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sábado, 23 de septiembre de 2023

Providence (1977)

<<En los términos más sencillos posibles, Providence trataba de una larga noche en la vida de un novelista agonizante que, agobiado por el dolor, se atracaba de píldoras y bebidas, luchando para crear una nueva obra. Utiliza a los miembros de su familia como personajes; confunde el pasado, aterrorizado por el futuro, lleno de ira, melancolía y culpa, consciente de que la muerte se acerca rápidamente>>. (1) Este resumen de Dirk Bogarde, que daba vida a Claude Langham en Providence (1977), aproxima la superficie de la película de Alain Resnais, cuyo guion corrió a cargo de David Mercer, e introduce su fondo: la memoria del subjetivo que recuerda, inventa y olvida, quien da forma a la realidad imaginada. En ella, Clive Langham (John Gielgud), <<el novelista agonizante>>, introduce a los miembros de su familia; crea la imagen que tiene de ellos o la que desea, pero sin poder impedir la intervención del subconsciente que, de cuando en cuando, asoma en el consciente en forma de intrusos, como el futbolista, o perdiendo el control sobre sus personajes, como sucede con Helen (Elaine Stritch), reflejo de Maureen, su mujer fallecida, que toma el control del personaje para reprocharle una relación que le hizo sentir una sombra de sí misma, para culparle de su suicidio. Ahí, actúa la culpa del escritor, la que silencia en la realidad consciente, pero que surge en su mente, proveniente de algún lugar donde aguardaba agazapada, a la espera de salir.

Aparte de un film sobre la memoria, Providence también lo es acerca del tiempo y de la creatividad, la cual guarda estrecha relación con la primera, pues, el subjetivo, la mente del pensante, es el constructor de un espacio abierto a las posibilidades. Inicialmente oscuro y vacío, de la nada (la ausencia) se pasa al todo (la presencia). Pero Providence también es una de las obras más irónicas de Resnais, que no solo lleva al límite la memoria y el olvido, el paso del tiempo y su ausencia como dimensión física en el pensamiento, sino que muestra al pensante caricaturizando a los suyos, al tiempo que esas relaciones y personalidades proyectadas en Claude, Sonia (Ellen Burstyn), Henry (David Warner) y Helen, la mujer moribunda, remiten a las propias. De ese modo, más que de invención literaria, Clive realiza un ejercicio de memoria, quizá un exorcismo que elimine fantasmas y culpas ante la proximidad de la muerte, ejercicio retrospectivo en la que el ayer no existe salvo como el ahora en el que se construye.

Inventar y recordar pueden ser sinónimos, si aceptamos que ambos verbos son la acción de crear la imagen de algo que, aunque extraído de una realidad pasada o soñada, no existe hasta que se inventa o se recuerda. No existe pasado inamovible en la memoria, ni futuro en la imaginación, solo sus múltiples posibilidades cambiantes. El autor juega con eso, inventa a partir de los posibles que se presentan. La mente acerca el ayer al hoy, donde también se construye la imagen del mañana, pero en el caso del escritor la posibilidad futura desparece ante la imagen de la muerte que siente y sabe próxima. En la memoria los colores se olvidan, de ahí que la fotografía empleada por Resnais en gran parte de Providence —fotografía obra de Ricardo Aronovich— carezca de colorido, o este se atenúe; en contraste con la vivacidad de los tonos en la realidad que cobra protagonismo en la parte final. Nadie piensa en color, tampoco en blanco y negro (hagan la prueba, si lo desean), sino en la ausencia de tonalidades. Al contrario que los objetos, los paisajes o las personas en la realidad física, sus imágenes en la memoria carecen de corporeidad (atributos físicos), igual que el olvido y su posterior reconstrucción cuanto se recuerda. Aunque se base en experiencias vividas, el recuerdo no es otra cosa que la invención de lo olvidado, de lo ya pasado y de lo que nunca pasó, como es el caso de la memoria que se introduce en la novela que Clive escribe en su noche de agonía. La construye en el presente, condicionado por el miedo, la culpa y las relaciones personales, que siente fallidas; y así, Resnais nos introduce en la vida y en la mente de un novelista anciano que construye un espacio imaginario que puebla con sus familiares, con su visión subjetiva de ellos. Son apenas fantasmas, caricaturas o personajes cuya existencia depende del escritor que los inventa y recuerda, pues son una mezcla de ambas cosas. Al tiempo que relata, Clive realiza un ejercicio de introspección que nace inconsciente en esa imaginación que construye a partir de lo que conoce. Como autor, se toma sus licencias, cambia la realidad conocida y crea algo diferente, pero no por ello, su esbozo literario carece de verdad, ni está exento de imprevistos, ni de reproches que se cuelan en su historia. La exposición de Resnais indica que en Providence existen diferentes espacios mentales; uno de ellos, el subconsciente, es responsable de despertar la culpabilidad que devuelve situaciones y presencias que proporcionan al escritor material para construir su obra, la que le permite asomarse al no tiempo, a la memoria, a la creación artística y, finalmente, a sí mismo.


