miércoles, 27 de diciembre de 2017

Noche y niebla (1955)


<<Trenes precintados con cerrojos. En proporción de cien deportados por vagón. Sin día ni noche. El hambre, la sed, la asfixia, la locura. Un mensaje cae al suelo. ¿Lo recogerá alguien? La muerte hace su primera selección. La segunda la hará al llegar, entre la noche y la niebla>>, recuerda el narrador de este poético e imprescindible documental que Alain Resnais realizó sobre los campos de exterminio nazis. <<Entonces, ¿quién fue el responsable?>>, deja en el aire la voz de Michel Bouquet, hacia el final de la anamnesia cinematográfica pretendida por el realizador de Hiroshima, mon amour (1959). Su pregunta parece indicarnos que, lo aceptemos o no, somos responsables de nuestro momento histórico y mirar hacia otro lado no nos exime de ello, como tampoco evita que los sucesos se produzcan. Y lo aceptemos o no, nuestro origen y nuestro final nos igualan del mismo modo que lo hacen las diferentes necesidades emotivas que se presentan a lo largo de sueños, frustraciones y otras características comunes que se individualizan en cada uno, aunque estas no siempre resultan suficientes para evitar que las miserias humanas se repitan y confirmen que también la violencia, la sinrazón y el olvido forman parte de nuestra naturaleza. Esto parece quedar claro en la evocadora y reflexiva media hora de recuerdo realizada por Resnais en la misma época que se estaba produciendo la intervención militar francesa en Argelia. Solo son treinta minutos, pero son suficientes para que Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955) asuma su función de conciencia colectiva que recorre los espacios de horror y de muerte desde la evocación subjetiva que años después heredaría la monumental Shoah (Claude Lanzmann, 1985) y sus más de nueve horas de metraje. Pero el film de Resnais no solo es un magistral ejercicio de memoria o un viaje al pasado para recordar una aberración puntal, también es un viaje atemporal que advierte a la conciencia humana que otras aberraciones pueden presentarse en cualquier momento y lugar, de hecho y por desgracia, así ha sido desde entonces, repitiéndose genocidios en diversos puntos del globo. Quizá por ello, en su poético viaje al dolor, Resnais no pretendió detallar los hechos, consciente de que lo ocurrido no podía ser contado, pues <<ninguna descripción ni imagen puede revelar su verdadera dimensión: solo de un terror interrumpido>>, ni tampoco puede dar respuestas a las preguntas que nos plantea. El cineasta sugiere al tiempo que realiza un soberbio ejercicio de honestidad memorística que destierra el olvido, porque este no es la opción que evitará nuevos horrores, nuevas preguntas sin respuestas. Se trata de recordar y de tener presente, no de juzgar u odiar, de despertar las conciencias para que no eludan responsabilidades que les afectan, a ellas y a toda la humanidad. Para ello, la cámara de Resnais se desliza en travellings pausados que recorren los espacios solitarios donde se produjo la realidad de los campos, <<repudiada por los que los construyeron e insondable para aquellos que los soportaron>>, mientras, las palabras escritas por el poeta Jean Cayrol, superviviente de Mauthausen-Gusen, reflexionan sobre el presente, el futuro y aquel pasado que se nos muestra en objetos, edificaciones, toneladas de cabellos, fotos y secuencias cinematográficas previas a la filmación de Noche y niebla, materiales de archivo que el realizador combinó con maestría y delicadeza con las imágenes de 1955 para ofrecernos el crudo retrato del momento, de la no vida y de la máxima expresión de la crueldad humana, pero también nos ofrece la oportunidad de mirar hacia nuestro interior y reflexionar sobre la sinrazón del ayer y del hoy. El espléndido texto de Cayrol, las imágenes en color, rodadas en el presente, la voz de Bouquet y las imágenes y fotografías de aquel tiempo pretérito no tan lejano, durante el cual fueron exterminados más de nueve millones de seres humanos, se convierten en manos de Resnais en el trasporte hacia un espacio definido e indefinido, pues Noche y niebla habla del holocausto pero también de aspectos intangibles y nada amables del alma humana. Desde 1955, el cineasta, nos traslada a 1933 para descubrirnos varios planos multitudinarios de El triunfo de la voluntad (Triumph des willens; Leni Riefenstahl, 1934) que muestran los primeros pasos de la maquinaria asesina que, como apunta el narrador, se tomó su tiempo para diseñar y construir los campos que, construidos <<con las inversiones, estimaciones, con la competencia, y sin duda algún que otro soborno>>, serían ocupados por hombres, mujeres, niñas y niños de distinta condición y de diferentes nacionalidades que a ellos llegaron hacinados en vagones, de los que muchos no salieron con vida, aunque, quizá, su cruel infortunio fuese más benévolo que el de quienes sobrevivieron el viaje para sufrir lo inenarrable en los barracones, fábricas, centros sanitarios, patios, alambradas,... y las cámaras de los infernales campos de hambre, humillación, sadismo y muerte.

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