La historia del cine se escribe sobre excelentes películas que fueron ninguneadas debido a su mala distribución comercial, a la repulsa de ciertos sectores político-sociales o al público de la época, que, en su comodidad y en su negativa a realizar un análisis introspectivo, obvió propuestas cinematográficas inusuales, de rica complejidad, que reflejaban aspectos que no serían del agrado del conjunto. Quizá resultase más cómodo entretenerse visionando un film que no invitase a la reflexión que ver La regla del juego (La regle du Jeu; Jean Renoir, 1939), Monsieur Verdoux (Charles Chaplin, 1947), La noche del cazador (The Night of the Hunter; Charles Laughton, 1955), Viridiana (Luis Buñuel, 1961) u otras obras maestras que, por ser diferentes, sufrieron el rechazo. De igual manera, la historia del cine también se escribe sobre películas sobresalientes y sobre otras más corrientes que obtienen el beneplácito de los espectadores y de los censores oficiales (in)competentes, más si cabe en cinematográficas controladas por férreas censuras que deciden qué puede verse en las pantallas y que es mejor relegar al ostracismo. Este sería el caso del cine español de la dictadura, y este es el caso de La gran familia (1962), declarada de <<Interés Nacional>> y cuya aceptación popular fue proporcional a la exaltación de los lazos familiares y a la corrección que impregnan sus imágenes y las relaciones de la familia numerosa protagonista, un grupo familiar de clase media que supera las adversidades gracias al optimismo declarado por el cabeza de familia, pero, más que optimismo, se trata de la impasibilidad que lo mantiene dentro del orden establecido, en el cual la familia representa un conjunto indivisible que acepta, sin más opción, el rol atribuido en un país donde los problemas supuestamente se solucionaban esperando y rezando. Los protagonistas de La gran familia son Carlos (Alberto Closas) y Mercedes (Amparo Soler Leal), sus quince hijos, el abuelo (José Isbert), el padrino (José Luis López Vázquez) y otros personajes tópicos que, como tales, resultan falsos, como también resulta falsa la idílica, perfecta e inexistente realidad que se observa a lo largo de los minutos de una película que se adecua a lo políticamente correcto. Esta corrección lastra las tres etapas que Fernando Palacios, a partir del guión de Pedro Masó, Rafael J. Salvia y Antonio Vich, expuso a lo largo del metraje: la primera comunión de dos hijos, las vacaciones de verano en Tarragona y la Navidad, cuando se produce el hecho dramático que golpea los cimientos del núcleo, aunque lo fortalece, porque nada malo puede suceder mientras unos y otros se mantengan dentro de la senda establecida. Todo se encuentra en orden, todo funciona correctamente, el padre trabaja todo el día y nunca se muestra ni cansado ni contrariado, aunque no reciba a tiempo sus pagas. Por su parte, la madre cuida del hogar y de los hijos, paga los recibos, compra lo necesario para que nada falte y administra la economía que, menos un televisor, les permite saborear el bienestar. Y si no, ahí está el padrino con sus dulces y sus cestas navideñas, un padrino que se enamora a primera vista de la profesora de francés de uno de los muchachos durante las vacaciones en la urbanización costera, también típica de aquella España del desarrollo (mínimo), de la familia numerosa donde nunca se discute, de la calceta materna en la playa, de la hija mayor aguardando la petición de mano y del abuelo-niño. En este último personaje, interpretado por el siempre destacado José Isbert, encuentro una caricatura amable del jubilado de El cochecito (Marco Ferreri, 1960) y de El verdugo (Luis García Berlanga, 1963), y es amable porque en él no existe la menor nota del humor negro que sí se observa en sus personajes para Ferreri y Berlanga, un humor negro que se acercaría más a la realidad social del momento. El abuelo protesta, pero consciente de que tiene su lugar dentro del grupo, pues todos le quieren y nadie lo aparta, como tampoco nadie lo condena a la soledad que sí siente el inolvidable anciano de El cochecito o al rechazo social que, debido a su profesión, siempre ha sentido el ex-funcionario de El verdugo.
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