<<El director del departamento de guionistas de Paramount tuvo la brillante idea de emparejarme con Charles Brackett, un distinguido caballero de la Costa Este que había estudiado Derecho en Harvard y tenía unos quince años más que yo. Me gustaba trabajar con él. Era una bellísima persona. Formaba parte de la mesa redonda del Algonquin y había sido crítico de cine —o de teatro— de The New Yorker en los años veinte, en los primeros tiempos de la revista>>, le explica Billy Wilder a James Linville, que le entrevista para The Paris Review. Brackett, procedente de una familia de la alta sociedad, era todo un caballero, conservador, culto, tranquilo, que llegó a Hollywood antes que Wilder y después de haber trabajado en el bufete de su padre, que aparte de abogado y banquero también había sido senador republicano, y en el New Yorker, como crítico teatral. Tras su paso por la prensa y la publicación de sus primeras novelas, decidió cambiar de aires. Con la llegada del cine sonoro, la demanda de escritores se disparó en Hollywood y Brackett decidió probar fortuna en las cálidas tierras californianas, aunque su entrada en un estudio resultó ser bastante fría. No resultó como esperaba; de hecho, se sintió perdido y pensó que aquella experiencia cinematográfica, aparte de ser la primera, iba a ser la última. Se equivocó, y menos mal que así fue, pues, de haber acertado, dudo que existiesen (al menos tal como son) algunas de las grandes obras del cine hollywoodiense de entonces, películas que todavía hoy se mantienen de muy buen ver. Tras una serie de guiones, que tampoco cambiaron el cine, y que hoy sospecho que nadie recuerda —excepto Las cuatro hermanitas (Little Women, George Cukor, 1934), en la que participó sin acreditar—, el jefe de guionistas de Paramount, por aquel entonces Manny Woolf, hizo algo que sí trastocaría la historia cinematográfica: unió al escritor neoyorquino con un desconocido de gran inventiva, recién llegado al estudio, un joven y ambicioso guionista que apenas tenía nombre en Hollywood, aunque había adquirido experiencia en Berlín, y que había pasado sin pena ni gloria por la Fox y por Columbia, el estudio que, por mediación del cineasta alemán Joe May, le compró un guion y le pagó el pasaje de Francia a América en 1934.
Wilder, de quien no dudo que le gustase ser el centro de atención cuando contaba sus mil historias, le comentó a Cameron Crowe que <<Brackett era un hombre muy parlanchín. Era una especie de miembro de la Tabla Redonda del Algonquin. Ese era su ambiente. (A) Era republicano, un republicano ferviente. (B) Estaba en la vanguardia del grupo de escritores como Hemingway o Scott Fitzgerald; era la gente con la que trataba. Aprendió muy rápido, porque escribió varios relatos cortos para el Saturday Evening Post y de ahí paso al cine. Se paseaba por la Paramount y no sabía qué hacer>>. En realidad, sí lo sabía, aunque no fue hasta que a Woolf se le ocurrió la brillante idea de unir dos polos opuestos, cuando Brackett y Wilder despuntaron. Aquel encuentro fue fundamental para el futuro de ambos, quienes a partir de su aportación al guion de Medianoche (Midnight, Mitchell Leisen, 1939) se convirtieron en la pareja de moda, incluso a Brackett le hicieron presidente de la asociación de guionistas. Decían de ellos que era una especie de matrimonio, puede que así fuese, aunque el suyo era de los que se pasaban todo el día discutiendo, pero sabían sacar lo mejor el uno del otro.
Eran opuestos en prácticamente todo, salvo que a los dos les gustaba el bridge y de ironía andaban sobrados. Wilder era el tipo inquieto y Brackett el tranquilo. El centroeuropeo no dejaba de pasear de un lado a otro de la habitación, fumando o moviendo su bastón, y el estadounidense, viendo a su compañero entre el humo, podía estar sentado durante todo el paseo de su colega, que bien podía ser la jornada laboral completa. Durante esas horas, lo hablaban todo acerca de la película que tenían entre manos. Primero un poco por encima, luego desglosaban las escenas y perfilaban el ambiente en cada situación. Aquella rica y conflictiva rutina duró doce años, desde La octava mujer de Barbaazul (Bluebeard’s Eighth Wife, Ernest Lubitsch, 1938), la película que les dio la oportunidad de trabajar junto a Lubitsch, con quien repetirían en Ninotchka (Ernst Lubitsch, 1939). Por entonces, Lubitsch era uno de los grandes de la comedia que, en su colaboración con la pareja, daba el paso a la screwball comedy, aquella en la que la lucha de sexos acaba casi siempre en la cama, salvo que la censura obliga a que sean dos camas, gemelas y separadas. De Lubitsch aprenderían el uso elegante de la superbroma (el famoso e inimitable toque Lubitsch), a desarrollarla y a pensarla de manera más cinematográfica —también Wilder tomaría nota de Howard Hawks en Bola de fuego (Ball of Fire, 1941)—, pero no solo fue el berlinés para quien trabajaron antes de tener su oportunidad en El mayor y la menor (The Major and the Minor, 1942), la primera película que Wilder dirigió en Hollywood. A la pareja no le habían sentado nada bien los cambios que observaron en su guion de Si no amaneciera (Hold Back to Dawn, 1941), aparte de la ojeriza que Wilder le tenía a Leisen —Brackett volvería a trabajar con Mitchell Leisen en Vida íntima de Julia Norris (To Each this Own, 1946) y Casado y con dos suegras (The Mating Season, 1951)—, en todo caso mutua, y esto convenció al dúo para que Wilder diese el paso a la dirección. Así, sus guiones no serían cambiados.
En total, fueron trece películas en común, desde La octava mujer de Barbaazul hasta El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950), pero después de esta obra maestra, <<Brackett y yo nos despedimos como buenos amigos, llevábamos doce años trabajando juntos, pero ya se veía venir la separación>>. Para explicar el fin de la relación, Wilder pone el ejemplo de la caja de cerillas, para concluir diciendo que uno de los dos dijo: <<Mira, ya no tenemos nada que ofrecernos el uno al otro. ¿Por qué no lo dejamos ahora, con el buen sabor de boca de El crepúsculo de los Dioses?>> Durante ese periodo sólo dejaron de trabajar juntos en Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944), en la que Wilder compartió discusiones con Raymond Chandler. Al año siguiente, de nuevo juntos, alcanzarían la “gloria”. Fue tal el éxito de la pareja que, a partir de Días sin huella (The Lost Weekend, Billy Wilder, 1945), Brackett asumió las labores de producción de sus películas comunes y también en otras en las que participó en “infidelidades extramaritales”, tales como Mr. Lucky (H. C. Potter, 1943), Vida íntima de Julia Norris o La mujer del obispo (The Bishop’s Wife, Henry Kostner, 1947). Y productor y guionista seguiría siendo después de separar sus caminos y continuar sus carreras por separado, en ambos casos con éxito, como corrobora que Brackett recibiese su tercer Oscar al mejor guion por El hundimiento del Titanic (Titanic, Jean Negulesco, 1953), pero también por otras de sus aportaciones al cine, por ejemplo Niágara (Henry Hathaway, 1953), La muchacha del trapecio rojo (The Girl in the Red Velvet Swing, Richard Fleischer, 1955) o Viaje al centro de la Tierra (Journey to the Center of the Earth, Henry Levin, 1959), su último guion cinematográfico.
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