(1) Dirk Bogarde: Un hombre ordenado (traducción de Javier Alfaya y Bárbara McShane). Espasa-Calpe, Madrid, 1985.

martes, 2 de mayo de 2023

On connaît la chanson (1997)

En On connaît la chanson (1997) un Alain Resnais festivo desarrolla la escena principal de su película en la fiesta que Odile (Sabine Azéma) y Claude (Pierre Arditi) dan en su nuevo y lujoso apartamento. Allí, la atención del cineasta va de un personaje a otro, como si el espacio fuese un mar de pensamientos y de estados emocionales. A este Resnais le preocupa el amor y establecer la conexión entre sus diferentes formas y ausencias. Es el Rasnais musical que canta al amor y al desamor en diferentes estados y edades. En boca de sus protagonistas, canta fragmentos y momentos. Su melodía refiere el desear lo que no se tiene y el tener lo que no se desea, el no saber lo que se tiene y el tener sin saber lo que se tiene. En suma, Resnais, partiendo del guion de Agnès Jaoui y Jean Pierre Bacri, nos viene a decir que somos lo que no somos y somos lo que somos. Lo dicho semeja no decir nada, pero viendo las imágenes y a los personajes se comprende que sus voces y las de las canciones algo dicen. Se funden en una y vienen a expresar sentimientos y emociones que definen a las personas ayer, hoy y probablemente mañana. Pero esas canciones populares (fechadas entre 1925 y 1995) que Resnais pone en boca de las hermanas Odile y Camille (Agnès Jaoui), de Claude, Simón (André Dussollier), Nicolas (Jean Pierre Bacri) y Marc (Lambert Wilson), no alteran el ritmo cinematográfico. Son voces que expresan afectación, alegría, preocupación, tristeza… en Odile, Camille y compañía, que gesticulan las palabras musicales que suenan en sus labios con las voces originales de Dalila y Alain Delon, Josephine Baker, Simone Simon, Maurice Chevalier, Charles Aznavour, Edith Piaf, Serge Gainsbourg, Jane Birkin, Johnny Hallyday, Jacques Dutronc, Sylvie Vartan y más cantantes que tienen que decir respecto al amor y a la vida porque ¿quién no conoce la canción de sentir y vivir? Esa es la canción que suena, humanamente conocida, la que canta miedo, mentira, depresión, resistencia, separación, ilusión, distancia y cercanía, amor…

lunes, 21 de noviembre de 2022

Guernica (1951)


El interés de Alain Resnais por el arte y la memoria le vienen de origen; es decir, asoman prácticamente desde sus primeros pasos profesionales en el cine, cuando se dedica a cortometrajes que centran su mirada en diferentes pintores. Por ejemplo, aborda la pintura en los cinco cortometrajes que componen la serie Visite à… (Félix Labisse, César Doméla, Hans Hartung, Lucien Coutaud y el canario Óscar Domínguez), filmados en 1947, y en Van Gogh (1948) o Gauguin (1949). Pero quizá su acercamiento más sobresaliente al arte y a la memoria sea el que narra a través de los bocetos, los dibujos y las esculturas del malagueño Pablo Picasso, y, por supuesto, de las formas del cuadro que da título a este documental de trece minutos de duración al que Paul Éluard puso su poesía al servicio del compromiso y la denuncia de la opresión. Guernica (1951) vive en las imágenes (de bocetos y de las figuras del cuadro) y en la voz de María Casares —la voz de Jacques Prevost introduce la fecha, el lugar y los hechos— que hace suya el texto de Éluard de tal modo que, combinando lo pictórico y la palabra, Alain Resnais y Robert Hessens —quien ya había colaborado con Resnais en Malfray (1948) y Van Gogh— logran una magnífica obra cinematográfica sobre la memoria y el arte, también un ejemplo de compromiso antifascista.



