Todo el mundo quiere a Dudley (Cary Grant), salvo el obispo Henry Brougham (David Niven), que ve como su ángel de la guarda le roba el protagonismo de su cotidianidad. Esto le acarrea celos y un ligero malestar, aunque, siendo preciso, el propio religioso se ha encargado de alejarse de su cotidianidad, en su afán de construir la catedral que le ha apartado de su familia y de sí mismo. Cierto que el obispo ha cambiado su pasión mundana por el materialismo, pero no su fe, de ahí que, cual George Bailey en ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful Life; Frank Capra, 1946), se escuchen sus plegarias y le envíen un ángel. El suyo responde a los rasgos de Cary Grant, que se pasea por el hogar de los Brougham como quien se pasea por su casa. Ese mismo descaro, elegante y vital, lo convierte en el centro de atención de La mujer del obispo (The Bishop’s Wife, 1947), aunque, en ocasiones, su personaje cansa o se pasa de listo. ¿Pero quien podría competir con Cary Grant haciendo de Cary Grant, sino el propio Cary Grant? Simpático, elegante y con clase, nadie se resiste al ángel Dudley/Cary, ni siquiera el profesor Wutheridge (Monty Woolley), a quien conquista con una botella de jerez, que se rellena una y otra vez inagotable, y con unas historias antiguas que le permitirán escribir su libro. Pero la misión de Dudley no es conquistar al profesor, ni al taxista Sylvester (Jackie Gleason), ni siquiera a Matilda (Elsa Lanchester), que le sonríe y mira con ojos enamorados, o a Julia Brougham (Loretta Young), sobre todo a Julia, con quien mantiene una relación que desea escapar de lo angelical y asentarse en lo terrenal. De esta manera, el film de Henry Koster, que sustituía a William A. Seiter al frente del rodaje —al productor Samuel Goldwyn no le gustó el trabajo realizado por aquel—, podría ser visto como la crónica de un romance y una infidelidad no consumada, celestial, elegante y más compleja de lo que a primera vista refleja su apariencia de comedia romántica y navideña. Lo complejo es más real que la fantasía expuesta, es la situación del matrimonio, que ha perdido el interés y se ha anclado en la distancia que el ángel intentará acortar con su presencia, porque es su obligación, pues, de poseer el libre albedrío, a buen seguro mandaría su cometido de vacaciones al limbo. Al lado de Dudley, Julia parece recobrar la ilusión, le mira con ojos alegres, también agradecidos, y que no esconden la atracción que sienten hacia él. Se trata de la alegría perdida, del contacto que ya no experimenta al lado de un marido que se dedica en cuerpo y alma a la consecución del dinero que le posibilite su ansiada catedral. Henry ha perdido su espíritu, y no me refiero al religioso, sino el humano que su ángel trata de salvar, quizá a su pesar. El obispo ha dejado de ser un hombre apasionado, cercano, alegre, preocupado por sus amigos y sus feligreses. Ahora solo es un tipo gris que dedica todo su tiempo a los asuntos relacionados con el proyecto que, en forma de pintura, luce en su sala; incluso ha llegado al extremo de “traicionarse”, a cambio de la donación de la señora Hamilton (Gladys Cooper), y , para remediarlo, han enviado a Dudley o, mejor dicho, a Cary —nombre de pila que Goldwyn decidió añadir al título original para evitar confusiones y atraer a un mayor número de público a los cines.
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