La importancia que Jim Jarmusch da a la música transciende el cine, forma parte de su vida y así lo demuestra que ya antes de lanzarse a la dirección hiciese sus pinitos musicales y que nunca haya abandonado su afición. En todo caso, la música se encuentra ahí, siempre presente, como también lo está en el de su colega Aki Kaurismäki cuando bromea con los Leningrado Cowboys. En su obra cinematográfica incluso adquiere rostro en la presencia de Tom Waits, Iggy Pop, John Lurie o Neil Young. En su cuarto largometraje, Mystery Train (1989), título de la canción de Junior Parker y del libro sobre el rock escrito por Greil Marcus, le tocó el turno a Joe Strummer, Screamin’ Jay Hawkins y Rufus Thomas; mientras que Waits se deja oír en la radio, pues presta su voz al Dj radiofónico que funciona tanto para introducir en las ondas el tema Blue Moon como de nexo entre las historias, uno de los lazos, pues la ciudad, el hotel barato, el tren nocturno sobre el paso a nivel en las proximidades, un disparo al amanecer o, mismamente, el mito Elvis, son otros puntos que sitúan las tres historias de Mystery Train en el mismo marco espacio-temporal: la misma jornada en Memphis, pero no la ciudad de postal que podría esperarse cuando alguien piensa en Graceland o en estudios musicales como el mítico Sun Records visitado por la pareja que llega de Yokohama. Jarmusch desmitifica, no deifica ni considera a Elvis ningún rey, tampoco niega que fuese un gran intérprete, que supo vender un estilo y una voz que causaron furor y desataron la mitomanía que lleva a la imitación y a la idolatría. No, aunque le guste, Jarmusch no lo idolatra. Al menos esa es la impresión que depara esta comedia roquera y urbana, en el sentido que pueda serlo un film de Jarmusch, es decir lejos de un retrato realista y anodino de las calles y de las imágenes de postal.
Se ambienta en Memphis, la cuna de Elvis Presley, el rey del rock, dice Mitzuko (Yûki Kudô), aunque Jun (Masatoshi Nagase) exprese su preferencia: Carl Perkins —autor, entre muchas otras, de la popular Blue Suedes Shoes que Elvis Presley cantaría un año después—, aunque bien podría ambientarse en Nueva Orleans o en cualquier ciudad. Mitzuko le calla insistiendo más en su Elvis, aunque no dice que este nunca compuso las letras de las canciones que interpretó; al contrario que la gemela del segundo episodio de Coffee & Cigarettes (2003), quien no duda en expresar su rechazo a Elvis, afirmando que “robó” las letras a Carl Perkins o a Otis Blackwell por diez dólares. Mystery Train cuenta tres historias que encuentran su comunión en la (des)mitificación de Elvis y en la ciudad de Tennessee, estado sueño cuya capital, Nashville, es otra localidad famosa por la música —y que Robert Altman hizo centro de una de sus sátiras cinematográficas más populares—, aunque, en el caso capitalino, por la Country. La primera procede de Yokohama y llega en tren a una vieja estación, semi vacía, que en nada se parece a la moderna de la ciudad de donde proceden. Esta realidad ya crea una primera diferencia entre lo que han imaginado y lo que ven, pero ellos son personajes de Jarmusch y no desesperan, más bien, esperan encontrarse una ciudad donde brille el mito, pues en ella se encuentra Graceland, que aguardan visitar. Elvis fue un negocio en vida y lo es en muerte, pero la ciudad que deambula la pareja japonesa o la generosa y fantasiosa romana a quien da vida Nicoletta Braschi, o Johnny (Joe Strummer), el novio inglés de Dee Dee (Elizabeth Bracco), se detiene en cafeterías, bares, licorerías y en ese hotel de “mala muerte” situado en una ciudad con calles y locales en descomposición, una localidad que recuerda más al Nueva Orleans de los primeros minutos de Bajo el peso de la ley (Down By Law, 1986) que a la idílica estampa que vende la leyenda y el negocio…
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