lunes, 30 de agosto de 2021

18 comidas (2010)


El obstáculo a superar, uno de ellos, en un film coral reside en alcanzar cierto equilibrio entre las diferentes historias y personajes, esto quiere decir que las unas y los otros funcionen como parte y en el todo. Una referencia recurrente de ese tipo de equilibrio sería Vidas cruzadas (Short Cuts, Robert Altman, 1995), pero 18 comidas (2010) no lo logra, o al menos no lo consigue regular a lo largo de la jornada en la que Jorge Coira desarrolla sus momentos culinarios y humanos. Lo hace en diferentes puntos de Santiago de Compostela: <<una pequeña ciudad donde se preparan más de medio millón de comidas diarias>>, informa la voz que introduce el escenario urbano, en desayunos, comidas y cenas, en las tres partes en las que se divide una película que, a su vez, se divide en los diferentes encuentros y desencuentros que dan pie a las historias que al tiempo pretenden cotidianidad y excepcionalidad, historias que dan a medio conocer a personajes que viven dramas ya vistos en la pantalla o en cotidianidades y vidas comunes a cualquier ciudad. De sustituirse el paisaje de piedra compostelano —la mayoría de las escenas se desarrollan en interiores: casas privadas y restaurantes—, los escasos diálogos en gallego y un par de gaitas que suenan hacia el final de 18 comidas, desaparecería el localismo que la ciudad gallega le concede al día y la jornada emotivo-culinaria podría desarrollarse en cualquier espacio habitado por parejas, familias, conocidos, desconocidos y amigos que viven el drama, la improvisación, la risa, la compañía, la amargura, la soledad, la decepción, el amor, la esperanza, el temor, el llanto, el dolor, en definitiva, la vida. En este punto, Coira logra traspasar fronteras y culturas, y que su film sea a la vez local e internacional, como corrobora, o pretende hacerlo, el constante insistir en sentimientos y emociones “universales” y el protagonismo de personajes de diversas edades y condición, e incluso de distintas procedencias, como el emigrante macedonio (Milan Tocinovski) que, para llenar su triste estómago, roba una ristra de chorizos en un local de la Plaza de Abastos y huye por la “zona vieja” hasta que choca con Edu (Luis Tosar), otro trotamundos sin fortuna en el amor.


No obstante, los “platos emotivos” servidos a lo largo de la película dejan un sabor agridulce. Hay algo que sabe y algo que no sabe auténtico, algo a veces insípido, otras dulzón, algo que no funciona sin que se fuerce, pues todo parece suceder ese día escogido así, como al azar, durante el cual, aunque se improvisen escenas, poco parece casual y natural, sencillamente se tiene la impresión de que se introducen los encuentros para dar forma a las vivencias que se suceden en la pantalla. Tuto (
Federico Pérez Rey) y Fran (Víctor Fábregas), la pareja de borrachos que desayuna en un bar de la plaza de Mazarelos antes de irrumpir en casa de Vladimir (Pedro Alonso), el actor que prepara su cita con una mujer que no aparece; Juan (Juan Carlos Vellido), que llega a Santiago en avión para pasar unas horas con su hermano (Víctor Clavijo) y descubrirá que este mantiene una relación de pareja con Sergio (Sergio Peris-Mencheta); los abuelos (José María Pérez y María del Carmen Pereira Pena) que no pronuncian palabra durante sus tres comidas diarias; la llamada de Sol (Esperanza Pedreño), casada con un marido que siente ausente, madre de un niño de seis años y enferma de soledad matrimonial, a Edu, el músico callejero que toca su guitarra en la Rúa do Vilar y en la Plaza da Quintana; el infarto de José (Xosé Manuel Olveira “Pico”) durante la prueba de voz a Rosana (Nuncy Valcárcel)... fluyen y al tiempo no lo hacen, convencen a medias, apuntan al corazón, pero se queda en la dermis, quizá porque comprendemos que aparte de humanos, más que nada, los hombres y mujeres que asoman y desfilan ante nosotros son personajes creados para esos instantes cinematográficos y para esas comidas en las que se dividen las vidas dentro (y fuera) de la pantalla.



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