Lo consiguen partiendo del cuadro que, en 1937, el gobierno republicano encargó a Picasso —inicialmente, el pintor no había decidido el tema, fueron los hechos históricos y la barbarie los que decidieron por él—; un cuadro que retrata los horrores sufridos en la histórica localidad de Guernica el 26 de abril de 1937. Aquella tarde, durante casi cuatro horas, la población vizcaína sufrió un bombardeo a gran escala, el primero de la Historia, que se saldó con la práctica destrucción urbana y se estima que con la muerte de entre doscientos y trescientos civiles —la voz de Prevost apunta dos mil fallecidos, una cifra que también se baraja como posible; y que en el documental se afirma para constatar y enfatizar el horror sufrido por los civiles y la brutalidad de los totalitarismos, en este caso los nazis, fascistas y franquistas—, pero los horrores sufridos en la localidad solo fueron el principio de años de destrucción y de lucha.



Tras su exhibición en la exposición de París y en otros lugares del mundo, el Guernica permaneció en el MoMa de Nueva York desde 1958 hasta 1981, año en el que llegó a España. Durante ese tiempo se convirtió en un símbolo y en la obra más internacional de un pintor español, pero, más allá de una obra de arte, la pintura es ya historia de la Humanidad, no solo de España, de la guerra civil (1936-1939) o de la localidad vasca bombardeada por la aviación alemana e italiana, por entonces aliados de los militares golpistas. De manera similar, la película de Resnais y Hessens tampoco es solo cine y admiración por el cuadro del malagueño; es al tiempo un recuerdo del pasado y una advertencia para cualquier presente de que la lucha por la libertad, frente cualquier totalitarismo, no concluye.




jueves, 27 de octubre de 2022

La guerra ha terminado (1966)


La intención original era empezar este texto preguntando si alguien recuerda un siglo de la historia humana en el que no haya habido guerras. Pero, ¿para qué —me dije—, si se trata de una pregunta cuya respuesta es obvia? La humanidad ya se muestra belicosa desde antes de desarrollar la escritura, pero esas guerras eran la “infancia” —empezar a guerrear antes que a hablar— y su radio de acción de menor alcance que los grandes conflictos históricos. Estos últimos son cosa distinta a aquellos “infantiles”, aunque existan aspectos y orígenes que los acerquen: disputas territoriales, choques de ego y de creencias, intereses económicos... También se podría decir que, desde que tomamos conciencia de ser, la lucha nunca ha terminado, sino que ha derivado en otras y que solo se toma breves periodos de descanso, según el lugar y el momento, o que incluso en la calma existan en la clandestinidad. Tras la salida forzosa de España, Jorge Semprún se vio en el exilio. Apenas era un adolescente cuando, a los dieciocho años, se unió a la resistencia francesa y al partido comunista. Capturado por la Gestapo es encerrado en la prisión de Auxerre, antes de ser enviado al campo de Buchenwald. Sobrevivió y, concluida la guerra, continuó su lucha clandestina; entonces, contra el régimen franquista. De su experiencia en la sombra y en el partido comunista español en el exilio, saldría su primer guion, que también le serviría para poner fin con ese pasado militante que hereda el personaje de Yves Montand, cuya interpretación marca un antes y un después en la carrera del actor. Alain Resnais, el más comprometido (políticamente) de la nouvelle vague, fue quien le dio forma cinematográfica en La guerra se ha terminado (Le guerre est finie, 1966). El cineasta de El año pasado en Marienbad (L’année dernière à Marienbad, 1961) abordó un conflicto inacabado que no solo se limita a los tres años de la guerra civil española, a la que el realizador ya se había acercado brevemente en el espléndido cortometraje documental Guernica (1951). Pero el interés de Resnais recae en la intimidad del militante clandestino y en su conflicto con su partido. Durante una entrevista, el realizador recordó que le había dicho a Semprún que <<No se trata de hacer una película sobre España, porque está demasiado cerca de usted, y además yo no conozco nada de ella. Lo que me interesa es su experiencia de militante>>. Y así, el ya ex militante se convirtió en guionista y la película en una crítica intimista y reflexiva que despertó el inmediato rechazo de las autoridades franquistas y del comité ejecutivo del PCE de Santiago Carrillo.



