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miércoles, 28 de septiembre de 2022

Continental (1989)


Resulta un tanto arriesgado e incluso confuso apuntar un origen concreto, aunque haya que establecer un punto de arranque por razones de comodidad referencial; es decir, para hablar de un tema a veces se necesita establecer una referencia histórica en la cual señalar un instante concreto que nos permita ubicar un antes y un después. Durante los primeros años de la década de 1980, se produjo un despertar cinematográfico en Galicia que dio fruto a una serie de cortometrajes, entre ellos Mamasunción (Chano Piñeiro, 1984) y Morrer no mar (Alfredo García Pinal, 1984), que ya indicaban la intención de realizar cine autóctono, pero la historia del cine gallego reconoce en Sempre Xonxa (Chano Piñeiro, 1989), Urxa (Alfredo García Pinal y Carlos López Piñeiro, 1989) y Continental (Xavier Villaverde, 1989) la terna de largometrajes seminales del cine gallego. ¿Es cierto esto? Oficial y popularmente, sí, pero hubo films que podrían poner en duda lo dicho o al menos que indicasen un intento real de hacer cine gallego, por ejemplo Eu, o tolo (1978-1982), rodada por Chano Piñeiro, y Malapata (1979), de López Piñeiro. Pero, apuntado esto, decir que Sempre Xonxa y Urxa desarrollan sus historias en espacios abiertos y rurales, aunque en el segundo film uno de los episodios se encierra en espacios acotados. Buscan las raíces, la magia, la cercanía popular, mientras que Continental transita la irrealidad nocturna, la portuaria y la del interior del local que da nombre a la película de Xavier Villaverde, su primer largo tras varios cortometrajes. Esta ubicación espacial marca distancias respecto a los otros dos films vitales en el audiovisual gallego, dos películas con protagonismo de actores y actrices gallegas y habladas en gallego —Continental tuvo dos versiones, en castellano y gallego. Esto no sucede en Continental, que escoge alejarse de la magia y del terruño que asoman en Xonxa y Urxa, y encuentra sus referentes en el cine y la novela negras —Stemberg, Welles y Cosecha roja, de Dashiell Hammett, entre otros—, pero no logra negrura, solo ser un film que transita su cansancio por decorados nocturnos dominados por tonalidades rojas y azules que buscan el contraste entre el rojo sangre y el gélido azulado, entre la vida y la muerte.



La oscuridad reinante, constantemente salpicada de esos rojos de pasión y sangre que corren en un ambiente de criminalidad y prostitución, nos abren a un espacio visceral de sexo, muertes y amistades fallidas que pretende ser shakespeariano pero sin lograr desarrollar las emociones que siempre asoman en los mejores dramas de Shakespeare, aunque el inglés no aparezca entre las referencias de Villaverde. El vino que fluye de las barricas durante el prólogo anuncia la sangre que se derramará a lo largo del film, rojo que seguirá presente en la blusa que Anabel (Cristina Marcos) viste en su presentación, en el neón del Continental —el mismo neón que introduce bajo el nombre el contraste azulado dancing—, en las solapas de los smoking de los miembros de la orquesta, en manteles, vestidos o la luz de la bengala. Son rojos que insisten y redundan en que estamos ante una historia de pasiones, ambiciones y muerte, también de supuesta vida, pero, más que aportar, esta insistencia estética resta a la atmósfera de imposibilidad y de encierro, de amores y de amistades truncadas y traicionadas, de un film que transita entre el realismo poético, el cine de gánsteres y el intento de profundizar en la psicología de los personajes, no sólo atrapados en la imposibilidad de la noche, sino también en un guion que les resta precisamente la psicología pretendida.


sábado, 26 de febrero de 2022

Trece campanadas (2002)


El tercer largometraje de Xavier Villaverde es un film forzadamente oscuro que busca ser el reflejo cinematográfico de la atormentada interioridad de Jacobo (Juan Diego Botto), la víctima protagonista, que regresa a Galicia marcado por la experiencia traumatizante que sucedió en su niñez, y que Villaverde expone en el prólogo. El inicio de Trece Campanadas (2002), película inspirada libremente en la novela homónima de Suso de Toro, sitúa la acción en Santiago de Compostela, en el año 1984, cuando Jacobo, niño, trabaja con el barro en el taller de su padre, Mateo Bastida (Luis Tosar), un prestigioso escultor que esa misma noche muere durante una violenta discusión con su mujer (Elvira Mínguez), al tañido de las campanadas de la catedral. Dieciocho años después, en 2002, Jacobo regresa a su ciudad natal porque ha descubierto que su madre sigue viva, internada en el hospital y aquejada de un desequilibrio que él comparte (y del cual pronto seremos testigos).



El prólogo y la primera parte de
Trece campanadas apuestan por establecer un clima propicio para el terror psicológico y el cine de fantasmas, y en ese ambiente adentrarse en la interioridad herida del retornado y exteriorizar su esquizofrenia, haciendo visible la interioridad marcada por su conflicto entre el pasado y el presente, en el que se reencuentra con María (Marta Etura), pero en ningún caso funciona, al menos esa es la sensación que me genera el visionado de un film cuyas relaciones y situaciones resultan tramposas, suenan falsas y ya vistas, igual de falsas que la mente herida del personaje principal. Villaverde intenta provocar a toda costa que la locura de Jacobo sea externa para que la veamos y nos condicione por su impacto inmediato, pero tras el efecto no hay nada. Cualquier desequilibrio psíquico es interior y de ahí puede o no exteriorizarse, pero Trece campanadas pretende hacerlo exterior a toda costa; como si naciese fuera de la mente del protagonista, lo que implica una pérdida sustancial en la propia psicología del personaje y en cuanto le rodea, algo que, por ejemplo, no sucede en El estrangulador de Boston (The Boston Strangler, Richard Fleischer, 1967), en la que Fleischer capta magistral en la segunda parte del film esa situación interna que lleva a su protagonista a asesinar, o mismamente en El resplandor (The Shinning, Stanley Kubrick, 1980), una película que tampoco me convence, pero cuyas trampas resultan más sutiles y efectivas que las aquí desarrolladas para generar desasosiego y una atmósfera que se pretende inestable, amenazante, espectral.