tras sus risas, son críticos y temen la pérdida de libertades humanas. Las imágenes, cómicas y criticas, también advierten la deshumanización y el control ejercido por el dinero, por quienes lo poseen y representan un nuevo orden que no deja de ser el de siempre: el de unos pocos arriba y la mayoría, los muchos entre los que se cuenta Giovanni, deseando trepar o aspirando al muy publicitado bienestar. ¿Quién no? Pero él es poca cosa, solo alguien que acepta el juego, pero que no pone las reglas, aunque, en algún momento, se engañe creyendo que sí. Su presentación, firmando pagarés e intentando salir de la lista de morosos, confirma que peligra el nivel de vida al que se ha acostumbrado. Sus amigos no le ayudan, su mujer no sabe nada de su situación económica, los gastos no disminuyen y el comprende que sus cartas no son buenas. Tampoco sabe ir de farol, ni comprende que donde él pretende aprovecharse, otros se aprovechan antes y, además, se aprovechan de él (como se verá mediada la película). La única realidad que conoce Giovanni Alberti es que ya no puede mantener el tren de vida al que Silvia y él están acostumbrados. Ahora se da cuenta de que todo se reduce a que necesita dinero para seguir gastando, pues necesita gastar para mantener el lujo, necesita el lujo para recuperar a Silvia y necesita a Silvia porque está enamorado. Esta cadena de necesidades corrobora que no puede escapar; lo sabe y por eso acaba aceptando la oferta que matrimonio Bausetti le hace por su ojo. Pero su problema no es solo decir sí o no al ofrecimiento, que resolvería sus problemas económicos, es si está dispuesto a seguir viviendo en la necesidad de placer y consumo que le obliga a vender su ojo para retener a Silvia a su lado, manteniendo su lujoso ático, el coche más rápido, la cuota de socio de cualquier club elitista, los abrigos de pieles o las veladas nocturnas durante las cuales las risas, los rozamientos bajo la mesa, los bailes y la falsa camaradería le confirman que, en su ambiente, el placer y el dinero son los nuevos valores, los auténticos han sido devorados por ese boom depredador que, una vez entre su garras, ya no suelta a su presa.

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