<<Era en julio de 1966, a mediados de julio. La película que había escrito para Alain Resnais, La guerre est finie había sido oficialmente seleccionada para participar en el Festival de Karlovy Vary. La película ya había sido seleccionada, pocas semanas antes, para el Festival de Cannes, pero retirada de la selección francesa, en el último momento, por el Comité de Administración del Festival, sin duda para no tener problemas con España (quiero decir, con las autoridades españolas).


Pues bien, en Karlovy Vary pasó lo mismo, aunque por causas y presiones diferentes. Cuando llegamos al aeropuerto de Praga, en efecto, Alain Resnais y yo, la productora de la película, Catherine Winter, nos anunció que La guerre est finie había sido retirada de la competición oficial. En este caso, había sido el Comité Central del partido checo, a petición expresa y terminante del partido español, el que había exigido la retirada de la película.


En Karlovy Vary, a donde nos condujo directamente un automóvil, Alain Resnais y yo fuimos recibidos por Podleniak, el director de Festival. Visiblemente descontento y molesto, como alguien que cumple órdenes superiores —en un sistema en el que las órdenes superiores no pueden discutirse— con las que no está íntimamente de acuerdo, Podleniak nos comunicó que La guerre est finie no podría participar en el certamen propiamente dicho. Dirigiéndose a mí, me dio a entender las razones de procedencia española de esa imposibilidad. Pero la película sería proyectada fuera de concurso, en una sesión normal del Festival.


Así fue, y la proyección fue un éxito rotundo […] los cineastas checos, bajo la impulsión de Milos Forman y de Antonin Liehm, crearon un premio especial que fue otorgado a La guerre est finie.>> (1)



<<Uno de los temas esenciales de la película, ya se sabe, es precisamente la crítica de la consigna de Huelga General concebida como mero recurso ideológico, destinado a unificar religiosamente la conciencia de los militantes, más que incidir en la realidad. Se afirma en La guerre est finie la imposibilidad, hoy ya hasta el hastío comprobada, de organizar a fecha fija, en frío, y teledirigiéndola desde el extranjero por mediación de un aparato clandestino, una acción de las masas de envergadura nacional. Se afirma que la acción de las masas es autónoma y que, si el partido puede manifestarse en ella, como levadura y estructura coyuntural, nunca puede sustituirla.>> (2) Imposibilidad, exilio, partido, dictadura y clandestinidad son compañeras de viaje en la vida del militante comunista interpretado por Yves Montand, personaje que tiene mucho del propio Semprún, o más que con este, con Federico Sánchez, el nombre asumido por el escritor durante su militancia. El personaje, al igual que Sanchez hasta su expulsión del partido en 1964, todavía lucha contra el régimen militar que se levantó en armas contra la república española en julio de 1936. Ahora, en la década de 1960, vive en París, pero viaja en la clandestinidad a España, ejerciendo de enlace entre el comité dominado por Carrillo, que insiste en su fantasía de la Huelga Nacional Pacífica, y la realidad española. Resnais filma su ficción a partir de la experiencia vivida por el guionista, que había sido apartado del partido cuando empezó a criticar, junto con Fernando Claudín, la fantasiosa e improductiva política del politburó, critica similar a la que asume el personaje y la película. El director de Hirosima mon amour (1958) emplea una voz que es al tiempo narrador, conciencia y memoria en el transitar de un hombre cansado, pero que se niega a dejar de luchar en una guerra cada vez más irreal o más distante de la realidad. La suya, es una lucha en la sombra y en el silencio. ¿Cuántos nombres habrá tenido? ¿Cuántas vidas ajenas habrá vivido? Son algo más de veinticinco años de lucha clandestina, de vivir asumiendo identidades ajenas, durmiendo en camas y con mujeres distintas, viajando entre uno y otro lado de la frontera, sospechando y temiendo, consciente de que en algún momento alguien podría decir su nombre verdadero. ¿Carlos? ¿Domingo? ¿Diego? ¿Federico Sánchez o Jorge Semprún? <<A veces, cuando oigo mi nombre, me sobresalto>>, le dice el protagonista a Nadine (Genevieve Bujold) cuando esta, después de la escena de sexo que escapa de la realidad, le pregunta su nombre. Resnais no solo juega con el tiempo sino con la identidad, el pensamiento y la memoria, pues las tres están ligadas a ese recorrido existencial que el cineasta muestra en apenas un par de jornadas en la vida de Diego, aunque abarque décadas, algo que comprendemos por el uso de la narración, imágenes que rompen el momento (como si la mente del protagonista viajase a otro lugar, lejos de donde se encuentra), y de la voz en off que plantea interrogantes, apunta las situaciones y también la interioridad del clandestino. Aunque emplea espacios e iluminación naturales, Resnais logra escapar del realismo y del documentalismo e interioriza en Diego, en su relación con la realidad e irrealidad política, con su partido y los jóvenes leninistas que abogan por la acción violenta, con sus pensamientos, sus distintos yo o la ausencia de uno, y el compromiso sentimental que le une a Marianne (Ingrid Thulin) y viceversa.



