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sábado, 30 de octubre de 2021

Eroski Paraíso (2019)


Hay películas que, dependiendo del lugar de origen del espectador, apuntan cerca del corazón o dan de pleno. Son films como Eroski Paraíso (2019), que despiertan sensaciones y emociones que apenas se podrían explicar a quienes no compartan dicho origen. En este caso concreto, el espacio-temporal de un trayecto que avanza por el pasado desde el presente de quienes fueron los jóvenes del ayer evocado por los adultos, padres y madres, abuelos y abuelas, hombres y mujeres del hoy desde el cual evocan. Ese tiempo pasado existe y se siente dentro, porque de un modo u otro forma parte de sus existencias, de como son y de quienes son en el ahora de un presente que años atrás era un futuro impensable, o que nadie pudo pensar, pues cualquier futuro posee el atributo del engaño. Cuando llega nunca es el augurado, ni el esperado ni el soñado, sencillamente es un presente que vivir, un ahora en el que recordar y desde el cual continuar hacia un adelante que, tarde o temprano, quedará atrás. En Eroski Paraíso el tiempo es y no es, pues vive en la memoria de quien todavía posee la capacidad de recordar y transmitir a esas nuevas generaciones el testimonio de una época y de vidas que se apagan, como sería el caso del abuelo que ha perdido la capacidad de recordar y, por lo tanto, ha perdido su identidad: la capacidad de reconocerse, de saber quién es y quién fue. No sin razón, el escritor estadounidense James Baldwin escribió en Nada personal que <<nada está fijado eternamente y para siempre jamás. La tierra cambia, la luz cambia, el mar roe la roca sin cesar. Las generaciones no cesan de nacer, y somos responsables ante ellos, porque somos los únicos testigos que poseen>>. Y eso son las generaciones que preceden para las que siguen; eso son los padres para los hijos, son los testigos de un pasado que conecta con su presente y con el hoy de quienes todavía no habían nacido ayer.


Las espléndidas actuaciones del trío protagonista —Patricia de Lorenzo, Miguel de Lira y Cris Iglesias— lleva a buen puerto un film cuyo atractivo son los personajes y la capacidad cinematográfica de los directores Jorge Coira y Xesús Ron, quienes, partiendo de la obra teatral del grupo Chévere, “encierran” en un espacio físico reducido y cerrado —antes la discoteca Paraíso, en la localidad coruñesa de Muros, y hoy el supermercado Eroski— donde liberan la memoria de la madre y el padre, que recuerdan, recuperan y recrean vivencias del pasado para ofrecérselas a la hija que quiere comprender y comprenderse, quiere reconstruir ese pasado en el que no estuvo, pero que forma parte de su identidad. El escenario reproduce el supermercado Eroski donde trabaja Eva y evoca la sala de fiestas Paraíso, clausurada en 1990, donde Antonio y ella se conocieron veinticinco años atrás; y en el presente es el escenario donde aflora la nostalgia, la curiosidad, la memoria y la desmemoria, y la humanidad de sus emotivos personajes. 



lunes, 30 de agosto de 2021

18 comidas (2010)


El obstáculo a superar, uno de ellos, en un film coral reside en alcanzar cierto equilibrio entre las diferentes historias y personajes, esto quiere decir que las unas y los otros funcionen como parte y en el todo. Una referencia recurrente de ese tipo de equilibrio sería Vidas cruzadas (Short Cuts, Robert Altman, 1995), pero 18 comidas (2010) no lo logra, o al menos no lo consigue regular a lo largo de la jornada en la que Jorge Coira desarrolla sus momentos culinarios y humanos. Lo hace en diferentes puntos de Santiago de Compostela: <<una pequeña ciudad donde se preparan más de medio millón de comidas diarias>>, informa la voz que introduce el escenario urbano, en desayunos, comidas y cenas, en las tres partes en las que se divide una película que, a su vez, se divide en los diferentes encuentros y desencuentros que dan pie a las historias que al tiempo pretenden cotidianidad y excepcionalidad, historias que dan a medio conocer a personajes que viven dramas ya vistos en la pantalla o en cotidianidades y vidas comunes a cualquier ciudad. De sustituirse el paisaje de piedra compostelano —la mayoría de las escenas se desarrollan en interiores: casas privadas y restaurantes—, los escasos diálogos en gallego y un par de gaitas que suenan hacia el final de 18 comidas, desaparecería el localismo que la ciudad gallega le concede al día y la jornada emotivo-culinaria podría desarrollarse en cualquier espacio habitado por parejas, familias, conocidos, desconocidos y amigos que viven el drama, la improvisación, la risa, la compañía, la amargura, la soledad, la decepción, el amor, la esperanza, el temor, el llanto, el dolor, en definitiva, la vida. En este punto, Coira logra traspasar fronteras y culturas, y que su film sea a la vez local e internacional, como corrobora, o pretende hacerlo, el constante insistir en sentimientos y emociones “universales” y el protagonismo de personajes de diversas edades y condición, e incluso de distintas procedencias, como el emigrante macedonio (Milan Tocinovski) que, para llenar su triste estómago, roba una ristra de chorizos en un local de la Plaza de Abastos y huye por la “zona vieja” hasta que choca con Edu (Luis Tosar), otro trotamundos sin fortuna en el amor.


No obstante, los “platos emotivos” servidos a lo largo de la película dejan un sabor agridulce. Hay algo que sabe y algo que no sabe auténtico, algo a veces insípido, otras dulzón, algo que no funciona sin que se fuerce, pues todo parece suceder ese día escogido así, como al azar, durante el cual, aunque se improvisen escenas, poco parece casual y natural, sencillamente se tiene la impresión de que se introducen los encuentros para dar forma a las vivencias que se suceden en la pantalla. Tuto (
Federico Pérez Rey) y Fran (Víctor Fábregas), la pareja de borrachos que desayuna en un bar de la plaza de Mazarelos antes de irrumpir en casa de Vladimir (Pedro Alonso), el actor que prepara su cita con una mujer que no aparece; Juan (Juan Carlos Vellido), que llega a Santiago en avión para pasar unas horas con su hermano (Víctor Clavijo) y descubrirá que este mantiene una relación de pareja con Sergio (Sergio Peris-Mencheta); los abuelos (José María Pérez y María del Carmen Pereira Pena) que no pronuncian palabra durante sus tres comidas diarias; la llamada de Sol (Esperanza Pedreño), casada con un marido que siente ausente, madre de un niño de seis años y enferma de soledad matrimonial, a Edu, el músico callejero que toca su guitarra en la Rúa do Vilar y en la Plaza da Quintana; el infarto de José (Xosé Manuel Olveira “Pico”) durante la prueba de voz a Rosana (Nuncy Valcárcel)... fluyen y al tiempo no lo hacen, convencen a medias, apuntan al corazón, pero se queda en la dermis, quizá porque comprendemos que aparte de humanos, más que nada, los hombres y mujeres que asoman y desfilan ante nosotros son personajes creados para esos instantes cinematográficos y para esas comidas en las que se dividen las vidas dentro (y fuera) de la pantalla.