(1) (2) Jorge Semprún: Autobiografía de Federico Sánchez. Editorial Planeta-DeAgostini, Barcelona, 1998.

sábado, 20 de abril de 2019

Hiroshima mon amour (1959)


<<Igual que tú, estoy dotada de memoria. Y conozco el olvido>>

El cine y la literatura rompen las distancias espaciales y temporales, pero dicha ruptura espacio-tiempo ni es de su exclusividad ni tampoco novedosa, y no lo es, porque tuvo y tiene su origen en la mente humana, desarrollada mucho antes de que ambos medios de expresión fueran posibles. Se originó en pensamientos que traen al hoy, el ayer y el mañana. Hablamos de un lugar subjetivo donde se confunden o entremezclan imágenes, impresiones, emociones e interpretaciones, hablamos de la memoria, de la imaginación, de la ensoñación, y de la realidad como partes que se citan en un todo: nosotros. Esto me lleva a recordar a Alain Resnais y a Hiroshima mon amour (1959), su primer largometraje de ficción, y también Van Gogh (1948), Guernica (1951), Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955) o Toda la memoria del mundo (Toute la mémoire du monde, 1957), cortometrajes documentales en los que ya asomaba el interés u obsesión del cineasta por la memoria y el olvido, su poética del tiempo y sobre el tiempo. Tiempos que a veces no podemos rememorar porque no los hemos vivido, de modo que solo pueden evocarse desde recuerdos ajenos. Eso haré al nombrar el festival de Cannes de 1959, donde François Truffaut se alzaba con el premio a la mejor dirección por Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959) y Resnais obtenía el aplauso unánime cuando fuera de concurso presentó Hiroshima mon amour. En el certamen, ambas confirmaban el triunfo de un "nuevo" tipo de cine, que no tardaría en cobrar prestigio y popularidad entre el público de la época: era la consagración definitiva de la denominada Nouvelle Vague que un año antes había encontrado en El bello Sergio (Le beau Serge; Claude Chabrol, 1958) una de sus primeras muestras cinematográficas. Ese 1959 francés también fue el año de Le signe du lion (Eric Rohmer, 1959) y de Al final de la escapada (A bout de souffle, Jean-Luc Godard, 1959). De entre estas primeras muestras de la nueva ola francesa, mi predilección se decanta hacia los films de Truffaut y Resnais.


Mi predilección es una cuestión subjetiva, fruto de la relación que establezco entre aquello que veo y mi interpretación al recordarlas: en 
Los cuatrocientos golpes, la nostalgia, evocadora de un tiempo personal expuesto por Truffaut como si se tratase del ahora, en la película de Resnais, la memoria atemporal. El film de Truffaut es más cercano, su narrativa así lo exige, mientras que la exposición de Hiroshima mon amour resulta más rupturista y compleja, quizá inclasificable, al asumir el recuerdo como el destierro del olvido y el olvido para retener el recuerdo. Así dicho, suena contradictorio, aunque solo si obviamos que Resnais rompe la linealidad espacio-temporal para acercar el ayer al hoy, y viceversa, a través de dos cuerpos unidos que se empapan de gotas que podrían ser de sudor o de ceniza. Sus voces hablan y se contradicen. <<Conozco Hiroshima>> <<No conoces nada en Hiroshima>>. Desde la voz femenina (Emmanuelle Riva) y la masculina (Eiji Okada) accedemos a imágenes del horror, de las consecuencias de aquella bomba que perdura en el recuerdo y en el olvido de Hiroshima, del que según él ella nada sabe, pero que ella no ignora. Aquel mismo día de agosto no es igual de espléndido en el París liberado que en los infernales diez mil grados de temperatura en Hiroshima; un mismo día, una jornada totalmente distinta. Los cuerpos desnudos pertenecen a dos amantes desconocidos en una ciudad renacida de las cenizas atómicas, que perduran en la memoria visual filmada por Resnais, aunque sin lograr el protagonismo.


En su guion, publicado después del estreno de la película,
Marguerite Duras escribe que <<esta historia personal se impondrá siempre a la historia demostrativa de Hiroshima>>, de modo que la historia subjetiva, de amor, de pasión, de dolor, de acercamiento y de distancia a través de dos amantes que hablan y callan, que se desean y comparten un instante de pasión y un momento de evocación, es la encargada de traer al presente el recuerdo de Hiroshima, pero sobre todo rememoran el primer amor de la actriz francesa interpretada por Riva, su dolor en Nevers, de su encierro, su locura, su recuerdo y su olvido de Nevers. Nevers es el ayer del dolor ante la muerte del primer amor (y el dolor de sobrevivir a su pérdida), pero también es el hoy en el que ella se libera y comparte con su amante japonés un momento que ha mantenido encerrado en algún lugar entre el ser y el no ser, entre el recuerdo y el olvido. Ella vive en esos dos tiempos que se unen y se distancia en la intimidad del suspiro presente, que ya empieza a olvidarse y a ser recordado en ese mismo instante de pasión, de deseo, de adiós y de imposibilidad. En apariencia satisfechos en sus matrimonios y con sus vidas anteriores a su encuentro quizá fortuito, quizá buscado, el hombre y la mujer son conscientes de la brevedad-eternidad que les une en la habitación de hotel donde yacen juntos; donde sus cuerpos, sus pensamientos, sus palabras y las imágenes del pasado de la mujer se entremezclan para dar forma a esta película, distinta, que traspasa los límites convencionales para visualizar a través del montaje, de las palabras y del pensamiento que se hace audible, ideas, sensaciones, emociones y espectros del ayer, del hoy y del mañana. La pareja pudo haber sido cualquier, pero son ellos, el lugar Hiroshima, pero no el espacio físico que asoma en varios momentos del film (aquel en el que se rueda la película pacifista que rememora el desastre atómico y los extras se manifiestan para que no se repita). El Hiroshima que comparten existe en la distancia, en el espacio del amor y de la imposibilidad de retener ese mismo amor, que se perderá o vivirá entre el olvido y el recuerdo. <<Me acordaré de ti como del olvido del amor mismo>>.

sábado, 30 de marzo de 2019

La Pointe Courte (1954)



<<El cine viene de la vida y es por eso por lo que todo mi cine viene de mi vida como mujer, pero también como ciudadana, como madre o abuela. Todo lo que está en la vida se puede transformar y más en este mundo que es un caos y un horror. Yo no busco éxitos comerciales, ni dinero con mi cine, lo que quiero crear como artista son vínculos y sentimientos de fraternidad y ternura entre la gente>>

Agnès Varda (1)


La evolución cinematográfica llevada a cabo por los miembros de la Nouvelle Vague no fue un proceso espontáneo, ni único en su momento. Fue fruto de ideas y de necesidades personales y cinematográficas, entre estas la de renovar un cine que quizá se repetía y necesitase nuevos bríos y vías de desarrollo apenas transitadas. Pero antes de producirse lo que no supuso una revolución, pero sí un cambio de rumbo, y de que los Chabrol, Rohmer, Truffaut o Godard realizasen su primera película, ya existían signos de transformación y realizadores diferentes —desde Robert Bresson a Alain Resnais, pasando por Jacques Becker o Georges Franju— con films en los que apuntaban el nuevo despertar del cine francés. Tras la Segunda Guerra Mundial, la industria cinematográfica gala se encontraba reducida a la práctica nada, por lo que se vio obligada a reinventarse para sobrevivir y recuperar parte del esplendor pasado. Y en parte lo hizo mediante ayudas estatales y medidas proteccionistas, subvenciones que aportaban liquidez a las producciones. La nueva política cinematográfica posibilitó que algunos jóvenes sin experiencia obtuviesen ayudas económicas, cuando no ellos mismos financiaban sus películas, o una mezcla de ambas. Y este fue el caso de La Pointe Courte (1954), el debut en la dirección de largometrajes de la hasta entonces fotógrafa Agnès Varda, un film que ella misma produjo y que en su momento apenas generó poco más que indiferencia, quizá por falta de perspectiva histórica y puede que de visión por parte de crítica y público. Pero, aunque pocos podrían haberlo dicho en aquel momento, su debut era precursor directo de la nueva ola de realizadores que debutarían en el largometraje hacía finales de la década de 1950, un “grupo” heterogéneo en el que la cineasta nacida en Bélgica entraría como miembro de pleno derecho con su espléndida Cleo de 5 a 7 (Clèo de 5 à 7, 1962).


Sin apenas conocimientos cinematográficos, en su primera película, Varda tuvo la osadía y el acierto de recrear en un mismo espacio dos realidades que se combinan, sin imponerse la una a la otra. La íntima, también la más ficticia, nos muestra las dudas y la relación de la pareja interpretada por Philippe Noiret y Silvia Monfort, ajena a las vivencias del resto del pueblo, el conjunto humano que nos lleva directamente a la otra realidad expuesta, casi documental. En apariencia influenciada por el neorrealismo italiano, la mirada antropológica y etnográfica de Varda muestra la cotidianidad de los hombres y mujeres de la villa pesquera La Pointe Courte, el pequeño pueblo de mariscadores que se ve condicionado por la prohibición de pescar en la laguna que lo baña, su medio de subsistencia. La cámara de Varda remarca la diferencia entre ambas desde el inicio, pues los movimientos, según sea una u otra, son acordes con las situaciones que observa, más idílica en su observación de la pareja y más objetiva en su acercamiento a los habitantes de la villa marinera. Estas dos miradas son imprescindibles para hacer de La Pointe Courte un film diferente, que anuncia y confirma el doble interés de la realizadora; el cine de ficción y el documental. Son las dos formas de mirar de una única mirada: la suya, humana y comprometida con los marginados y con su condición femenina en un entorno de mayoritaria presencia masculina, la mirada lúcida y original de una de las grandes creadoras cinematográficas de todos los tiempos. Y, como ya se ha dicho arriba, en ciertos aspectos, este primer trabajo anuncia la ruptura llevada a cabo por la nueva ola que eclosionaría para dar forma a Le bel âge (Pierre Kast, 1958), El bello Sergio (Le beau Serge; Claude Chabrol, 1958), Hiroshima, mon amour (Alain Resnais, 1958), Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups; François Truffaut, 1958), El signo del león (Le signe du lion; Eric Rohmer, 1959), Al final de la escapada (À bout de souffle; Jean-Luc Goddard, 1959) entre otros títulos que rompían con el periodo precedente.


(1) Declaración extraído del artículo de Rocío García, publicado en el diario El país, 24-9-2017.

miércoles, 27 de diciembre de 2017

Noche y niebla (1955)


<<Trenes precintados con cerrojos. En proporción de cien deportados por vagón. Sin día ni noche. El hambre, la sed, la asfixia, la locura. Un mensaje cae al suelo. ¿Lo recogerá alguien? La muerte hace su primera selección. La segunda la hará al llegar, entre la noche y la niebla>>, recuerda el narrador de este poético e imprescindible documental que Alain Resnais realizó sobre los campos de exterminio nazis. <<Entonces, ¿quién fue el responsable?>>, deja en el aire la voz de Michel Bouquet, hacia el final de la anamnesia cinematográfica pretendida por el realizador de Hiroshima, mon amour (1959). Su pregunta parece indicarnos que, lo aceptemos o no, somos responsables de nuestro momento histórico y mirar hacia otro lado no nos exime de ello, como tampoco evita que los sucesos se produzcan. Y lo aceptemos o no, nuestro origen y nuestro final nos igualan del mismo modo que lo hacen las diferentes necesidades emotivas que se presentan a lo largo de sueños, frustraciones y otras características comunes que se individualizan en cada uno, aunque estas no siempre resultan suficientes para evitar que las miserias humanas se repitan y confirmen que también la violencia, la sinrazón y el olvido forman parte de nuestra naturaleza. Esto parece quedar claro en la evocadora y reflexiva media hora de recuerdo realizada por Resnais en la misma época que se estaba produciendo la intervención militar francesa en Argelia. Solo son treinta minutos, pero son suficientes para que Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955) asuma su función de conciencia colectiva que recorre los espacios de horror y de muerte desde la evocación subjetiva que años después heredaría la monumental Shoah (Claude Lanzmann, 1985) y sus más de nueve horas de metraje. Pero el film de Resnais no solo es un magistral ejercicio de memoria o un viaje al pasado para recordar una aberración puntal, también es un viaje atemporal que advierte a la conciencia humana que otras aberraciones pueden presentarse en cualquier momento y lugar, de hecho y por desgracia, así ha sido desde entonces, repitiéndose genocidios en diversos puntos del globo. Quizá por ello, en su poético viaje al dolor, Resnais no pretendió detallar los hechos, consciente de que lo ocurrido no podía ser contado, pues <<ninguna descripción ni imagen puede revelar su verdadera dimensión: solo de un terror interrumpido>>, ni tampoco puede dar respuestas a las preguntas que nos plantea. El cineasta sugiere al tiempo que realiza un soberbio ejercicio de honestidad memorística que destierra el olvido, porque este no es la opción que evitará nuevos horrores, nuevas preguntas sin respuestas. Se trata de recordar y de tener presente, no de juzgar u odiar, de despertar las conciencias para que no eludan responsabilidades que les afectan, a ellas y a toda la humanidad. Para ello, la cámara de Resnais se desliza en travellings pausados que recorren los espacios solitarios donde se produjo la realidad de los campos, <<repudiada por los que los construyeron e insondable para aquellos que los soportaron>>, mientras, las palabras escritas por el poeta Jean Cayrol, superviviente de Mauthausen-Gusen, reflexionan sobre el presente, el futuro y aquel pasado que se nos muestra en objetos, edificaciones, toneladas de cabellos, fotos y secuencias cinematográficas previas a la filmación de Noche y niebla, materiales de archivo que el realizador combinó con maestría y delicadeza con las imágenes de 1955 para ofrecernos el crudo retrato del momento, de la no vida y de la máxima expresión de la crueldad humana, pero también nos ofrece la oportunidad de mirar hacia nuestro interior y reflexionar sobre la sinrazón del ayer y del hoy. El espléndido texto de Cayrol, las imágenes en color, rodadas en el presente, la voz de Bouquet y las imágenes y fotografías de aquel tiempo pretérito no tan lejano, durante el cual fueron exterminados más de nueve millones de seres humanos, se convierten en manos de Resnais en el trasporte hacia un espacio definido e indefinido, pues Noche y niebla habla del holocausto pero también de aspectos intangibles y nada amables del alma humana. Desde 1955, el cineasta, nos traslada a 1933 para descubrirnos varios planos multitudinarios de El triunfo de la voluntad (Triumph des willens; Leni Riefenstahl, 1934) que muestran los primeros pasos de la maquinaria asesina que, como apunta el narrador, se tomó su tiempo para diseñar y construir los campos que, construidos <<con las inversiones, estimaciones, con la competencia, y sin duda algún que otro soborno>>, serían ocupados por hombres, mujeres, niñas y niños de distinta condición y de diferentes nacionalidades que a ellos llegaron hacinados en vagones, de los que muchos no salieron con vida, aunque, quizá, su cruel infortunio fuese más benévolo que el de quienes sobrevivieron el viaje para sufrir lo inenarrable en los barracones, fábricas, centros sanitarios, patios, alambradas,... y las cámaras de los infernales campos de hambre, humillación, sadismo y muerte.